La siesta

Inés es una adolescente muy curiosa que desde pequeña ha sentido inclinaciones, por decirlo de algún modo, bastante heterodoxas. Unas vacaciones en el pueblo con su amiga Laura le servirán para llevar más allá de su imaginación esas inclinaciones

PREAMBULO

Ante todo hay que decir que lo que vais a leer en esta serie no es otra cosa que narrativa. Me resisto a llamarlo literatura. Que nadie vea en ella un paralelismo con los auténticos retazos de mi existencia. Eso sí, las personas, lugares, hechos y circunstancias son reales... o casi; y no siempre relacionados conmigo.

Comencé a escribir estas notas pasadas solo unas horas desde la entrada en el nuevo milenio. Llevaba algún tiempo pensando hacerlo, pero nunca acababa de decidirme. Experiencia en contar historias no me falta precisamente; escribo relatos gore desde noviembre del 97. Finalmente me he puesto manos a la obra cuando tengo la impresión de que mi vida tal como hasta ahora la conozco se va a encarrilar ¿definitivamente?. A esta hora todavía no conozco el desenlace.

Empiezo... Ya sé que es un tópico y todo eso pero no concibo contar partes de mi propia historia personal sin antes decir quien y como soy. Debéis saber que todo el mundo me conoce por mi segundo topónimo, Inés. Paso por poco de la treintena y estoy casada; no tengo hijos. Soy funcionaria y ocupo un alto cargo en la administración. Vivo en una casa adosada en una urbanización del área metropolitana de la ciudad de Valencia, pero nací en un pueblo muy pequeño, la última en una familia bastante numerosa. Mis padres, católicos practicantes, me educaron dentro de una moral muy estricta, pero tuve la inmensa suerte de mantener una inmejorable y rica relación con mi hermano mayor y padrino, sacerdote ultrapostconciliar y muy rojillo, que contrapesó los excesos de mis padres enseñándome el valor del libre albedrío con respecto a los principios de la solidaridad y respeto a los demás. Debo reconocer sin embargo que tengo una conciencia bastante laxa en lo referente al sexo, lo que unido a la natural curiosidad de los Géminis y a su innata capacidad seductora me ha llevado, y espero que me lleve todavía, a situaciones y experiencias poco comunes; y muy estimulantes, al menos para mí.

Mi vida no tiene nada de interesante desde un punto de vista común. A esos seres corrientes no van destinadas estos retazos de mi vida, aunque me lean, y yo les agradezco profundamente que lo hagan. Procuraré contestar todos los mensajes que tengan a bien enviarme, aunque me insulten. Yo solo intento interesar a ciertas personas, fundamentalmente mujeres, que comparten conmigo una forma, “poco convencional” según una buena amiga, de entender el sexo.

Desde que tengo uso de razón recuerdo haber tenido y alentado fantasías y ensoñaciones con chicas en ropa interior colgadas de ganchos jamoneros (sic) a las que miden las costillas y otras apetitosas partes de sus cuerpos con látigos de diferentes pesos y medidas. ¿El porqué de esa vena sado? No lo sé. Y en realidad no me importa. No tengo antecedentes de malos tratos. Mi infancia fue feliz y como ya he dicho carezco del sentimiento de culpa inherente a la visión religiosa del sexo. Sin embargo siempre he sido sumamente discreta en manifestar mi lado oculto y he tenido la fortuna de no ser nunca la que ha dado el primer paso. Bueno, casi nunca. Pero puedo decir sin ambages que detesto la violencia no consentida y que jamás hice daño a nadie en contra de su libérrima voluntad.

Si no hay causa ambiental justificada para mí, llamémosle, perversión, tampoco la causa genética lo explica. El único antecedente plausible es un pariente muy lejano de mi abuela que mató a un hombre en defensa propia por un asunto de riego. Y fue absuelto.

