La Sombra de la Bestia - Parte Final

"No deberías descuidar a tus niñas, porque nosotras podemos llenarte mucho más de lo que lo hacía mamá." Esas fueron las palabras que Inés le dijo a su padre. Y vaya si tenía razón.

LA SOMBRA DE LA BESTIA

Segunda Parte

Inés terminó de correrse contra el lomo del cuchillo que su padre sujetaba entre sus muslos empapados. Una red de saliva se extendió entre ellos cuando Ernesto apartó su boca de la de ella.

—Digo… —jadeó Inés—, que no deberías descuidar a tus niñas, porque nosotras podemos llenarte mucho más de lo que lo hacía mamá.

INTERLUDIO: EL DÍA QUE MAMÁ SE FUE

—¿Qué haces, mami?

Alba se giró, sobresaltada. Inés le sonreía con dulzura. A su lado, Ruth no sonreía lo más mínimo. Como de costumbre, la hija pequeña se mantenía silenciosa y huraña. La jovencita de doce años, que ya empezaba a vestir siempre de negro y escuchar grupos de rock que hablaban de Satán y muerte, parecía la más agresiva de las dos. Pero Alba sabía que no era así en absoluto. Ruth era la creación de Inés.

—Nada, hija —respondió Alba—. Voy a salir un momento, nada más.

Estaban en la cocina. Sobre la mesa, un papel lleno con la letra redondeada de Alba. La mujer sostenía un bolígrafo. A su lado, una maleta, un bolso y una chaqueta. Dentro del bolso, un billete de avión al extranjero. Las niñas lo sabían. Lo habían visto hacía días.

—Parece que será un momento muy largo —dijo Inés con ironía.

Alba suspiró. Hacía tiempo que no se sentía parte de aquella familia. Su marido vivía tan satisfecho con su trabajo y su mujer dispuesta a follar de todas las maneras posibles, que se había estancado. Y sus hijas… Las había visto como una maldición cuando nacieron. El final de su juventud. Pero mientras fueron pequeñas, encontraba el consuelo en su dulzura. Sin embargo, habían cambiado, se habían vuelto más que hermanas, una extensión la una de la otra, separadas por una barrera infranqueable del resto del mundo. Y Alba no tenía fuerzas ni motivación para luchar contra eso.

—¿Le diréis a vuestro padre que lea la carta? Y… y que lo siento.

—Claro —dijo Inés. Ningún atisbo de tristeza o desesperación, como sucedería con cualquier chica cuya madre está a punto de abandonarla. Ni siquiera curiosidad.

Alba se sintió extrañamente decepcionada. A pesar de todo, tal vez unas lágrimas de sus hijas la hubieran hecho cambiar de opinión. Pero de aquella manera, ni siquiera lograba sentirse culpable.

—¿Nos das un abrazo antes de irte, al menos? —Inés seguía sonriendo con dulzura, como si estuviese a punto de despedir a una vecina.

—Claro.

Alba se acercó a su hija mayor. Inés ya era más alta que ella. Había salido a su padre. La rodeó con un brazo y con el otro atrajo a Ruth.

—Lo siento mucho, hijas —dijo, y casi logró emocionarse—. Estas cosas a veces pasan.

—Lo sabemos —dijo Inés—. Estas otras cosas también pasan a veces.

Alba no sintió dolor al principio. Solo un impacto en su vientre. Se tambaleó hacia atrás. No comprendió por qué le costaba tanto mantener el equilibrio. Algo sobresalía de su vientre. Un cuchillo. Miró a sus hijas, incrédula.

Inés continuaba sonriendo con dulzura. Ruth solo la miraba con odio.

—Pero… pero… —sollozó Alba, todavía sin acabar de comprender.

—No te mereces a papá —dijo Inés, acercándose—. Y no queremos arriesgarnos a que vuelvas otra vez, ¿sabes? Son cosas que pasan.

1

—Al final, mamá no estaba tan lejos —dijo Inés, todavía jadeando tras el intenso orgasmo. Sudaba, sus ojos brillaban. Su rostro no era el de la joven hiperactiva que Ernesto conocía. Era otra persona totalmente diferente, algo deshumanizado—. La enterramos debajo de la caseta del difunto Rulfo . Y la maleta… Bueno, digamos que nunca fuiste muy meticuloso. La escondimos en el desván, junto con su bolso. Allí siguen, por cierto.

Inés se encontraba bastante relajada tras correrse. Ernesto estaba en las antípodas de la relajación. Agarró a su hija por la garganta, la estampó contra la pared, alzó el cuchillo. Se sentía totalmente dividido entre el dolor, la excitación, la furia.

—¿Por qué? —gruñó, a punto de echarse a llorar.

