La sombra de la lluvia
Un chico entra en una tienda durante un día lluvioso.
Podéis comentar a través de email en latumbadelenterrador@gmail.com
o por twitter en @Enterradorelato
LA SOMBRA DE LA LLUVIA
—————————
Un relato del Enterrador
Oh, noche oscura. Ya no espero nada.
La soledad no miente a tu sentido.
Reina la pura sombra sosegada.
—Vicente Aleixandre—
Cuando entré a la tienda ya estaba lloviendo.
Creo que empecé con la maría cuando me dejó mi novio. No fue por presión social, porque quisiera dármelas de malote o porque aquello estuviera de moda. Fue por tristeza. Los días se volvieron ásperos como el lenguetazo claveteado de un gato: estaba como en una oscuridad indeterminada, en un sitio que no era ningún sitio. Sólo se me ocurre describirlo como fuera. La única forma de huir de allí era transportarme a cualquier otro lugar y sentir, aunque fuera mentira, que pertenecía a alguna parte.
¿Esto a qué viene? Probablemente a nada. Probablemente no es relevante para lo que voy a contar, o quizás lo es mucho. En cualquier caso, no lo volveré a mencionar. Dejo al lector la posibilidad de recordarlo o no, de valorar su importancia.
No había traído paraguas, así que estaba empapado y tiritando. El dependiente, un chico joven de más o menos mi edad, levantó la cabeza de su Nintendo Switch y me miró algo sorprendido. Luego volvió a su juego sin decir una sola palabra. Debió de sorprenderle que tiritara, porque él llevaba una camiseta verde de manga corta y unos shorts. Hasta se podían ver perfectamente sus sandalias, colocadas sobre el mostrador para apoyarlo en la silla mientras jugaba. Parecía de esa clase de personas que tienen calor interno, y, por tanto, no necesitan abrigarse.
La tienda estaba en una extraña penumbra, y no había ni un alma. Los expositores rebosaban artículos indeterminados, umbríos. Por supuesto, se puede pensar que estoy exagerando mi descripción. ¿Qué clase de tienda oculta sus productos? Lo que interesa es que estén a plena vista para que el cliente se sienta tentado. Sin embargo, juro que la única luz encendida era la que estaba sobre el mostrador. Esto se puede deber a que la puerta, siempre abierta, es la que se encarga de dar luz a todo el sitio, pero al empezar a llover el chico no se había percatado de la oscuridad o simplemente la había ignorado.
Me quedé paralizado en la entrada. No quería mojar todo el sitio y que el dependiente se disgustara; además, perder tiempo me venía estupendamente, porque lo suyo era esperar a que escampara un poco para volver a salir. Miré hacia atrás y vi las calles vacías: yermas y muertas. El gris de los edificios y el cielo parecía juntarse e ir cerrándose poco a poco en un muro que me empujaba hacia el interior del establecimiento. Habría jurado, en cierto momento, que la entrada era una pared más.
El único sonido, aparte del repiqueteo constante de la lluvia como un reloj sosegado, era la música de la consola. No obstante, se escuchaba tan baja que todo era indeterminado. No se distinguía el sonido ambiental de la banda sonora, y los sonidos del personaje se perdían sordos en mis oídos.
Yo trataba de mirar al chico, de ganarme su simpatía, pero sólo conseguía ser ignorado descaradamente. Supongo que aquél no era el trabajo de sus sueños y tampoco le daba demasiada importancia. En cualquier caso, esperaba al menos una señal de que podía dejar mi posición y acercarme al mostrador. Charlar no me parecía mala idea en ese momento. Ni siquiera tenía que dejar su videojuego, ni tampoco tenía que escucharme. Sólo responder con algún sonido de vez en cuando.
Como era de esperar, no pasó nada en un buen rato y al final tuve que resignarme a estar allí de pie. Puede parecer absurda la escena, pero me gusta pensar que él, ya fuera de forma consciente o inconsciente, creía que yo estaba mirando los artículos sin más. También es cierto que no entró nadie más en todo el rato que estuve allí, de modo que pensaría que su vigilancia no era muy necesaria.