Así que esta es, de forma mas o menos cronológica, la pequeña e insignificante crónica de mis paseos en el lado oscuro, o salvaje como decía Lou Reed, lo más apasionante con mucho de lo que llevo de vida. Y un añadido final: todo lo que aquí se cuenta es cierto por difícil que cueste de creer. Por respeto y precaución emplearé nombres ficticios o iniciales, pero todas las personas que aparecen en estos relatos existen y están, creo, vivitas y coleando.

Esta es la primera entrega de la historia. Todo comenzó cuando iba a cumplir los quince años. Yo estaba entonces interna en el colegio de Las Paulas. Ya era una moza alta y delgada, con largas y bien torneadas piernas, cintura de avispa, caderas evidentes y trasero pito, sin ser ni mucho menos culona. Baste decir que mis actuales medidas son unas envidiables 85/60/91. No soy una belleza pero tengo una cara ligeramente alargada y muy resultona, aunque por entonces tenía algo de complejo de narizotas. Mis cabellos eran largos y rizados, de color castaño muy claro. Hasta hace cuatro días se tornasolaban a pelirrojos desde la primavera hasta bien entrado el otoño. Aunque nunca ha sido una opinión unánime, me parece que me fallan un poco las tetas, muy turgentes y bonitas, con unos pezoncitos menudos y oscuros, pero ay, un tanto escasas para mi gusto. Si ahora son pequeñas, entonces eran minúsculas, quizás debido a que la regla me vino un poco tardía, casi a los dieciséis. De todas formas no puedo quejarme, ni tampoco lo hacía por aquel entonces. Ya apuntaba a lo que ahora soy: una tía muy buena. Tenía que ir siempre quitándome los tíos de encima.

Una muchachita de mi edad y yo compartíamos la amistad de Marifrancis, una valenciana de nuestra clase. Laurita que así se llamaba no estaba tan proporcionadamente desarrollada como yo. De vientre para arriba era casi una niña, con muy poco pecho y sin cintura, pero de ahí abajo ya era prácticamente una mujer, con unas piernas gruesas y molluditas y un culito un poco fondón. Ese año fuimos invitadas por Marifrancis, bastante más fea que nosotras pero más mujer, a pasar las pascuas a su tierra. Allí como en todas partes chicos y chicas corretean y hacen manitas durante el día en el campo o en la playa, hasta la hora de la disco en que se magrean de verdad. Después, los más precoces pegan un par de insípidos polvos. Y así se pasan tres días mas la propina de San Vicente.

Laurita y yo éramos forasteras y aunque se podía decir perfectamente que éramos dos chicas boom; bueno, yo mas que ella, por la razón que fuera no teníamos pareja. A mí me la traía floja puesto que ni entonces ni ahora me van demasiado los tíos, pero Laurita se aburría, a ratos soberanamente, hasta la hora del bailoteo en que siempre encontraba algún zagal para darse el lote y dejarlo tirado después. La tercera tarde de picnic, sea porque nos veía un tanto apagadas, sea porque le había dado un calentón y quería achucharse de verdad con su novio y buscaba una coartada, Marifrancis nos invitó a su chalet familiar vecino, y ese día deshabitado, con el pretexto de que sus padres le habían pedido un libro olvidado. Entramos en la casa y con cara de complicidad nos rogó que esperáramos un rato en la habitación de su hermano situada en la planta baja, tras lo cual subió con su pareja al piso de arriba a aliviarse. El cuarto estaba enteramente decorado con pasquines de películas, ya que la familia tenía una gran amistad con los propietarios de un cine cercano. Escenas de westerns, musicales, terror, SF: Grupo Salvaje, Río Bravo, Blade Runner, Alien, My Fair Lady, El resplandor, Muerte en Venecia... empapelaban totalmente las paredes y daban un ambiente acogedor al exiguo aposento. Como no teníamos nada mejor que hacer recorrimos el cuarto reconociéndolas. Nos paramos ante dos escenas de Historia de “O”. Laurita dijo:

  • Mi hermana mayor dice que en esta peli las chicas se besan y son azotadas. Y ponen cara de gusto. No entiendo, si no es pecado.

  • ¿Porqué no es pecado?, pregunté extrañada.

  • Franquimir nunca lo ha nombrado en sus charlas, contestó.

