La sirena del Báltico

Un naufragio, dos personas de mundos opuestos, dos necesidades diferentes que tal vez se complementen o no. En 1944 en medio de la guerra más cruel que se pueda imaginar, tal vez haya hueco para la pasión.

A escasos minutos de la aurora, la niebla lo envolvía todo a su alrededor como un manto ominoso.

Figuras caprichosas se condensaban en el momento del día más propicio para la aparición de los demonios, pero ni Judith, ni ninguno de sus cuatro compañeros, temían a los seres sobrenaturales que pudieran surgir de la densa bruma, habían huido del infierno y nada podía ser peor que lo que habían dejado atrás.

No podían ser vistos, lo que era un alivio, pero tampoco podían ver lo que tenían delante con sus sentidos. Con los ojos del alma veían las rocosas costas de Suecia, veían la libertad, veían la esperanza, veían la última oportunidad que les quedaba.

Los remos se volvieron a hundir en el agua calma y los cinco ocupantes bogaron con la cautela de quien no sabe qué tiene delante y no está seguro de a dónde se dirige. Podrían estar navegando en círculos; tal vez, haciéndose reales sus peores pesadillas, estuvieran regresando al sur, a la humillación, a la esclavitud, a la muerte.

Volvían aquellos recuerdos a sus mentes sin necesidad de evocarlos conscientemente, pues no había bruma suficientemente densa para cegar aquellos años de tortura.

Judith tenía frío, mucho frío, sus músculos estaban ateridos por la humedad y la brisa de las horas previas a la aurora; pero por encima de todo, tenía miedo, un pánico atroz y visceral a retornar a Kaiserwald.

Los niños que habían muerto entre sus manos, por culpa de la fiebre tifoidea; las amigas que habían sido violadas, supuestamente para beneficio de la ciencia; las vallas de espino; los perros sanguinarios; pero lo peor de todo, sin duda alguna, habían sido las horribles botas. Aquel taconeo rítmico que se acercaba por las noches y presagiaba la muerte, dejando tras de sí la vergüenza, la culpa por sentirse feliz de no haber sido escogida en esa ocasión, la indecente satisfacción porque sería otro quien muriera aquel día.

Solo había podido disfrutar un año de su esposo y aún no había sido madre. En el fondo agradecía ambas carencias, pues David no podía ver el despojo en que se había convertido y había tenido sufrimiento de sobra con los pequeños del campo, como para padecer por el negro futuro de una criatura propia.

Escuchar el vaivén de las olas contra el frágil casco de la barquita de pesca le atemorizaba, pues no era una buena nadadora; pero no era nada comparado con el pánico a regresar a Kaiserwald. Kaiserwald, Kaiserwald, aquella palabra se repetía una y otra vez en su mente. Ella no pensaba en la arribada a las costas de la libertad, tan solo quería huir, no regresar jamás a aquel infierno de Kaiserwald.

—Aviones –susurró Aharón, alzando, sin que nadie le viese, un dedo hacia el cielo.

Eran insignificantes en medio del mar Báltico, menos que un pequeño grano de sal, pero aun así, se encogieron entre los bancos del bote, aterrorizados porque un Messerschmitt de la Luftwaffe o un Yakovlev del Ejército Rojo pudieran divisarlos entre la densa niebla.

El sonido procedía, sin duda alguna, de la derecha. Judith deseó con todas sus fuerzas que se tratase de un caza ruso, pues significaría que remaban hacia el norte, lejos del demonio que le había atormentado aquel último año.

Durante las tres horas de angustiosa carrera, desde el campo de concentración hasta la solitaria playa donde les aguardaba la barca de pesca, los cuatro miembros de la resistencia les habían podido contar poco sobre la situación de la guerra. Kaspars, el líder del grupo de rescate, les había insistido en que fueran a Suecia. Según él, era mucho más seguro que Leningrado, pues los suecos querían congraciarse con ingleses y franceses y los acogerían bien. Ella hubiera preferido huir por tierra, pero la resistencia letona había desestimado la posibilidad pues existían frentes de batalla muy cerca de Riga.

Con la pequeña vela y ayudados por los remos y la divina providencia, no estarían en alguna isla sueca en menos de dos o tres días.

No les preocupaba demasiado el mal tiempo, pues el Báltico no solía ser tempestuoso y aún lo era menos en los meses de verano. Su mayor inquietud volaba en aquellos momentos por encima de la lechosa niebla.

El sonido de motores se hizo más audible, mala señal para los cinco supervivientes. El avión descendía y, a pesar de que creían ser invisibles, el terror les encogió el estómago.

La primera explosión sonó como si el mar se hubiera desgarrado. Segundos más tarde, una enorme ola levantó por los aires la débil embarcación, haciendo que todos gritaran de pánico, pero un chillido, más agudo que los demás, heló la sangre de Judith.

—¡Edna! –gritó desde el fondo del bote, donde se aferraba con desesperación a uno de los bancos.

Pero su compañera no respondió, ni lo haría jamás.

La siguiente detonación superó con creces a la primera. Una inmensa bola de fuego se divisó entre la bruma hacia su izquierda. Decenas de explosiones se encadenaron mientras el fulgor del fuego parecía crecer sin límites.

Judith pensó que era como si el sol hubiera surgido por el oeste. Aquellas esferas anaranjadas captaron su interés. Pese a que se repetía una y otra vez que debía agachar la cabeza, no pudo apartar la mirada de aquellos fuegos artificiales.

Las grandes olas llegaron enseguida y golpearon la pequeña barca de pesca con violencia.

Judith escuchó gritos, lamentos y rezos. Todo giró a su alrededor, se confundió el cielo y el mar en un remolino de olas y viento abrasador, pero ella no soltó su travesaño, se aferró a la vida con la fiera determinación de sus veinticinco años.

Había aguantado dos años en Salaspils, junto a miles de alemanes, donde solo dos palabras la habían empujado a continuar adelante: Eretz Israel. El sionismo había sido su tabla de salvación, un hogar donde nadie les tratase como a animales, donde pudieran vivir felices y en paz. Se sentía letona, pero aquellas ideas de libertad para su pueblo le habían calado hondo y practicó el hebreo hasta dominarlo a la perfección.

Más tarde, Un durísimo año en Kaiserwald junto a judíos letones, en el que había tenido que aguantar escupitajos, insultos, golpes, incluso que la orinara un soldado, todo ello sin parar de producir tornillos catorce horas al día. Pero luego fue peor, llegó su demonio particular y, durante otro año más, incluso le arrebató la dignidad.

Aquellos recuerdos pasaron como imágenes fugaces por su mente, mientras su terca voluntad se sobreponía al frío y al agotamiento. Sus dedos asieron con fuerza el madero negándose a abandonar aquella barca, que Judith no sabía si estaba boca arriba o abajo, pero todo daba igual, debía resistir costase lo que costase, era su único pasaje a la libertad.

La marejada se calmó tras unos pocos minutos en los que tan solo se preocupó de respirar y, sin saber cómo, lo logró, logró sobrevivir.

Fue recuperando la consciencia lentamente. Tenía todo el cuerpo sumergido en el agua salvo los brazos y la cabeza. No se veía nada y tan solo con el tacto, era capaz de percibir la rugosa madera de la embarcación.

Gritó y el sonido amortiguado le confirmó la triste noticia de que se encontraba sola, pues no le llegó respuesta alguna. La opresiva oscuridad la ponía cada vez más nerviosa y sus propios jadeos era cuanto escuchaba.

Aguantó agarrada al banco, intentando pensar en alguna solución. No había sobrevivido a todo aquello para terminar ahogada.

Aferrándose con la mano izquierda, liberó la derecha para comenzar a palpar su alrededor. En los barracones de Kaiserwald había tenido que moverse muchas veces a oscuras, pero nunca se había sentido tan ciega y desamparada como en aquel momento.

“Boca abajo”, se dijo tras inspeccionar con el tacto. Meditó sobre las posibilidades que tenía, estaba enterrada en una tumba flotante y no sabía cómo salir de allí.

Apartando el miedo a un lado, comenzó a moverse hacia lo que ella pensaba que era la parte posterior de la barca. Se agarró de cuanto halló a su alcance, tablones, afilados ganchos de pesca, soportes metálicos…

Cuando alcanzó el final de su camino, tenía multitud de pequeñas heridas en las manos y los jadeos inundaban la cripta en la que se había convertido la barca volcada.

Palpó el timón del bote y agarrándose de este, tomó una gran bocanada de aire y se sumergió siguiendo el delgado madero hasta que se convirtió en una ancha aleta. Se agarró con fuerza y se escurrió bajo el frío mar. Sus dedos aferraron el borde de la barca e intentó, dominada por el pánico, volver a trepar, esta vez por el casco, donde debía haber resquicios donde anclar los dedos.

Ascendió y volvió a caer pesadamente. Había podido sacar la cabeza fuera del agua por un segundo, pero solo le había servido para abrir la boca y tragar más agua que aire.

