La Starlette

De cómo un sex symbol de la televisión me abrió las puertas a un mundo enteramente nuevo. Primera vez, footfetish, footjob, anal.

No podía creerlo. Era mi primer trabajo y había ligado el puesto exacto para mí: redactor de deportes en la cadena televisiva más importante del país. Ese, esperaba, era el primer paso a una carrera más grande: comentarista de partidos, conductor a cuadro, viajes, supertazones, series mundiales, mundiales de futbol, juegos olímpicos y todo lo que se pusiera en mi camino.

Más allá del sueldo (que era bastante escaso, pinches tacaños), las recompensas eran muchas y una de las más vistosas era el "paisaje" que mis ojos jóvenes e impresionables disfrutaban a todas horas: desde las compañeritas redactoras hasta las "divas" de la actuación que se paseaban por los corredores contoneando "todo aquello" para deleite del observador casual, pasando por las secregatas y asistentes de los altos ejecutivos e incluso varias de las maquillistas y peinadoras, todas ellas en diversos niveles de encamabilidad.

Poco a poco, un tanto de suerte, otro tanto de compromiso con el trabajo y un poquitín de talento me fueron acarreando las simpatías de los reporteros y de alguno de los jefes, al grado que pronto mis responsabilidades fueron aumentando (aunque no a la par de sueldo, 'che gente amarrada).

Al fin, un día, prácticamente llegando, una de las secregatas me avisó que el jefazo me esperaba en su oficina. Por aquel entonces, Antonio Balderas "Don Tony" era el jefe de jefes en TeleDeportes y en cuanto la ya rucona pero todavía muy correteable Lupita me dijo que me buscaba, no pude sino decirme a mí mismo "o ya la hiciste o ya te chingaste", cualquiera que fuera el caso, sabía que aquella llamada cambiaría mi vida para siempre.

Al entrar a la estúpidamente amplia oficina lo primero que noté, incluso antes que el horrible bisoñé con que Don Tony intentaba tapar su calva cabeza, fue el intoxicante aroma de un perfume de almendras dulces que al instante jaló mi mirada hacia la silla frente al escritorio.

Ahí, sentada en toda su rubia y excelsa gloria se encontraba Viviana Haettenschweiller, la nueva y prometedora "starlette" de

TeleDeportes.

Enfundada en una blusa blanca de algodón con un provocativo escote y unos pantalones de mezclilla que parecían más bien pintados sobre sus esculturales piernas, cimentadas por unas zapatillas de afilados tacones de 20 centímetros, la ojiazul apenas se dignó a dirigirme una mirada, mientras el jefazo me endilgaba un muy elaborado discurso, elogiando mis "habilidades", mi "entrega" y mi "profesionalismo".

Sin embargo, el motivacional choro de Don Tony en realidad no llegaba a mis oídos; por alguna extraña razón que tal vez algún día la física cuántica sea capaz de explicar, el perfume de la "Rottenweiler" (como le decían las celosas divas a quienes ella ya empezaba a opacar) causaba una seria interferencia con las ondas sonoras que salían de la boca del "boss", haciéndome imposible escucharlo.

Por fin, después de como 10 minutos de perorata tipo "unetealosoptimistas", algo en las palabras del jefe me arrancó de la contemplación casi descarada del escote de aquel mujerón: me habían asignado como su redactor asistente.

En el papel, aquel puesto significaba que a mí me tocaría concertar sus entrevistas, preparar los cuestionarios y, luego, transcribir los audios de dichas entrevistas para que ella, en un mundo ideal, redactara las notas para su blog y/o los guiones para sus capsulas de TV o Internet, es decir: yo haría el trabajo sucio mientras ella se cubría de gloria.

Eso, en el papel, porque la realidad era mucho peor, ser su redactor asistente implicaba, básicamente, ser su "gato"; más allá del trabajo periodístico, mi labor sería desde conseguirle un café hasta recoger su ropa de la tintorería y desde atender su celular de trabajo hasta llevar su auto al taller.