Don Francisco Miralles, Franquimir, era el confesor y pater de Las Paulas, un cura trentino que acostumbraba a reunir a “las mayores” en los ejercicios espirituales de cuaresma, y tronaba contra los desmanes del sexo y la concupiscencia. Para él quizá el lesbianismo era un mal menor e identificaba la homosexualidad exclusivamente con la mariconería. Para mí era una cuestión de opinión y sentido común, dijera lo que dijese ese cura pelirrojo y gritón. De todas formas no pude menos que comprobar que había conciencias todavía mas laxas que la mía.

Al rato bajaron los amantes, acalorados y rojos como tomates y nos reintegramos al grupo.

Después de esto Laurita y yo nos hicimos muy amigas. Cuatro meses después mis padres la invitaron unos días al pueblo. Una cálida tarde estábamos en bikini, haciendo la siesta en el desván, mi sitio favorito, por lo discreto. Para llegar hasta él hay que hacer bastante ruido. Por entonces me masturbaba regularmente fantaseando con mis hermanas mayores desnudas y apaleadas. Como no tenían pudor de mostrarse ante mí sin ropa, yo no podía menos que reparar en los bonitos pechos de Feli, las redondas nalgas de Lucy, o el vientre redondo y graciosamente abombado de Trini. Aunque siguiendo la moda se depilaban escrupulosamente, yo siempre me las imaginaba con los sobacos repletos de pelos enmarañados y vellos púbicos salvajes. Visualizarlas convulsionándose por la tortura me producía orgasmos casi instantáneos apenas al tocar mi vulva.

Y es que siempre he sentido atracción por las axilas de las mujeres, sobre todo cuando están mas o menos pobladas de vello. Quizá la causa se deba a un incidente con la chacha cuando yo tenía 5 años. Entré en su cuarto y se estaba cambiando de bragas. Vi su vello púbico. No lo había visto nunca, así que entonces lo confundí con sus axilas. Cuando años mas tarde vi desnudas a mis hermanas mayores les conté inocentemente la confusión. Estuvieron riéndose de mí durante mucho tiempo. Desde entonces me atraen extraordinariamente los sobacos peludos. No sé si seré un bicho raro pero pienso que son algo muy erótico y sexy. Me gustaría que a mis lectoras que les suceda lo mismo me escriban diciéndomelo para no sentirme tan sola.

Sin embargo, cuando desencadenaba esos pensamientos lúbricos a costa de mis hermanas me asaltaba una cierta percepción de culpa. A pesar de que solo les devolvía mentalmente las barrabasadas que me hacían por ser la pequeña de la casa, algo me decía que no estaba bien. Es quizá el único sentimiento pecaminoso que he tenido en mi vida, lo que por entonces añadía mas morbo al asunto, y más excitación claro.

No podíamos dormir por culpa del calor. Hablábamos sin parar. En un momento dado Laurita, mirando el viguerío del techo como si disimulara me preguntó: ¿recuerdas en Pascua, en la habitación del hermano de Marifrancis? ¿Aquella película, Historia de “O”? Pues mi hermana me ha contado que los santos que sufren suplicio a causa de su fe también gozan con el dolor. ¿Tu te lo crees?

A pesar de que mi hermano el cura me había hablado de los componentes sexuales y orgiásticos de determinadas actitudes presuntamente pías y del éxtasis religioso, aunque a esas edades no acabas de digerirlo, yo daba por sentado que en mis sueños las víctimas del tormento sufrían, y que la única que gozaba era yo, así que contesté:

  • Yo no, desde luego.

¿Porqué no lo probamos? Estamos solas. ¿No te apetece?

Laurita no era mi tipo desde luego. Demasiado cría; pero la perspectiva de que quizás se dejara azotar me puso algo caliente. Así que accedí, aunque no sabía a ciencia cierta por donde iba a salir. Laurita se incorporó:

  • Inés, ¿sabes como murió Santa Irene de Lesbos?

  • Ni idea, contesté.

