La Siempreviva (1 y 2)

...Fue entonces cuando distinguí a la figura que me pareció haber visto en el jardín, bajo la lluvia torrencial. Era lady Dufresne y su cabellera rojiza, ahora convertida en mantón sobre sus hombros y espalda, bailando con los brazos abiertos y el cuerpo desnudo...

1. e4 e5 2. Cf3 Cc6 3. Ac4 Ac5 4. b4

Mi llegada a Evergreen fue acogida con un cielo cubierto bajo el cual empezaba a despuntar el inicio del que sería un aguacero como no se recordaba en la región desde hacía años. Ofrecí al cochero un pago por el viaje bastante suculento al que había añadido una gratificación dado que, en efecto, había conseguido traerme a mi destino antes que la tormenta se cebara.

Contemplé como el carruaje se alejaba mientras subía las escaleras de la mansión portando entre mis manos la maleta con mis atuendos y el abrigo doblado sobre mi antebrazo. Me aseguré que mi sombrero de viaje estuviese en la posición exacta en mi cabeza y me atusé el bigote para mostrar la imagen de caballero respetable que me había permitido conseguir el trabajo de profesor particular de lady Dufresne. Cuando levanté la vista, mis ojos se encontraron con el ama de llaves que me esperaba en el dintel de la puerta. No la había oído aparecer; sonreí a la que sería, eso esperaba, una de las muchas mujeres con las que tuviese que tratar en la mansión.

—Bienvenido a Evergreen, míster Andersen —dijo con voz seca la mujer—. Mi nombre es Mrs. Champ, el ama de llaves.

Dejé la maleta en el suelo y tendí el abrigo y el sombrero a la mujer que recogió con presteza mi equipaje. Mrs. Champ mostraba, bajo un uniforme oscuro de falda gruesa y mandil blanco inmaculado, un cuerpo que denotaría, calculé, una treintena de años. Su rostro era particularmente agraciado, dotado de unos perfiles redondeados que contrastaban con una nariz recta y unos ojos oscuros, los cuales estaban enmarcados por unas pestañas tupidas y bajo unas cejas bien definidas. Los labios, en cambio, eran finos y extensos, al igual que su cabellera azabache, recogida hacia atrás en un moño recatado pero grueso y denso. La figura de Mrs. Champ permitía dar rienda suelta a la imaginación bajo el vestido de manga larga y tiro ancho, aunque permitía apreciar un busto generoso que ni el mejor sastre podría disimular.

—Sígame, por favor —pidió el ama de llaves. Como había recogido mi maleta y mi abrigo, era justo añadirla entre sus funciones a Mrs. Champ la de empleada del servicio, lo cual venía a confirmar los rumores que se esparcían por todo Londres acerca de la fortuna Evergreen—. Lord Evergreen le recibirá en la biblioteca en breve.

El ama de llaves me condujo hasta una sala donde un enorme mueble de librería dominaba dos paredes de la estancia. Cientos, quizá miles, de libros cubrían las baldas. Dos sillones se agazapaban frente a una chimenea encendida que, a juzgar por el exiguo calor que emanaba, hacía poco rato que había sido encendida. Una amplia alfombra tapizaba por entero la estancia y, aunque había huellas en ella de varios muebles que habían ocupado un espacio, ahora lucía desnuda, sin más consuelo que una mesilla donde descansaban una bandeja con una botella de licor y varias copas de cristal. Una amplia cristalera, oculta en sus extremos por una tupida cortina de color ámbar, iba mostrando la intensidad agravada de la lluvia. El repiqueteo incesante de las gotas sobre los cristales se fue recrudeciendo a medida que pasaban los minutos. Consulté mi reloj de bolsillo y, tras ver la misma posición de las agujas que cuando subí al carruaje, emití un chasquido con la lengua de fastidio. Se escuchaba lejano el tic-tac de un reloj de carrillón y salí al pasillo en busca de la hora exacta para poner en hora mi reloj de bolsillo.