Eran incontables las historias de horror que había escuchado de compañeros y compañeras que llevaban ya un tiempo bajo el mando de alguno de los reporteros más añejos de la empresa, viejos lobos del periodismo llenos de mañas y trucos para facilitarse el trabajo, maestros de la nota "voladora" y del arte de explotar a sus asistentes.

En una cláusula no escrita en el contrato de trabajo, aquellos costales de vicios tenían el derecho de pedir de todo a sus asistentes, incluyendo los tan temidos encerrones en baños u oficinas o los "viajes de trabajo", todo ello al descarado grito de "favor con favor" y "hoy por mí, mañana por ti". Pero, por si fuera poco, aquello no se limitaba a las compañeritas de buen ver, pues no eran pocos los chavos que, de repente, dejaban el trabajo para nunca volver o, por el contrario, un día eran redactorcillos de tercera y al otro ya eran enviados a algún evento de mediana importancia, con viáticos, transporte y tarjeta de crédito de la empresa.

Suena horrible ¿verdad? Sin embargo, pese a todo, no podía quejarme, básicamente por tres cosas:

1) Ese era el segundo paso, horrible pero necesario, en mi plan de carrera.

2) Mi jefa parecía bastante "decente" en ese sentido y...

3) La posibilidad de "sabrosear" todo el día el impresionante culo de aquel monumento de mujer sería una recompensa aparte para un muchacho que, en sus tempranos 20, nadaba cada hora del día en un mar de hormonas que lo convertían, para efectos prácticos, en una erección ambulante.

Con el tiempo, las cosas se fueron asentando y no sólo porque fui acostumbrándome poco a poco al nuevo tren de trabajo, sino porque me fui dando cuenta de que Viviana (como insistió en que la llamara, aunque yo prefería decirle "jefa") no era, ni con mucho, la "perrucha" que pintaban las envidiosillas que ya iban de bajada y de salida.

Y es que la mujer estaba "enferma de profesionalismo"; sus jornadas empezaban a las seis de la madrugada, para el noticiero matutino, y terminaban a las 10 de la noche con la edición de las cápsulas para su videoblog y, como es obvio, en mi papel de asistente, si ella se levantaba a las cinco yo tenía que levantarme a las 4 y si ella se dormía a las 11 yo tenía que dormirme a las 12.

Pero eso era lo único que podía reprocharle, bueno eso y su "maldita" costumbre de clavarme sus tetas en la espalda cuando quería checar qué tanto llevaba redactado de "su" nota; el contacto de aquellos enormes melones, duros como una pelota de tenis, elevaba no sólo mi temperatura, sino mi verga a alturas insospechadas, haciéndome perder el hilo de lo que estaba escribiendo y, más de una vez, obligándome a reescribir párrafos enteros.

Era más que obvio que a ella le gustaba "torturarme" de aquella manera, pues una vez que me veía borrar uno o dos párrafos en los que no había escrito más que jerigonza incomprensible, se retiraba en medio de una burlona risita, para de inmediato salir corriendo de mi cubículo en la redacción directamente a encerrarse en su camerino, dejándome a mí más caliente que un cautín y con unas ganas locas de tirar la puerta del dichoso camarín y cogérmela ahí mismo.

No obstante, aquello era imposible, y no sólo porque la puerta del camerino era de madera reforzada, sino porque cualquier paso en falso podría significar el fin de una carrera de la que yo esperaba no "mucho", sino el mundo entero.

El trabajo nunca me ha espantado, desde muy chavo había tenido que trabajar no sólo para costearme mis estudios, sino para ganarme la vida, así que las jornadas maratónicas y trabajar como negro para vivir como perro no me espantaban ni me caían de extraño.

Sin embargo, la frenética rutina había mandado mi vida personal al caño, al grado de que mi novia me había botado por alguien que "sí tenía tiempo para ella" (la muy perra) y mi familia me trataba casi como un desconocido, de modo que ya ni siquiera me invitaban a las fiestas familiares, sabiendo que, de cualquier forma, no podría ir.