Inés no mostró ningún miedo. En realidad, parecía disfrutar. Se pasó la lengua por los labios. Sus caderas no dejaban de moverse. Llevó las manos al brazo de su padre, pero no para intentar apartarlo, sino para presionar aún más la garganta contra su mano.

—Ella no te merecía, ¿cuántas veces lo tengo que decir? —dijo, atrapando a su padre en aquella mirada febril—. Te iba a abandonar. Después de todo lo que hacías por ella. Después de todo lo que le dabas. Le dabas todo aquello que nosotras deseábamos. ¿Y cómo te lo iba a pagar? Marchándose como una puta. Se llevó lo que se merecía y lo sabes. Ella no era como tú. Nosotras sí. —Inés alzó una de sus largas piernas y la enganchó a la cintura de su padre. Luego hizo lo mismo con la otra. Lo atrajo hacia ella, hasta que sus entrepiernas quedaron en contacto—. Con nosotras puedes ser tú al cien por cien, papi. No eres ese hombre aburrido que se tira todo el día en el sofá. Eres este. Este asesino. Este animal. Esta polla deseando follarnos. ¿De verdad quieres envejecer y morir sin alcanzar todo tu potencial?

Ernesto rugió de frustración. Restregó el abultado paquete contra aquel coño empapado. Inés comenzó a gemir.

—Libérate, papi —le dijo con una voz que era una promesa de pecado y placer—. Libérate por nosotras. Y para nosotras.

Ernesto la soltó, se desembarazó de aquellas piernas deliciosas. Avanzó hacia la habitación a grandes zancadas. El tipo que se estaba follando a su otra hija había terminado, estaba eyaculando en ese mismo momento sobre el pelo de Ruth. El otro imbécil no perdía detalle con su móvil, riendo mientras sostenía entre sus labios un porro.

Le vieron entrar, cubierto de sangre y cuchillo en mano. Ruth también le vio. Sus ojos buscaron la mirada de su padre. No había ni rastro de miedo en aquellos ojos. Solo satisfacción.

—¿Quién coño eres tú? —dijo el imbécil del móvil.

Ernesto arremetió contra él. Lo agarró por el cuello y lo estampó contra el armario que tenía detrás, hundiendo las puertas hacia dentro y dejándolo sentado.

Imágenes de Alba atormentaban su cerebro una y otra vez, centelleantes, estroboscópicas. Alba sonriéndole, Alba seduciéndole, Alba gimiendo de placer, Alba durmiendo a su lado.

El otro imbécil trató de huir. Inés le hizo la zancadilla y cayó de bruces en el pasillo.

Ernesto saltó sobre su espalda, tiró de su pelo hacia atrás y le rajó la garganta. La sangre saltó por todas partes.

El primer imbécil se estaba recuperando, se levantó del interior del armario, empujando una de las puertas desencajadas. Ernesto cogió el aparato de música que atronaba en la mesilla de noche y lo estrelló contra la cara del imbécil. El cable del enchufe se soltó; la música desapareció. Ahora la habitación solo estaba llena de gemidos, gruñidos, jadeos. Y del aparato de música haciéndose pedazos contra el cráneo del joven atrapado en el armario.

El calor de Alba. La voz de Alba. La respiración de Alba. La risa de Alba. La lengua de Alba. La piel de Alba. El coño de Alba. El culo de Alba .

Todo eso perdido para siempre. Todo eso devorado por unas criaturas que habían heredado todo su salvajismo, sin ningún freno. Inés tenía razón. Ellas eran como él. Pero eran más que él.

Con un último rugido desesperado, Ernesto terminó de destrozar el aparato de música en la cabeza, igualmente destrozada, del imbécil. Luego, retrocedió, jadeando con fuerza. Se sentó en la mesilla de noche para recuperar algo de aliento.

—Joder, papá —dijo Inés. En una mano llevaba el cuchillo con el que su padre había matado al otro joven. La otra mano se movía por dentro del tanga—. Eres todo un puto espectáculo. No he estado tan cachonda en mi vida. Esto parece un manantial. Mira.

Ernesto miró. Inés alzó la mano que había estado en su coño. Tenía los dedos pringosos. Luego se los chupó uno por uno sin romper el contacto visual.

El imbécil de la cabeza destrozada gimió.

—Oh, un premio para mí —dijo Inés, situándose al lado del malherido joven de dos gráciles saltos. Se inclinó con las piernas rectas, echando el culo hacia atrás, muy consciente de que su padre la estaba mirando, y remató al desgraciado, degollándolo.

Luego, se sentó en la cama, al lado de Ruth y le sacó el tanga de la boca.

—¿Qué tal estás, hermanita?