Con los pulmones vacíos, comenzó a hundirse más y más y solo la férrea determinación de vivir la empujó a continuar buscando juntas entre los maderos.

Un fuego abrasador le oprimió el pecho, consumiendo sus últimas fuerzas. Los dedos seguían resbalando sobre la madera y el tiempo corría velozmente en su contra.

Cuando lo creía todo perdido, se impulsó con desesperación y sintió el aire en su rostro, seguía viva.

Se pegó al casco del bote, recuperando la respiración y escupiendo con dificultad todo el agua que había tragado.

Al otro lado de aquella caverna oscura que representaba su tumba, la niebla no se había disipado por completo, pero el amanecer la reconfortó, al menos podía verse las manos que se aferraban a la madera dándole una oportunidad de vivir un poco más.

Trepó con todas sus fuerzas a la quilla y cuando lo consiguió, se derrumbó exhausta. No le importó el aire cargado de densos olores a hierros, maderas y carne quemada, no le importaron sus prendas mojadas, no le importó el frío que atravesaba su carne y le mordía los huesos, estaba viva y era lo único que importaba.

Dormitó inquieta, pues estaba encogida de frío y a cada instante la barca recibía golpes de objetos contundentes, que no podía distinguir claramente entre la bruma real que lo envolvía todo y la que abotargaba sus sentidos por el cansancio y el sueño.

Jamás lo había hecho antes por voluntad propia. Las vigilantes del campo la obligaron para buscar objetos en todos los huecos de su cuerpo; la forzaron para desinfectarla, junto a sus compañeras, en aquellas horrendas duchas de agua a presión, y sobre todo, su demonio lo había hecho todas las noches durante el último año. En aquel momento fue ella quien decidió desnudarse. Si no quería terminar con una pulmonía en medio del Báltico, sin llegar a su destino, no había otra solución.

Se incorporó pesadamente y comenzó a quitarse la parte superior del pijama gris con torpes y lentos movimientos. Cuando sintió el aire viciado sobre la piel de sus senos, un rubor ilógico cubrió sus mejillas. Desconcertada, miró a derecha y a izquierda y las lágrimas acudieron a sus ojos. Ninguno de sus compañeros estaba allí para que pudiera temer que la vieran. Todos habían muerto ahogados en el mar, solo quedaba ella.

Una insoportable angustia la invadió, haciendo que las lágrimas se convirtieran en un sollozo incontenible. Estrujó la camisola contra su pecho y dejó que su cuerpo se balancease adelante y atrás, mecido por las suaves olas que empujaban la embarcación, girada del revés.

Aquella horrible ropa era infinitamente mejor que los bonitos vestidos que había tenido que ponerse para su demonio, mejor que las medias de seda, que los ligueros y las bragas de encaje. Aquel pijama al menos le había devuelto por una noche, la dignidad de sufrir junto a sus compañeros y de rebelarse contra el opresor como una más, no como la ramera de un nazi.

Creyó delirar cuando escuchó un cercano llanto y unas palabras ininteligibles. La tercera vez que percibió los sollozos se incorporó pesadamente e hizo un esfuerzo para ver entre la niebla que se había ido aligerando, pero no vio nada. ¿Podría haber sobrevivido alguien?

—¿Edna…, Aharón…, Eleazar…, Itzjak…? –preguntó sin esperanza de que le contestaran.

Unos murmullos la sobresaltaron, pues procedían directamente de debajo de dónde se encontraba. Con cuidado de no caer, se arrastró hasta un lateral de la quilla y al mirar hacia el agua, se encontró con la mirada angustiada de un hombre.

La cabeza le dio vueltas y mil preguntas se amontonaron en su mente delirante: ¿era real?, ¿de dónde había salido?, ¿era peligroso? No era ninguno de sus compañeros y dudó de que su vista le estuviera funcionando correctamente.

—¡Ayuda! –gritó afónicamente el hombre agitando un brazo fuera del agua.

Un sudor aún más frío que su ropa, corrió por su espalda al escuchar la palabra alemana. El odio y el temor se confundieron bloqueándola por completo.

—Por favor… ayuda… por favor…

Entre los fluctuantes sentimientos, se filtró aquella voz aguda y suplicante. Judith miró con más atención al hombre y confirmó su sospecha, no era más que un niño, que acababa de dejar atrás la adolescencia.

Para Karl, aquella mujer de cabellos castaños pegados a su rostro, con los pechos desnudos bamboleándose, le pareció una mermaid salida de las profundidades del mar, una sirena que venía a rescatarlo.

Había soñado muchas veces, en su pequeño camarote del acorazado, en cómo sería tocar la piel de una mujer, en qué se sentiría al ver un cuerpo desnudo de verdad y no en las postales que ocultaba bajo el camastro. Durante las largas noches de guardia, la esperanza por tener algún día a su amada Claudia había sido su único consuelo. Otros compañeros tenían suficiente motivación con las palabras de der führer, pero aunque a él también le despertaban profundos sentimientos, más intensos eran los que evocaba al recordar la cálida rodilla que se había atrevido a rozar la tarde antes de embarcar.

Se había tocado en muchas ocasiones poniéndole el rostro de su amada a aquellas chicas que le sonreían desde las fotografías, pero hacía tres años que no la veía, desde que fue reclutado con dieciséis años recién cumplidos, y el recuerdo de su tibia piel era cada vez más tenue.

En el momento de máxima angustia, cuando las bombas comenzaron a caer en el barco, solo había podido acurrucarse en su litera, llorando como un niño y pensando que moriría sin volver a ver a sus padres o a su hermana, pero lo peor de todo, fue que ya nunca podría disfrutar de Claudia, ni de ninguna otra mujer. Moriría virgen, pensó absurdamente mientras el barco se agitaba descontroladamente.

Los ojos miel que le miraban desconcertados, le parecieron los más bonitos del mundo y aquellas curvas que se mostraban de cintura para arriba, las más sugerentes que había imaginado en el retrete del navío. Sonrió y se resignó a lo que tuviera que pasar, aquella visión había logrado que todos sus temores quedaran a un lado.

Se consideraba un buen cristiano, pero, en las largas tardes ayudando a reparar las redes de pesca a su abuelo, nunca se había podido sustraer a aquellas historias sobre fantásticos habitantes de las profundidades marinas. El viejo, mientras fumaba su pipa, le había contado decenas de historias de cómo las mermaids rescataron a tal o cual pesquero, incluso de cómo le salvaron la vida a él cuando era joven.

Judit se abrazó a sí misma, buscando consuelo ante aquella visión. No podía socorrer a un nazi, a uno de ellos, que tanto daño les habían hecho, les habían tratado como a animales: pegándoles, insultándolos, violando sus cuerpos y sus mentes y, finalmente, matándolos sin la menor dignidad, como si fuesen ganado.

Desde que la sacaran a golpes de su casa de Riga, junto a su esposo David, había incumplido las leyes de Moisés en multitud de ocasiones. Había robado, había mentido, incluso en las noches donde la desesperación la consumía, había llegado a maldecir el nombre del Señor, pero nunca había matado, nunca hasta la pasada noche.

El vigilante de Kaiserwald no era mayor que aquel muchacho que flotaba con dificultad. Era tan solo un niño. Evocó los ojos desconcertados del guardia, cuando Eliazar se lanzó contra él y ella le atravesó el cuello con el cuchillo de trinchar; un escalofrío recorrió todo su cuerpo y tiritó con más intensidad. Sí, había matado y no se arrepentía, no había tenido elección.

Sintió bajo sus brazos los pechos desnudos y un rubor intenso tiñó sus mejillas. Aquel joven la había visto sin ropa. Se recuperó del arranque de pudor en poco tiempo. Estaban en medio del Báltico, con la muerte rodeándolos y no era el momento para sentir vergüenza. “Lo que tienes que hacer es tomar una decisión”, pensó amonestándose.

La mano de Karl se aferró a la quilla, pero resbaló en su primer intento de subirse a la estructura.

Ante aquel amago, Judit tembló aún más, encogiéndose sobre sí misma. Volvió a mirar aquellos ojos inocentes y los comparó con la mirada del vigilante de Kaiserwald al que había arrebatado la vida. “Es un niño, Señor, ¿qué hago?”, se preguntó mirando al cielo que poco a poco se iba despejando.

Por segunda vez, la mano de Karl agarró la quilla, esta vez, sus dedos se pudieron anclar en un pequeño saliente de una de las tablas del armazón.

El aspecto del muchacho era horrible, sus labios azuleaban y sus brazos se movían lentos y torpes, si no le ayudaba pronto moriría de hipotermia, pensó, dando por válida la suposición de que salvando una vida compensaría haber arrebatado otra. Pero no, su corazón no albergaba ningún remordimiento por haber matado al guardián de Kaiserwald, El Altísimo sabía que lo había hecho porque no tenía más remedio.