Pero por fin llegó aquel martes, mi primer día de descanso en semanas (negreros joeputas). Todo el día me la había pasado en calidad de plasta en mi recamara, viendo la televisión y rascándome alegremente las pelotas, de hecho, estaba a punto de quedarme jetón cuando sonó el teléfono: a la bendita "Rottenweiler" se le habían olvidado unos apuntes en la redacción y quería que yo fuera por ellos y se los llevara a su casa.

En el camino, atascado en el perpetuo embotellamiento de Periférico a las siete de la noche y luego serpenteando a través de Polanco para encontrar una ruta alterna que me evitara más tráfico, no podía dejar de pensar que quizá todo aquello no valiera la pena, que tal vez debería salirme y buscar chamba en algún periódico grande, incluso consciente de que el trabajo podría ser más y más pesado; no obstante, por lo menos ya no estaría a la sombra de aquellas enormes tetas operadas que, por alguna razón que ni siquiera la astrofísica podría explicar, ocultaban todo lo demás en un radio de 20 metros, incluido un humilde redactor que ya lo único que quería era ir a una final del futbol mexicano, aunque fuera como "jalacables".

Por fin, después de casi dos horas de lidiar a brazo partido con lo mejor que el tráfico de esta ciudad maldita puede ofrecer, logré llegar al elegante complejo de ultramodernos edificios donde vivía mi jefa.

No era la primera vez que iba; de hecho, la primera vez que tuve que ir, en la caseta de vigilancia me sometieron a una inspección que incluía fotos de frente y de perfil, captura electrónica de huellas digitales y de firma y estoy seguro que poco faltaba para una "búsqueda en cavidades", pero la oportuna llamada de mi jefa exigiendo sus papeles me salvó de un destino peor que la muerte.

El elevador me dejó en un pasillo alfombrado y bien iluminado; la tercera puerta a la derecha era la suya y a esas horas de la noche, ella misma se encargó de abrir, ataviada apenas con una camisetita blanca de tirantes y recortada, que dejaba ver su abdomen perfectamente plano e incluso ligeramente marcado, y con unos "daisy dukes" que no sólo dejaban ver un par de magníficas piernas que llegaban desde aquí hasta Alemania, sino que subían lo suficiente para revelar la deliciosa curva inferior de unas nalgas rotundas, contundentes, noqueadoras, las cuales parecían haber sido hechas a mano por Dios en persona.

El delicado roce de su mano al tomar los papeles que le ofrecía me sacó por un momento del trance en que sus enormes tetas, que amenazaban con reventar el algodón de la camiseta, me habían atrapado sin que yo pudiera (o quisiera) ofrecer la menor resistencia y verla alejarse fue todo un espectáculo: el bamboleo del culito respingón, el firme ir y venir de las esbeltas piernas y el sinuoso movimiento de la diminuta cintura eran intoxicantes.

No dijo una sola palabra más, sin embargo, dejó la puerta abierta y lo tomé como una invitación a entrar, algo que nunca había hecho, siguiendo el hipnótico movimiento de su larga melena rubia y el rítmico golpeteo de sus pies descalzos sobre la loseta de níveo mármol que recubría el piso.

El departamento de Viviana era inmenso, más grande, incluso, que la casa completa de mi familia con todo y sus dos pisos, y ni siquiera era el penthouse, de hecho, era uno de los de "media tabla" (como se dice en el argot futbolero) y aun así, no podía dejar de preguntarme cómo era que lo pagaba, aunque, de alguna forma, ya sabía la respuesta.

El mismo perfume de almendras dulces inundaba cada rincón del departamento, en cuya decoración predominaban el cristal y el acero cromado, como haciendo juego con el enorme ventanal que, ubicado en el piso 15, dejaba ver una buena parte de la ciudad, todavía inundada por su infernal tráfico y su gente al borde de un ataque de histeria.

Ella se sentó frente a su PC, me ofreció una silla a su lado y me devolvió los papeles. Sus azules ojos centraron toda su atención en la pantalla mientras los míos no podían evitar alternar entre las hojas frente a ellos y las sedosas piernas perfectamente visibles a través del cristal que era la superficie del escritorio.

Casi tres horas pasamos trabajando, entre declaraciones, grabaciones, estadísticas y números de la selección de futbol, antes de tomarnos un descanso.