Fue en el pasillo donde me encontré con, la que luego me presentarían, lady Dufresne. Nuestras miradas se cruzaron durante un segundo. Ella salía de forma apresurada de una estancia al fondo del pasillo y se dirigía hacia otra, algo más alejada, e iba sin más ropa encima que unos botines de caña baja y un pañuelo alrededor del cuello. En el caso de lady Dufresne sí conocía la edad exacta de la que sería mi pupila, diecinueve años. También tenía una profusa descripción de su figura y su rostro; no se hablaba de otra cosa al referirse a la mansión Evergreen si no era acompañando al despilfarro de la fortuna heredada por Lord Evergreen. El parroquiano casual de las tabernas de Londres se aturdiría ante la multitud de rumores que ensuciaban a la mansión y sus moradores; tras varios días de escucha atenta, sin embargo, podría formarse una impresión bien veraz sobre lo que aquí acontecía.

La saga Evergreen nació con un negocio de telas cuyos estampados fueron, con rapidez, considerados de la más alta calidad en la comarca. Phileas Evergreen, el bisabuelo de lady Dufresne, amasó una fortuna considerable, comenzando, en el declive de su edad, la construcción de la mansión Evergreen, tras arrebatar, como buen aburguesado, las tierras a un noble de abolengo difuso. Habría de continuar al frente del negocio el hijo mayor, el cual terminaría la construcción de la mansión, expandiendo el comercio de las telas hasta más allá de las costas de Gran Bretaña, arribando a Francia y España. El imperio de las telas Evergreen se fue consolidando y el abuelo de lady Dufresne, poco antes de legar el negocio al padre de mi pupila, contraería matrimonio con la nieta del noble al que Phileas Evergreen había comprado las tierras, considerándose desde entonces a la familia Evergreen una de las más ricas y nobles del imperio británico. No fue hasta hace diez años cuando Thomas Evergreen, mi patrón, fue conocido en toda Londres como el artífice del ocaso de la fortuna familiar. El imperio de las telas Evergreen fue barrido sin piedad ante el empuje innegable de la calidad de las telas francesas y, sobre todo, las españolas. La fortuna amasada habría bastado para una recuperación tardía pero la gran afición de lord Thomas hacia las rameras, sumado a las pérdidas inmensas en las apuestas de caballos y un problema desmedido con el alcohol. Según el grado de ebriedad que mostrasen los parroquianos de las tabernas, estos achacarían la actitud de Lord Thomas Evergreen a la muerte prematura de su mujer, a la que adoraba, o a la desvergüenza que, desde muy temprana edad, mostró su hija, Cynthia Dufresne, empezando por negarse a ser nombrada con el apellido familiar y prefiriendo el apellido de soltera de su madre. La misma lady Dufresne que ahora tenía enfrente de mí, en el pasillo.

Mi mirada se desvió de inmediato hacia el cuerpo lechoso de la muchacha donde dos senos de gran envergadura y pezones bulbosos vibraban sin más contención que la del aire que desplazaban a su paso. La cabellera pelirroja, de bucles sinuosos, impúdicamente suelta, tenía su réplica en el frondoso vergel que convergía entre sus muslos. Quizá una mirada más atenta hubiese acaparado más detalles sobre las redondeces que aquel cuerpo lujurioso desprendía, pero lady Dufresne sonrió emitiendo una risa tímida que desvió mi vista hacia su rostro. En su cara se reunían varios atributos que, contemplados por separado era bellos de por sí, pero juntos sumaban una belleza que encandilaba hasta la mirada más dispersa. Unos ojos verdosos, brillantes, acuosos, resaltaban bajo una frente amplia y eran el preludio de unos pómulos florecientes, tiznados ahora de un rubor que desmentían la impudicia de su cuerpo desnudo. Una nariz pequeña daba paso a unos labios gruesos y carnosos que ahora se estiraban para formar una sonrisa encantadora, acompañada de unos dientes inmaculados. Un mentón redondeado terminaba por definir un perfil que estaba destinado a obnubilar la mirada de los hombres.

Tragué saliva, resbalando el reloj de bolsillo de mis dedos y dejándolo colgar de mi pecho. Lady Dufresne mostró una lengua rojiza que acarició la comisura de sus labios, igual que los gatos, y despareció tras una puerta. Volví a la librería y me apoyé en el respaldo del sofá mientras enjugaba con un pañuelo el sudor que aquella aparición había provocado en mi rostro. Mi vista volvió a la cristalera y contempló el restallar de las gotas sobre la superficie. La estancia ya estaba caliente y el traje, un "tres piezas" de lino oscuro, se ceñía con crueldad sobre mi cuerpo.

—Buenos días, Mr. Andersen.