Conforme iban pasando los segundos y los minutos, yo me iba impacientando. Más por el sonido de la lluvia, que caía sin cesar y que me golpeaba como ésta golpea el suelo, que por otra cosa. Apreté los dientes y me sentí, momentáneamente, muy desdichado. ¿Tan poca importancia tenía para el mundo, que todos me ignoraban? Y no sólo eso: ¿tan poca importancia tenía para mí mismo, que no era capaz de llamar la atención del chico o de ir directamente hasta él? Esas dos preguntas tienen una respuesta obvia, pero además evidencian mi autoestima y mi estado de ánimo.
Di un tímido paso. Nada cambió. La habitación era la misma, los objetos eran los mismos, la oscuridad era la misma. Pero mi nerviosismo aumentó notablemente. Mis pensamientos empezaron a acelerarse y a hacerse fragmentarios. Parecían no casar entre sí. El instinto tomó el control. ¡Otro paso! Temblé. ¡Otro paso! Miré hacia el chico. ¡Otro paso! ¡Otro paso! ¡Otro paso!
Me sentí poderoso de repente. ¡Estaba cada vez más cerca! Poder hacer algo tan simple significaba mucho para mí. No era tan inútil al fin y al cabo. Es en lo cotidiano donde obtenemos las más satisfactorias victorias. Otro paso. Sonreí triunfal. ¡Otro paso! Estaba cerca. El chico me pareció algo feo, pero de mi edad más o menos. ¡Otro paso! ¿Sería capaz de hablar cuando llegara a su lado? Se estaba alargando demasiado. ¡Otro paso! ¡Otro paso! ¡Otro paso! ¡Otro paso! Casi podía rozarlo. De hecho, iba a rozarlo. ¡Otro paso! ¡Alargué la mano!
—¿Necesitas algo? —dijo despertándome de mi sueño febril.
Me avergüenza decirlo, pero lo que dentro de mi cabeza era un paseo desesperado, veloz y apasionado, en realidad fue una marcha mecánica de un par de pasos. Para el dependiente no fue nada fuera de lo común.
—Perdona, está lloviendo mucho. ¿Te importa que me quede aquí un rato?
—¡Claro que no, tío! Si me viene hasta bien que me hagas compañía. ¿Te traigo una silla? ¿Quieres sentarte?
Negué con la cabeza. Ahora que lo observaba de cerca, tenía una cara peculiar, pero no era para nada feo. Sus rasgos eran relajados y dulces, y su cuerpo atlético. No era particularmente alto, eso sí. En cuanto a su pelo, era castaño y rizado. Los ojos, verdes. Tenía un tatuaje en el brazo, pero no podía ver de qué.
Aunque ahora sí parecía tener su atención, seguía jugando a la consola, y hacia ella enviaba de vez en cuando alguna mirada rápida. Supuse que era lo máximo que iba a sacar de él. De todas formas, era muy simpático. Cada vez que se dirigía a mí, lo hacía con una sonrisa en los labios.
—Oye, eres muy mono —me soltó sin venir a cuento—. ¿Cuántos años tienes?
Le dije que acababa de cumplir dieciocho y él se mostró entusiasmada con el hecho de que tuviéramos la misma edad.
—Recién llegados a la mayoría de edad —dijo pensativo—. Es una edad complicada, porque seguimos siendo adolescentes pero también nos empiezan a exigir responsabilidades. Nada nos entiende y aun así nos fuerzan a entender el mundo.
—Vaya, estás hecho todo un pensador. —Me reí.
—Me lo dicen mucho, pero qué va. Soy un tío normal, tirando a mediocre. No me malinterpretes, soy feliz así: me conformo con lo que soy y tampoco tengo mayores aspiraciones. Soy algo así como un espectador. O sea, veo las cosas tan guays que puede llegar a hacer la gente y no siento envidia o falta de autoestima; pienso: «jo, tío, es genial lo que hacéis y que yo pueda disfrutarlo».
Parecía bastante entusiasta, pero de una manera adorable. Gesticulaba mucho, sin llegar al afectamiento, y sus ojos brillaban cada vez que llegaba a una frase clave para su razonamiento. Lo irónico es que estaba claro que era una de esas personas especiales, aunque él dijera que era mediocre. Ya sabéis, el tipo de persona que lo ilumina todo a su paso. El mejor tipo de persona.