Sin siquiera preguntar, ella se dirigió a la bien surtida cantina y preparó un par de tragos. "Jimador con toronja ¿verdad?". Nunca habíamos compartido una fiesta, ni ninguna reunión, ni siquiera unos tragos, ella se movía en círculos muy por encima del mío y por ello me extrañó que conociera mi bebida.

Un nuevo roce de sus dedos al entregarme el helado vaso provocó una corriente eléctrica que en microsegundos viajó desde mi mano hasta la punta de mi verga, la cual, ingobernable, decidió que era un buen momento para pararse, a pesar de la resistencia que ofrecía el pantalón de mezclilla que en mala hora elegí usar.

Con el dejo de una pícara sonrisa al ver mi inmediata reacción, Viviana tomó su trago y se dirigió a la enorme sala, donde se dejó caer en el sofá tapizado de cuero negro auténtico (nada de imitaciones baratas), mientras yo, sin mediar palabra, la seguí tratando de caminar de alguna forma que disimulara mi erección, obviamente sin conseguirlo.

Mientras yo tomaba asiento en el sillón a un lado, ella se recostó a medias, estirando las piernas perfectamente bronceadas y luciendo sus pies pedicurados, quizá un poco grandes para mi gusto, pero indudablemente hermosos.

Por alguna razón, una mujer descalza, especialmente si es rubia, es una de las imágenes más eróticas que mi mente pueda conjurar y ver a la imponente Viviana Haettenschweiller lucir sus delicados pies con total naturalidad comenzó a acelerar mi pulso y a escarbar en lo más profundo de mi cochambrosa mente, donde removió fantasías que ni siquiera yo sabía que tenía.

Mis ojos eran incapaces de despegarse de tanta belleza. Desde los bien definidos muslos hasta las uñas pintadas de intenso carmesí y desde la satinada piel de sus plantas hasta la insinuante protuberancia de un monte de Venus que en ese momento no quise notar que estaba, quizá, demasiado abultado.

Y Viviana claramente se había dado cuenta, ya que no dejaba de juguetear con sus pies, estirándolos, encogiéndolos, frotándolos entre sí o separando los deditos tanto como le era posible, para después apretarlos como en medio de una convulsión, secuestrando mi mirada y negándome la habilidad de pensar con claridad.

Hacía unos minutos que los vasos de ambos estaban vacíos, los únicos sonidos perceptibles en el departamento eran el tintineo de los hielos agitándose nerviosamente en el mío y el insistente roce de las piernas de la rubia sobre el cuero del sillón.

En medio de ese estado, que bien podría describir como de armonía zen, ella me dirigió una intensa mirada y me dijo "¿Puedo pedirte un favor?". Tragando saliva con dificultad e incapaz de negarme (incluso si me hubiera pedido que me arrojara por la ventana) yo me limité a asentir con la cabeza.

"Estuve todo el día de pie en el estudio con las zapatillas, y los pies me están matando, ¿me darías un masajito, porfa?", sorprendido, me volví a verla, supongo que con cara de susto, mientras ella me devolvía una mirada juguetona "pero no te espantes, no te estoy pidiendo que te avientes del balcón, es sólo un masaje. Claro que si no quieres, no estás obligado, no te preocupes".

Más por un reflejo condicionado que por otra cosa me llevé la copa a los labios, pero lo único que encontré fue el agua fría de los hielos a medio derretir. Al notarlo, ella se levantó casi de un salto, retiró el vaso de mis indecisas manos y sirvió bebidas para ambos.

Casi no me di cuenta de cuándo depositó el trago de vuelta en mi mano ni de cómo, casi por arte de magia, en sus manos había aparecido un pequeño neceser con la forma de un delicado cofrecito de ébano con herrajes de plata, que contrastaba casi con violencia con el resto de la decoración de la casa.

Al tiempo que se tendía en el sillón, como una leona acechando a su presa, la hermosa Viviana dejó a un lado la maletita y señaló hacia un cercano taburete bajo, hacia el que me dirigí casi en trance para, luego de un par de complicadas maniobras que involucraron la mesa de centro, colocarlo frente a ella.