Me giré sobresaltado. No tanto por la voz que me había sorprendido detrás de mí, sino por la figura que me pareció distinguir tras la cristalera, en medio de las densas cortinas de agua, en el jardín delantero.

Me giré y contemplé a mi patrón. Lord Thomas Evergreen presentaba su figura siempre de perfil, aun cuando ya nos habían presentado. Una efigie adiposa acompañaba siempre a su porte y, por más que un tratamiento nobiliario endulzara su nombre, una tripa oronda dominaba toda la atención que pudiese recaer sobre él. Cabello ralo y papada vibrante daban paso a una tripa de dimensiones superlativas, bajo la cual unas diminutas piernas parecían indemnes a tanto peso soportado.

—Me es grato volverle a ver, Lord Evergreen —contesté.

Nos dimos la mano y nos sentamos en los sillones. Mrs. Champ apareció de improviso para servirnos algo de licor y ofrecernos unas pipas ya encendidas. Paladeé el alcohol mientras, enfrente de mí la cristalera seguía acogiendo con resignación la lluvia resbalando persistente.

—Tiene una dura tarea entre manos, Mr. Andersen —dijo tras exhalar varias caladas de la pipa. De un trago apuró el contenido de la copa y la agitó pidiendo más. Mrs. Champ, que aguardaba en un rincón de la estancia, acudió presta a llenarla de nuevo—. No me gusta engañar a nadie, es más, tampoco me gusta que me engañen. He consentido en probar su calidad de tutor de mi hija en base a las buenas referencias que me han proporcionado. Quiero ver resultado cuanto antes.

—Mis métodos son muy directos, lord Evergreen —contesté mirando a los ojos del noble.

—Ya no me importan cómo sean los métodos utilizados. Lady Evergreen ha podido con cuatro tutores. El último abandonó aquejado de un palpitar de corazón crónico. Se dice que mi hija le destrozó el temple.

Asentí dando una calada profunda a la pipa. El tabaco era de calidad, quizá pecaba de un regusto terroso, aunque el sabor era genuino; era un tabaco procedente de las colonias americanas, recientemente emancipadas.

Fue entonces cuando distinguí a la figura que me pareció haber visto en el jardín, bajo la lluvia torrencial. Era lady Dufresne y su cabellera rojiza, ahora convertida en mantón sobre sus hombros y espalda, bailando con los brazos abiertos y el cuerpo desnudo. Saltaba entre los arbustos bajos dejando que sus pechos y nalgas revoloteasen concupiscentes sobre su cuerpo, permitiendo que la lluvia resbalase sobre su cuerpo lechoso. Se había desprendido de sus botines y sus pies estaban cubiertos de barro hasta los tobillos. Como único adorno, portaba una corona de flores y hojas sobre su cabeza. Aparecía y desparecía tras los vendavales de lluvia y su rojiza cabellera parecía un faro que iluminase todo el jardín.

Lord Evergreen no tardó en percatarse de mi atención puesta en la cristalera y se giró extrañado ante mi falta de educación, siguiendo mi mirada. Su rostro se enrojeció hasta volverse granate mientras hundía con fuerza los dedos en la tapicería del sofá.

—Lord Evergreen… —dijo Mrs. Champ, mostrando preocupación en su tono de voz.

—Traiga a mi hija adentro ahora —ordenó con voz ronca— ¡Tráigamela ya!

Mrs. Champ desapareció corriendo de la estancia mientras seguíamos contemplando, la figura danzante que obnubilaba nuestra mirada. Era la juventud echa carne. Su sonrisa atravesó los muros de agua para mostrarnos una felicidad que parecía nacer del placer del baile bajo el agua sin más remilgos en su vestimenta que la corona de flores en su cabeza. Su vientre era sinuoso, pero más encantador eran sus muslos, torneados bajo la lluvia. Se frotaba con frecuencia el pubis frondoso para luego converger sus manos sobre los pechos, amasándolos con rudeza, para luego lanzar al aire su cabellera empapada.

—Furcia del demonio… —masculló lord Evergreen, acercándose hasta la mesita donde volvió a llenarse la copa de licor—. Contémplela bien, Mr. Andersen, así es como mi hija me pone en evidencia. Por eso necesita un tutor firme e inflexible. Esta es la puta de mi hija. ¿Acepta el trabajo, Mr. Andersen?

