La sesncia de una guerrera i

Xena y gabrielle se enfrentan a una nueva aventura

La esencia de una guerrera

Melissa Good

Título original:A Warrior By Any Other Name.Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002

Lo único que conocía, ahora, era la oscuridad. Vagamente, en una parte muy pequeña de lo que quedaba de su consciencia, recordaba la luz. La luz que iba ligada a un nombre que no pronunciaría nunca, una voz que no oiría nunca y unos ojos que nunca más le devolverían la mirada. Una parte de su vida, de su alma, que se había ido para siempre...

A su alrededor había miedo, odio y rabia: notaba el dolor sordo de las piedras que lo golpeaban y de los palos que pinchaban sus costados magullados, pero mantuvo los ojos cerrados para no ver a la muchedumbre vociferante. La verdad era que no importaba: no podía durar mucho más. Notaba que su fuerza vital iba disminuyendo, arrastrándolo cada vez más a la oscuridad y alejándolo del sol caliente y de la calle polvorienta de esta pequeña aldea. Los gritos iracundos fueron desvaneciéndose en su oído, salvo un último sonido que le era familiar: el tamborileo enérgico de los cascos de un caballo, luego hasta eso se alejó de él.

Bajo el sol del final de la tarde, dos mujeres y un caballo avanzaban tranquilamente por un camino de tierra.

—Xena —Gabrielle miró a su compañera—. ¿Vamos a ir a Atenas en algún momento? —preguntó la bardo con deliberada despreocupación, mientras examinaba el extremo ornamentado de su vara para huir de la mirada con ceja enarcada de la que sabía que era objeto.

La alta guerrera miró a su compañera de viajes con aire ligeramente divertido.

—Bueno, lo estaba pensando —contestó por fin—. ¿Por qué? ¿Nos hemos dejado algo allí o...? —se colocó delante de Gabrielle y entabló contacto visual, sorprendiendo a la bardo—. ¿O tienes algún otro motivo?

Gabrielle abrió la boca para disimular hábilmente, pero descubrió que no podía, no con los ojos de Xena, azules como el hielo, clavados en los suyos. Suspiró por dentro. Mentir a Xena era casi imposible. Siempre tenía la sensación de que la alta guerrera leía sus pensamientos con la descuidada facilidad con que hacía todo lo demás. Al quedarse sin recursos, Gabrielle sacó la lengua, lo cual hizo sonreír a Xena, normalmente austera.

—La he dejado sin habla —rió Xena entre dientes. Luego se dio la vuelta y siguió caminando al lado de la paciente Argo—. Vale, es tu secreto —observó el paisaje, advirtiendo los primeros indicios de lo que probablemente era una pequeña aldea no muy lejana—. Podemos hacer una parada allí delante y cenar algo, si quieres.

Gabrielle suspiró con cierto alivio. La había pillado, pero Xena no estaba insistiendo, lo cual quería decir que probablemente pensaba que fuera lo que fuese lo que se traía Gabrielle entre manos, era inofensivo.

—Una cena me parece estupendo —comentó, volviéndose para mirar a su compañera—. Hoy estás de buen humor —lo cual no era tan infrecuente como antes, reflexionó Gabrielle. No sabía cuándo se había producido ese cambio... bueno, sí lo sabía, en realidad, pero prefería no pensarlo.

Xena bebió un trago de uno de los odres de agua colgados del lomo de Argo y le pasó el agua a Gabrielle.

—Vaya, ¿qué te parece? Creo que sí —contestó y luego alargó la mano y estrujó el odre con fuerza justo cuando Gabrielle se lo llevaba a la cara.

—¡¡¡Aahh!!! —farfulló Gabrielle, cuando el agua salió disparada del odre y la mojó. Girándose en redondo, lanzó el resto del agua en un chorro a su alrededor trazando un arco lo más amplio posible y usando la mano libre para quitarse el agua de los ojos. Oyó que el chorro de agua alcanzaba algo, pero por el resoplido sobresaltado, supo que era Argo. Miró al caballo, que, efectivamente, lucía una banda oscura a mitad del costado donde le había alcanzado el agua. Xena, completamente seca, estaba al otro lado de la yegua, riéndose.

—Me las vas a pagar —gruñó Gabrielle, apartándose el pelo mojado de los ojos—. Eres una tramposa.

Sin dejar de reír, Xena hurgó en una alforja, se acercó donde estaba Gab goteando y le ofreció un paño doblado.

—Toma —dijo—. No creí que fuera a salir tanta agua.

Suspirando, Gabrielle cogió el paño y se secó la cara. Estaba a punto de hacer un comentario mordaz cuando la actitud de Xena cambió bruscamente. Se puso rígida y se irguió, oteando el horizonte, con expresión severa.

Esta súbita transformación siempre intrigaba a Gabrielle. Esta dualidad que convertía a su amiga en una compañera aficionada a gastar bromas y en una luchadora mortífera. Una mujer de profundas contradicciones cuyas manos podían atender delicadamente a Argo o arrebatar una vida con la misma habilidad, la misma elegancia. Compleja de un modo que no tenía nada que ver con nadie que hubiera conocido Gabrielle en toda su vida y fuente inagotable de fascinación para la bardo.

Los rasgos tensos de Xena se volvieron hacia Gabrielle e hizo un gesto señalando la aldea cercana.

—Están dando una paliza a alguien —se montó en Argo y miró a la bardo—. ¿Vienes? —le ofreció un brazo.

—Oh —exclamó Gabrielle, sorprendida—. ¿Quieres decir que no tengo que quedarme aquí? —esto era un cambio. Y lo agradecía.

Xena enarcó una ceja y volvió a mirar hacia la aldea.

—Sólo si tú quieres.

A Gabrielle no le hacía falta que se le preguntaran dos veces, aunque eso supusiera montar en Argo. Agarró el brazo de Xena y antes de poder saltar, fue izada a la altura de la silla y colocada en la grupa de Argo. Se acomodó rápidamente, bajando la vara y apartándola de Xena y Argo.