El taburete, a juego con la sala, me dejaba a la altura perfecta para

que ella colocara con comodidad sus pies sobre mis muslos, cosa que hizo mientras un trago de tequila desbarataba lo último de mi resistencia, y de mis escrúpulos.

La deliciosa hembra dejó uno de sus estatuescos pies en uno de mis muslos, mientras el otro lo dejaba reposar sobre el taburete, a meros milímetros de mi hinchado pene.

No bien nos acomodamos, ella extrajo del neceser un pequeño contenedor plástico, del cual, a su vez, sacó una toallita húmeda. Casi al instante, mis sentidos sufrieron la bestial embestida de la misma fragancia de almendras dulces que había taladrado mi cerebro desde aquella vez en que Don Tony (¡bendito fuera el viejo!) me pusiera a su servicio.

Nunca había hecho semejante cosa, de modo que me limité a hacer lo que parecía natural y comencé por limpiar con las toallitas cada rincón y cada espacio del delicado pie. No bien terminé con el derecho, la rubia levantó el izquierdo para ponerlo en posición, rozando, en el mismo movimiento, mi hinchada verga, que para esos momentos ya amenazaba con reventar el cierre.

Para aumentar mi tortura/seducción, la ojiazul ya no llevó su otro pie hasta el taburete, sino que lo dejó reposar con total descaro sobre mi miembro, al que, a su vez, comenzó a masajear por encima del pantalón con suaves movimientos circulares y ocasionales apretones que a punto estuvieron de lograr que me corriera, a lo cual me resistí con un estoicismo digno de héroe mitológico.

Así, yo estaba que ardía en calentura, sin embargo, lo único que podía hacer era seguir sus indicaciones y, una vez hube terminado de limpiarla, me tendió un frasquito de tapa rosada que había extraído del elegante neceser y al abrirlo, el aroma de almendras dulces golpeó mi nariz provocándome una serie de embriagantes sensaciones que iban de la ternura a la lujuria y del simple deseo a la pasión más arrebatadora.

De nuevo el cambio de pies para que el derecho fuera atendido, mientras el izquierdo reposaba sobre mi verga. Yo me sentía completamente extasiado, el universo entero había dejado de existir al grado que sólo éramos yo y aquel delicado apéndice que se retorcía entre mis manos, al tiempo que su hermosa dueña emitía ligeros quejidos y suspiros de placer, que poco a poco fueron aumentando su intensidad.

Otra vez el cambio de pie, sin embargo, ahora el derecho ya no regresó a mi miembro, sino que subió hasta mi cara, donde comenzó a acariciar cada rasgo, cada recoveco y cada curva: la frente, las cejas, el puente de la nariz, los pómulos, la barbilla sin rasurar y, finalmente, los labios.

Para cuando llegó a mi boca, yo ya no era dueño en absoluto de mí mismo, su voluntad, expresada a través de ligeros movimientos de sus pies, era mi voluntad y, como tal, lo único que pude hacer fue comenzar a chupar los delicados dedos que se me ofrecían y que, en aquel momento, olían tan bien.

No bien comencé a lamer el derecho, el izquierdo subió también y comenzó a acariciar mi cuello y mi oreja derecha, para luego ocupar el lugar de su gemelo en mi boca, en tanto este último descendía hasta mi pecho.

Cosa curiosa, mientras acariciaban su tersa piel mis manos exhibían la firmeza y seguridad del mejor de los neurocirujanos, en cambio, en cuanto les pedí que hicieran algo tan sencillo como desabrocharme la camisa, se mostraron tan embarazosamente incapaces, que incluso ella, con un solo pie, pudo hacerlo más rápido que yo con ambas "garras".

Su pie derecho convirtió mi pecho en su campo de juegos particular, el frío y la satinada cualidad de la planta contrastaban a tal grado con la calentura que devoraba mi piel, que su simple contacto me producía un agudo escalofrío que se traducía en la forma de un convulsivo apretón de mis manos que por fin se habían animado a explorar la suave curva de las pantorrillas y la firmeza de aquellos muslos deliciosamente esculpidos por el ejercicio regular.