Una figura oscura bajo un gran paraguas se acercó a lady Dufresne y tras mantener una corta conversación, volvieron hacia la mansión con lentitud. Me giré hacia lord Evergreen y di otro trago a mi copa de licor.

—Por supuesto —contesté.

Al cabo de unos minutos Mrs. Champ y lady Dufresne se presentaron en la estancia. La una estaba empapada y la otra se cubría el cuerpo con una gran manta. Lord Evergreen agarró de la mano a su hija y la estampó sobre una de las paredes forradas de libros. Arrancó la manta que la cubría el cuerpo y la colocó de espaldas. Se sacó el cinturón de los pantalones.

—¡Perra del demonio! —clamó restallando el cinto sobre las nalgas blanquecinas de su hija.

El golpe sonó contenido, como el de un padre que desea escarmentar a su hija, pero sin producir verdadero dolor. El cinturón dejó una ligera marca rojiza que hizo agitarse las carnes con dulzura. Lady Anderson volvió la cabeza hacia un lado para mirarnos de reojo. Se lamió los labios anaranjados.

—Eso ha dolido, querido papá, me ha dolido mucho —siseó.

Lord Evergreen bufó indignado ante el descaro e hizo restallar con más furia el cinturón de piel sobre las nalgas de su hija. A esto golpe siguieron más. El golpe resonó en toda la estancia. Miré de reojo a Mrs. Champ, que continuaba en la misma posición, con su uniforme empapado. Bajo la tela oscura, contrastando con viveza sobre el mandil blanco, sus pezones resaltaban erectos. Su mirada, en cambio, denotaba una frialdad extrema, bajo la cual ni siquiera parpadeaba al resonar los latigazos sobre el trasero de la muchacha.

El resuello le faltaba a mi patrón, dio unos pasos atrás para apoyarse en un sillón y contemplar su obra. Los últimos azotes habían dejado marcas indelebles en la piel blanquecina de la joven. Pero lady Anderson continuaba mirándonos con mirada viciosa. Se dio la vuelta con lentitud. Todos apreciamos sus pezones bulbosos y su pubis rojizo. Entre sus muslos discurría un reguero de savia.

—¿Estás cansado, padre, le falta el aire? —sonrió la muchacha—. No me deje así, a medio despellejar, ¿no ve que podría recaer?

Lord Evergreen chilló indignado y la señaló con el dedo, mirándome con furia.

—¿Está seguro, Mr. Andersen? —. Le faltaba el aire y tuvo que aflojarse el nudo de la camisa alrededor del cuello— ¿Está seguro de querer aún el trabajo?

Lady Anderson me miró con una sonrisa concupiscente mientas hundía sus dedos en su sexo. Luego se acercó los dedos a sus labios y los lamió con mirada golosa.

Me acerqué hasta la mesita donde dejé la copa de licor y tras pedirle el cinturón a lord Evergreen, obligué a su hija volverse de nuevo de espaldas a la pared.

—No sea duro conmigo, caballero —me pidió sonriendo y ahuecando sus ojos verdosos y brillantes.

Lord Evergreen asintió permitiendo la continuación del castigo.

El golpe restalló con tal dureza sobre los muslos de la joven que se acuclilló dejando escapar un chillido de agonía. Miré de reojo a Mrs. Champ y seguía impasible. Tras solicitar con la mirada a su padre un nuevo golpe, este asintió sonriente.

—Siga, por favor, siga, Mr. Andersen.

Obligué a la muchacha a incorporarse. En sus ojos vislumbré un resquicio de temor, unas lágrimas se iban acumulando en las comisuras de los párpados. En su cara ya no había rastro de divertimento. Hasta que sacó la punta de la lengua entre sus labios y frunció el ceño.

—Pega más fuerte que mi padre, caballero. Pero aún no es suficiente, quiero más —murmuró.

El siguiente golpe se hundió con saña en la zona donde convergían las nalgas y los muslos. El sonido del cinturón fue seguido del aullido de dolor de lady Dufresne, el cual desgarró la estancia. Sus piernas se negaron a seguir sosteniéndola y se derrumbó sobre el suelo. Se giró para mirarnos con los ojos poblados de lágrimas y un odio visceral.

—Hijos de perra —dijo escupiendo a la alfombra—. Si creéis que unos latigazos en el culo van a doblegarme es que sois aún unos malditos críos.