—A veces se me olvida —murmuró—, lo fuerte que eres —notó más que oyó la risa grave de Xena como respuesta, al agarrarse con fuerza a la cintura de la guerrera con un brazo.

El dolor estaba empezando a desaparecer ya, con gran alivio por su parte. Sabía que no iba a durar mucho más. Los sonidos se hicieron más definidos, más claros: el ruido enérgico de los cascos se había transformado ahora en un poderoso galope. Le encantaban los caballos... cuánto echaba de menos a su precioso Eris... pensó difusamente que lo último que le gustaría ver era a este animal galopante que venía hacia él, pero el esfuerzo de abrir los ojos era tan grande... sólo una rendija y el resplandor del sol casi lo obligó a cerrarlos de nuevo con fuerza. Pero el caballo... con determinación, se obligó a abrir más el ojo que tenía en condiciones, luchando con todas sus fuerzas para aclararse la vista por última vez. Lo más cercano a él eran los que lo atormentaban. Hombres, chiquillos, mujeres de la aldea, todos ellos armados de piedras o palos, uno con una pica. Sus caras furiosas y asustadas formaban un círculo sólido de ruido ensordecedor delante de él. No podía levantar la cabeza para ver por encima de ellos... no podía... ah. Ahí.

El caballo... hermoso. Más bonito incluso que su Eris, tuvo que reconocer. De un asombroso color dorado, con una crin blanquecina que se agitaba al viento. ¿Dónde iba? Parecía venir directamente hacia él... oh, para esto merecía la pena abrir el ojo, sí, para esto sí. El sol poniente se despejó, dorando innecesariamente al caballo dorado y prendiendo fuego a la armadura de su jinete.

Los aldeanos no habían oído los cascos. ¿Cómo podían estar tan sordos? se preguntó. Seguían tirándole piedras, el hombre de la pica le golpeó las costillas con fuerza suficiente para rompérselas. Él ni siquiera lo notó... En cambio, observó al caballo, que cada vez estaba más cerca, y ahora vio la cara sonriente de su jinete. Y supo que iba a pasar sus últimos momentos en el deleite de la sorpresa. Una mujer guerrera... y encima tan hermosa como su caballo, pero oscura, en contraste con el caballo dorado. Ohh... ¡cuánto lamentaba no poder conocerla!... Su última visión vacilante fue el sol reflejado en la espada que llevaba en la mano cuando atravesaron el círculo de aldeanos sorprendidos y aterrorizados que tenía delante. Luego... sólo hubo oscuridad.

Gabrielle se sujetó con fuerza e intentó ver a la persona que la multitud estaba pegando. Lo único que veía era un cadalso y las manos y los brazos grandes y musculosos del prisionero.

Xena estaba soltando la espada en la vaina y se echó hacia delante, azuzando a Argo. Al acercarse, desenvainó la espada y sonrió. Ah, no iba a matar a ninguno de ellos. Sólo iba a darles tal susto que la próxima vez se lo pensarían dos veces antes de lapidar a nadie.

—¡Agárrate! —le gritó a Gabrielle, que respondió rodeando con más fuerza con el brazo a Xena y echándose hacia delante siguiendo el impulso del caballo.

Con un grito salvaje, hizo pasar a Argo a través del círculo de aldeanos súbitamente pasmados, pegando patadas a varios de los más grandes. Gabrielle movió su vara con mano experta, eliminando a dos mujeres armadas con ramas llenas de espinas y a un joven fornido que tenía dos piedras.

—Muy bien —comentó Xena, dejando caer la empuñadura de la espada sobre la cabeza de alguien y usando una de sus musculosas piernas para dar una patada a otro que lo lanzó al otro extremo de la aldea.

—Gracias —replicó Gabrielle, golpeando a un pastor alto justo en el pecho. Los aldeanos se dispersaron, corriendo en todas direcciones. Gabrielle lo aprovechó para bajarse de los cuartos traseros de Argo y acercarse al cadalso, pero se paró en seco cuando vio lo que allí había y se quedó mirando. Detrás de ella, Xena también se bajó de Argo y terminó de desanimar a los últimos torturadores del cautivo antes de reunirse con su amiga al borde del cadalso y mirar lo que habían salvado.

El hombre que colgaba de la plataforma de madera era enorme, por lo menos una cabeza más alto que Xena y con un cuerpo inmenso, cubierto de un espeso vello dorado claro. Tenía la cabeza cubierta de pelo del mismo color que le caía por el cuello y formaba una especie de gola. Su cara, magullada y desfigurada, con un ojo cerrado y cubierto de sangre, era de proporciones extrañas, con una mandíbula inmensa, una línea de dientes algo redondeada, la nariz aplastada y toda ella cubierta también de pelo. El ojo que tenía bien estaba cerrado y por la flojedad del cuerpo y la tensión de las cuerdas que lo sujetaban, Gabrielle supuso que estaba inconsciente. O muerto. No, al acercarse más vio que su ancho pecho peludo se movía débilmente.

—¿Qué es? —Gabrielle se volvió hacia Xena, desconcertada—. ¿Es un hombre o...?

Por una vez, la guerrera no tenía una respuesta inmediata.

—Tú eres la experta en historia, oh bardo mía —Xena meneó la cabeza—. No tengo ni idea. Pero más vale que lo saquemos de aquí o no tendrás oportunidad de preguntárselo.

Para entonces, los aldeanos se habían percatado de que Xena no los iba a matar a todos y se estaban acercando con cautela. Pero no mucho. El jefe de la aldea carraspeó nervioso.

—Aah... ¿es, o sea... es... bueno, es amigo tuyo, guerrera? —fue rodeándolas para verlas bien. Gabrielle se acercó, ofreciéndole la mano.