La hermosa Viviana, por su parte, estaba gozando como loca no sólo de mi inexperto masaje, sino del proceso completo de seducirme. Su mirada brillante, su boca entreabierta y sus sonoros gemidos hacían su excitación más que evidente y no sólo eso, cuando mis ojos por fin pudieron despegarse de la contemplación de sus pies, descubrieron que se había despojado de la blusa y ahora la angelical visión de sus senos se colaba a través de cada sinapsis y de cada neurona en mi cerebro, llevándome más allá de la razón.

No obstante, la joven no me permitió levantarme y mientras con ambas manos masajeaba sus pechos de porcelana, pellizcando y estirando los delicados pezones, con simples toqueteos y roces me comunicó su siguiente orden: "Desvístete".

Y así lo hice.

Tan rápido que seguramente implanté algún tipo de récord mundial, mis ropas volaron por toda la sala, dejándome desnudo ante ella.

Un suave empujón de sus pies me llevó de vuelta al taburete y me hicieron reclinarme ligeramente hacia atrás, dejando expuesta mi verga, a punto de reventar, ante sus pícaros ojos que, con sólo una mirada, me dijeron exactamente lo que estaba a punto de pasar.

No por ello fue menos excitante ver cómo aquellos hermosos pies se apoderaban de mi miembro y comenzaban a trabajarlo cual masilla, estirando y apretujando, por momentos pellizcando y sobando la sensible cabeza, mientras yo, por instrucciones suyas, vertía un delgado chorrito de aceite, que hizo su trabajo mucho más fácil y, a la vez, mucho más excitante.

Y así siguió por unos instantes,

Hasta ese momento ella no me había tocado más que con los pies y aun así yo estaba tan excitado que no tardó en llegar ese instante que es a la vez tan ansiado como tan temido: el orgasmo, la "muerte chiquita"; ansiado por el inmenso placer que provoca en tan poco tiempo y temido porque significa, casi siempre, que todo acabó.

A sabiendas de que yo estaba al borde de la locura, la hermosa rubia buscó acomodo para poder colocar sus pies planta con planta, acomodando mi enrojecido miembro justo en el hueco que formaban sus arcos y comenzó a masajear con ritmo acelerado, de arriba abajo, mientras yo rociaba con generosidad extrema, más de aquel aceite perfumado.

Ayudada por momentos por mis manos en tan ardua tarea, Viviana por fin consiguió su objetivo, arrancarme un orgasmo monumental, bestial, volcánico, que se gestó en la base de mi pene y subió no sólo por el tronco de mi miembro, sino por toda mi espina dorsal, obligándome a arquearme como si un ángel y un demonio a la vez tiraran de mi alma a través de mi verga.

Hasta la fecha, aún sigo preguntándome cómo es que los vecinos no escucharon el auténtico alarido que surgió desde lo más profundo de mis entrañas mientras; con un último tirón, la monumental mujer me arrancaba el más intenso orgasmo que había sentido en mi vida. Sacudida tras sacudida, abundantes chorros de semen se derramaron sobre sus pies y mi abdomen, ante la mirada fascinada de quien a partir de entonces no era sólo mi jefa, sino, prácticamente, mi dueña.

Después de la intensa explosión, lo único que quería era tirarme, aunque fuera en el frío suelo de mármol, esperando lo que fuera que siguiera, el sueño o la muerte, cualquiera de los dos sería perfectamente bienvenido después de aquella celestial experiencia.

Sin embargo, no hubo descanso para mí, aún sin poder aliviar su excitación, la rubia se estiró hasta alcanzar mis manos para jalarme y conseguir que me tendiera sobre ella.

Una andanada de besos en los que aún podían sentirse los resabios del Johnny Walker que había estado tomando y que bordeaban la desesperación se abatió sobre mi boca, cuya ansia no tardó en despertar ante las vehementes caricias y devolvió con placer labio con labio, lengua por lengua y mordida por mordida.