Se cruzó de piernas observando al náufrago. Evocó todos los momentos crueles vividos en los dos campos de concentración, debía acumular toda la ira posible para dejar morir a aquel muchacho. No le fue difícil condensar todo su odio en aquellos ojos azules que le miraban suplicantes, pues eran del mismo color que los de su demonio.

Las patadas, el hambre, los insultos… pero lo peor de todo había sido el último año. Los vestidos floreados, los baños de agua caliente, los restos de faisán y arenque de la mesa de der Kommandant, las miradas de desprecio, mezclado con conmiseración, que recibía de los que habían sido sus compañeros, sus vecinos en Riga. Más doloroso aún había sido dormirse con aquel sabor acre en el paladar, agradecida en el fondo porque ella no pasaría hambre, no irían a buscarla a mitad de la noche para hacerla desaparecer, la culpabilidad por aferrarse a la vida a costa de ser la ramera de un demonio.

Sus ojos estaban secos de tanto llorar y pese a ello, cálidas lágrimas rodaron por sus mejillas al recordar todo el sufrimiento acumulado. No, aquellos aterrados ojos azules no eran los fríos y altaneros de der kommandant; aquel rostro demacrado no se parecía a las rubicundas mejillas enrojecidas por el brandy, que tan vívidamente recordaba.

Miró a su alrededor fijando la vista en la orza, que sobresalía del casco, como si fuera la aleta dorsal de un tiburón. Sin tiempo para reflexionar o para arrepentirse, se aferró del saliente con una mano y extendió la otra cuanto pudo en dirección al joven. Había matado una vez, pero era muy diferente quedarse cruzada de brazos mientras dejaba que aquel niño agonizara lentamente.

No fue hasta el tercer intento, que el alemán pudo hacer fuerza con los dedos que aferraban el casco, para alzarse lo necesario tomando con su mano libre la que la letona le ofrecía.

Estuvieron a punto de caer al mar en un par de ocasiones, pero al final ambos náufragos se encontraron en lo alto de la quilla.

Judit no paraba de temblar mirando con pánico al joven, mientras él clavaba sus ojos en las redondeces de los pechos que se insinuaban bajo los brazos cruzados de la mujer. No podía ver los pezones, pero la carne apretada sobresalía por encima de los antebrazos mostrando un profundo canalillo y unas tetas abultadas.

—¡Gracias, gracias, gracias! –La presencia de un ser mitológico lo atemorizaba, pero era mayor su alegría por haber sido rescatado y, sin pensárselo, se abalanzó sobre la mujer abrazándola con fuerza—. ¡Sí, gracias, mermaid , gracias!

Cuando aquel joven en camiseta interior y calzones se le echó encima, Judit pensó que todo había terminado, pero se equivocaba. Aunque su alemán no era muy bueno, sabía el significado de la palabra que tanto repetía el muchacho y no era peligrosa. Por un instante aquel abrazo la reconfortó, deseó abrir los brazos dejándose acunar por aquel cuerpo tan frío y mojado como el suyo. Ambos eran seres desamparados, abandonados en medio del mar. Era un alemán, pero era un abrazo, uno que llevaba mucho tiempo esperando y necesitando.

Sintió las cálidas lágrimas bañar su cuello y sin ser demasiado consciente, liberó uno de sus brazos de la presión de los dos torsos y acarició la rubia cabeza que reposaba sobre su hombro. Aquel era un muchacho indefenso, no su cruel demonio.

Karl había pasado media hora pensando en sobrevivir y divagando sobre las más absurdas cuestiones. Por encima de sus ansias de mujer, más allá del deseo de ver a su familia, estaba la necesidad de continuar con vida, era demasiado joven para morir. El más visceral pánico se había apoderado de su mente y toda su hambre de victoria, todo su orgullo por el Reich había desaparecido bajo toneladas de terror a la muerte.

No se consideraba alguien valeroso, pero cuando estuvo encima de la barca, con la sirena delante de él, las pocas reservas de determinación le abandonaron y el niño que aún era exteriorizó todo el pavor que aún sentía. No, no era un héroe ni quería serlo, tan solo daba gracias por continuar con vida, gracias a aquel ser fantástico que lo había rescatado de las garras del mar.

La mano de Judit continuó acariciando mecánicamente el corto cabello, mientras los sollozos iban remitiendo. Había sentido las fuertes manos sobre su espalda y abrazada a aquel muchacho había experimentado un fugaz momento de paz, pero ahora se comenzaban a mover acariciando torpemente su piel y aquello le hizo recordar los dedos del demonio palpando lascivamente todo su cuerpo.

—Eres muy guapa –dijo en alemán, separando su cuerpo y acercando una mano para acariciar tiernamente el rostro de la judía.

—No… no –respondió, sin saber muy bien que decir en aquella situación. Veía gratitud en aquellos ojos, pero bajo esta, algo más primitivo, más básico hizo que se estremeciera. No tuvo valor para apartar la mano, pues desde el abrazo, su cuerpo se había quedado petrificado.

Su belleza la había llevado junto al demonio y no era algo de lo que se sintiera orgullosa, pese a haberle proporcionado calor, mientras todos tiritaban; comida, mientras todos pasaban hambre y todo a cambio de abrir la boca o las piernas en vez de fabricar tornillos catorce horas al día. También le había dado la posibilidad de huir de Kaiserwald.

—¿Eres una sirena?, ¿un ángel?

Ella no conocía el significado de la primera palabra, pero negó lentamente ante la segunda.

“Un ángel”, pensó y la palabra casi la hizo reír, aunque lo había hecho por necesidad, había infringido La Ley sin cesar y sus pecados la habían llevado hasta allí, junto aquel alemán que representaba todo el daño sufrido. “¿Será una prueba?, ¿un mensaje?”, se preguntó sin saber hasta qué punto debía ser sincera.

El joven la había abrazado, le había dado las gracias. Estaban los dos solos en medio del Báltico y las posibilidades eran muy escasas. No quería pasar sus últimas horas mintiendo, ensuciando más su alma.

Alejó el brazo izquierdo y lo extendió frente al muchacho, exponiendo a su vista el tatuaje de siete dígitos.

Karl alzó las cejas demostrando su ignorancia. “¿Se tatuarán las sirenas?, ¿será algún número para identificarlas?”, no conocía de aquellos seres más que las historias de su abuelo, pero aquel tatuaje lo tenía intrigado.

Se giró mostrando el hombro a la mujer. En este aparecía la figura de una hermosa mujer, desnuda de cintura hacia arriba y con una larga y plateada cola en vez de piernas.

Indicó con su pulgar en dirección al tatuaje de vivos colores y luego extendió el índice apuntando a Judith, la cual negó con la cabeza.

—Judía –apuntó señalando a su propio tatuaje, mucho menos bonito que el del hombre, pero ante todo humillante. La Ley impedía entrar en el paraíso con la piel marcada y ella repudiaba aquellos números como el insulto que eran.

—¿Judía? –preguntó él más sorprendido que enojado. Su mermaid se acababa de convertir en una mujer de carne y hueso. Tomó con su mano el brazo tatuado y lo examinó con detenimiento.

Judit había escuchado aquella palabra, durante los últimos cuatro años, en los más repugnantes e insultantes tonos. Asintió lentamente, conteniendo la respiración y apretando más el brazo contra sus pechos.

—¿Los judíos os numeráis?

Aquella palabra la desconcertó. No sabía si aquel joven se estaba riendo de ella o era un completo ignorante.

—Es el número de presa. Estaba esclavizada en un campo de concentración.

Karl rio sonoramente con voz de barítono.

—Vamos, vamos, trabajar para la grandeza del Reich no es ser esclava. Los judíos sois muy exagerados.

Estaba perpleja, aquel muchacho aparentaba no saber nada de lo que los nazis le estaban haciendo a su pueblo. Se preguntó si aquello podía ser verdad, ¿ignorarían los ciudadanos las atrocidades de que era objeto su gente?

—Nos pegan, nos matan a golpes y de hambre, nos disparan si no trabajamos rápido y a las mujeres nos violan.

—No creo que os violen, servís a los soldados en sus necesidades, pero eso es bueno. –Repetía las enseñanzas que le habían inculcado como si fuera un autómata.

Karl miró a su alrededor, sin despegar una mano de la muñeca y la otra de la suave piel de la mejilla femenina. La niebla había ascendido y se podían ver trozos del acorazado flotando aquí y allá, junto al cadáver de algún compañero de tripulación.

Que él supiera, ningún prisionero viajaba a bordo y aquella barca no era una de las reglamentarias en el buque.

—¿De dónde has salido? –preguntó moviendo su mano en un lento descenso hasta acariciar el cuello palpitante.

Judit negó con la cabeza, expresando que no tenía intención de contar nada más. Cada vez tenía más miedo y su piel se erizaba al contacto de la mano masculina.

La cercanía de la muerte, su frustración por irse de este mundo sin haber estado con una mujer y la visión de Judit sobre la barca girada, le tenían en un estado ilusorio en el que nada importaba salvo aquel cuerpo. Qué más daba que fuera judía, había escuchado a muchos compañeros contar cómo los satisfacían y por lo que le habían descrito, ellas no parecían haber sido violadas.