—Hola. Soy Gabrielle —el jefe se apartó de golpe, mirando su vara con preocupación—. Ah, no te preocupes —dijo ella, alegremente—. Sólo golpeo a la gente cuando les hacen algo malo a otras personas —volvió a ofrecerle la mano y esta vez el jefe la aceptó, con cautela. Así que esto es lo que se siente cuando te tienen miedo , pensó Gabrielle. Interesante. Mientras, se puso a hablar con el jefe para distraerlo de lo que estaba haciendo Xena en el cadalso—. ¿Por qué lo estabais matando a golpes? —preguntó, mirando al hombre a los ojos—. ¿Qué le ha hecho a esta aldea? —se irguió e hizo girar el cuerpo grácilmente, examinándolo todo—. A mí me parece que está bien intacta —se volvió y le clavó la mirada verde y brumosa.

—Oh, pues... —farfulló el jefe, echando miradas nerviosas a Xena, que había soltado al prisionero de sus ataduras y estaba depositando con cuidado su mole en el suelo—. Pues no nos ha hecho nada, exactamente, pero... —se volvió y señaló a la figura tendida—. Míralo. ¿Cómo podíamos dejar que algo como él viviera cerca de nuestra aldea, de nuestras mujeres e hijos, que estarían indefensos contra él? Lucha como una bestia salvaje y terrible.

—¿Sabes? —dijo Gabrielle, en tono familiar, arrodillándose para que su cabeza quedara a la altura de la del jefe, que estaba en el suelo—. Deberías confiar más en vuestras mujeres. Las mujeres no siempre están indefensas —le sonrió con dulzura—. ¿Y realmente os ha amenazado o simplemente habéis dado por supuesto que iba a entrar en la aldea para comeros a todos?

Él tuvo la decencia de sonrojarse ante su tono sarcástico. Ella le sostuvo la mirada un momento más y luego volvió la cabeza para mirar a Xena y al cautivo. El jefe los miró también.

—Ohh... eeh... mm. Caramba. Ésa no es... estooo... Xena, por casualidad, ¿verdad? —miró a Gabrielle, que le dio unas palmaditas en la mejilla y asintió.

—Eso es.

Xena contempló al enigma que yacía delante de ella, sin saber qué podía ser. Nunca a lo largo de sus viajes había visto nada parecido: como un cruce entre un hombre y un gato del desierto, más que nada. ¿Podría ser en parte esfinge? Echó una mirada a Gabrielle, que estaba entreteniendo al jefe para que ella pudiera recapacitar y evaluar la situación. En su cara se dibujó una sonrisa breve y luego devolvió su atención al prisionero.

Su ancho pecho subía y bajaba con dificultad y Xena pensó que probablemente se estaba muriendo. Se agachó para examinar las heridas que había sufrido en la cabeza: sangraban mucho, pero no eran muy profundas, salvo por la que tenía alrededor de la órbita ocular. Se encogió por reflejo ante los daños que había sufrido. Bueno, a lo mejor no moría, pero tenía que sacarlo de esta aldea. Hasta Xena, a la que normalmente no afectaban los ambientes, captaba el miedo y el odio que la gente que rodeaba la plataforma dirigía contra esta criatura, u hombre, o lo que fuera. Y probablemente contra mí también , añadió, sardónicamente. Al menos tenemos eso en común.

Se irguió y se alzó con un ágil movimiento y se acercó donde estaban el jefe y la bardo. Gabrielle se había vuelto para mirarla mientras se acercaba y sus ojos se encontraron con un rápido intercambio de entendimiento.

—Bueno —dijo Xena, agarrando al jefe por la camisa y levantándolo por completo del suelo para que la mirara directamente a los ojos. El hombre parecía petrificado—. Creo que me voy a hacer responsable de nuestro peludo amigo. ¿Te importa? —Xena irradiaba amenaza, cosa que se le daba muy bien. Gabrielle estaba convencida en privado de que Xena practicaba durante horas interminables en charcas y espejos esa mirada que echaba a la gente—. Creo que vas a encontrar a unos valientes que me ayuden a cargarlo en mi caballo. Y seré buena... —hizo una pausa para sonreír—, y os lo quitaré de encima.

El jefe tragó con dificultad. Miró a Gabrielle, que asintió, apoyada despreocupadamente en su vara.

—Conviene hacer lo que dice. Odia que la gente la fastidie —hizo una pausa con efecto bárdico—. Suelen acabar muertos.

—Va-va-vale —contestó él por fin y suspiró cuando Xena lo bajó y le soltó la pechera de la camisa—. Pero lo vais a lamentar. Es un salvaje —miró a los ojos gélidos de Xena—. O a lo mejor lo lamenta él.

Salió corriendo para llamar a unos fornidos aldeanos que ayudaran a levantar a la criatura. Xena miró a Gabrielle con una ceja enarcada.

—¿Suelen acabar muertos? —se rió por lo bajo mientras sacudía el brazo: la tensión de sujetar en vilo al jefe durante tanto tiempo había sido terrible—. Qué cosas dices a veces.

La bardo le devolvió la sonrisa y se apoyó en su vara.

—Bueno, si no me aseguro de que se mantenga tu reputación, ¿quién lo va a hacer? —se echó hacia delante y apoyó la frente en la de Xena, mirándola directamente a los ojos—. Y además, normalmente que acaban muertos. O con partes de menos. Partes importantes.

Xena frunció el ceño y luego empujó a Gabrielle hacia Argo.

—Vamos, tenemos que preparar a la pobre Argo para que cargue con nuestro amigo.