Me costaba un poco seguirle el ritmo. Yo soy una persona tímida y algo sombría, de modo que me tuve que esforzar mucho para sonreír y tratar de responder a sus ideas. En comparación con éstas, las mías eran frías y encorsetadas, vacilantes y vagas, retorizadas e inverosímiles. Sin embargo, cumplían su objetivo: hacerle hablar. Cuanto más hablaba él, más me embobaba yo. Puede que no hablara de la forma más elegante ni estilizada, ¡pero qué más daba eso! Era atrayente o, mejor dicho, atractivo.
Hablamos de la madurez, del egoísmo, de la soledad y del miedo. Todos esos temas tan plomizos y tristes se volvían animadas arengas en sus labios. Cualquiera habría afrontado su día a día mucho mejor después de escucharle.
—Siento como que sólo estoy hablando yo, perdona. A veces me entusiasmo y suelto un rollazo increíble. Bueno, cuéntame un poco tus pensamientos.
—¿Mis pensamientos? No suelo pensar en nada. Me dejo llevar.
—¡Alguna creencia tendrás! Cuéntame.
—Supongo que te refieres a algo espiritual, ¿cierto? No me planteo muchas preguntas al respecto, pero a veces medito sobre el tema de la muerte. Si de verdad no hay nada detrás, es algo triste, ¿no crees? No sé. Cuando escucho a alguien diciendo que irá al cielo, me invade una sensación extraña. Siento que no tienen miedo, que creen en un lugar mejor desde el que podrán seguir con nosotros, y eso es muy bonito. Me conmuevo, supongo. Piénsalo: si después de la muerte no hay nada, eso sería terrible. Siempre pienso que me gustaría creer en el cielo.
Se echó a reír.
—Es muy curioso. Me has dicho muchas cosas, pero no has respondido a la pregunta. Más bien has respondido a lo que no crees. Pero no te preocupes, sé que es algo complicado. Oye, ¿nunca has pensado una cosa? ¿Y si cuando morimos pasa lo que creemos que pase?
—¿Como si el cerebro proyectase una imagen final ininterrumpida de lo que cree más probable?
—Mmm, no sé. Es una fantasía. Imagina que la gente que cree en la reencarnación se reencarna, la gente que cree en el cielo va a al cielo y los que no creen en nada…
—Nada.
—¡Me acaba de venir algo a la cabeza! ¿Conoces la DMT? Es un alucinógeno muy potente. Pues bien, una de las formas más comunes de consumirlo es a través de un brebaje llamado ayahuasca o yagé. Ya sabes, la típica cosa rara que beben algunos indígenas del Amazonas. Ellos consideran la planta como una divinidad o algo así, y la toman con mucho respeto para obtener experiencias místicas. Sin embargo, hay algún turista que también quiere probar cuando va de viaje. ¿Y sabes qué? Todos coinciden en una extraña visión de un túnel como de luz que acaba en un extraño lugar con elfos mecánicos. Los elfos se comunican en un extraño lenguaje y se emocionan al ver a los recién llegados, pero ellos no logran entenderlos.
—¿Elfos mecánicos? —Sonreí algo irónico.
—Yo qué sé, tío. Es una movida. Pero me parece curiosísimo, como si existieran en un plano superior al nuestro o incluso estuvieran en nuestro subconsciente de alguna manera. Me he acordado por eso que has dicho del cerebro provocando una visión final.
—Ahora sólo por eso te irás con ellos cuando te mueras. Según mi teoría, al menos.
Los dos nos echamos a reír.
Cuanto más lo escuchaba, más crecía en mi interior un ansia incontrolable. Es curioso cómo las personas pueden seducirnos sólo mediante palabras. O quizás no es sólo eso: quizás era también su actitud, su forma de hablar, el modo en el que me trataba… Ningún desconocido me había tratado nunca tan bien. ¡Puede que incluso los conocidos no me trataran tan bien! Es lógico, por otra parte, porque con ellos la confianza excusa la falta de halagos. De cualquier modo, ¿no os parece mucho más agradable que un desconocido os trate bien? Es que ellos no tienen por qué hacerlo. La amabilidad es algo escaso en este mundo, y las pocas veces que la encontramos la sentimos intensificada.