Ruth abrió y cerró la boca un par de veces antes de contestar.

—Bien —dijo, lacónica.

—Te han dejado el pelo todo pringoso, ¿sabes? —Inés se rio. Cogió un mechón del cabello cubierto de semen y lo embutió en la boca de su hermana. Ruth no se resistió. Chupeteaba su propio pelo como si fuese un caramelo—. Y veo que les ha gustado el juego de meterte cosas en el culo —añadió, dándole un buen azote.

Inés se subió a la cama, se puso a horcajadas sobre la espalda de Ruth, de cara al voluptuoso culo en pompa y se inclinó para examinarlo de cerca.

—¿A quién se le ocurrió la genial idea de meterte la botella?

—A Diego —balbuceó Ruth con mechones de pelo en la boca. En sus labios habían quedado restos de semen.

Inés miró a su padre, que las observaba con una total ausencia de expresión.

—Igual debería decirte que Ruth no estaba siendo violada —dijo alegremente—. Hemos hecho esto muchas veces… Bueno, me refiero a lo de follar, rollo orgía entre hermanas. Eso pone mucho a los tíos. —Mientras hablaba, sus manos acariciaban las enrojecidas nalgas de Ruth—. A tu niñita menor le va la sumisión, ¿sabes? Que la aten, la amordacen y la traten como a una verdadera perra. Y, sobre todo, le encanta que le metan de todo en este pedazo de culo: pollas, lenguas, puños, hasta comida. Una vez se lo llené de natilla y me lo comí directamente de su culo. —Inés se relamió—. Hay tantas cosas que te has perdido, papi. Pero aún podemos recuperar el tiempo perdido.

—¿Quién es el niño muerto de abajo? —preguntó Ernesto con voz apática. Su rostro no expresaba ninguna emoción, su mirada parecía más allá de todo sentimiento. Pero el bulto en sus pantalones no había bajado ni medio centímetro.

—¿Acaso importa? —Inés inclinó la cabeza y atrapó uno de los tres rotuladores insertados en el culo de Ruth con los dientes. Lo escupió a un lado—. Simplemente, nos cansamos de lo de siempre. Tú deberías saberlo, papi. Hay vacíos difíciles de llenar.

—Lo matasteis. —Ernesto no se molestó en añadir que él jamás había matado a nadie. Al menos, no hasta esa noche. Alba había llenado todos sus vacíos.

—Lo maté —matizó Inés. Atrapó los dos rotuladores restantes con la boca y los dejó caer sobre la cama. Ruth emitió un sofoco—. Estos tipos de aquí no tenían ni idea de lo que estaba pasando abajo. Creían que estaba poniendo a tono a sus colegas. Y al hermanito de Diego. No sé muy bien qué esperaban que hiciese con ese crío que casi entró en pánico con verme las tetas. Pero en el momento en que le tumbé en la cama, supe lo que quería hacer. Y lo hice. —Inés le miró a los ojos con intensidad—. Siempre deberíamos hacer lo que nos diese la gana. Llevas mucho tiempo reprimido, papi. Suéltate de una vez. Los padres de Diego no vendrán hasta dentro de dos días.

—Iremos a la cárcel.

Inés resopló con hastío. Sacó la botella de cerveza del culo de Ruth con brusquedad. Su hermana emitió un gemido ahogado. Los demás objetos se hundieron un poco en el ano al quitar el más voluminoso. Inés lamió la botella con lentitud, ensanchando su lengua empapada de saliva.

—Eres un coñazo, padre. —De pronto, Inés estrelló la botella contra la pared, a pocos centímetros de Ernesto. Este dio un respingo, saliendo de su apatía. Algunas esquirlas cayeron sobre él.

—¿Estás loca? —gritó Ernesto, mirándola con furia.

Inés se echó a reír.

—Joder, papá. Empiezo a creer que te he sobrevalorado. Qué pena, con lo bien que estaba yendo la noche. —Inés bajó las caderas, echando el culo hacia atrás, separando aún más las rodillas, hasta que su pubis dio contra la cabeza de Ruth. Comenzó a frotarse contra la coronilla de su hermana con movimientos lentos, curvando la espalda para que su culo fuese aún más notorio. Sus dedos se hundieron en las rubenescas nalgas que tenía delante—. Parece que mamá murió para nada —añadió, dedicándole una mirada de desafío a su padre. Con una mano agarró todos los objetos restantes y vació el ano de su hermana, dejando al descubierto aquel hermoso orificio enrojecido y dilatado. Inés empezó a lamer toda la circunferencia del ano, muy despacio, ronroneando de placer de un modo muy teatral. Ruth, aplastada por el coño que no cesaba de frotarse contra su cabeza, también empezó a gemir.