A Argo no le hizo gracia tener que cargar con esta mole de olor extraño. No paraba de volver el cuello para oler lo que llevaba al lomo y de resoplar. Xena la sujetaba con firmeza por la brida, haciendo que siguiera adelante. La criatura seguía inconsciente, respirando débilmente. Le habían vendado las heridas más graves antes de cargarlo, pero algunas se estaban abriendo a causa de los movimientos de Argo. Xena estudió el terreno y divisó un pequeño grupo de árboles cerca de un arroyo donde podían acampar. Hizo un gesto a Gabrielle para que se dirigiera hacia allá y la siguió tirando de la poco dispuesta Argo.

—Xena —la bardo se volvió hacia ella—. ¿Por qué nos lo hemos llevado? Quiero decir, sé que lo estaban machacando y eso... pero has dicho que probablemente se esté muriendo... —frunció el ceño—. Nos podríamos haber quedado allí y obligarlos a cuidar de él, quiero decir... —se calló al ver la expresión de Xena—. ¿Qué pasa?

Los ojos azules tenían una expresión distante, como si estuviera viendo algo que Gabrielle no veía. Devolvió su atención a su compañera.

—¿La verdad? —dijo, alargando la mano y apartándole el pelo a Gabrielle de los ojos—. No lo sé. A veces, Gabrielle... a veces haces las cosas porque sientes que es lo correcto, aunque no tenga sentido cuando lo piensas con lógica —avanzó y empezó a quitar cosas de encima de Argo, para poder, de alguna manera, depositar la carga principal en el suelo.

—Ah —susurró Gabrielle por lo bajo, reflexionando un momento sobre eso. Luego extendió las mantas de las que se habían apoderado en la aldea y se acercó, insegura, a Argo—. Pesa mucho —comentó—. ¿Cómo lo vamos a bajar?

Xena estaba junto al caballo, estudiando pensativa la carga de Argo. Por fin, cogió con cuidado los brazos de la criatura y se los colocó cruzados sobre los hombros.

—Atrás, Argo —el caballo, de mala gana, empezó a retroceder, sacudiendo la cabeza como protesta—. ¡Atrás! —repitió Xena, apretando los dientes cuando el peso de la figura inconsciente cayó sobre sus musculosos hombros. Se echó hacia delante para equilibrar la carga y se apartó de Argo, dirigiéndose a las mantas. Gabrielle se quitó de en medio y se limitó a vigilar el trayecto bajo los pies de Xena por si hubiera piedras o ramas con las que pudiera tropezar. Cuando estuvo encima de las mantas, Xena se agachó despacio sobre una rodilla, se soltó la carga que llevaba en los hombros y la depositó en el suelo.

Gabrielle se arrodilló a su lado y le colocó bien las extremidades para que estuviera más cómodo. Miró a Xena, que estaba descansando un momento para recuperar el aliento antes de preparar la bolsa de hierbas en la manta junto a él.

—Voy a coger agua y a hacer fuego.

Los ojos azules se alzaron un momento para encontrarse con los suyos.

—Buena idea, Gabrielle. Gracias.

La bardo se levantó y rodeó las mantas, dirigiéndose a sus pertrechos.

Hizo falta mucho tiempo para limpiar y curar todas las heridas de la criatura, porque Xena tenía que ir cortando zonas de pelaje que estaban pringadas de sangre. El pelo era áspero, pero no tanto como el de un perro. Era más parecido a pelo humano espeso que a otra cosa, pensó Xena. Bajó la mirada.

—Lleva ropa —señaló los restos de pantalones que le cubrían las extremidades inferiores—, y lleva joyas —señaló el pequeño brazalete casi oculto por el pelaje de sus brazos.

Gabrielle miraba, fascinada, como siempre que aprendía algo nuevo.

—Entonces crees que es un hombre —observó su inmensa figura, que incluso en su triste estado daba muestras de una fuerza enorme —. ¿Crees que el jefe tenía razón? Si se pone mejor, ¿intentará atacarnos a nosotras, o a ellos? —ladeó la cabeza y miró interrogante a Xena—. Parece que podría ser muy peligroso cuando esté recuperado.

—Yo también lo soy —comentó Xena irónicamente—. Supongo que todo depende del punto de vista —miró a la criatura, que eligió ese momento para abrir el ojo sano y mirarlas.

Gabrielle sofocó una exclamación al verle el ojo, que era de un color dorado líquido, con leves chispas agazapadas en sus profundidades.

—Oh... ¡qué bonito!

El ojo, sorprendido, se fijó en su cara y luego en la de Xena. Débilmente, como si le costara un gran esfuerzo, la comisura de su boca de forma extraña se elevó. Abrió la mandíbula, revelando unos incisivos humanos combinados con unos colmillos curvos bien auténticos. Atentamente, el ojo dorado observó la cara de Xena para ver su reacción, pero la guerrera mantuvo su serenidad imperturbable y siguió limpiando la herida que tenía cerca del otro ojo.

La criatura movió la lengua y luego consiguió susurrar:

—Gracias.

Xena y Gabrielle se miraron.

—Bueno —comentó Gabrielle—. Tenías razón. Otra vez. Como siempre —meneó la cabeza y fue a coger una taza de agua para su paciente. Xena sonrió mientras la miraba alejarse y la sonrisa permaneció en su cara cuando volvió a mirar a la criatura.

—De nada —lo miró con firmeza—. Estás bastante malherido —levantó la mirada cuando Gabrielle regresó con el agua—. Haré todo lo que pueda por tu ojo. Pero vas a tardar unos días en recuperarte.

Gabrielle le echó una mirada larga y circunspecta al oírlo, pero se arrodilló y ofreció el agua al... hombre herido, según lo consideraba ahora, ya no una criatura. Xena lo levantó para que pudiera beber y él la miró algo sorprendido. Lo volvió a tumbar y terminó de recoger la bolsa de hierbas. Lo miró.

—¿Cómo te llamas?

El ojo estudió los suyos largo rato. Luego los labios se movieron levemente de nuevo y consiguió volver a susurrar:

—Jessan —y se la quedó mirando.