Ignoraba si aquella mujer le serviría como otras muchas lo habían hecho con los soldados del buque, cuando este arribaba a puerto, pero pensó que no perdía nada por intentarlo.

Bajó la mano situándola sobre el pecho femenino, a escasos milímetros de llegar a tocar la piel. Continuaban estando cubiertas por el brazo que se cruzaba delante de ellas, pero tan solo una quedaba oculta tras la mano, mientras de la otra se podía ver más de media areola; objeto de todos los deseos del muchacho.

Aquel gesto había dejado paralizada a Judit. ¿Qué quería?, ¿por qué volvía a mirarle de forma suplicante?, ¿la deseaba a ella?, ¿allí?, ¿en aquel momento? Su corazón comenzó a latir alocadamente, sintió miedo, incredulidad, incertidumbre… Aquel muchacho no podía ser como su demonio.

Tuvo que desproteger sus tetas para agarrar la mano de Karl y desviarla hasta posarla entre ellas, sobre su pecho. Había llegado el momento de suplicar.

—No…, no daño… —pidió en su precario alemán mientras sus senos, ahora libres, se balanceaban a causa de la respiración alterada.

Aquella palabra, penetró en la abotargada mente del joven como momentos antes lo habían hecho las bombas soviéticas en el casco del acorazado o como el tatuaje había despejado al ser mitológico convirtiéndolo en una mujer.

—¿Hacerte daño?, no, solo quería tocarte… Eres muy guapa…

Sabía lo que él quería, pero no lo había rescatado para dejarse violar, tampoco lo satisfaría obligada como con su demonio, ahora era una mujer libre, náufrago sobre una barca vuelta del revés, pero libre.

Al menos parecía no ser un bruto que tomaba lo que deseaba sin importarle nada más. Der Kommandant jamás le había dicho nada halagador. Desde la última vez que alguien la piropeara, habían pasado cuatro años. El recuerdo de David volvió a su mente, no sabía nada de él, si vivía o si seguía en Letonia, le parecía mentira que pudiera pensar en él con tanta calma.

—Guapa, no, fea –intentó explicar ella liberando el brazo tatuado y tomando un mechón de su propio cabello. Durante el último año se había podido peinar y lavar el pelo a diario, había tenido aguas de colonia y ropas bonitas, pero jamás recibió una mirada como la de aquel muchacho. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió persona; no era un mueble más, no era una mascota como el mastín que siempre acompañaba a su demonio, no era un gusano aplastado bajo la suela de la bota.

El joven con su mano entre los pechos femeninos, podía rozar la suave piel de las tetas cuando Judit respiraba. Quiso apoderarse de aquella carne pero su férrea educación se lo impidió, no forzaría a una mujer por muy judía que fuera, aunque pensaba que tenía derecho a tomarla, prefería que ella se lo ofreciera.

Lo que no pudo evitar es que sus pupilas se clavasen en aquellos pechos desnudos de oscuras areolas y pezones enhiestos. Judit tuvo la intención de cubrirse con el brazo libre, pero él lo detuvo sin esfuerzo y continuó observando detalladamente el rítmico movimiento de los senos mientras entreabría la boca.

<Había sentido, en multitud de ocasiones, unos ojos clavados en sus tetas desnudas, pero inexplicablemente se estaba poniendo nerviosa con las miradas del muchacho. Las mejillas le ardían y la mano que tenía entre sus pechos hacía que su piel quemara como si fuera un ascua al rojo.

Su demonio había hecho que se encendiera de ira, pero el calor que sentía en aquel instante era algo muy diferente.

Cuando el brazo se movió, todo el cuerpo de la mujer tembló, hasta que desconcertada, observó cómo el muchacho agarraba su blusón gris y poniéndose en pie, se acercaba hasta la orza extendiéndolo para que se secase.

Pudo apreciar que la escueta ropa que vestía se pegaba a su cuerpo remarcando toda su lozana musculatura.

Karl quería actuar adecuadamente, estaba por primera vez en su vida junto a una mujer bonita y temía hacer algo que fuese inadecuado. Mientras extendía la camisola del campo de concentración, pensó en la procedencia de la que había creído una mermaid .

“Posiblemente se habrá escapado junto a más personas, mínimo dos más para gobernar la barca”, reflexionó midiendo con la vista el alto y ancho de la orza emplomada, que era la única oportunidad de volver a navegar. “Pero, ¿dónde ir?”, se preguntó comenzando a sentir un miedo diferente.

Si volvía hacia las costas bálticas que estaban más cerca, posiblemente le condecorasen y la judía terminaría de nuevo en un campo de concentración, si era cierto lo que le había contado. Si por el contrario navegaba hacia el norte, podrían formarle un consejo de guerra, si eran capturados. Giró la vista hacia la mujer y se extasió en la contemplación de la piel que era bañada por los primeros rayos de sol. No, definitivamente no tenía valor para tomarla a la fuerza, pero lo deseaba tanto…

Judit observó las maniobras del joven, sintiéndose cada vez más tranquila con aquella actitud. Percibía cómo la tela de sus pantalones y de sus bragas empapaba su entrepierna incomodándola. Debía desnudarse por completo, sabía que pasaría mucha vergüenza, pero necesitaba que su ropa se secase.

Con un arranque de confianza, llevó las manos a la cinturilla del pantalón y tras un saltito del trasero, comenzó a deslizar la mojada prenda por sus muslos. Sabía que las bragas estaban sucias, lo que la avergonzó, pero no era momento para remilgos. Con el rostro acalorado por el rubor, comenzó a quitárselas, tras lo cual apretó con fuerza los muslos para no exponer más su vulnerable anatomía.

Karl dio unos pasos hacia la mano que extendida le ofrecía la húmeda ropa. Sus pasos fueron ralentizándose a medida que sus ojos devoraban cada curva y cada pliegue del cuerpo completamente desnudo de Judit. Era la visión más maravillosa que jamás hubiera tenido al alcance de su mano.

Púdicamente, ella se tapaba los pechos con el brazo libre mientras que sus piernas muy juntas y flexionadas intentaban ocultar su entrepierna al joven, pero no impedían mostrar la redondez de su culo.

Karl clavó la mirada en aquella gruta que se entreveía tras los talones de la mujer, aquellas sombras, oscurecidas por las rotundas nalgas que brillaban a la luz del sol naciente, atraían toda su atención.

Quería ver más allá, explorar aquella negrura, tocar con sus dedos aquella piel tan bien resguardada, sentir las zonas más privadas de una mujer.

Judit comenzó a sudar a pesar del aire frío que mordía su piel. Aquella inspección la estaba poniendo muy nerviosa, se sentía mucho más desnuda de lo que estaba bajo la escrutadora mirada del joven, pero algo en el fondo de aquellos iris azules, le infundía cierta tranquilidad, que nunca había sentido con su demonio.

Sabía reconocer el deseo en los ojos de un hombre, pero también la lujuria y la determinación y no las vio en aquella mirada de inocente adoración, no, en aquel rostro no había ni rastro de der kommandant .

Le dio la ropa y no pudo evitar un respingo cuando sus dedos se rozaron. Bajó la vista avergonzada y se encontró frente a un enorme abultamiento en los calzones del muchacho.

Se sonrojó aún más y apartó la vista. Él, lejos de sentirse azorado, experimentó un extraño orgullo por la reacción que había provocado su virilidad. El cuerpo de ella había logrado excitarle aun en aquellas circunstancias y pensó, que tal vez su propio cuerpo podría despertar sensaciones similares en la guapa mujer.

Anduvo muy erguido hasta la aleta dorsal de la quilla y extendió las prendas asexuadas que no hacían honor al cuerpo de Judit. Se entretuvo más de la cuenta mientras acumulaba fuerzas para dar el siguiente paso. Pensarlo y hacerlo eran dos cuestiones muy diferentes.

La ropa estaba perfectamente colocada y no tuvo más escusas para alargar el momento. Se había sentido muy seguro en el instante en que ella se sonrojó, pero quitarse la ropa ahora parecía una prueba difícil de superar con cierta dignidad, más si tenía en cuenta la erección que ocultaban sus calzones.

Se quitó la camiseta de tirantes y la extendió junto al pijama gris de Judit, más tarde, con la boca reseca por la sal y los nervios, introdujo los pulgares por el elástico de la ropa interior y la deslizó piernas abajo, sintiendo un nudo en el estómago.

No sabía si debía taparse la entrepierna con las manos al girarse o mostrar su verga cimbreante como si no tuviera la mayor importancia. Deseaba a aquella mujer pero pensaba que cualquier iniciativa por su parte sería un completo fracaso. Había cometido un error al no tomarla por la fuerza y en ese instante dudaba ser capaz de conquistarla a las buenas.

Abochornado por su falta de decisión, se dejó caer con la espalda apoyada en la orza y flexionó las piernas como lo hacía Judit en uno de los extremos de la quilla.