  • Los romanos le quemaron los pechos primero, y después la acuchillaron. Mientras lo hacían cantaba gloria al señor sonriendo. Quiero jugar a ser Santa Irene. Enciende esa vela de la mesilla.

Tomé la palmatoria y la encendí. Mientras lo hacía se quitó la parte de arriba del bikini. Le habían crecido un poco las tetitas desde abril. Se sentó en la cama. Yo estaba enfrente, en la otra, con la vela encendida en mi mano. Ella sacó pecho diciendo:

  • Acerca la llama hasta que te diga basta.

  • ¿Estas loca? Dije sin demasiada convicción pues estaba deseando hacerlo.

  • Haz lo que te digo.

Puse la llama a unos 10 centímetros, a la altura de su pezón derecho. La fui acercando todo lo lentamente que permitía mi pulso, casi temblando por culpa de la emoción. Cuando el fuego estuvo a unos 3 centímetros y el calor empezaba a hacer sus efectos Laurita empezó a gemir. Simultáneamente el mugrón empezó a erectar. Se puso del tamaño de una canica. Yo iba acercando la llama, mas y más. Ya casi rozaba la oscura piel cuando Laurita dijo basta. Lo hizo jadeando, y no precisamente de dolor.

  • Ahora a la otra.

Acerqué la palmatoria a la otra mama. Ya tenía el pezón hinchado. Repetí la operación. Yo estaba ya bastante excitada, mas por la agitación que por el deseo pero este no estaba ni mucho menos ausente. Esta vez la llama casi tocó su pezón cuando pidió que parara. Respirando entrecortadamentre me dijo.

  • Por favor, humedécemelos con tus labios que me queman mucho.

Lo estaba deseando puesto que intuía que me iba a gustar. Introduje su pezoncito en mi boca y comencé a chuparlo y a lamerlo. Levanté la vista y vi la cara de mi amiga, anhelante de placer. Yo ya estaba mojada pues me gustaba mucho más de lo que había imaginado. Sentir esa piel un poco rugosa y palpitante en mi lengua me electrizaba. Estuve un buen rato chupeteando ambos pechos hasta que Laurita me separó.

  • Quiero lamer los tuyos. Y me quitó el suje del bikini y me lamió las tetillas. Entonces era yo la que jadeaba. De repente paró.

  • Vamos a hacer otra cosa.

Me cabreó un poco que hubiera terminado tan pronto, pero quedé a la espera de su iniciativa.

  • Vamos a hacer el martirio de Santa Quiteria de Constantinopla. ¿Sabes lo que le hicieron los turcos? Como no quería abjurar de su fe los jenízaros la desnudaron y le arrancaron la carne a pedazos con unas tenazas. Yo haré de mártir ¿me dejas? ¿Qué podríamos usar?

  • Te dejo, contesté. A ver que encontramos.

En el desván había de todo pero no se me ocurrió que artilugio podía servir. Laurita lo encontró.

  • Mira, allí están los palos de la estufa. Eso servirá.

Se refería a unas largas pinzas que se utilizan para mover los troncos. Estaban sucias pero eran ideales. Las limpié con un trapo y le pregunté.

  • ¿Cómo lo hacemos?

  • Yo me tiendo en la cama. A Santa Quiteria la ataron en un potro pero no tenemos, dijo riendo. Tu me pellizcas con las tenazas hasta que yo te diga ¿vale?

Y dicho esto se quitó la parte baja del bikini mostrando su vello púbico rojizo y se tendió levantando los brazos y asiéndose a los barrotes. Nunca antes se había desnudado totalmente ante mí a pesar de habernos duchado juntas y con otras chicas miles de veces. Sentí envidia por sus sobacos tan peludos y por su cabellera bajoventral tan abundante, sobre todo para nuestra edad. Entonces y ahora, siempre, he sido de pelo ralo.

  • Empieza por mi tripa.