—Xena —dijo ella y señaló al otro lado de él. Su ojo siguió el gesto y se posó en la cara de Gabrielle—. Gabrielle.

Algo, entonces, un vestigio de reconocimiento asomó en su expresión. Asintió y murmuró suavemente:

—Eso creía... —y se quedó dormido.

Xena estaba más silenciosa que incluso de costumbre mientras adecentaban el campamento después de cenar. Su paciente dormía apaciblemente, sin roncar, ante la sorpresa de ambas, dada su dentición y la estructura de su mandíbula.

—¿Vas a darte un baño? —preguntó Gabrielle, sacando ropa limpia. Miró a Xena, que contemplaba el fuego, con expresión absorta. Estaba a punto de repetir la pregunta cuando Xena suspiró por fin y la miró.

—Sí —se frotó el cuello y se estiró—. A eso voy. Ha sido un día muy largo.

Gabrielle se puso detrás de ella y le soltó las tiras y hebillas de la armadura, que Xena se quitó, junto con los brazales, las espinilleras y las botas.

—¿Crees que estará bien si se queda solo un momento? —preguntó Gabrielle, apoyando la barbilla en el hombro más bajo de Xena—. Creo que a mí también me apetece darme un baño.

Xena le dirigió una mirada divertida pero indulgente.

—Ah, así que te gustaría, ¿eh? —se levantó, cogió una camisa limpia de lino y le lanzó una a Gabrielle—. Y yo que creía que ya habrías tenido bastante agua esta tarde.

—¡Eh! —exclamó la bardo—. ¡Es cierto! Me debes una por eso... —avanzó amenazadora hacia Xena, que estaba de pie con los brazos cruzados, echándole esa mirada tipo "a que no te atreves". Gabrielle entrecerró los ojos con rabia fingida y gruñó—: Te la vas a cargar...

—Ja. Primero tendrás que cogerme —replicó Xena, que echó a correr hacia el arroyo.

Maldiciendo, Gabrielle salió disparada tras ella, sabiendo perfectamente que no podría alcanzar a la mujer más alta ni aunque lo intentara, pero intentándolo de todas formas. Corría a tal velocidad que no se dio cuenta de que el arroyo volvía sobre sí mismo y se encontró en el aire encima de un tramo de agua antes de percatarse de lo que estaba pasando, al salir corriendo de la orilla.

—Oh, Hades —murmuró y cerró los ojos, a la espera del ataque helado del arroyo. Cuando pensaba que estaba a punto de dar en el agua, fue atrapada en medio del aire y en cambio aterrizó en una orilla cubierta de hierba—. Uuff —jadeó y abrió los ojos para encontrarse con la sonrisa sardónica de Xena, echada junto a ella en la hierba.

—Gabrielle, ¿es que nunca miras por dónde vas? ¿Es que siempre te tienes que lanzar a las cosas de cabeza? —la guerrera estaba apoyada en un codo, con una sonrisa en la comisura de los labios que suavizaba cualquier crítica implícita.

—No —jadeó Gabrielle, sin aliento—. Siempre me lanzo a las cosas de cabeza. Y mira dónde estoy —alargó la mano, tocó a Xena en la punta de la nariz y vio la sonrisa de la guerrera.

—Dónde, ¿verdad? —rió Xena.

Jessan notó que el dolor era más agudo ahora. La insensibilidad que había tenido parecía estar desapareciendo, lo cual podía considerarse buena señal, supuso. Había dormido un buen rato y era vagamente consciente de lo que lo rodeaba. Notaba el calor de una hoguera, a su derecha, y el ojo sano le indicaba que también había luz en esa dirección.

Así que ésa era Xena, reflexionó su mente atontada. Dado lo que él era, había oído hablar de la Princesa Guerrera, por supuesto. El Pueblo se mantenía al tanto de los guerreros que sobresalían por encima de lo normal, que podían suponer un peligro para su especie. Xena había supuesto ese peligro. Su gente había desarrollado una habilidad muy útil para evitar a la especie de ella: pensó que podía considerarse como una conciencia de la vida. Normalmente podía percibir a los seres vivos que lo rodeaban, la verde inmensidad del bosque, las criaturas pequeñas y huidizas, la respiración de la tierra misma. Las personas como Xena destacaban en esa paz como algo muerto y feo, oscuro y desagradable. Evitarlas solía ser fácil, nunca tenía que preguntarse si uno de su especie quería hacerle el mal o el bien, sólo tenía que Mirar y luego desaparecer en el verdor impenetrable de su bosque natal... Pero estos aldeanos, a quienes no había hecho el menor daño, le habían hecho algo en la cabeza y ahora no conseguía percibir nada. Eso le daba más miedo que nada a lo que se hubiera enfrentado en toda su vida. Tendría que tomar decisiones sobre estas dos personas basándose únicamente en su instinto y eso no bastaba. ¿Cómo podía confiar en ellas? ¿Confiar en Xena? Imposible. Esa mujer destruía aldeas, mataba a niños inocentes. ¿Qué iba a hacer con él? Cierto, le había limpiado las heridas. Probablemente para poder sacarle hasta el último detalle de información antes de matarlo. No, eso no tenía sentido. Tal vez quería exhibirlo como a un animal. Sabía de otros de su especie que habían sufrido ese destino. Oyó unos débiles roces y llegó a la conclusión de que probablemente estaban cerca. Más le valía echar un vistazo y empezar a planear cómo escapar. A lo mejor... ¡qué idea! A lo mejor podría matarla... ¡qué premio para su gente, no tener que volver a preocuparse jamás de que la Princesa Guerrera los pudiera encontrar! Su padre estaría muy orgulloso.