Aquella mujer debía ser la experiencia personalizada, pues sabía a la perfección cómo provocar mi pasión, no sólo su boca actuaba sobre mis labios, mi cuello, mis orejas y mi cara entera, sino que sus manos recorrían mi cabeza, nuca, espalda y nalgas, pellizcando y amasando, rozando y apretando los puntos adecuados; incluso sus uñas eran instrumento de placer, haciendo largos recorridos a lo largo de grietas y recovecos que yo no tenía ni idea de que existían y, mucho menos, de que, con la caricia adecuada, podían llevarme otra vez al borde del orgasmo.

Sin embargo, ahora era su turno y tras lograr que yo quedara de espaldas sobre el sofá, debajo de ella, ofreció su cuerpo entero a mis manos, a mi boca y a mi miembro, el cual, prácticamente sin que me diera cuenta, había vuelto a despertar, presionando contra la entrepierna de la rubia.

Para ese momento yo ya me había dado cuenta de que la entrepierna de mi recién descubierta amante estaba mucho más dura de lo que... "debería", sin embargo, hasta ese instante mi mente había logrado evadir el problema, concentrándome en las sensaciones que ella causaba en mí, pero, cuando por fin mis labios se posaron en aquellos pezones tan claros que casi se confundían con el color de su piel, por fin un extraño movimiento me intrigó lo suficiente como para que casi detuviera mis manipulaciones.

No obstante, ella, con la maestría digna de un torero, logró evadirse y se puso de pie sobre el sillón, con sus pies a cada lado de mi cadera. Haciendo gala del equilibrio de la mejor de las gimnastas, la chica se deshizo del short de mezclilla en un par de movimientos y entonces ocurrió algo que nunca creí que me ocurriría.

La vista de la verga blanca como la leche, surcada por delicadas venas azules, me desconcertó por un instante, pero sólo por un instante, pues, aunque yo sabía que "eso" no debía estar "ahí", de alguna forma ambas cosas, el curvilíneo cuerpo y el erguido pene, parecían encajar a la perfección, un poco como la armonía zen que unos minutos antes nos había unido y, de la misma forma, terminé no sólo por aceptarlo, sino por amarlo.

De igual forma, Viviana pareció, por un momento, apenada ante su revelación, sin embargo, al ver lo que más tarde describiría como "una mirada de total admiración en tus ojos" simplemente se dejó caer sobre mí, para reanudar la andanada de besos y caricias que habíamos interrumpido y que poco a poco fue convirtiéndonos en uno solo.

Así, mientras nuestras vergas se rozaban ansiosamente, ella volvió a ofrecerme sus pechos y yo, ni tardo ni perezoso, los devoré alternadamente, ya con rápidos lengüetazos, ya con rítmicas chupadas como las de un recién nacido hambriento.

En medio de aquella vorágine, ella encontró la suficiente serenidad (o la sangre fría) para detenerse, levantarse y tirar de mi mano para llevarme hasta el enorme ventanal que miraba hacia las calles de Polanco, aún ocupadas a esas horas de la madrugada por una multitud de autos que comenzaban ya a abandonar antros y restaurantes en busca de sus casas, de algún "after party" o de uno de los hoteles de la zona Revolución-Patriotismo.

En el camino, la hermosa hembra metió la mano en su neceser y sacó dos objetos que en ese momento no pude ver, pero que no tardaría en averiguar qué eran.

Hipnotizado por el vaivén de aquellas hermosas nalgas (100 por ciento naturales, debo aclarar) apenas me di cuenta de que ella me había colocado de cara al ventanal, a un par de pasos de éste, y me hizo apoyar las manos sobre el vidrio, un poco por encima de mi cabeza, obligándome a parar las nalgas y exponer el culo.

Yo sabía lo que pasaría a continuación y, de alguna forma un tanto extraña, no sólo no me importaba, sino que lo deseaba a tal grado que mi cuerpo entero se tensó en ansiosa espera cuando escuché el familiar sonido del empaque de un condón al rasgarse y un escalofrío de deleite anticipado recorrió mi espina cuando ella dejó caer sobre mi ano unas gotas de un ligero lubricante (con el mismo olor a almendras de todo el contenido de la caja).

