La siesta de verano

Helena despierta de su siesta con un admirador misterioso.

Helena se encontraba todavía en un dulce estado de semivigilia cuando comenzó a reencontrarse de nuevo con la asfixiante tarde del verano. Lo único que la mantenía en un estado de desasosiego era el conocimiento de que no existía la más mínima prisa por desperezarse. Poco a poco se estiró, en un claro intento de animar al resto de su cuerpo a encarar en resto del día con entusiasmo mientras su compañero de siesta, un libro que descansaba en sus piernas desnudas, se deslizaba lentamente hasta caer al suelo.

Se sentía libre, sin preocupaciones. A su dulce edad, 18 añitos recién cumplidos, descansaba tranquilamente sobre una tumbona en su terraza. Era la primera vez que podía disfrutar de la independencia que le otorgaba las vacaciones en un apartamento alquilado en la costa mediterránea. El sol, que castigaba con dureza la localidad, sus secos labios le recordaron a la necesidad imperiosa de tomar un generoso trago de agua fresca y apaciguar el sofocante calor que había invadido su cuerpo y que lo manifestaba humedeciendo tímidamente una camiseta corta que lucía junto con unas braguitas del mismo color blanco.

En el momento de incorporarse se percató de la presencia de un hombre, de unos 50 y tantos años, asomado desde uno de los balcones frente a su edificio. Vestía unos tejanos y una camisa blanca, la cual contrastaba con el moreno de su piel.

Se sobresaltó levemente y se sintió un poco cohibida al tener la certeza de que el intruso podía haberse recreado en sus jóvenes curvas mientras había reposado en la tumbona. Intentó con frustración bajar su corta camiseta blanca para tratar de ocultar el máximo de piel al desconocido. Pero había algo que aún más le inquietaba. El hombre se mostraba totalmente impasible, como si el incidente no fuera con él.

Ahora Helena se sentía perpleja. La mirada del intruso estaba oculta tras una gafas oscuras de aviador de tal manera que no podría jurar si la estaba mirando a ella o simplemente admiraba la quietud del mar que moría en el horizonte. Con un extraño sentimiento de decepción se levantó con el libro en la mano dirigiéndose hacía la cocina en busca de satisfacer su sed.

La puerta del frigorífico se abría, expulsando una pequeña bocanada de aire frío que otorgaba una tregua a la piel de la joven castigada por el calor de la tarde. En ella encontró una botella helada de vino blanco recién empezada que le llamaba a gritos. Ella no solía beber y venía con la idea de beber agua, pero aquella botella de vino representaba la libertad que tanto estaba saboreando. Giró su mirada en busca de una copa. “¿Pero qué demonios? “ se dijo a sí misma, cogió la botella y acerco la boca de la misma a sus labios para saborear e ingerir el fruto de la vid. Una gotita helada de vino blanco se deslizaba por su cuello, transmitiéndole un sutil estremecimiento, para continuar su curso entre sus pechos y morir en la tela de su camiseta. Estaba atrapada en sus propios pensamientos, analizaba continuamente lo hechos del incidente, pensamientos que transmutaban sus sentimientos y pasaba de la perplejidad de la indiferencia de él, a una incipiente ira. Su ego estaba herido.

Se acercó a la ventana para admirar desde el amparo de una cortina al desconocido mientras la nevera se cerraba con un pequeño portazo. El hombre había desaparecido. Con un suspiro y con la botella en la mano se dirigió hacia en salón donde silbaba sin tregua el aire acondicionado que trabajaba al máximo. Tras dejarse caer en el sofá, dio un largo trago a la botella de vino mientras encendía la TV con el mando a distancia. En realidad no prestaba atención a la pantalla. Se limitaba a saborear su libertad mientra el nivel de la botella seguía bajando al igual que el contenido de la misma lo hacía a través de su garganta.

Al rato, comenzó a sentirse acalorada. Mirando al aparato de aire acondicionado comprendió que su estado era producto de la bebida que estaba consumiendo. Decidió guardar el resto de la botella en el frigorífico cuando, en un acto reflejo, se asomó a la ventana y volvió a ver al desconocido. Lo espió durante un minuto cuando, como si de un relámpago se tratase, una idea cruzo su mente.

Tal vez fuera el licor, o el calor, o simplemente el saber que tenía el apartamento para ella sola lo que produjo ese pensamiento se estableció en su cabeza. “¿Y por qué no?” se interrogó ella misma.

A medida que el calor se instalaba en sus mejillas y las enrojecía, se sorprendió notando como los pezones se le endurecían, tensando la camiseta blanca. Al fin y al cabo no lo conocía de nada, y eso le excitaba más aún.

Sin apenas reflexionar, salió hacia la terraza tratando de disimular no haber visto al desconocido, al usurpador de su intimidad. Los latidos de su corazón aumentaban con cada paso que daba por la terraza, como si no creyera que fuera hacer lo que iba hacer. Estaba tremendamente nerviosa, excitación y vergüenza se mezclaban con los efectos del alcohol.

Evitando mirarlo se acercó a la barandilla y se entretuvo haciendo pasar su pelo por detrás de sus orejas, asegurándose de esta manera que había captado su atención. Sin pensarlo dos veces, se apoyó en la barandilla dándole la espalda al desconocido. Entonces se inclinó sobre la misma, de puntillas, y miró hacia abajo, haciendo un esfuerzo por mirar la calle.

Sentía el calor del sol al golpear en su cuerpo, sentía el ardor de la barra de la barandilla en su vientre, sentía como sus braguitas se le clavaban en su piel... Notaba la pequeña tira de sus braguitas entre sus nalgas, la camiseta cada vez más arriba, mientras disimuladamente se la subía por delante, exponiéndose a la mirada de un desconocido.