Al principio las llamas bajas le hicieron parpadear y lagrimear y le impidieron ver nada más alrededor del fuego. Esperó pacientemente y las sombras poco a poco se fueron aclarando cada vez más. Un campamento bien organizado. Un campamento de guerrero. Al intante se sintió mejor. Distinguió la difusa forma dorada del caballo no muy lejos, oyó el ruido áspero que hacía al pastar la hierba. Movimiento... su ojo se movió hacia la izquierda y se encontró con la mirada de Xena, que estaba reclinada en una roca cercana, ocupándose de una pieza de armadura. Estaba echada, vestida con una camisa de lino, sobre lo que parecía una gruesa alfombra de piel negra, con las piernas desnudas estiradas y cruzadas, y su hombro servía de almohadón a la mujer rubia más joven, que estaba profundamente dormida.

Se miraron en silencio un momento, como lo harían dos poderosos animales del bosque, para decidir si se trataba de un amigo o un enemigo. Xena no se engañaba con respecto a lo que era capaz de hacer, cualquiera con ojos en la cara se podía dar cuenta de que no era un granjero. Pero el ojo era inteligente, había pensamiento tras esa mirada, no la furia ciega de una bestia. Xena tenía la sensación de que se podía razonar con él. Al menos, eso esperaba. No tenía la menor gana de hacerle más daño.

Nunca habían mencionado, pensó Jessan, vagamente divertido, que además era bella, para tratarse de una de su especie. La excelencia en el campo de batalla sí, eso sí que lo mencionaban. La falta de misericordia, las crueldades, el desprecio a la vida. Todo eso ya lo sabía. Y había oído, como todos, que había renunciado a su vida como señora de la guerra y que se dedicaba a recorrer las tierras, ayudando a la gente cuando podía. Aunque no lo habían creído, pues sin duda nadie tan sanguinario como ella podía cambiar tan de repente. ¿Podía dejarlo sin más cuando conocía, en cuerpo y alma, lo que su Pueblo también conocía: la euforia del combate, el fuego incomparable que invade el corazón al matar? ¿El júbilo feroz del combate a muerte que corría por las venas como un vino fuerte? ¡El don de Ares! Él lo conocía. Sabía que ella también: lo llevaba escrito en los ojos, legible para alguien como él. No, no lo habían creído.

Ahora su vida dependía de que descubriera si era realmente cierto y sólo tenía los sentidos físicos y la capacidad de raciocinio para hacerlo. No era justo. Habría sido tan fácil... con sólo cerrar los ojos y extender suavemente su percepción, habría visto su Molde. Ahora, lo único que podía hacer era mirar con su vista inadecuada y ver a una mujer morena, más joven de lo que creía, limpiando una pieza de armadura junto a una fogata bien hecha. Arrggg. Bueno, estaba sola, salvo por la bardo. Hasta ahí, la historia era cierta. ¿Y el resto? ¿Cómo podía esperar saberlo? La bardo se mueve, ah, tiene sueños oscuros. Observó cuando Xena apartó la mirada de él y se concentró en cambio en Gabrielle y ahora vio la emoción de su cara al rodear a la muchacha con un brazo y ahuyentar su pesadilla, tranquilizándola. Ah. De repente, se sintió mucho mejor. A lo mejor era cierto. Mañana intentaría descubrirlo. Por ahora, al menos, parecía estar a salvo.

Al despertarse a la mañana siguiente, Jessan supo que probablemente viviría. Sus cortes se estaban curando y ya no sentía el malsano calor de la fiebre a su alrededor. Los golpes le dolían y la cabeza le martilleaba especialmente, pero estaba más alerta y sus pensamientos eran coherentes y cuerdos. Abrió el ojo cuando unas pisadas se acercaron a él y se fijó con cierta dificultad en la joven bardo rubia, que estaba de rodillas a su lado con agua que le hacía mucha falta. Los ojos de Gabrielle se encontraron con el suyo sin miedo, mientras lo ayudaba a beber.

—Buenos días —dijo, alegremente—. Por favor, bébete todo esto. Lo necesitas.

Jessan obedeció y luego observó su cara bonita con interés.

—No tienes miedo —comentó, observando que enarcaba la ceja ante la pregunta que dejaba entrever su voz áspera.

—No —contestó Gabrielle, ofreciéndole más agua.

—Pues deberías —gruñó Jessan, alzando los labios con esfuerzo para mostrar los colmillos—. Incluso ahora, podría matarte tan deprisa que ni siquiera Xena podría detenerme.

—Lo dudo —susurró una voz grave y sibilante en su otro oído. Notó el frío acero en el cuello y se quedó inmóvil. Su ojo dorado giró al otro lado para encontrarse con los azules de Xena a menos de doce centímetros de su cara. ¡Por Ares! ¡Cómo ha conseguido acercarse tanto! El corazón le martilleó en el pecho, hasta que se dio cuenta de que el acero que notaba no era más que el cuchillo pequeño que usaba para limpiar las heridas y que estaba haciendo justamente eso alrededor de su ojo hinchado.

Gabrielle se rió suavemente.

—No pasa nada. De todas formas, no lo habrías hecho —le ofreció un poco de carne a la parrilla—. Al cabo de un tiempo, tienes una... no sé... como una sensación sobre las personas cuando tienen intención de matarte o de pegarte o ese tipo de cosas. A mí me ha parecido que estabas bastante bien —le pasó otro pedazo de carne, dado que él estaba masticando distraído el primero y haciendo todo lo posible por no pensar en Xena arrodillada a su lado con un cuchillo contra su sien—. Y la verdad es que eso nos pasa muy a menudo, porque mucha gente quiere matarnos o pegarnos o cosas así, ¿sabes? —le puso una mano en el brazo y lo miró al ojo—. Siento muchísimo que esa gente te hiciera daño.

Él dejó de masticar y se la quedó mirando. Al cabo de una vida entera de recibir el odio de su especie, esto le resultaba casi demasiado duro de soportar. Ella le dio unas palmaditas en el brazo y se levantó, encaminándose al fuego donde estaba cocinando.