Sentía la rigidez de su miembro y las ansias de este por pasar a la acción, pero era incapaz de mirar a la mujer desnuda que se encontraba a escasos tres metros de él.

Ella se sentía tremendamente confundida, comprendía que la mejor opción era la de desnudarse hasta que las ropas estuvieran secas, pero tener a aquel joven, con aquella erección, tan cerca, hacía que el rubor cubriera sus mejillas y que por su espalda, sintiera un cosquilleo incómodo. Su demonio había exhibido su miembro como si fuese algo a lo que adorar y ante lo que postrarse.

—Gracias –dijo ella, más por romper el silencio que porque realmente estuviera agradecida al joven por extender su ropa.

Él la miró y apretó más los muslos para ocultar su enhiesta verga, el tenue sol iluminaba el cuerpo de ella, magnificando sus curvas entre el juego de luces y de sombras.

—¿Frío? –preguntó Judit, en su escaso alemán, al ver el escalofrío que recorrió el cuerpo del muchacho.

—Yo… yo nunca he estado tan cerca de una mujer desnuda y tienes un cuerpo muy bonito. –Karl era levemente consciente de que ella no dominaba bien su idioma, pero aun así necesitaba hablar de cualquier cosa para controlar las ganas que sentía de abalanzarse sobre ella—. He estado mucho tiempo en el agua, yo también tengo mucho frío y estoy agotado. Cuando descanse, intentaremos darle la vuelta a la barca.

Karl había pensado en aquella posibilidad desde un principio, pero la maniobra requeriría de bucear para soltar todos los cabos de la vela y luego ejercer mucha fuerza sobre la orza que era la única manera de devolver la verticalidad al barquito. Necesitarían el impulso combinado de los dos y aun así, no tenía claro que lo lograran.

Casi dio un salto cuando sintió el cuerpo de Judit junto al suyo. Las caderas se rozaron y un estremecimiento recorrió el cuerpo del joven que miró embobado a los ojos de la mujer.

Judit se preguntaba por qué aquel joven no se había abalanzado sobre ella. Su deseo era patente, pero sorprendentemente se había sabido controlar. Karl tensaba todos los músculos de su cuerpo para dominar las ansias por tomar a la judía entre sus brazos, haciéndole lo que había visto hacer a sus compañeros.

Tras un año completo siendo la furcia de un demonio, no tenía reparos en seducirlo si con ello lograba que la llevase a Suecia, pero estaba agotada mental y físicamente.

Estuvo pensando en aquella posibilidad para sobrevivir a aquel nazi, pero la inocencia con la que había ocultado su virilidad, en el fondo, la halagó. Había provocado aquella dureza y el muchacho había tenido el decoro y la delicadeza de ocultarla para no sonrojarla aún más. “Sí, creo que se trata de un buen chico, nazi, pero no desea mi mal”, se dijo observando la mirada perdida del joven.

Ambos temblaban de frío, pero también de nervios e incertidumbre.

Karl se deleitaba sintiendo la cadera femenina contra la suya, rozando el hombro con su brazo y oliendo aquel perfume a mar y a algo indefinible.

Judit se debatía entre abrazarse al muchacho y seducirlo, pero cierta vergüenza le impedía cualquiera de las dos opciones. No podía recurrir a aquello que había despreciado con todo su alma y tampoco se sentía a gusto recibiendo consuelo de un nazi. La temperatura de la piel que estaba en contacto había ascendido y sabía que era la mejor solución hasta que las ropas estuvieran secas, pero con aquella erección, que ahora podía ver de reojo, no sabía qué reacción despertaría en el alemán si lo abrazaba.

Karl sintió cómo una mano temblorosa asía su muñeca, moviendo su brazo torpemente hasta que descansó sobre los hombros de la mujer. Involuntariamente, su entrepierna dio un respingo cuando su palma descansó sobre el hombro femenino.

—Mucho frío –dijo Judit a modo de escusa, pasando su brazo alrededor de la cintura de Karl.

Estaba completamente extasiado. Aunque ella seguía cubriendo sus pechos con el brazo que no lo rodeaba, tenía al alcance de su mano apoderarse de una de esas tetas turgentes que había visto bambolearse.

Judit apoyó la cabeza en el hombro y comenzó a frotar la espalda del joven con lentas pasadas. Había temido dar aquel paso, pero ahora que se sentía reconfortada entre los brazos masculinos se alegró de haber dejado a un lado sus miedos, el calor que emanaba del lozano cuerpo era una auténtica bendición para sus ateridos músculos. Solo esperaba que él interpretase correctamente sus friegas.

Así fue, la mano que descansaba sobre su hombro, comenzó torpemente a acariciar todo su costado, desde arriba hasta llegar a la cadera y vuelta a empezar.

El calor que se aportaban era escaso, pero se sentían más consolados juntos. Karl alternaba entre disfrutar del momento de quietud y concentrarse en las yemas de sus dedos, que intentaban rozar el lateral del pecho de la mujer de manera delicada, cuestión que él creía hacer con disimulo, pero que ella advirtió.

Con delicadeza, liberó sus pechos que cayeron libres y tomando con la suya la mano del joven, la retrasó hasta que la volvió a colocar entre su costado y su espalda. Tuvo miedo de que aquella acción enfadara al soldado, pero si realmente era tan honesto como parecía, sabría atender su solicitud velada.

El seno más cercano se abrió apoyándose contra el costado de Karl. Apreció la morbidez de la carne y el tenue roce del erizado pezón contra su piel y creyó estallar. Se mordió con fuerza los labios mientras ella volvía a rodear el pecho con su mano, alejándole de tan maravilloso placer.

Con el poco autocontrol que mantenía, se levantó enérgicamente y anduvo hasta el final de la embarcación a grandes zancadas.

Ella miró atónita la espalda del joven y, más tarde, los movimientos frenéticos de su brazo derecho. No fueron más de unos segundos, en los que decenas de pensamientos se agolparon en su mente. Se sorprendió por la rectitud y respeto del muchacho, agradeció al Señor por que no hubiera puesto un degenerado en su camino y una cierta coquetería femenina la hizo sentirse orgullosa del efecto que había logrado en un joven.

Observó fijamente el miembro semierecto, mientras él volvía sobre sus pasos. No apartó la mirada, no se sintió avergonzada, aquella muestra de respeto le había llegado al fondo de su corazón. Nunca se hubiera imaginado que en aquella situación, no terminase violada a capricho del alemán y la sorpresa la concilió temporalmente con el ser humano.

Karl tomó asiento junto a ella y, mucho más calmado, la volvió a rodear con un brazo, pero ella no volvió a apoyar la cabeza sobre su hombro. Miraba fijamente al rostro, a esos ojos que se negaban a girarse en su dirección, a aquella mandíbula firme, que se apretaba intensamente.

Debía agradecerle la entereza con la que se había comportado, tenía que trasmitirle, en su precario alemán, que era el hombre más caballeroso y atento que había conocido.

Primero fue la mano, que indecisa acarició su torso hasta rodearlo también por delante; luego aquellas dos jugosas tetas que se aplastaron contra su costado y más tarde aquellos labios resecos y a un mismo tiempo húmedos que le dieron un ligero beso en la mejilla.

—Gracias… —Habría querido decir muchas cosas, pero en aquel momento las emociones la dominaron.

Karl giró el rostro lentamente y averiguó el porqué de la humedad de aquellos labios resecos por el agua salada. Las lágrimas caían lentamente por aquel rostro agotado pero bello. Antes de que se ocultara en su propio hombro, pudo ver los vidriosos ojos de la mujer.

Karl no comprendía nada, se había contenido al máximo para no tomarla a la fuerza, incluso se había aliviado en solitario, todo para que ella ahora llorase triste, pero le había dado las gracias y eso aún lo desconcertaba más.

Tomando una decisión se inclinó, no sin cierto temor, y pasó un brazo por debajo de sus rodillas. Como si no pesase, la alzó colocándola sobre su regazo y la abrazó con fuerza, sintiendo todas y cada una de sus curvas.

Nunca hubiera pensado que era aquello lo que necesitaba de un nazi, pero cuando los dos brazos la rodearon, permitió que su mente se desconectase de su cuerpo y tan solo se dejó acunar como una niña.

Él no se podía contener durante más tiempo y había decidido que si lo que la mujer necesitaba era consuelo se lo daría, pero al menos la acariciaría a placer.

Tras su masturbación, había imaginado que sería sencillo mantener alejados los pensamientos libidinosos, pero su carne era joven y su mente obstinada. Las desnudas tetas contra su pecho, las rotundas nalgas que rozaban su entrepierna, todo unido volvió a encender su mecha.

Al principio, ella la intuyó, pero enseguida estuvo segura de qué era lo que presionaba por debajo de su muslo. Más reconfortada por el abrazo que temerosa por la erección, fue cayendo en un sopor y, finalmente, se abandonó al sueño.