Su padre se acercó a ella y le cruzó la cara con el dorso de la mano, tumbándola sobre el suelo. Lady Dufresne cayó desmadejada, en un amasijo de carnes prietas y onduladas, con el cabello rojizo pegado a su rostro y hombros. La corona de flores voló lejos de ella. Su labio inferior exhibía ahora una sanguinolenta brecha de donde surgía una viscosa mezcla de saliva y sangre que cayó pesada a la alfombra. Una sangre que contrastaba con el blanco níveo de sus pechos y que encajaba, sin embargo, con los verdugones de la piel despellejada de sus muslos y nalgas. Nos miró a ambos con una mirada cargada de inquina, oculta parcialmente por sus cabellos. No pude evitar fijarme en el nacimiento de sus muslos donde florecía la selva del pubis y de donde manaban con profusión sus fluidos de hembra excitada. Aquella muchacha, lejos de aprovechar el castigo, disfrutaba de los golpes, de su piel levantada y del sabor de la sangre penetrando en su boca. Comprendí que la sonrisa que se iba formando en sus labios (una sonrisa rota, igual que su labio inferior) nacía del placer que le suministraba el dolor que la sacudía las nalgas y los muslos antes, y sus labios empapados en sangre ahora. De alguna forma, y temía sospechar la razón, lady Dufresne había conseguido extraer placer del dolor. Acaso aún no conociese lo que era el dolor.

Cuando la risa de lady Dufresne se dejó oír tras sus cabellos y lord Evergreen alzó de nuevo la mano para asestar un golpe con el puño, sujeté la mano del noble y le conminé a sentarse. El pobre gordinflón se dejó caer sobre un sillón, exhalando un suspiro hondo, cubierto de sudor. La risa de lady Dufresne, cauta al principio pero ahora manifiestamente socarrona, se convirtió en ecos que resonaron por toda la estancia. Acerqué al noble su copa repleta de licor mientras solicitaba a Mrs. Champ que se llevase a la muchacha a su aposento, para luego bajar y mostrarme el mío. Me senté de nuevo en el sillón y volví a encender la pipa. Me acerqué a lord Evergreen, mostrando una intimidad que, suponía, había nacido entre nosotros al azotar y golpear a su hija.

—No es mi trabajo desprestigiar el de otros, pero le puedo asegurar, lord Evergreen, que los tutores que me precedieron no mostraron un genuino interés por educar a su hija.

—¿De qué habla?

—Su hija disfruta con el dolor, lord. ¿Ha leído a Petronio o Juvenal, quizá algo de Sade?

El noble me miró con gesto oscuro, rechinando los dientes, incapaz de admitir su desdén por la literatura.

—Desde muy antiguo —continué—, hay gente que disfruta con el dolor, incluso pueden llegar al éxtasis cuando sus cuerpos son sometidos a penas y sufrimientos. Estoy seguro que mis predecesores usaron el castigo corporal como único método de aprendizaje.

—¿Acaso hay otro? —sonrió lord Evergreen.

Obvié la malignidad que se dejaba translucir tras aquellos diminutos ojos verdosos, legados a su hija. No quise imaginar qué opinaba el noble sobre las prácticas sadomasoquistas, recién llegadas de Francia y que conocía bastante bien.

—Su hija no necesita correcciones basadas en castigos corporales, ya que encontrará solo placer donde se busca mortificación. Permítame educarla según mis principios, ayudarla a conseguir la formación que tanto ansía usted para obtener una hija modélica. Una hija que sea el anhelo de los caballeros de la región.

Una hija que pueda casarla con alguien lo suficientemente próspero para respaldar sus apuestas y rameras, pensé.

—¿Qué propone?

—Llevarme a su hija a Francia —dije—. Otro país, otra lengua, otras costumbres. Lady Dufresne será tratada con el respeto que su noble alcurnia merece, pero solo en tierras del imperio. En Francia será una muchacha desvalida y despojada de cualquier miramiento. Aprenderá de la vida y yo la formaré en las nobles costumbres y la religión. Al cabo de un año, lady Dufresne, se lo juro por mi honor, será merecedora de la aprobación de su padre y se convertirá en una mujer por la que suspirarán todos los caballeros de esta región.

—Está usted loco, Mr. Andersen, si cree que voy a acceder a semejante plan. Mi hija, por muy perra que sea, sigue siendo de noble nacimiento. Si no usted, otro tutor de ideas más ortodoxas, conseguirá encauzarla. Deseche ese pensamiento de su cabeza porque no lo acepto, por muy buenas referencias que me hayan presentado sobre usted.