La mano de Ernesto agarró un mechón de pelo de Inés y le hizo alzar la cara hacia él. Ella le miró sin sorpresa, una sonrisa de lobo en su boca, la lengua fuera en una actitud lasciva y provocativa. No sentía miedo, solo una insaciable necesidad de romper los límites para su propia satisfacción.

—Vamos, papi, sácalo to…

Ernesto la interrumpió pegando su boca a la de ella, sin soltarle el pelo. La lengua de Inés se debatió con furia, la saliva desbordó los labios de ambos.

Mientras, Ernesto hundió cuatro dedos sanguinolentos en el dilatado ano de su hija menor, traspasando la débil resistencia del recto con brutalidad. Ruth emitió un gemido similar a un maullido. Su orondo culo se movía a un lado y a otro, al ritmo de las acometidas de su padre, cuyos dedos no cesaban de escarbar en su interior.

La saliva saltó cuando tiró del pelo de su hija para separarla de su boca. Inés suspiró con la boca abierta, la lengua chorreante fuera todo lo que daba de sí, la mirada ida, extasiada. Ernesto le escupió directamente dentro de la boca.

—Aaah… síííí… —gimió ella para, acto seguido, atragantarse con los dedos que su padre había tenido dentro del culo de Ruth y que ahora llenaban su boca, aplastando su lengua, abombando las mejillas hacia fuera, rozando su garganta. La saliva goteaba sin parar de su barbilla. Sus gemidos sonaban atragantados, casi a punto de ser arcadas.

Ernesto escuchó algo. Bajó la mirada para comprobar que su hija mayor se estaba orinando. La orina desbordaba la tela del tanga y empapaba el pelo de Ruth, que sacaba la lengua en busca de aquel néctar.

Inés agarró la muñeca de su padre con las dos manos y liberó su boca con un géiser de saliva. Lanzó un escupitajo a la cara de Ernesto y soltó una risa ebria. Se puso en pie, trastabilló y cayó de rodillas ante su padre, la cara delante de su bragueta abultada.

—¡Polla, papi! —exigió con una voz de niña perversa que ponía los pelos de punta. Su lengua recorría todo el bulto, empapaba la tela vaquera con rapidez.

Ernesto puso ambas manos sobre la cabeza de su hija y presionó con fuerza su paquete contra aquella boca famélica. Inés mordió a través del pantalón. A cualquier otro le habría dolido. A Ernesto le excitó aún más.

—Llevo años deseando tu polla, papi —gemía Inés, desesperada, sus dedos temblorosos buscando la cremallera, bajándola, deslizándose dentro, buscando, agarrando, liberando. La polla de Ernesto al fin salió de su encierro, solo para ser prisionera de la boca de Inés, que la engulló con voracidad, tragándola hasta que su barbilla chocó contra los huevos, aún dentro del pantalón.

Cuando se disponía a echar la cabeza hacia atrás, Ernesto se lo impidió. Con una mano en su nuca, la obligó a mantener la polla encajada en su garganta. Con la otra mano, se desabrochó el botón del vaquero y se lo bajó de unos cuantos tirones, hasta que sus huevos también fueron libres. Inés le miraba con ojos lacrimosos, entre pletórica y desafiante.

Ruth, en la cama, forcejeaba en vano contra sus ataduras. Movía el culo sin parar. Los ojos fijos en el espectáculo que tenía lugar a su lado. Se mordía un mechón de pelo mojado de orina y semen, lo succionaba como si se tratase de una golosina. Su mirada suplicaba .

Ernesto dejó que Inés se sacase la polla de la boca. Ella cogió aire con fuerza, entre jadeos y esa risa ebria de lujuria.

—Qué hijo de puta —dijo, frotándose el coño por debajo del tanga con las dos manos, provocando una serie de chasquidos húmedos.

Ernesto se deshizo de sus zapatos, del pantalón y del bóxer. Apoyó una rodilla en la cama y rozó la boca de Ruth con su glande hinchado y pringoso por la saliva de Inés mezclada con el líquido preseminal. Ruth lanzó un cálido lametón. Ernesto envolvió toda su polla con mechones del pelo mojado de su hija. Inés apareció para dejar caer un voluminoso salivazo sobre el falo de su padre, que a su vez también alcanzó la cara de Ruth. Luego enganchó dos dedos en la comisura de la boca de su hermana para abrírsela. Ernesto penetró la boca de su hija menor. Notaba el roce de sus dientes, amortiguado por el pelo. Comenzó un mete y saca cada vez más rápido.

Inés se quitó el tanga empapado. Los fluidos descendían por sus muslos como manantiales. Se subió a la cama. Embutió el tanga en la boca de su padre, que se dejó hacer. La prenda sabía a coño y orina. Le recordó el sabor de Alba.