Karl sintió la rítmica respiración en su cuello y se atrevió a desviar la vista del mar, donde miraba sin ver los fragmentos de la que había sido su casa los últimos años, que flotaban a la deriva junto al bote.

Con delicadeza apartó el pelo del rostro de la mujer y contempló por largo rato la paz de aquellas delicadas facciones. Acarició la mejilla atemorizado porque se pudiera despertar y continuó algo más tranquilo hacia el delgado cuello. Si ella no se enteraba de sus toqueteos, mucho mejor, no deseaba asustarla.

Las yemas de sus dedos parecían electrificarse al contacto con la suave piel. Una fuerza invisible los atraía haciendo imposible que dejasen de delinear, como si se tratase de un ciego, cada curva, cada saliente y cada hendidura que encontraban a su paso. Siguieron la línea de la clavícula y descendieron por la axila hasta alcanzar, al fin, el contorno del pecho más libre.

Cuando las veía en las postales, Le parecían las carnes más deseadas e inalcanzables del mundo, pero las tenía allí, bajo sus dedos. Su tacto era tierno y firme a un tiempo y su piel, con el recuerdo de la rodilla de Claudia tan lejano, le pareció la más delicada que hubiera rozado nunca.

Había tenido un sueño extraño donde alguien la acariciaba, pero sin necesidad de abrir los ojos, supo que había ocurrido en la realidad. No se consideraba una mujer tonta, estaba sobre el regazo de un joven y ambos estaban completamente desnudos. Además, su alemán, como le llamaba para sí misma, había demostrado tener las hormonas muy activas.

No, lo cierto es que lo había temido desde que la mirase con deseo al subir a la barca, pero aquellos dedos en su pecho estaban despertando sensaciones que no hubiera imaginado poder sentir en aquella situación y, mucho menos, en brazos de un nazi. Jamás había sentido algo igual en manos de su demonio.

Se hizo la dormida y dejó que él continuase, le había demostrado que era un caballero y tal vez si manifestaba estar despierta, no se atreviese a continuar con las delicadas caricias, que en aquel instante alcanzaban su pezón.

Se había endurecido por efecto del agua y del frío, se había ablandado contra el torso masculino y de nuevo se volvía a erizar, por los dos dedos que lo toqueteaban como si fuese del más frágil cristal.

Judit se sorprendió deseando que aquella manaza agarrara toda su teta y la amasara, pero tuvo que contenerse inspirando con fuerza y aplacando su corazón que intentaba escapársele por la garganta.

Karl, ante aquella respiración desacompasada, retiró rápidamente la mano volviendo a rodear la espalda de la mujer. Su corazón retumbaba con fuerza, tenía miedo de ser descubierto y vergüenza por haber traicionado la confianza que ella había depositado en él al dormir en sus brazos. Su verga, por el contrario, le incitaba a continuar con los toqueteos, avanzando más y más por aquel cuerpo que le producía escalofríos con solo mirarlo y ahogos con su mero contacto.

Ella se mordió con fuerza el labio inferior, sabía lo que le ocurría pero se negaba a admitirlo. Se preguntaba una y otra vez, cómo era posible que su cuerpo la estuviera traicionando.

Quería levantarse y alejarse de él, quería que la volviera a acariciar y aún más, que le agarrara las tetas con pasión, quería hacerse la dormida obviando la difícil situación y quería incorporarse y enseñarle a aquel niño lo que debía hacer a una mujer que comenzaba a tener su entrepierna empapada.

Finalmente dejó que su cuerpo tomase la decisión, se apretó con más fuerza al cuerpo del alemán y besó su cuello, muy cerca de la oreja, en la que susurró un gracias muy quedo, jamás hubiera pensado volverse a sentir mujer tras su demonio, pero aquel niño lo estaba logrando.

Karl se quedó petrificado, intentando discernir el significado de aquel beso y de aquellas palabras. ¿Le estaba dando permiso para continuar?, ¿le agradecía que parara? Con un nudo en el pecho que amenazaba con ahogarlo, su mano acarició el costado, pero no se detuvo en la cintura. Continuó ascendiendo la suave cresta de la cadera femenina, se abrió cubriendo gran parte de la nalga y continuó hasta recorrer toda la longitud del muslo. Había contenido la respiración y aún lo hacía cuando emprendió el camino de regreso.

Lentamente disfrutó de la firmeza del muslo, sus dedos delinearon el pliegue donde la pierna y las nalgas se encuentran y se adentraron ligerísimamente en el valle entre los glúteos.

Cuando comenzó a amasar la carne trémula, sintió que el corazón se le iba a salir por la garganta. “Una señal, dame una señal”, rogó al cielo. “Una respiración, un movimiento, un gesto que me haga continuar. No me dejes así, déjame seguir adelante, que no tenga que usar la fuerza, porque la usaré, juro que lo haré”.

Por fin, tras un segundo beso muy cerca de su oreja, pudo soltar todo el aire que había estado reteniendo. Su pecho se hinchió de alegría y un cosquilleo ascendió desde sus ingles hasta el estómago.

Nunca antes se había sentido tan vivo, tenía una hermosa mujer desnuda sobre su regazo y le permitía que la tocase. Pensó que aquello debía ser el cielo.

Los deseos se acumularon en su abotargada cabeza. Quería tocarlo todo, amasarlo, masajearlo. No se decidía por ninguna zona en especial porque tanto llamaba su atención, aquellas grandiosas tetas, como el triángulo de vello que adornaba su pubis.

Judit besó por tercera vez el cuello masculino y presionó con su muslo la dureza que desde hacía minutos empujaba hacia arriba.

Aquel muchacho le había demostrado tantos sentimientos positivos en tan poco tiempo, que se sintió abrumada, por la calidez de aquel cuerpo, pero mucho más por la bondad de aquel corazón.

La podría haber violado sin ningún problema pues era más fuerte, se lo podría haber exigido y ella no se hubiera negado, podría habérselo pedido de buenos modales y habría consentido, pues no tenía alternativa, pero con su delicadeza y su devoción la había conquistado, deseaba demostrarle un poco de la gratitud que sentía hacia él. Durante un año eterno lo había tenido que hacer todos los días y a cambio de la humillación, ahora lo haría por consideración.

“No, Judit, no te engañes”, se dijo. “Es guapo y estás orgullosísima de las erecciones que le has provocado”.

Apoyándose en el hombro masculino enderezó el cuerpo y lo miró a los ojos, ojos que mostraban tanto deseo como cautela.

El corazón de Karl volvió a retumbar con fuerza cuando la boca se fue acercando. Contuvo la respiración cuando los labios de Judit se entreabrieron y sintió una presión insoportable en la verga cuando ambas bocas entraron en contacto.

Los labios resecos y agrietados dieron paso a las lenguas húmedas y calientes. Sentir a otra persona dentro de él, quemarse en aquel fuego abrasador, mezclar las densas salivas… todo le parecía un sueño. Prolongaron el beso hasta que el aire les faltó pero tan solo se separaron para renovarlo con más brío. Las lenguas habían comenzado tímidas, tanteándose ligeramente con sus puntas, pero no tardaron en explorar libres todo el interior. Se chuparon, se lamieron, se succionaron, no dejando resquicio por atender. Se besaron lenta, rápida, suave y enérgicamente. El mar salado se sentía en sus bocas con olas que golpeaban entre sus labios.

Judit comprendió todo lo que no habría podido entender en palabras. La lengua de Karl le habló de inexperiencia, de timidez, del deseo que le consumía y del temor que le frenaba.

Se olvidaron del mar, de los trozos del buque de guerra que salpicaban la superficie, del frío, de la humedad, no, de la humedad de sus bocas eran muy conscientes. Ambas lenguas bailaban sin cesar en una danza cálida y tan húmeda como comenzaba a estar la entrepierna de Judit.

Se separaron para volver a respirar y ella aprovechó para variar el rumbo, comenzando a lamer y succionar el mentón del joven. De ahí descendió al cuello mientras sus manos acariciaban cada milímetro de la piel de la espalda, palpando la fuerte musculatura.

Karl no sabía qué hacer, sus manos se habían quedado paralizadas, una sobre la espalda y otra agarrando una nalga. Solo podía respirar, respirar y sentir cómo latían sus dos corazones, uno en su pecho y otro entre sus piernas.

Judit continuó descendiendo, besaba el torso masculino alternando entre cortos besos cariñosos y profundos lametones lujuriosos.

Aunque él era mucho más alto, no podía alcanzar sus pezones sin doblarse en exceso. Bajó de las rodillas de Karl y algo durísimo rozó su muslo para ir a golpear contra el vientre masculino.

Toda intención de continuar besando el pectoral del muchacho se desvaneció cuando contempló el fruto de sus caricias. Aquella verga gruesa y venosa la llamaba con insistencia, como si fueran polos opuestos de un imán.

Posó un dedo sobre la piel del prepucio, acariciándola con curiosidad. Era cálida y suave, tremendamente suave. Recorrió toda la longitud con la yema de sus dedos, percibiendo bajo ellos, el pulso de la sangre que la hinchaba y la ponía tan dura como el acero.