—Entiendo sus reparos, lord. Hagamos una apuesta, si le parece —ofrecí, sabiendo que el noble no podría resistirse a ella—. Me juego mi honor y mi trabajo a que antes de un día, es más, propongo que antes de que termine éste, su hija intentará seducirme y yacer conmigo. Yo me resistiré como el buen cristiano devoto y plebeyo que soy. Usted asistirá a todos nuestros movimientos, convenientemente oculto. De esta forma podrá formarse una imagen bastante fiel de la perversa instrucción a la que su hija ha sido sometida.

—Mi hija no es ninguna ramera, Mr. Andersen, no se lo consiento.

—Su hija no es una ramera, lord. Su hija es un súcubo amoral.

El rostro del noble se enrojeció de rabia contenida. No descartaba que también me cruzase la cara con su mano. Sin embargo, recordando mis pocos melindres a la hora de despellejar la piel de su hija, pareció contentarse con apretar la mandíbula con fuerza y dilatar las fosas nasales.

—¿Antes de que acabe el día? —preguntó. El gordo ya era incapaz de zafarse del anzuelo.

Asentí con la cabeza y le tendí la mano para sellar nuestra apuesta con un apretón. Lord Evergreen se limitó a asentir con la cabeza, desdeñando el contacto de mi mano, pero sellando el destino de lady Dufresne.

+++…+++

4... Axb4 5. c3 Aa5 6. d4 exd4 7. O-O d3

Desde aquella tarde decidí que a lady Cynthia Caroline Evergreen Dufresne debía desposeerla del sobrenombre de lady, pasando a ser sólo Cynthia. En Francia sería conocida como Caroline Dufresne, pero aún quedaban semanas para que ello ocurriese.

Aquella tarde, sentados ella y yo en los sillones, mientras sosteníamos dos gruesos tomos procedentes de la librería donde nos encontrábamos, transcurrían los minutos marcados con lejanos ecos procedentes del reloj carrillón del pasillo. Ignoraba donde se habría ocultado lord Evergreen, por más que la estancia continuaba con el mismo único mueble, aparte de los sillones, sobre el que ahora había una jarra de limonada con dos vasos.

—No entiendo el significado de esta palabra, Mr. Andersen —dijo Caroline, levantando la vista del tomo.

—¿Qué palabra es?

—Verga.

Levanté la mirada y me encontré con la suya. Sus ojos verdes refulgían y su labio inferior estaba amoratado, exhibiendo un remedo de la pintura que se procuraban las furcias. No había transcurrido más de una hora desde el inicio de la sesión de lectura y la muchacha ya demandaba el trastrocamiento del orden.

—Dudo mucho que en su libro aparezca esa palabra, lady Evergreen.

—Mi nombre es lady Andersen, ya se lo he dicho. ¿Qué es una verga?

—Así se llama en lenguaje vulgar al sexo masculino.

—De modo que usted tiene una verga —murmuró inclinándose hacia mí.

Suspiré ante lo que se me antojaba una jugada demasiado burda. Con seguirla la corriente, en pocos minutos estaría sobre mí, enseñándome su pubis a la cara. Pero no era eso lo que quería. Me levanté y la asesté un tortazo en la mejilla. Lo hice sin maldad, midiendo con un grado exacto el efecto que produciría en su cara, sabiendo con extrema precisión que aquel golpe encendería (o avivaría) el deseo de la joven. Volví a sentarme en el sillón, abriendo el libro donde lo había dejado.

—Una señorita no habla así —dije, aparentando atención sobre el texto.

—¿No debo hablar entonces? —sonrió, frotándose la mejilla.

—Debe leer.

—No quiero leer —murmuró.

Otra burda jugada. Decidí seguirla la corriente, por más que su comportamiento me era tan predecible como si lo hubiese escrito en un guión.

—¿No quiere leer?

—No.

—¿Qué quiere hacer?

—Quiero jugar con su verga.

No pude evitar sonreír. Levanté la vista hacia ella y la lascivia se materializó en sus labios y se reflejó en sus ojos. Caroline se levantó y se colocó detrás de mí, posando sus manos sobre mis hombros alrededor del sillón.

—Vuelva a sentarse, lady Evergreen.