—Vamos, papi, fóllanos como nunca has follado a mamá —gimió Inés, cogiendo mechones de pelo de su hermana para metérselos por el coño, los ojos extraviados de excitación—. Haz que traspasemos nuestros límites. Verás que somos mucho mejores que esa puta traidora.

El insulto a su mujer muerta le enfureció. Le cortó el aliento a Ruth al meterle la polla hasta el fondo, obstruyéndole la garganta. Agarró la blusa de Inés y terminó de rasgarla por completo, liberando sus pequeños pechos. Retorció uno de sus pezones con saña. Inés gimió y rio al mismo tiempo, pasándose la lengua por los dientes.

Furia, dolor, miedo… Todas las emociones eran pasto de la lujuria. Todo sentimiento se convertía en combustible para sus apetitos sexuales. Las bestias estaban libres, y había mucha hambre que saciar.

2

Liberaron a Ruth con el cuchillo que Inés había usado para rematar a la última víctima. Luego, las dos hijas comenzaron a lamer la sangre que cubría las manos de su padre. Lamieron y chuparon, arrodilladas delante de él, dejando caer goterones de saliva enmarronecida sobre sus muslos. Ernesto las observaba. No estaban limpiándole. Estaban uniéndose a través de la corrupción. Estaban creando un vínculo único. Un vínculo que borraría el recuerdo de Alba.

“No —se resistió una parte de él—. No, eso no va a pasar.”

Pero sí iba a pasar. Ya estaba pasando. Todo lo que Alba le había ofrecido y todo lo que encontraba en ella, estaba siendo superado por sus hijas. Alba había sabido saciarle. Con sus hijas, sucedía algo diferente. No buscaban la saciedad. Se retroalimentaban hasta el desgaste. Eran depredadores que no cesaban de cazar hasta caer extenuados, y solo descansaban para volver a la carga.

Inés se cansó pronto de lamer dedos y fue hacia la polla. Tiró del pelo apelmazado de Ruth para indicarle que la imitase. Comenzaron a recorrerla con sus labios, desde la base hasta el glande, coordinándose cada una por su lado. Ernesto puso una mano sobre sus cabezas, hizo que sus bocas se pegaran con su polla en medio y marcó un ritmo más agresivo. La mano de Inés buscó sus nalgas, las arañó con fuerza. Ernesto gruñó. La recompensó metiéndole la polla hasta el gaznate y bombeando con rudeza, asfixiándola. Inés no se rindió. Introdujo un dedo en el ano de su padre. De alguna manera, a pesar de que las embestidas de Ernesto en su boca la dejaban sin aliento, con los ojos lacrimosos y la boca desbordada de saliva espesa, se las arreglaba para sonreír con la mirada.

Ruth los observaba, arrodillada, manoseándose las grandes tetas por encima de la camiseta.

—Yo también quiero —se quejó.

Inés se liberó de la polla de su padre y se abalanzó sobre su hermana. Le escupió una gran cantidad de saliva acumulada en la cara, dejándosela totalmente empapada. Manteniéndola tumbada en el suelo, Inés alargó la mano, cogió el cuchillo y rasgó la camiseta. Los voluptuosos senos, grandes como los de su madre a su edad, quedaron libres. Inés se ensañó con ellos. Los estrujó con fuerza, provocó agudos gemidos al morder los pezones. Dejó marcas de chupetones en aquella piel de marfil.

Ernesto pasó a la acción. Se sentó sobre la cara de su hija menor. No tardó en sentir aquella lengua cálida y húmeda acariciando su ano. Inés se metió la polla de su padre en la boca, mientras restregaba su coño contra la cadera de Ruth y continuaba amasando los carnosos pechos.

—Venga, vamos a reventarle el culo a nuestra pequeña, ¿qué te parece, papi? —Inés le guiñó un ojo.

Ernesto se puso en pie, sintiendo la saliva de Ruth deslizándose entre sus nalgas. La levantaron con violencia y la tumbaron boca abajo en la cama. Inés tiró de sus caderas hasta poner su culo bien en pompa, con las rodillas muy separadas. Ernesto situó el glande en el dilatado ano de Ruth, cogió impulso con las manos aferradas a aquellas rotundas caderas y la penetró de una sola embestida. Ruth soltó un gemido bastante suave, dada la violencia de las acometidas de su padre.

Inés se rio.

—La pequeña tiene un culo bastante experimentado —dijo—. Vamos a tener que esforzarnos para que esta noche marque un antes y un después.