Tras los abusos de su demonio, se había resignado a las pollas con prepucio, pero en aquel momento, ni siquiera aquella piel le supuso un problema.

La tocó como si se tratase de la primera verga que tocaba en su vida. Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios al rodearla con sus dedos y comprobar la firmeza y el calor que emanaba de todo el tallo. “Sí, Judit, esto lo has logrado tú solita, aún eres una mujer atractiva”, se dijo sintiendo un cosquilleo en el estómago que descendía hasta colarse entre sus inflamados labios mayores. “No eres un objeto que se usa sin más, no eres una oruga bajo la bota de der kommandant , no, eres una mujer” atractiva.

Con un movimiento coqueto, se acomodó la larga melena sobre un hombro y sonrió pícaramente; descendió lentamente hacia el faro que guiaba su rumbo.

Karl sintió cómo la mano tiraba de la piel dejando el glande desprotegido por poco tiempo, pues unos labios lo devoraron de inmediato. Su mente fluctuaba entre la razón y el delirio, aquello no podía ser tan solo una boca, las miles de sensaciones que despertaba en su miembro no podían ser obra de una mujer común. No sería una sirena, pero hacía cosas aún más fantásticas, que el más fantástico ser de la mitología.

No sabía qué hacer, ¿debía continuar quieto?, ¿sería buena idea acariciarle la cabeza?, ¿gritar?, ¿morderse los puños?

Los sonidos de succión que llegaban hasta sus oídos, la imagen de la mejilla abultada por la presión de su rabo y aquel calor que se extendía desde su glande hasta sus ingles, lo tenían petrificado.

Judit liberó el capullo del abrazo de sus labios y sacó la lengua, lamiendo repetidamente la corona del prepucio y el frenillo. Sentía como la verga cabeceaba satisfecha, lo que la henchía de vanidad. Era un sentimiento egoísta pero la estaba haciendo sentirse feliz, por primera vez en los últimos cuatro años sentía que hacía algo bien y por su propia voluntad.

Completamente decidida a continuar hasta el final, volvió a envolver el glande con sus labios y succionó suave y constantemente, provocando nuevos movimientos espasmódicos del miembro. Había tenido sus dudas al ver que no estaba circuncidado, pero al contrario que la polla de su demonio, aquella estaba limpia y sabía bien, a mar, a sal. Los cabeceos se intensificaron y sintió cómo toda la polla se hinchaba antes de que la primera leche llegase a su lengua.

Abrió los ojos mientras acomodaba la gran cantidad de semen en su boca, viendo cómo Karl cerraba los ojos y las mandíbulas con fuerza, mientras todo su cuerpo temblaba de pies a cabeza. Pensó que el semen le sabía a mar, a libertad.

Mientras pensaba qué hacer con la leche de su boca, recordó la primera vez que chupó la polla de un alemán. Una noche, en los barracones, había mirado con la boca abierta cómo varios soldados se llevaban a una compañera. Uno de ellos decidió cerrársela con su verga, durante lo que le parecieron horas. Ella no había chupado nada, ni siquiera había tenido que mover la boca, simplemente se la follaron hasta que apunto de vomitar, le llenaron la boca de semen. El guardia se marchó riendo y ella escupió aquella porquería en un rincón, mientras lloraba desconsolada.

Decidió tragarla, aquella sustancia había sido fruto, si no del amor, al menos del cariño y del respeto. Era salada, pero sobre todo cálida, como los brazos que la habían arropado, como las manos que la habían acariciado. Satisfecha por su decisión, lamió sus labios en búsqueda de algún resto, sin agua que beber, no había que desperdiciar ningún método de hidratación, aunque en el fondo sabía que lo hacía por coquetería, pues se había ido sintiendo más traviesa a medida que la excitación del joven se incrementaba.

La polla comenzaba a menguar y la respiración de Karl a normalizarse. Judit se abrazó a los fuertes muslos y reclinó la cabeza hasta tenerla junto a la ingle. Frente a sus ojos tenía el orgullo del muchacho que ahora se mostraba más humilde, a su nariz llegaba el olor acre del semen, del que también guardaba el sabor en el fondo de la boca.

Los fuertes dedos del joven comenzaron a desenredar la cabellera de Judit, logrando que se sintiera cada vez más cómoda y relajada. Continuaba preguntándose, cómo podía estar tan a gusto con un alemán, pero había sufrido el prejuicio por su origen y tampoco todos los judíos eran iguales.

Corderitos les llamaban, posiblemente aquel guardián de la valla también lo pensase antes de que ella le clavase el cuchillo de der kommandant en el cuello.

Apartó aquellos pensamientos de su mente y volvió a concentrarse en las piernas que abrazaba y los dedos que la peinaban.

Deslizó su mano por la cadera de Karl, acariciando todo su muslo. Jugueteó con sus vellos, ensortijándolos con la punta de sus dedos. Tal vez todo hubiera terminado para el muchacho, pero ella continuaba teniendo aquel cosquilleo que la incitaba a ser traviesa, se sentía mucho más viva de lo que se había sentido en años y no se iba a echar atrás.

Pasó la palma por la laxa hombría sintiendo la humedad que aún hacía brillar el glande, semioculto por la piel.

Sopesó los testículos, primero uno, luego el otro y para terminar los dos a un tiempo, lo que hizo que el alemán ronronease como un gatito. Eran grandes, llenaban por completo su mano, pero no por ello dejó de manosearlos delicadamente.

Apretó los muslos excitada al ver como la virilidad crecía lentamente.

Karl la tomó de los hombros y la colocó a horcajadas sobre sus muslos. La polla, que estaba cada vez más dura, quedó aprisionada entre los dos pubis.

Judit podía sentir contra su monte de Venus la palpitante dureza de Karl, mientras sus lenguas volvían a danzar dentro de sus bocas.

Las fuertes manos acariciaban su espalda delicadamente, pero no era suficiente para Judit. Había rebasado la línea del decoro y se sentía con mucha más confianza. Quería que toda la consideración que le había demostrado el muchacho se tornara en fuego que inflamara las ascuas que aún ardían en sus entrañas.

Aferró las manos y las llevó a su culo, incitando al hombre a que amasase sus glúteos con pasión.

Él besó el cuello de Judit tras apartarle el pelo a un lado. Ella acomodó sus caderas hasta lograr que su hinchado clítoris se frotase contra la verga de Karl.

Sintiendo que la razón la abandonaba, aferró los cortos cabellos y tiró de la cabeza hasta hundirla entre sus tetas mientras movía las caderas frenéticamente contra el tallo de la polla.

Con el rostro enterrado entre aquellos trémulos montes, con sus manos masajeando el prieto culo, volvió a pensar que todo aquello debía ser algo sobrenatural, no podía existir algo tan placentero en este mundo. Se alegró de no haber intentado algo por la fuerza, estaba seguro de que no habría recibido tanto placer de haberse impuesto como los brutos de sus compañeros.

Giró la cara e inhaló el salado aroma de aquella piel tan sedosa, lamió y degustó el sabor de la vida que emanaba por los poros de aquella carne que devoraba.

Su nariz rozó el duro pezón y sus labios se lanzaron a él cual niño hambriento. Mamó con delicadeza, lamió con deleite, incluso se atrevió a morder ligeramente ante los gemidos de la mujer.

Judit no podía más, toda la tensión vivida durante aquel infierno se la estaba llevando aquel niño con sus atenciones. Su vulva se frotaba espasmódicamente con el tronco de la polla y cuando el cosquilleo de sus pezones se transformó en un tenue dolor, estalló como una bomba que lo arrasase todo, dejándola completamente vacía.

A la primera oleada le siguieron otras de menor intensidad que la hacían alternar entre la laxitud más anímica y la crispación más visceral.

Al fin cayó derrengada sobre el pecho de Karl y él, con la intuición más animal, cambió los magreos por delicadas caricias.

Judit, con el rostro enterrado en el cuello masculino, sentía cómo los pechos se hinchaban buscando aire y sosiego.

Se sintió feliz, todo lo feliz que se podía sentir en aquella situación. Unos brazos fuertes la rodeaban, unas manos delicadas acariciaban su espalda y una voz profunda susurraba palabras bonitas en su oído. Desconocía el significado, pero la entonación y la cadencia hacían que se sintiera dichosa por primera vez en varios años. Su demonio nunca la había abrazado, nunca le había regalado una caricia, ni mucho menos un susurro, todo habían sido órdenes como ladridos.

Se había abierto la caja de sus angustias, la caja donde guardaba todo el sufrimiento acumulado día tras día: los insultos, los golpes, el hambre, el frío… Se había abierto y se había liberado de un gran peso.

Pensó ingenuamente que podía volver a volar, con la espalda muy recta y el mentón alzado. Aquel momento de intimidad había logrado que dejase de arrastrarse como un gusano , que dejase de ser la oruga bajo la bota de der kommandant .