Desconcertado, volvió la mirada hacia Xena, que estaba terminando con su herida de la cabeza. Ella le sonrió levemente.

—Ve la bondad en todo el mundo.

Él se quedó pensando en eso. Podía ser cierto. Tal vez...

—Es evidente que la ha visto en ti —dijo en voz alta, obteniendo una pequeña victoria por la expresión sobresaltada de sus ojos. Ah... tenía razón. Se sintió mejor—. No me creía que hubieras dejado de matar —la miró a los ojos, espejos del alma incluso en el caso de ella—. Ahora sí —se apoyó en un codo e incorporó el cuerpo dolorido para poder reclinarse a medias y hablar con ella. No se iba a perder esta oportunidad. Puso en orden sus ideas, sabiendo que tendría que dar cierta información antes de obtenerla. Se dio cuenta, al abrir la boca para hablar, de que había decidido confiar en ellas, al menos por ahora. Era pavoroso, como si hubiera saltado de un alto precipicio sin garantía de sobrevivir al aterrizaje.

—Soy —declaró, echando una mirada a Gabrielle, que había vuelto y ahora estaba sentada al lado de Xena—, un hijo de Ares.

Sin embargo, esta rimbombante declaración no obtuvo el pasmo habitual de su público.

Gabrielle resopló.

—Caray, pues sí que mariposea.

Xena se limitó a poner los ojos en blanco.

—Cómo no —masculló—. Tendría que habérmelo imaginado.

Jessan pasó la mirada de la una a la otra muy desconcertado. Así pues, ¿podía ser cierto?

—Habláis de Ares como si lo conociérais —dijo, alzando su voz áspera en tono de pregunta.

Xena suspiró.

—¿Quieres decir que tú no? —se apoyó en un tocón que tenía detrás y estiró las largas piernas—. Qué falta de consideración por su parte. Aunque no me sorprende —lo miró—. Yo era una de sus Elegidos —él le sostuvo la mirada, retándola a decir el resto—. Hasta que un día decidí romper nuestro contrato —involuntariamente, su mirada se desvió hacia Gabrielle, que le sonrió como respuesta—. Pero nunca había oído hablar de tu especie. ¿Qué eres, ya que estamos?

Jessan se quedó en silencio un momento, repasando lo que había averiguado. Había desafiado a Ares. Así que los rumores eran ciertos.

—Ares decidió que estaba harto de los mortales y quiso crear un ejército de guerreros inmortales que le fueran leales —carraspeó un poco y Gabrielle se inclinó para pasarle el odre de agua—. Gracias —respondió roncamente—. Nos creó mezclando la sangre de un león con la de un hombre y uniendo nuestras dos especies en una sola —bebió un largo trago de agua—. Somos más fuertes que vuestra especie y fieros como leones y vivimos para el combate y la muerte —sacó la mandíbula y les echó su mejor mirada de guerrero despiadado.

La boca de Xena esbozó una sonrisa.

—Ah, ya —comentó—. ¿Y qué pasó?

El gran guerrero suspiró.

—Afrodita.

—Ohhh... —dijeron Xena y Gabrielle a la vez, maliciosamente.

—Se presentó ante él cuando estaba terminando. Él cometió el error de dejarla un momento a solas con nuestros antepasados —se quedó mirando la luz del sol de la mañana—. Ella nos dio la mortalidad. Nos dio alma y la voluntad de conocerla. Y... —aquí se detuvo, cuando la pena le agarrotó la garganta y le impidió seguir hablando. Bajó la mirada y al cabo de un momento volvió a mirar sus caras serias, pero atentas—. Y nos dio la capacidad de amar — Ah... Devon. Su corazón lloró. Respirando hondo, apartó sus recuerdos por la fuerza y carraspeó—. Hace seis años, no lejos de aquí, unos de vuestra especie rodearon a tres de nosotros y mataron a mi Devon con sus flechas de cobardes —con fiereza, desafiante, alzó el ojo para mirarlas a los suyos, esperando no sabía muy bien qué—. Estaba embarazada de mi hijo —ahora sus palabras se tiñeron de cólera—: No habíamos hecho nada ... a vuestra especie.

Gabrielle lo miró, horrorizada. Alargó la mano y le agarró el brazo con compasión.

Xena meneaba la cabeza y suspiró profundamente.

—Lo siento —se quedó mirando al hombre atentamente, notando cómo apretaba y aflojaba los grandes puños—. Afrodita fue muy cruel.

Jessan la miró.

—¿Cruel? ¿Y por qué? —preguntó, con curiosidad—. ¿Cuánto más cruel fue vuestra especie, al matarla a sangre fría?

—Vivimos en un mundo cruel, Jessan —contestó Xena—. El mayor riesgo que se puede correr es amar a alguien —hablaba sin expresión—. No puedo hacerme responsable de todos los actos, buenos o malos, de mi gente, pero lo lamento, por ti y por tu Devon —se puso bruscamente en pie y se encaminó hacia Argo.

—¿Alguna vez has lamentado enamorarte, Jessan? —preguntó Gabrielle, en voz baja. Observó su cara, mientras él meditaba su respuesta. En realidad no era tan espantoso de aspecto, una vez que te acostumbrabas a él. Su rostro, aunque magullado, tenía cierta nobleza. Eso probablemente también procede de Afrodita , pensó, seguro que Ares no los habría hecho tan atractivos. Ahora bien, los colmillos eran puro Ares. La nariz respingona, por otro lado, era claramente cosa de Afrodita.

—No, Gabrielle, nunca lo he lamentado y tampoco ahora —contestó por fin, como si la respuesta lo sorprendiera un poco—. Quiero decir que Xena tiene razón, ¿sabes? Vivimos por la espada y siempre sabemos que puede pasar esto. Somos lo que somos, a fin de cuentas —suspiró—. No, cada minuto valió la pena —esto pareció reconfortarlo, pues la miró de nuevo con una expresión más apacible—. Gracias por recordármelo.