Inés se sentó sobre la espalda de su hermana, mirando hacia Ernesto. Se dieron un breve pero intenso morreo muy húmedo. Luego, Inés acomodó los pies sobre la cabeza de su hermana, dejándosela aplastada contra el colchón. Sin que su padre interrumpiese la fuerte penetración, enganchó dos dedos de cada mano en el ano de Ruth e hizo fuerza para estirarlo. Ernesto sacó la polla para meterla en la boca de Inés, que, sin dejar de chupar con fruición, aprovechó para meter una mano completa en el culo de su hermana, hasta la muñeca.

Ruth emitió un gemido ronco.

Ernesto, con la polla recién ensalivada, metió un pulgar en el ano de Ruth e hizo un poco de espacio para introducir el glande. Encontró cierta resistencia, pero no dejó de empujar.

—¡Vamos! —exclamó Inés, arañando una de las nalgas de su hermana—. ¡Doma este culazo, papi! ¡Destrózalo!

A medida que la polla penetraba, los gemidos de Ruth se intensificaron. Cuando Ernesto logró introducirla por completo, sintió los dedos de Inés rodeándola y apretándola con fuerza.

—Te voy a pajear dentro de su culo hasta que la rellenes de leche como si fuese un bizcocho —le dijo Inés.

Ernesto comenzó a embestir. Ruth gemía, se metió un dedo gordo del pie de Inés en la boca y lo mordió. Inés soltó una carcajada ebria. Azotó las nalgas con su mano libre, las arañó, las mordió hasta que sangraron. Ruth chillaba, pero pedía más. A Ernesto le dolía la polla por la presión de la mano de Inés, pero el dolor era placer. El dolor era alimento para la lujuria.

El orgasmo se acercaba. Ernesto clavó los dedos en la carne blanda y abundante de aquel culo y comenzó a eyacular en las entrañas de su hija. No recordaba haber sufrido un orgasmo tan violento. Casi se desmayó. Medio cegado, se inclinó hacia delante mientras gruñía como un animal exhausto. Se encontró con la boca de Inés, que le besó hasta el final de su corrida.

Ernesto sacó la polla empapada del culo de Ruth y se dejó caer sobre la cama, agotado. No obstante, no perdió detalle de cómo Inés sacaba la mano, pringosa de semen. De cómo se metía la mano casi entera en la boca para chuparla y saborearla.

—Hermanita, tienes el culo más sabroso del mundo —dijo. A continuación, procedió a lamer el ano de Ruth, introduciendo la lengua todo lo que podía, recogiendo restos de semen que fue acumulando en la boca. Luego gateó sobre la cama con la intención de compartir aquella mezcla de semen y saliva con su hermana, que yacía al borde de la inconsciencia.

Ernesto la detuvo, llevando una mano a su mejilla. La atrajo hacia él y fundieron sus bocas en un lascivo beso interminable, removiendo con sus lenguas aquella viscosa sustancia que terminaron tragando entre los dos.

—No te duermas, papi —le susurró Inés al oído—. Todavía no has ni empezado conmigo.

3

Inés rebuscó un poco en la mesilla de noche. Sacó algo metido en una pequeña bolsa de plástico. Ernesto lo identificó enseguida: cocaína. Apenas había coqueteado con las drogas en su juventud, pero nunca le habían atraído.

—No es que me guste recurrir a estas cosas —dijo Inés, como un eco de los pensamientos de su padre—. Pero, como comprenderás, yo también tengo mis necesidades y no he esperado a esto para quedarme con el coño así. Papi, me tienes que reventar de arriba abajo, hasta que me desmaye o te desmayes. Ya veremos quién aguanta más.

Ruth dormitaba boca abajo, con el culo aún dilatado, enrojecido y arañado. Entre los mechones de pelo apelmazado, asomaban sus ojos entreabiertos.

En la cama no había espacio, de modo que Inés se tumbó en el suelo, no sin antes apartar con el pie restos del aparato de música que Ernesto había destrozado. Una vez tumbada, abrió la bolsita de cocaína y se la extendió con cuidado desde el pubis depilado hasta el plexo solar. Tiró la bolsita vacía a un lado y entrelazó los dedos bajo la nuca, en una pose relajada.

—Vamos, papi, esta noche te toca esforzarte al máximo. Recuerda que tenemos mucho tiempo perdido que recuperar.

Ernesto ya sentía la lujuria rugiendo en su interior. Su polla aún no se había recuperado, pero no tardaría en hacerlo. Se tumbó en el suelo, entre las piernas separadas de su hija. Pasó la lengua por aquel coño inflamado de pura excitación. Su interior quemaba. Luego, empezó a esnifar la senda de droga sobre la piel ardiente y sudorosa de Inés. Cuando terminó, siguió ascendiendo hasta los pechos. Los lamió con serenidad al principio, mientras la droga se fusionaba con su bestia interior. Estrujó los pechos, mordisqueó los pezones.