Desde fuera podía parecer una locura lo que sentí. Caer prendado así de alguien a quien acabas de conocer es de todo menos lógico, y sin embargo ocurrió. Amor a primera vista, o amor a primera charla: ahí estaba.
Él seguía hablando, y a mí cada vez me costaba más escucharlo. Mis ojos estaban clavados en sus labios. Quería que me besara, que me abrazara. ¡Quería que sus manos recorrieran mi espalda! Necesitaba sentir su piel, necesitaba sentir su calor. Aún no se había ido el frío que la lluvia había instalada en mis ojos. Él era el único que podía calentarlo. Con su sonrisa, ¡con su amabilidad! ¿Por qué me había llamado «mono»? Era injusto y doloroso. Si no me quería, debería haberme despreciado desde el primer momento. Una expresión de disgusto y un gesto despectivo habrían sido suficiente. ¡¿Pero qué estaba diciendo?! Él era amable. Debía serlo con todo el mundo, y eso estaba bien. La culpa de tener esperanza era mía. Aun así, lo deseaba tanto, pero tanto, tanto. Cuando deseas tanto una cosa, se te debería conceder al instante. De ese modo, tu interior no ardería. Me estoy contradiciendo. ¿Antes tenía frío y ahora ardía? Quizás era un ardor frío.
—¿Sabes? —dijo dejando de lado la consola de lado al fin—. Es un gustazo hablar contigo. ¡Eres una persona interesante, y eso no abunda!
De inmediato, dos pensamientos y dos emociones recorrieron mi cuerpo a la vez. Cada pensamiento iba ligado a una emoción. El primer pensamiento era que me había halagado, así que sentí una felicidad suprema, cosquillosa, agradable; el segundo era que mentía, y eso instaló en mi garganta un dolor tan asfixiante que sentí que una araña me la oprimía desde dentro. ¿Mentira por qué? ¡Sencillo! Porque no era verdad. Yo no era interesante, ni mis intervenciones lo habían sido. Puede que él no fuera consciente y lo hubiera dicho de forma sincera, pero era mentira. Lo que sí había hecho bien era escucharle. Se me daba bien escuchar. Él había malinterpretado mi habilidad para escuchar con que hubiera hecho una verdadera aportación a la conversación. Y no le culpo: lo dicho era bueno e interesante; seguramente en su cabeza las ideas eran de ambos. Sin embargo, sólo había hablado él, sólo se había escuchado a él.
Conseguí extinguir rápidamente el pensamiento negativo y el sentimiento negativo llegando a una conclusión agradable: daba igual que fuera mentira siempre y cuando me sirviera para estar con él.
—Tú también eres muy interesante, en serio. —Yo no mentía—. De las pocas personas que he conocido que lo son de verdad.
Bajó los pies de la mesa y se estiró en la silla en dirección a la puerta. Seguía lloviendo. El repiqueteo seguía tan constante como hacía un rato. Lejos de inquietarse, se retrepó hacia atrás y puso una expresión traviesa. Mi corazón dio un vuelco.
—Parece que no va a dejar de llover en un buen rato. No tienes prisa, ¿verdad?
Negué con la cabeza, visiblemente nervioso.
Posó su mano sobre la mía y me la acarició con las yemas de los dos. Al principio emití un ligero temblor por la sorpresa, lo que le hizo soltar una risita, pero después traté de calmarme. No podía creer que eso estuviera pasando de verdad. ¡Tenía que ser un sueño! O una alucinación.
—Tienes la piel muy fina y tus manos son muy delicadas. Es muy agradable al tacto.
—G-gracias.
—Eres muy mono, ¿sabes? Desde que te has acercado al mostrador no he parado de pensar en lo agradable que sería tocarte, besarte y… Jajaja, ya te lo puedes imaginar.
Sentí una fuerte embriaguez instalarse en mis mejillas. Lo que estaba pasando era absolutamente surrealista, y aun así no quise cuestionarlo. No tenía sentido llevarle la contraria a unos acontecimientos que yo deseaba. Si lo creía era porque quería creerlo. Me lo merecía, merecía olvidarme del mundo y entregarme a ese chico del que no sabía ni el hombre.
—Ven, siéntate en el mostrador, delante de mí.