A medida que pasaba el tiempo, se sentía más y más excitada. No sólo había perdido la noción del tiempo, no sabía ahora que estaba bien y que estaba mal.

Decidió haber el último gesto y, simulando que se desperezaba, levantó los brazos girándose despacio, sacando pecho y sacudiéndose su melena azabache con sus manos mientras volvía hacia el interior del apartamento.

Una vez dentro, y con el amparo que le ofrecía la cortina, se refugió en la misma para espiar al desconocido a través de la ventana la habitación. Sin duda había sido un éxito. Estaba inequívocamente girado hacia la puerta donde ella había desaparecido y, disimuladamente, se inclinaba como tratando de ver a través de los muros del apartamento.

Era una figura inquietante. Tenía el temperamento que solo una escultura romana podía tener. Los surcos en la piel de su cara tras una incipiente barba mal afeitada y una canas en los costados de la cabeza advertían sobre su edad, pero su cuerpo era digno de la envidia de muchos jóvenes. Era una verdadera imagen hipnótica.

Era demasiado para ella. El aire fresco que acariciaba su piel y la excitación provocaba en su pezones tuvieran una rigidez jamás experimentada, y casi sin voluntad, dejo deslizar una mano por su vientre para alojarse dentro de sus braguitas y allí se masturbó hasta caer de rodillas suspirando sobre los fríos y brillantes azulejos de la cocina que se empañaban con la respiración agitada producto de la explosión de placer.

Algo más calmada, se dirigió a la nevera con la idea de terminar las botella helada de vino blanco. Sentada en el suelo y bebiendo a morro de la botella, furtivas gotitas se alojaban en su camiseta. Seguía dando vueltas en su cabeza a lo que había experimentado. Se esforzó en retomar la lectura del libro, pero tras la ventana se encontraba todavía el origen de sus inquietudes.

Tras probar de mil maneras y no conseguir retomar el hilo de la historia de la novela, decidió pecar de nuevo, dejarse invadir por esa sensación que había vivido. Un par de tragos más al vino y la botella quedó huérfana y seca en el suelo de la cocina junto al libro. Si quería verla, la vería. Después de todo se lo merecía ese atractivo personaje. Esta vez sería con toda la calma del mundo.

Se fue al cuarto de baño y tras desnudarse se mojó completamente con agua fresca, poniendo su piel de gallina.

Estaba realmente sensual. Su piel estaba dorada al sol; piernas y pubis totalmente depilados, como a ella tanto le gustaba; vientre plano; pechos firmes, sus pezones tiesos por el agua fresca y la excitación; la suave curva de sus nalgas, redondas y rotundas; su pelo negro, empapado, dejaba escapar gotitas que se fusionaban con el humedad del resto de su cuerpo; en su ojos se veía la profundidad de los océanos...

Se cuidaba mucho, sobre todo después de una mala experiencia con hombres en tiempos pasados. “¿Hombres? Demasiado presuntuoso por mi parte llamarlos así, un par de críos.” se susurró con una media sonrisa. Se envolvió en la toalla más pequeña que encontró, con el cuerpo aún empapado, dejando ver el nacimiento de sus pezones rosados aún tensos y el principio de sus nalgas.

Hizo una última comprobación para ver si su víctima continuaba allí y salió a la terraza de nuevo, envuelta en esa minúscula toalla asegurando el nudo con una mano y con las braguitas en la otra, dibujaba su trayectoria con sus pies húmedos sobre el suelo de la terraza, paso a paso. Con paso tan firme como le permitía su nerviosismo se dirigió hacia la barandilla donde colgaría sus braguitas evitando ver a su espectador.

Sentía como se clavaba la mirada del desconocido en su piel. Casi podía sentir físicamente como en la imaginación del sujeto, le arrebataba la toalla y la follaba allí mismo.

Tras colgar las braguitas, de espaldas al espectador de lujo, casi sin tiempo para preguntarse “¿Estoy loca?” Llevó una mano al nudo de la toalla, y lo aflojó lentamente. Con una mano en cada extremo de la tela, dejó que se deslizara por la espalda y, sin darse casi cuenta, ya la tenía en la mano. La colgó en la barandilla, al lado de sus braguitas. Estaba totalmente desnuda ante él, sintiendo el aire cálido en sus senos, entre sus muslos... Y, como si no lo viera, fue girándose hasta quedar frente al balcón donde estaba él. Fue cuando no pudo resistirse a mirarlo. Fue directa a los ojos y el mundo se detuvo.

Estaba allí, frente a él, con una mano en la barandilla, tal y como ella había llegado al mundo, sin el cobijo de nada, tan expuesta, tan desnuda... Y él mirándola fijamente, sin disimulo alguno, sin la más mínima muestra de pudor. El momento fue eterno y sólo se rompió con una sonrisa cómplice.

Eso la despertó y, llevando un brazo a sus pechos y otra a su vientre, se tapó, como si la acabasen de descubrir. Entró, de un salto, a la protección del dormitorio y apoyada en la pared, ante la cama, enrojecida de vergüenza, respirando agitadamente, se miró al espejo. En la habitación invadió un gemido que provoco un leve eco. Pensando en lo que acababa de sentir exhibiéndose, húmedamente, extrañamente, cálidamente, sin tocarse , se corrió.

Nota: Este relato ya lo publiqué bajo el nombre de " Helena de vacaciones: La siesta de verano" y en teoría iba a ser el principio de una saga. El hecho es que dicha saga está abandonada y este relato me gusta demasiado como para formar parte de una saga inacabada. Por ello prefiero que forme un relato individual y no de algo inacabado. Espero que os haya gustado.