—Papi —dijo Inés—. Me estoy durmiendo. Espero que le metas caña de una vez.

Ernesto no le hizo caso. Hizo descender su lengua con parsimonia por su vientre, notando cómo los restos de cocaína le entumecían los labios. Llegó hasta el coño. Removió la lengua en su interior, despacio, recreándose en el sonido húmedo que provocaba. Apretó los inflados labios vaginales con los dedos y los chupeteó. Inés empezó a gemir, moviendo las caderas rítmicamente. Ernesto mordió los labios, con fuerza.

—¡Ooh, sí! —gimió Inés—. Eso está mejor.

El corazón de Ernesto se estaba acelerando. La polla comenzaba a palpitar, creciendo poco a poco. Empezó a chupar el coño con más fuerza. Introdujo dos dedos y los movió con fuerza mientras sus dientes atrapaban el clítoris y lo apretaban hasta que Inés agudizó sus gemidos. Las piernas le rodearon la cabeza con fuerza, hasta aplastarle la cara contra el coño. Puso las manos en las nalgas prietas, alzó medio cuerpo de Inés sin dejar de mover la lengua dentro de su coño. Se incorporó casi del todo sobre sus rodillas, encorvado por el peso de su hija.

Inés captó lo que quería hacer. Rio, por supuesto. Elevó la parte superior del cuerpo y se agarró con fuerza al pelo de su padre.

—¡Venga, cabrón! —jaleó—. Demuestra lo que eres. Demuéstramelo a mí de una vez.

Sujetando las nalgas con fuerza, con los muslos de Inés en sus hombros, Ernesto la arrastró hacia la pared que tenía detrás, entre gruñidos que quedaron ahogados por aquel coño insaciable e hirviente. Inés jadeó cuando se golpeó en la espalda. Apretó con más fuerza el pelo de su padre, clavando las uñas.

—¡Vamos, dale a tu puta hija lo que se merece!

Ernesto rugió. Hizo que la espalda de Inés ascendiese por la pared. Inhaló aire; sus pulmones se llenaron de olor a coño. Se puse en pie, con su hija sobre los hombros. Inés aulló de emoción.

—¡Sí, papi, así me gusta! Y ahora… ¡Devórame!

Ernesto lamió y chupó y mordió aquel coño como un poseso. Hundía su boca de tal manera que parecía querer meter la cara entera. Mordió el clítoris hasta duplicar su tamaño y triplicar su sensibilidad. Inés se meó en su cara, emitía unos gemidos agudos y enloquecidos, agarraba el pelo de su padre con tanta fuerza que le arrancó algunos mechones.

Ernesto se estremeció al sentir una lengua pasando entre sus nalgas. Ruth había decidido unirse. Separó un poco más las piernas. Ruth lo interpretó correctamente y comenzó a lamer con más ahínco, penetrando el ano con la lengua, haciéndola culebrear en su interior.

La polla de Ernesto estaba de nuevo en plena forma. Hizo descender a Inés. Sus cuerpos empapados en sudor facilitaban la fricción entre sus pieles. Inés rodeó su cuello con los brazos y su cintura con las piernas. Estaban cara a cara. La polla entró en aquel coño empapado con tanta facilidad que Ernesto apenas lo sintió. Pero sí sintió cómo le quemaba el interior de su hija.

—Hola, papi —le dijo ella, con el rostro congestionado.

Él respondió embistiéndola con fuerza. Inés le mordió los labios. Él le arañó las nalgas, sin dejar de penetrarla, aplastándola contra la pared. Ruth continuaba metiéndole la lengua en el culo, agarrada a sus muslos tensos. Inés y su padre gruñían, se desafiaban con la mirada, se lamían la cara, creando máscaras de saliva, se mordían las mejillas, los labios. Ernesto clavó los dientes en su cuello. Ella le rasgó la espalda con las uñas.

La hizo bajar. Le dio la vuelta, la agarró por el pelo de la nuca y aplastó su cara contra la pared. Ella echó el culo hacia atrás, frotándole la entrepierna. Con la otra mano, Ernesto se agarró la polla y la dirigió al ano de Inés. Empujó sin mayores ceremonias, sin bajar el ritmo en ningún momento. Inés gritaba, enloquecida, coordinando las embestidas de su padre con empujones de su culo. Ernesto aumentó la violencia de las penetraciones. Elevaba el cuerpo de su hija con cada arremetida de sus caderas.

Detrás, Ruth había apartado la cara del culo de su padre, empujada por aquella agresividad. Ernesto llevo una mano hasta su cabeza y le aplastó la cara entre sus nalgas.