Obedecí de inmediato, y cuando quedamos de frente, se relamió y se levantó. De repente, se inclinó de tal manera que su lengua atravesó mi boca. Sus besos eran los mejores besos que había probado nunca. Eran una caricia húmeda, un toqueteo juguetón, un suspiro tangible. Pero al mismo tiempo suave, muy suavemente, envolvía mi barbilla con sus dedos.
Casi me pongo a llorar de lo feliz que me sentí en ese momento, y él lo debió de notar, porque me empujó hacia su pecho y me abrazó. Luego comenzó a darme pequeños besos en el cuello. Yo resoplé sofocado y él dejó escapar una carcajada. Quería corresponderle de alguna manera, así que le acaricié el pelo. Sin embargo, parece que era su pelo el que me acariciaba a mí. Sus graciosos bucles parecían juguetear entre mis dedos; cualquiera habría dicho, incluso, que ronroneaban. ¿Cuando le acaricias el pelo a alguien se escucha o es el tacto el que simula el sonido?
—Me encantas —me susurró al oído—. ¿Quieres que te la chupe?
Tragué saliva y asentí. Me bajó los pantalones de un tirón y dejó al descubierto lo que estaba cubierto. Por supuesto, se había endurecido en el mismo momento en el que me había rozado la mano, y ahora palpitaba tratando de reclamar atención. No negaré que sentí algo de vergüenza en ese momento. ¡Era un desconocido! Pero aun con todo, dirigí su cabeza hasta ella.
Es difícil describir lo que sentí en aquel momento. Qué técnica, qué movimientos, Dios mío. No era un bestia que lo hacía rápida y rudamente; él tragaba despacio, dejaba que sintieras cada centímetro de su interior, la sacaba y la mimaba restregando sus labios. En un par de minutos, ya me tenía a punto de rebosar de placer. Se notaba que quería que yo disfrutara. Parecía, incluso, que le importaba más eso que disfrutar él mismo. Era tan gentil…
Cuando el sexo se hace bien, tu mente se vacía. La experiencia en sí misma la llena por completo, y no puede contener nada más. Sólo había sensaciones, no pensamientos. Cerré los ojos y me dejé llevar. No obstante, sentí la erupción tratando de abrirse paso desde mi interior y lo detuve inmediatamente. La realidad volvió a mi alrededor.
—Me gustaría ir despacio, pero estoy ya a mil, tío. —Señaló el bulto de sus pantalones—. ¿Te importa que pasemos directamente al asunto?
No me importaba. Pues claro que no me importaba. ¡Cómo me iba a importar!
—Desnúdate del todo mientras voy a por condones y lubricante. Fíjate, nos ha venido bien que esto sea una tienda —me guiñó el ojo.
Miré su cuerpo una vez más desde la distancia y seguí sin entender por qué me había elegido a mí. Alguien tan alegre y sociable… ¿por qué iba a querer estar con alguien como yo? Ya, ya sé que sólo era sexo y que para eso cualquiera vale, pero aun así podía haber elegido a otro con mejor físico, más guapo y con más conversación. Supongo que yo era lo que estaba a mano. Nada más. Debería sentirme afortunado y listo. Seguramente todo esto dejaría huella en mi corazón de alguna manera, mientras que para él no significaría nada.
—¿Listo? Ábrete un poco las piernas. Así, así, muy bien. Buff… Te voy a dilatar un poco primero. Avísame si te duele, ¿vale?
Uno de sus dedos se coló, invasivo, dentro de mí, y cuando se introdujo del todo, dejé escapar un gemido que él ahogó con un beso. Todavía llevaba toda la ropa, aunque yo estaba totalmente desnudo, lo que me hizo pensar que lo había estado descuidando. Me sentí mal, así que le dije:
—Oye, desnúdate tú también. Quiero… quiero tocarte mientras me preparas.
Sus ojos se entrecerraron y me dio otro beso, esta vez sin lengua, en los labios. Acto seguido, se quitó la camiseta y pude ver, por primera vez, su tatuaje. Era una extraña calavera de la que brotaban flores por sus cuencas vacías. Pero la imagen tétrica fue inmediatamente sustituida por la estela ardiente de su sexo.