Ella le sonrió y se levantó.

—Discúlpame un momento.

Con un suspiro, se echó de nuevo y parpadeó. Había sido una conversación sorprendente, pensó. Aquí hay algo más de lo que sé. Estiró las extremidades, sintiendo el dolor que las invadía. Cerró los ojos e intentó de nuevo extender su percepción. Nada. Como si tuviera un saco atado a la cabeza. Suspiró. ¿Estaba seguro de ellas? No... pero en el fondo tampoco podía odiarlas, como debería odiar a la gente que mató a su Devon. Estas dos no eran aquellos aldeanos. Eso lo sabía. ¿Debía hacer caso de su corazón? No, demasiado peligroso, tanto para él como para su gente. Mejor que no hubiera Princesas Guerreras por el mundo.

Xena se alejó de ellos, con la mente confusa. Lo que le había dicho al hombre era la verdad. Gabrielle todavía tenía pesadillas sobre su muerte. ¡Lo que le había hecho pasar a su amiga! ¿Qué derecho tenía a hacer eso? Debería haber seguido mi propio consejo , pensó gravemente. Demasiado tarde ... Se sentó en una roca para poner en orden sus ideas confusas y se apresuró a coger una pieza de armadura cuando oyó que se acercaba la bardo. Miró a Gabrielle, que se sentó a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó la bardo, en voz baja, observando su cara.

—Sí —contestó ella, puliendo el trozo de armadura.

Gabrielle se acercó más y le susurró al oído:

—Mientes.

Consiguió media sonrisa.

—Sí —Xena soltó un resoplido—. Me ha recordado que sé lo que se siente al morir.

—Oh... —dijo Gabrielle, en tono apagado.

Xena la miró.

—¿Lamentas haber preguntado?

—No —sonrió la bardo—. Me alegro de que hayas contestado —apoyó la cabeza en el hombro de Xena—. Bueno, ¿qué vamos a hacer con él?

—Mmm —musitó la alta guerrera—. Depende de lo que quiera hacer él, ¿no? Está bastante lejos de casa. Me pregunto cómo ha llegado hasta aquí.

Gabrielle se encogió de hombros.

—Supongo que tendremos que preguntárselo, ¿no? —miró hacia el otro lado del campamento—. Me gusta. Es decir, sé que da miedo mirarlo y que probablemente es peligroso, pero también tiene algo dulce.

—Sí —contestó Xena escuetamente—. Algo.

Esa noche, su gran paciente se unió a ellas para cenar alrededor del fuego. Se curaba asombrosamente deprisa: un legado de Ares, sospechaba Xena. Si te vas a pasar la vida luchando, más vale que te cures rápido, ¿eh? Sonrió por dentro. A mí me ha venido bien, de vez en cuando. Terminó el pescado y miró a Jessan, que contemplaba pensativo el fuego.

—Bueno —dijo. Él levantó la mirada al oír su voz—. ¿Te diriges a casa?

Jessan suspiró.

—Mi casa está en la costa noroeste —sonrió sin humor—. No creo que lo consiga. Hay demasiados asentamientos, con demasiada gente asustada desde aquí hasta allí —se quedó mirando al suelo—. Sois una especie cruel y estúpida, ¿lo sabíais? Nuestra gente jamás ha atacado a la vuestra, pero vivimos en las sombras, con la esperanza de que no nos veais, porque cuando nos veis, no paráis de darnos caza hasta que matáis a todos los que encontráis.

—El miedo da una gran motivación —respondió Xena, en tono frío—. Me imagino que la gente que te vea, y Jessan, tienes que reconocer que tienes un aspecto de lo más feroz, no podría imaginarse que no atacarías si pudieras —jugueteó distraída con una piedrecita que tenía cerca de la bota—. De no haberte conocido, yo habría pensado eso.

Jessan lo asimiló.

—Y me habrías atacado al instante —miró a Gabrielle, que guardaba silencio, pero observaba sus rostros mientras hablaban.

Xena le dedicó una de sus sonrisas lentas y fieras.

—Bueno, en otro tiempo tal vez. Ahora, probablemente habría esperado a que tú me atacaras primero —echó una mirada rápida a la bardo—. Intento no crear problemas —Gabrielle resopló y luego soltó una risita, provocando la risa de Jessan y Xena—. Bueno —reconoció la mujer morena—, la mayor parte del tiempo, en cualquier caso —se irguió y se estiró, captando la mirada de Gabrielle y enarcando una ceja. Gabrielle mostró su acuerdo asintiendo, pues ya habían hablado de las posibles contingencias antes de cenar—. Jessan, estaríamos encantadas de acompañarte hasta la frontera noroeste, de llevarte a casa con tu gente, si no te importa viajar con nosotras —le echó otra sonrisa perezosa—. Creo que puedo mantener tu pellejo intacto hasta entonces.

¿Podrías? pensó Jessan. ¿Podrías, Xena? No sé yo. ¿Eres tan buena como afirma tu reputación? Lo dudo... nadie lo es jamás. Oh, sí, estoy convencido de que fuiste una general brillante, pero ya no tienes ejército. ¿Puedes demostrar tu habilidad sobre los cuerpos de tus enemigos? No sé yo. Se la quedó mirando, mientras esperaban pacientemente su respuesta. Toda músculo, eso era cierto. Lo veía en la forma en que se movía. Las muñecas eran muñecas de espadachín, de eso tampoco cabía duda. Ésa no era una espada de adorno y la armadura era funcional. Tal vez sí, tal vez no. Era un riesgo que tendría que asumir. En cualquier caso, era mejor que ir solo... y... se obligó a reconocerlo, a pesar de lo que eran, su corazón se negaba a doblegarse ante su cerebro. Estas dos le gustaban.

—Sería para mí un honor aceptar vuestro ofrecimiento —dijo, en voz baja.