—Es usted joven, Mr. Dufresne, ¿cuántos años tiene?

Sus manos se deslizaron hacia mi pecho. Sus uñas incidían a través del traje buscando las tetillas hasta que las encontró. Arañó con malevolencia la zona circundante.

—Quíteme las manos de encima.

—Quizá treinta. No más de cuarenta, calculo. Su verga debe de apuntar aún al cielo cuando está tiesa, ¿verdad?

Cerré los ojos intentando calmarme. Los dedos pellizcaron a través del traje mis pezones con saña.

—Es usted todo un caballero, Mr. Andersen. Pero un hombre, al fin y al cabo. Estoy viendo como su verga se despereza entre sus pantalones.

—Lady Evergreen, me estoy hartando de

—Oh, cállese de una puñetera vez, Mr. Andersen —dijo volviéndose hacia mí y arrodillándose entre mis piernas— ¿No va a prestar atención a los anhelos de su verga?

—La ordeno que se siente, lady Evergreen.

—Si usted no la presta atención, lo haré yo —dijo desabrochándome el botón superior del pantalón. Por más que lo negase, era notorio el bulto que se había formado bajo mis pantalones. Con una maestría indiscutible, lady Evergreen me bajó los pantalones descubriendo mis calzones. Bajo la tela blanca de lino de la prenda interior se alzaba vibrante mi sexo enhiesto.

Los dedos de Caroline se deslizaron con rapidez dentro de la abertura y asieron mi sexo para sacarlo a la luz. Cuando su lengua comenzó a lamer el tallo, hice ademán de incorporarme. Pero entonces, sus dientes se cerraron sobre la carne. La miré demudado por el asombro ante la amenaza que sus dientes cernían sobre mi sexo. Frunció el ceño y sonrió con vanidad, consciente de que me tenía a su antojo. Jamás debía haberla dejado llegar tan lejos, pero la destreza con que me había despojado de toda dignidad me había dejado apabullado. Yo, que me consideraba más inteligente que ella, me había doblegado casi sin proponérselo. Me giré hacia los lados del sillón, buscando la ayuda de Mrs. Champ o la aparición de lord Evergreen, algo que pusiese fin a la escena. Pero en la estancia solo se escuchaban los lametones de Caroline cubriendo de saliva tibia mi sexo.

Tras una serie de lengüetazos que me empaparon los calzones, la muchacha se incorporó para dejarse caer sobre el sillón en un postura digna de las rameras más expertas, descendiendo su espalda por el respaldo del sillón y dejando que sus caderas se sostuvieran en el aire, alzando su pubis. Se recogió con lentitud los faldones de su vestido mientras en su mirada unos ojos brillaban cargados de lujuria e iban acompañados de un labio inferior oculto bajo sus dientes superiores. Su sonrisa era perversa, cuanto más exponía el orgullo de su entrepierna. Bajo la falda no llevaba prenda interior alguna y su sexo se abrió viscoso tras la pelambrera rojiza que lo rodeaba.

Aún se distinguían con precisión las ronchas de los latigazos sobre sus muslos, y eran como dos flechas sobre su piel, las cuales apuntaba al objeto de su deseo, a la gruta del placer que ella se encargaba de mostrar con orgullo, separando los pliegues de su sexo con los dedos. Era una invitación, acaso una orden para otros menos templados. Confieso que mi primer impulso fue el de abalanzarme sobre aquel oscuro agujero y hundir mi sexo en el suyo. Pero no era ese mi objetivo aquella tarde.

Antes de que compusiera mis ropas, lord Evergreen apareció tras una puerta disimulada en una de las paredes forradas de libros. Se acercó a su hija, la cual le sonrió sin variar su postura, y le sacudió un puñetazo que la lanzó al suelo, dejándola inconsciente. La rabia que mostró, imaginé, no era tanto por la enésima exhibición impúdica que su hija mostraba a un tutor, sino por la deshonra del que se sabe perdedor de una apuesta que considera ganada desde el principio. Se giró hacia mí tras comprobar que su hija respiraba y me miró a los ojos sin desviar la atención hacia mi sexo aún aireado.

—Llévesela. Devuélvame a una mujer o mátemela, así no me sirve para nada.

Dicho esto, despareció de la estancia. No volvería a ver a lord Evergreen en muchos años.

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Ginés Linares

gines.linares@gmail.com

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