Con una eufórica alegría, tomó a Karl por las mejillas y le plantó un beso largo, más de gratitud que de pasión. Las bocas no se abrieron, las lenguas no se buscaron, solo labios agrietados y miradas cómplices.

Sintió la virilidad cabecear entre los vientres y supo que deseaba continuar vaciando aquella caja. Sabía que jamás llegaría a ver su fondo, pero sacaría de su interior toda la inmundicia que pudiera y aquel alto rubio era una ayuda inmejorable, para limpiar la ponzoña con la que su demonio la había ensuciado.

Introdujo la mano entre los estómagos y buscó a tientas la fuente de calor que presionaba su pubis.

Alzó las caderas y con la verga bien aferrada, la dirigió lentamente hacia su interior, empalándose con lentitud.

Tras el orgasmo, su humedad no había descendido ni un ápice y el fuego que sentía en sus entrañas seguía palpitando a la espera de algo con qué extinguirlas.

Si la boca de la mujer le había resultado cálida, aquella gruta era un verdadero horno; si la lengua sobre su capullo le había parecido húmeda, las paredes vaginales fueron un lago de aguas termales en las que le gustaría bucear por siempre.

Judit llegó al fondo y se alzó para iniciar una lenta cabalgada. Karl la miró suplicante y la detuvo asiéndola de las caderas. Por nada del mundo permitiría que le sacasen de aquella gruta tan acogedora.

Comprendiendo la expresión de su amante, rio por lo bajo y le dio un fugaz beso en los labios, luego agarró las manos que la detenían y las retrasó hasta que se apoderaron de su culo.

Karl apretó los dientes con fuerza cuando sintió la fricción de los primeros movimientos. No apartaba la mirada de los ojos miel mientras el cuerpo de Judit ascendía y descendía. Quería memorizar cada sensación, cada roce, cada mirada y cada segundo de aquella maravillosa experiencia.

La verga en su interior llenándola por completo la excitaba, pero la mirada de adoración del joven la enardecía hasta cotas inimaginables. Deseaba comérselo a besos, hacerle disfrutar como jamás lo haría ninguna otra mujer, aquel muchacho le había devuelto algo que nunca habría pensado que pudiera recuperar tras el último año y la visión de sus ojos era cuanto necesitaba para inflamar su libido y hacer palpitar su intimidad.

Aceleró las penetraciones pasando a un galope ligero. Sonrió al ver que el muchacho abandonaba sus ojos, como objetivo, y se fijaba en el bamboleo de sus tetas.

Le encantaba cada una de sus expresiones, la adoración, la lujuria. Completamente desmelenada quiso exhibirse más aún.

Separó las palmas de los hombros masculinos y las llevó tras su nuca entrelazando los dedos. Apoyada tan solo con las rodillas, arqueó la espalda mostrando el vaivén de sus pechos, ahora más altos y orgullosos.

Karl agarró con fuerza el culo y la ayudó en los ascensos, sin perder detalle del movimiento hipnótico de las tetas.

Hubiera necesitado cuatro manos y cuatro bocas para tocar y paladear todo lo que deseaba, pero tuvo que tomar una decisión y fue la derecha la afortunada.

Se amorró al pezón sintiendo en la lengua la dureza. Era rugoso y suave a un tiempo, era duro y tierno a la vez, era algo maravilloso tenerlo entre sus labios, mientras su rabo se frotaba constantemente con las húmedas paredes del refugio que lo acogía.

—Muerde…, muerde un poquito… —pidió Judit en letón.

Karl no comprendía y siguió deleitándose con el pezón entre sus labios y su lengua, pero la excitación iba en aumento y el control se perdía rápidamente.

Succionó introduciéndose cuanta carne pudo en la boca, la sensación de tener media teta entre sus fauces despertó su instinto más caníbal, pero logró contenerse mínimamente. Su lengua jugueteó con el pezón lamiéndolo con la punta en lentos círculos que recorrían toda la areola en una cerrada espiral que terminaba en la durísima punta. Finalmente, cumplió el deseo de Judit, había acariciado el pezón con sus labios, con su lengua, pero todo era insuficiente para aquel botoncito al que su boca se había fusionado. Rozó la erizada piel con los dientes mordisqueando tímidamente la areola y luego su punta.

Judit lo sintió llegar y no quiso esperar, fue a su encuentro acelerando el ritmo y volviendo a apoyarse en los hombros de Karl.

El ritmo era salvaje, sudaba y jadeaba como una yegua a galope tendido, mientras sus nalgas golpeaban una y otra vez contra los muslos del muchacho y sus tetas brincaban descontroladas. Nada le importaba, nada salvo dejar atrás, muy atrás a la vieja Judit, a la oruga que había escapado de debajo de la bota y abría sus alas convertida en mariposa.

Gritó, gritó con todas sus fuerzas. De lo más profundo de su ser brotó un alarido liberador y lloró mientras el gozo y la plenitud la invadían desde la punta de los pies hasta la cabeza.

Cabalgó sin saber dónde quería llegar, tan solo deseaba continuar hasta caer agotada, agotada por el placer, que levantaba un muro infranqueable para que no la alcanzase el demonio que había dejado atrás y que jamás la había hecho disfrutar. Follar y follar hasta olvidar, correrse una y otra vez hasta que su cuerpo no recordase los golpes y abusos, clavarse hasta el fondo de sus entrañas aquella polla dura hasta que el mundo volviese a aquietarse de su atroz locura.

Karl gruñó acompañando el pandemónium de sollozos y risas nerviosas de Judit. Se corrió pensando que toda la vida salía por su verga. Las fuerzas le abandonaban y una placentera laxitud se apoderó rápidamente de todo su cuerpo.

Sudorosos y agotados, se abrazaron de nuevo, Judit con el rostro enterrado en aquel hueco que comenzaba a hacérsele familiar y Karl acariciando aquella espalda ahora bañada por el sol y el sudor.

Los flujos y el semen llenaban por completo a Judit, pero jamás se le hubiera pasado por la cabeza desacoplarse de aquella estaca que más que penetrarla, la abrazaba desde el interior de su vagina.

Comenzó a menguar a pesar de la concentración de Karl por retrasar el momento. Ella hubiera querido decirle que no pasaba nada, que no era importante, pero a medida que el roce iba disminuyendo una sensación de vacío indescriptible se alojó en su pecho. Aquella polla había sido su conexión con la vida verdadera y temía volver a la oscuridad si salía de su interior.

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Karl, apoyado en un codo, acariciaba con la mano libre el pecho de Judit mientras susurraba palabras que a ella le parecían preciosas aunque desconociera su significado.

El frío del anochecer erizó su piel y se abrazó al hombre que la cubrió con su cuerpo en el hueco entre dos bancos.

Girar la barca les había llevado gran parte del día. Colgados de la orza habían logrado ponerla en posición horizontal en un par de ocasiones, pero habían caído al mar sin lograr que la aleta dorsal se hundiera junto a ellos.

Judit había temido morir la primera vez que cayeron al mar, pero Karl, atento a sus necesidades, la había sujetado antes de que pudiera llegar a tragar agua.

Al fin lo consiguieron cuando pensaban que sería imposible. Una ola, como enviada por el Señor o por una mermaid, había dado el último empujón necesario y el bote de vela pasó de estar horizontal a colocarse de modo vertical mientras ellos observaban el giro flotando torpemente en el agua.

Una vez colocados todos los cabos y con la vela flameando, elegir el rumbo fue sencillo. Karl temía el consejo de guerra por deserción, pero más temía perder a su sirena. No podría volverse a embarcar, volver a empuñar un fusil, sabiendo que Judit, de la cual ahora conocía su nombre, estaba lejos de él.

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El juego de luces del ocaso se pintó en el oeste mientras Judit descansaba su cabeza sobre el pecho de Karl tras haberse amado de nuevo.

Varios metros por debajo de la parte más profunda del bote, la línea de minas submarinas les permitió el paso sin causarles ningún contratiempo. Si todo continuaba así, en dos noches podrían dormir en una de las islas suecas.

Judit besó la boca de su amante antes de que el sueño la alcanzase, acunada por el vaivén de las olas y protegida por sus fuertes brazos, en aquel momento, el recuerdo de su demonio iba quedando cada vez más lejano, en breve volvería a ser libre.

En medio del oscuro Báltico, un pequeño punto de luz amarillenta iluminó la noche a su alrededor. Cuando no hay nadie que pueda escuchar, posiblemente una explosión no haga ruido; cuando nadie mira en una dirección determinada, no se puede ver una bola de fuego sobre la superficie del mar. La mina que flotaba a la deriva puso el broche final a una historia de pasión y cariño que tal vez nunca ocurrió, pues nadie la recuerda, pero tal vez el oscuro Báltico guarde en sus profundidades sucesos que los hombres han olvidado. Tal vez, una mermaid judía socorre a los marineros cuando se encuentran en peligro, conduciéndoles a un maravilloso mundo de sensaciones desconocidas para ellos.