—Méteme la lengua bien adentro, zorra —ordenó, fuera de sí.

Tal vez se trataba de la droga. Tal vez Inés le había llevado hasta el límite. El caso era que jamás había estado tan excitado. Sentía el corazón a punto de estallar. Cabía la posibilidad de que le diese un infarto esa misma noche, pero no le importaba. Lo único importante era follar a su hija. Tiró del pelo de Inés hasta poder verle la cara, aquella mirada extraviada, la boca abierta, la lengua fuera, la saliva empapando la barbilla. Atrapó la lengua entre el pulgar y el índice. Escupió sobre ella. Le metió cuatro dedos en la boca. Le metió cuatro dedos de la otra mano en el coño. Las embestidas eran tan violentas ahora que cada una provocaba un ruido sordo al impactar el cuerpo de Inés contra la pared.

Sintió la llegada del orgasmo. Sacó la polla del culo de Inés con tanta fuerza que hizo caer a Ruth de espaldas. Inés cayó de rodillas, exhausta. Su coño era un manantial. Ernesto la sujetó por el pelo para mantenerla erguida. Con la otra mano, agarró del pelo a Ruth y la puso al lado de su hermana. Hizo que sus mejillas quedasen aplastadas. Sin soltarlas, deslizó la polla entre las mejillas de ambas y comenzó a impulsar las caderas, deleitándose con la suavidad de aquellas pieles tersas. Justo cuando iba a eyacular, penetró la boca de Inés tan bruscamente que se cortó con sus dientes. Ni lo notó. Movió la polla dentro de la boca de su hija hasta que abultó la mejilla desde dentro. Empezó a correrse. El semen desbordó la boca semiabierta, goteó sobre los pechos y los muslos.

Ernesto finalizó su corrida con un gruñido salvaje y retrocedió. Inés se quedó exánime, la boca entreabierta, el semen deslizándose entre sus labios. Ruth lo recogía todo con su lengua. Le lamió la boca, los pechos, los muslos. Luego la besó en los labios. Inés estaba tan agotada que no era capaz de devolver el beso y el semen volvía a derramarse por su barbilla. Ruth lo lamió de nuevo. Esta vez decidió tragarlo. Dejó que Inés apoyase la cabeza en su regazo y le acarició el pelo con ternura.

Ernesto se dejó caer en la cama. La polla le sangraba. Le dolía todo el cuerpo. El corazón latía de manera irregular. Empezó a dormirse, aunque más bien era un desmayo. Se preguntó si se despertaría.

EPÍLOGO: UN FUTURO

Ernesto despertó, después de todo. Inés y Ruth también. Se sentían resacosos. Ni siquiera Inés pronunció palabra, aunque en su mirada brillaba la satisfacción cada vez que la cruzaba con la de su padre.

Recogieron sus ropas. Las de ellas estaban rasgadas. Ernesto limpió el cuchillo que había usado para matar a varios de aquellos jóvenes. Limpió el cuchillo clavado en el niño de la planta baja. También el trozo de cristal que había clavado en la garganta del primero al que mató. En definitiva, solo le interesaba limpiar las armas que Inés había tocado. Solo por si acaso.

Antes de marcharse, mientras sus hijas le esperaban fuera, Ernesto abrió los hornillos del gas y le prendió fuego a varias cortinas con un mechero que encontró.

Salió fuera. Caminaron todo lo rápido que pudieron hasta el coche. Arrancaron.

La madrugada se iluminó con una explosión naranja.

Ernesto condujo por senderos muy apartados. Caminos que no conocía, pero se fiaba de su orientación.

En algún momento, se detuvo para orinar. Sus hijas dormían abrazadas en el asiento de atrás. O eso creía. Mientras meaba contra un árbol, escuchó que se abría una puerta del coche. Luego, pasos. Luego, unas manos le rodearon la cintura desde detrás y le sujetaron la polla con suavidad.

—Papi —dijo la voz melosa de Inés—, deja que te ayude.

Se arrodilló ante él y apoyó el glande sobre su lengua húmeda y roja. Las últimas gotas de orina fueron al interior de su boca. Inés apretó los labios en torno a la polla aún flácida de su padre y comenzó a chupar.

Unos pasos se acercaron por detrás. Unas manos le bajaron el pantalón hasta las rodillas. Las mismas manos, algo frías, separaron sus nalgas. Una lengua se introdujo en su ano.

Tal vez les acabasen atrapando. Tal vez no. No pensaba dedicar ni un minuto a preocuparse por esa posibilidad. Si llegaba, se aseguraría de ser considerado el único responsable. Hasta entonces, sería libre de ser lo que era junto a sus hijas.

Alba había desaparecido de su memoria.

FIN

19-10-2017