En mis fantasías sado siempre se había usado el látigo. A partir de ese momento se incorporaron los alicates a mis sueños. Al acercar el instrumento al vientre redondo y blando de Laurita me invadió una sensación de mareo y una opresión interior como nunca había experimentado antes. Mi vagina ya había empapado mi braga. Los apéndices metálicos pellizcaron las carnes y se cerraron. Laurita disfrutaba cerrando los ojos. Le estaba haciendo daño pero seguía aguantando. Cuando me hizo parar tenía una gran señal rojiza. No se pondría un dos piezas en una temporada.

  • Ahora en el pecho.

No lo pensé dos veces. Estaba a cien. Le aprisioné su seno en su costado. Me costó porque con lo pequeñas que las tenía apenas había carne. Aquí aguantó menos pero su cara denotaba una gran satisfacción. Repetí el, teóricamente, suplicio, en su muslo y… en su peludito monte de Venus, donde apreté y apreté sin que hiciera gesto alguno de detenerme. Cuando me hizo parar había vello en las tenazas.

  • Ya vale de esto, dijo jadeando y sudando. Vamos a descansar un poco. Ven. Aquí, a mi lado.

Yo me tumbé junto a ella. Tomó mi mano y la puso sobre su regazo. Yo notaba la mojadina de su vulva. Además la tenía hinchada. Permanecimos así un buen rato. Gustosamente me hubiera abalanzado sobre ella a volver a sorberle las tetas pero no me atreví y preferí dejarla a ver por donde salía. Finalmente dobló su rostro hacia mí y me dijo:

  • ¿Te apetece seguir jugando? Asentí con la cabeza.

  • Vamos a representar lo que los calvinistas hicieron a Santa Eduvigis de Basilea.

  • ¿Qué le hicieron?

  • Le clavaron un gancho en su sexo y con él la desgarraron haciendo salir sus entrañas.

Que asco, pensé. ¿Por donde me saldrá esta ahora?

  • Vamos a coger un colgador del armario. Me lo metes dentro y estiras despacio hacia arriba ¿Te parece?

  • Pero Laura. Puedo hacerte mucho daño sin querer, repliqué.

  • Tu no te preocupes y hazlo.

Tomé una palomilla cuyo garfio terminara en una bolita; la mas limpia y nueva. Le quité el polvo y giré el gancho metálico. Santa Eduvigis, es decir Laurita, se abrió de piernas. Me acerqué a su sexo. Nunca había visto uno tan cerca. Se veía perfectamente el himen virginal Con toda la delicadeza que pude introduje la punta metálica en su vagina. Empecé a presionar hacia su vientre pero paré.

  • ¿Porqué no sigues? Lo estabas haciendo muy bien.

  • No puedo. Tengo miedo.

  • Está bien. Tu mantén el ganchito dentro y yo estiraré.

Dicho y hecho. Yo mantuve con mi mano el garfio en su agujerito y ella tomó ambos extremos con sus manos y empezó a estirar. La rajita de hizo alargada deformándose. Chorreaba y sus labios externos estaban gordos. Laurita gemía. ¿Cuántas veces en esta vida habré recordado su cara de satisfacción, hasta llegar a obsesionarme?. De repente paró y sus jadeos se convirtieron casi en gritos. Soltó el colgador. Lo saqué inmediatamente mientras ella era presa de convulsiones. Se había corrido. Cuando paró me di cuenta de que sangraba un poco.

  • Lauri, no te asustes pero te sale un pelín de sangre.

  • Chúpala, por favor. No quiero manchar las sábanas.

Me puse en posición y lamí su coñito. Apenas sangraba pero aquello sabía a gloria. Como pude puse mi dedo en mi clítoris, separando el elástico de la braga del bikini. Entre la emoción y el deseo apenas acertaba a masajearlo, pero aún así estaba a punto de correrme. Me faltaba ya muy poco pero Laurita se me adelantó. Su cuerpo entero dio un salto y se arqueó; su sexo se escapó de mi boca. Ante mis ojos el orgasmo la hizo presa de una serie de bruscos espasmos y estertores que fueron remitiendo en violencia hasta quedar quieta sobre el lecho, totalmente exhausta, empapada en sudor.

Quedé inmóvil, sobrecogida por lo que había visto. No tuve tiempo de reaccionar. Se oyó el ruido de una puerta y oí la voz de mi madre:

  • Ya estamos aquí.