Mientras él me estimulaba, yo alargué el brazo para estimularlo a él. Estaba tan impaciente como yo, porque sentía sus pequeñas convulsiones en mi piel. Ah, una de las más maravillosas sensaciones es la de sentir el cuerpo de otra persona. Si eso no le hubiera herido, habría apretado tan fuerte mi piel contra la suya, que habríamos acabado fusionados en uno solo. ¿No es ésa la máxima aspiración cuando lo haces con alguien? Es decir, luchamos por estar uno dentro del otro, buscamos la unión absoluta.
Me dijo que no podía aguantar más y que necesitaba entrar dentro de mí. Yo le di permiso. Al principio sentí como si mil relámpagos se abrieran paso entre mi carne, así que dejé escapar un grito desesperado. Rápidamente me pidió disculpas y se movió despacio para que me acostumbrara a su anchura. Cuando ya había dado lo suficiente de sí, él lo notó: ya no apretaba tanto; me había relajado y lo aceptaba. En ese momento, me acarició el pelo y me susurró. Transcribiría aquí lo que me dijo, pero no consigo recordarlo. Tan sólo sé que me invadió una sensación cálida, casi un sopor, y me entregué por completo.
Las siguientes acometidas fueron algo más brutas, pero aun así no dejó en ningún momento de mimarme con sus atenciones: me sujetaba en la mesa como si tuviera miedo de que pudiera romperme, como si fuera un cristal precioso que no pudiera tocar el suelo. Es posible que hasta se me escaparan las lágrimas mientras lo hacíamos; recuerdo que se reclinó y me las retiró delicadamente con la yema de un dedo. Sin embargo, me parece que ese recuerdo es falso: la gente, por lo general, tiende a perder la livido si el otro llora, por mucho que la cultura del sadismo nos quiera convencer de lo contrario.
Su rostro se contraía a veces, y dejaba escapar algún gemido cada cierto tiempo. Quiero decir con esto que no era especialmente ruidoso, y aun así él era todo lo que sonaba en mi cabeza. Me explico: imagino que yo también debía de emitir algún sonido. Pero no lo oía. Sólo lo oía a él: su respiración, sus jadeos, su forma de chocar contra mí… Y era una melodía tan preciosa y tan preciada que no me importaba. Estaba en una especie de éxtasis febril. Notaba el sonido de mi sangre latiendo a su ritmo.
En un arranque, incluso me incorporé y me abracé a su pecho. Le sorprendió un poco, pero no se detuvo; la posición en la que estábamos, yo sentado en la mesa, enganchado, y él ante ella, de pie, permitió que siguiera. Es más, seguramente lo animó a hacerlo con más vehemencia. La irrealidad fue máxima cuando le dije al oído que le quería. Lo repetía una y otra vez, aunque no tenía respuesta. Le repetía que lo amaba como no había amado a nadie.
Entonces noté el vacío durante un instante, y al siguiente me sentí de nuevo lleno, colmado, completo. No puedo expresar con palabras todo el placer que me embriagaba en esos momentos, y quizás él lo entendió mejor que yo mismo, porque se aceleró con un ritmo frenético y furioso. Estaba cerca. Era lógico, yo también lo estaba. De hecho, lo estaba tanto, que no tardé en culminar sobre su pecho sin haberme tocado. Fue una extraña explosión que me sobrevino sin previo aviso, y al estar en vertical sobre él, no tuvo otro sitio al que huir.
Lejos de incomodarle o enfadarle, el contacto con esa lava volcánica le provocó a él su propia erupción. Terminar yo y salir él fue prácticamente uno, y cuando quise darme cuenta se había quitado esa cosa que le cubría y me había rociado el pecho como yo hice como el suyo. Quizás en venganza.
—Uff… Ha estado genial —dijo retrepándose hacia atrás—. ¡Ah, espera, te he dado en la cara! ¡Cierras los ojos, no sea que se te meta!
A pesar de que él también estaba manchado y desnudo, corrió a por un pañuelo. Lo siguiente, como es obvio, lo viví en la más absoluta oscuridad. Aun así, pude sentir la dulzura con la que me limpiaba y la rigidez de mis facciones, que no pudieron articular una sonrisa o una cara amable. Con lo amable que él estaba siendo conmigo y yo no era capaz de corresponderle…
—Cómo molas. No te ha importado hacerlo con la puerta abierta y todo. —Se rió—. Yo es que soy un poco exhibicionista.