Sus dedos comenzaron a masajear mi esfínter, el cual se retiraba por reflejo, sin embargo, su enorme maestría pronto me ayudó a aceptar las caricias, al grado que cuando uno de sus dedos se abrió paso al interior para embarrar más lubricante, un gemido de placer, que tardé en reconocer como propio, surgió incontrolable de mi garganta.

Ella y yo éramos prácticamente de la misma estatura, así que no tuvo problemas en hallar acomodo para apuntar la cabeza de su verga directamente al centro de mi culo, donde empezó a clavarla, con ligeras arremetidas, "piquetitos", por llamarles de alguna forma, que poco a poco se fueron haciendo más profundos, hasta que consiguió que la cabeza entrara por completo, arrancándome un nuevo grito de placer.

Después de un par de segundos de reposo, en espera de que mi esfínter aceptara al intruso, Viviana comenzó a empujar poco a poco, provocándome una marejada de sentimientos encontrados en la que, mientras mi cuerpo se desgarraba de dolor, mi mente estallaba en placer.

Por fin, después de lo que me pareció una eternidad, sentí sus ingles chocar contra mis nalgas y, de nueva cuenta, una tregua. Ese momento de respiro me permitió ver el tráfico que, 15 pisos más abajo, lejos de disolverse parecía empeorar y en ese momento, de una forma un tanto estúpida, no pude dejar de pensar en que mientras todos aquellos "loosers" sufrían por su propia estupidez al salir todos al mismo tiempo en una zona tan difícil, yo estaba gozando lo indecible con aquella real hembra que taladraba mi culo, ahora inmisericordemente.

Después de lo que a mí me pareció una eternidad, el ir y venir del esbelto cuerpo comenzó a acelerarse y, al mismo tiempo, la rubia estiró sus manos para alcanzar mi verga y, con una buena dosis de aceite en sus manos, comenzó a jalonearla casi con violencia, al tiempo que sus arremetidas se hacían más fuertes y más profundas.

La sincronía que logró entre su cadera y sus manos muy pronto me puso al borde del orgasmo, el cual, no obstante, ella me negó hasta que sintió que su propia eyaculación se acercaba y cuando ninguno de los dos pudo más, un par de arremetidas/jalones extra terminaron el trabajo.

Por un delicioso instante pude sentir cómo su pene se agitaba en lo profundo de mis entrañas, al mismo tiempo que el mío se convulsionaba entre sus manos.

Sin poder evitarlo, ambos nos derrumbamos sobre el frío piso y fue sólo después de varios minutos que pudimos reponernos o al menos yo lo hice y, aún con mis propias piernas tambaleantes, conseguí cargarla y, gracias a sus indicaciones, llevarla hasta la recámara, donde, tras limpiarnos con más toallitas húmedas, caímos rendidos uno en brazos del otro.

Al otro día, mientras la llevaba al trabajo en mi modesto coche, ella colocó su mano en mi pierna y mirándome a los ojos me dijo: "Sabes 'Macho' -como me decían los compañeros por mi supuesto parecido con el legendario Hugo Sánchez-, yo estoy consciente de que, cuando mucho, me quedan unos tres años como imagen de TeleDeportes, cuatro máximo, pero en ese tiempo se atraviesan un mundial y unos olímpicos y si jugamos bien nuestras cartas, los dos podemos hacer los contactos suficientes para seguir subiendo, tú como reportero y conductor y yo para ligar chamba en Los Ángeles porque definitivamente no pienso terminar en Miami-

Como todos en el medio sabíamos, para la televisión mexicana Miami era el equivalente de un cementerio de elefantes: el lugar donde las estrellas en decadencia iban a morir, aunque, eso sí, cobrando en dólares.

Sin embargo, para ese momento mis prioridades habían cambiado y yo estaba dispuesto a seguirla a donde quiera que fuera, lo cual no cambió ni siquiera cuando, tras todo un día de risitas burlonas de toda la redacción, Lupita (la secregata de Don Tony) me dijo en medio de una mirada mitad burlona y mitad intrigada/excitada "¿sí sabes que apestas a almendras dulces, verdad?".