Saltó de la cama buscando su dos piezas. Yo me volví a poner mi pechero. Pusimos todo en su lugar y nos acostamos fingiendo dormir. Nos vino justo.

  • ¿Aún estáis durmiendo gandulas? ¡Venga, a merendar!

Esa noche no podíamos conciliar el sueño. Hablábamos bajito porque al desván se entraba a través de una habitación donde dormían mi hermana P y su marido. Conversábamos sobre cosas que nada tenían que ver con lo que habíamos hecho. Tras unos minutos de silencio Laurita me preguntó:

  • ¿Lo has pasado bien esta tarde?

  • Sí, contesté lacónicamente.

  • Me parece que debe ser pecado, diga lo que diga Franquimir.

  • Eso creo yo también, mentí.

  • Nos tendremos que confesar.

No contesté por no seguir mintiendo. Desde luego yo no pensaba hacerlo.

  • ¿Volverías a hacerlo? Me preguntó.

  • Desde luego. Siempre que tu quisieras.

  • Yo también. La próxima vez yo seré San Sebastián.

Tardé en contestar. Sabía a que se refería. Ya me la imaginaba atada a un árbol mientras yo le hincaba largas agujas de lana en sus blandas carnes. Empecé a ponerme caliente. Iba a pasar a su cama pero oí a mi cuñado levantarse para hacer pis. Cuando volvió Laurita respiraba rítmica y suavemente. Estaba dormida. No me atreví a masturbarme por miedo a que me oyeran ya que estaba tan excitada que quizás no pudiera sofocar mis reacciones. Al final me dormí. Estuve soñando toda la noche con torturarla, impresionada por esa última sugerencia suya.

Desgraciadamente ya no hubo nuevas ocasiones de quedarnos a solas, ni en casa ni en cualquier otro sitio. Laurita se fue a los tres días. Yo seguí durante una larguísima temporada viéndola en mis fantasías atada a un árbol; desnuda; con sus molludas y blancas carnes ensartadas.

Mi cuerpo ya sabía lo que era tener una buena corrida desde que dominé el arte del onanismo. Comencé a masturbarme a los doce años, después de una clara noche de luna llena en Verano. Yo dormía en el desván en la cama vecina a la de mi hermana Lucy. Me desperté al oír unos leves suspiros. Sin apenas moverme y con los ojos entrecerrados vi como ella movía los dedos dentro de sus bragas. Después practiqué y practiqué mientras calentaba mis carnes con mi imaginación hasta que un día lo conseguí. Pues bien, jamás pude imaginar que se pudiera gozar un clímax como el de Laurita. Desde ese día he sentido verdadera obsesión por disfrutar algo parecido. Eso me ha llevado por un camino iniciático en el que esta primera experiencia tuvo mucho que ver. A pesar del paso de los años y de mis estimulantes experiencias sigue viva en mí la cara de inmenso placer de Laurita.

Cuando me reenganché en octubre Laurita ya no estaba en el Colegio. Su padre había sido trasladado a Barcelona en septiembre, mas concretamente a Vic. Allí había un colegio de Dominicas y allí acabaría su vida escolar. Volví a verla hace pocos años, con ocasión de una de esas celebraciones de antiguas alumnas donde nos adulamos falsamente unas a otras con eso de: “que bien que te conservas”; “estas guapísima” etc. etc. Vivía en la zona de Sarriá, y ejercía de ama de casa de alto standing, de esas que recogen a los niños del colegio con un 4x4 y que tiene una segunda casa para findes y vacaciones en la Costa Brava, en la parte baja de Llafranc, junto al puerto deportivo. Estaba bastante más buena de lo que se podía esperar con su tipo de adolescente. Hacía fitness; masajes todos los días y liposucción cada 2 años, y se había instalado sendos implantes de silicona en sus antaño escasas prominencias mamarias. En ningún instante despertó en mí ni una micra de deseo. Mas bien me hizo recordar los hechos que posteriormente me acontecieron relacionados indirectamente por nuestro encuentro.