El horror se subió a mis mejillas inmediatamente. ¡La puerta había estado abierta todo el tiempo! ¡Y, por mucho que hubiera lluvia en el exterior, podría haber entrado cualquiera! ¡Ni me había dado cuenta! ¡Ni me acordaba! ¡Sin yo saberlo, había habido un peligro constante sobre mí!
Me vestí inmediatamente, y él, al verme tan nervioso, hizo lo mismo. Luego me cogió de la nuca para que me posara en su cuello y me besó la oreja. Intentaba animarme, y lo consiguió un poco, pero mi cuerpo siguió temblando un buen rato.
—Me encantas —dijo.
Por primera vez, pensé en lo vergonzoso de toda la situación. Era un desconocido, y me había entregado a él con toda naturalidad, sin dudar lo más mínimo. No sólo eso: le había dicho que lo amaba. ¿Tan falto de afecto estaba? Era evidente que nunca habríamos encajado. Se le notaba que era aventurero (puede que algo nudista o exhibicionista), y yo era un chico aburrido que se deprimía con una facilidad pasmosa. La alegría y la tristeza nunca pueden congeniar, y ambos éramos almas puras de esos sentimientos.
Sin darme cuenta, me había perdido en mis pensamientos y no había respondido a sus palabras. Alcé la vista y me enfrenté a esos ojos brillantes y enérgicos. Entonces, volvió a hablar:
—Me encantas.
Fruncí el ceño.
De repente, su boca se abrió en una sonrisa que parecía a punto de detenerse en cualquier momento, pero no lo hacía. Creía más y más, rajaba la cara, rodeaba los ojos, se insertaba por debajo del pelo y se perdía. Dentro de ella, no había absolutamente nada: ni lengua, ni dientes, ni un fondo visible. ¡Era un abismo negro sin el menor ápice de luz! Sus ojos se giraron y se ennegrecieron de la misma manera. Luego su cuello se estiró de un lado, seguidamente del otro, y alzó su cabeza hacia arriba y hacia delante.
No era capaz de hablar, de gritar, ni de llorar siquiera. Me había quedado paralizado por un horror tan profundo, que no sentía nada, y mi cuerpo se había anquilosado de puro miedo. Quizás me habría quedado petrificado para siempre, sin mover un músculo y sin capacidad de reacción; pero la boca se abrió en un círculo monstruoso y gigante, y emitió un grito. Nunca había oído algo semejante. De verdad que no hay palabras para expresar ese sonido. No sé si era un quejido, un lamento, una risa o el simple sonido del aire rellenando esa cuenca.
Mi corazón prorrumpió en un latido profundo y doloroso que desbloqueó mi cuerpo. Las lágrimas brotaron, los temblores se hicieron tan fuertes que hasta creí que me desplazaba solo, el esófago me empezó a arder de pavor. Pero mi reacción no produjo una suya: siguió chillando, tanto que su propio pelo se desvaneció y pude ver cómo la boca le había abierto heridas en la parte superior de la cabeza.
Ante mí, sólo veía una bola blanca (pues su piel había perdido toda pigmentación), con aspecto inhumano y espectral, que gritaba con un sentimiento indescifrable. Debajo, un cuerpo que se tornó informe, grumoso y negro como una sombra, con unas horribles ampollas que expulsaban un líquido negro. Esta extraña sustancia empezó a cubrir el suelo y las paredes, pero no ensordeció el sonido de la lluvia, a pesar de que ya no podía ver la puerta.
Hubo un momento en que sólo veía la cabeza blanca, que giraba con un movimiento mecánico, como un reloj, y se acercaba flotando. O puede que el cuerpo siguiera ahí y yo no lo viera. En cualquier caso, eso poco importaba. Sabía que iba a morir en el estado máximo de miedo.
La boca se cernió sobre mí y cerré los ojos.
Me repetía a mí mismo que de todas formas no merecía la pena vivir, que al menos había tenido unos últimos momentos dulces, que igual habría algo mejor al otro lado. Repetí, con entonación febril:
Oh, noche oscura. Ya no espero nada.
La soledad no miente a tu sentido.
Reina la pura sombra sosegada.
Pero era mentira. Todo. Morí entre terribles dolores y suplicando vivir un segundo más.