La sesión fotográfica
La cliente tenía una exigencia clara para la intensa sesión, el fotografo solo podría mirarla mientras ella se dejaba llevar.
Era una petición extraña. Pero no tan inusual como para rechazarla, puesto que me había dado a conocer como un fotógrafo liberal, admitiendo realizar trabajos de todas las fantasías.
Me pagó por adelantado y reservé toda una tarde de mi estudio para ella. Llegó vestida con un traje pardo y recatado; el cabello ligeramente ondulado y castaño reprimido en una corta trenza.
El atrezzo era sencillo, un fondo neutro y un cómodo sillón de cuero. Había sido muy explicita en su encargo, ella se dejaría llevar y yo sacaría las fotos que quisiera, sin dirigirle la palabra, para le que fuese mas sencillo. Así me convertiría en un mero observador de lo debía acontecer.
Eligió una música suave para la sesión, sentándose en el sillón dedicó unos minutos a fundirse con la música, con la profunda voz de ese cantante latino, la observé a través del prisma de mi cámara. Enfoqué su rostro de facciones clásicas, coronado por unos labios finos y pensativos. Y sus ojos enmarcados en un perpetuo gesto de curiosidad y deseo. Poco a poco se desprendido de la ropa, las prendas cayeron al suelo una a una hasta quedarse en un conjunto de fino encaje, por cuyo tacto llevo su tacto.
Suspiró sus manos se deslizaban sugerentes por su cuerpo. Las movía con lentitud, experimentada en un sendero que conocía bien. Mi cámara siguió sus movimientos y observé como alzaba juguetona sus pechos, antes de descender hacia su pubis, ya marcado con una tenue y húmeda sombra, preludió de pasión y excitación. Con los dedos acarició sobre la tela, recorriendo las montañas que eran sus labios mayores internándose en la oquedad intermedia, donde ya corría un pequeño manantial brillante.
Se mordió los labios mientras, deslizaba bajo la tela de su brasier, su curiosa mano para abarcar su pecho y aprisionar entre sus dedos la pequeña perla de oscura piel. Había cerrado los ojos, sumergida en un placer que se transformaba en un mundo, y que solo podía imaginar al ver su rostro contraído y suspirante.
Se lamió dos dedos, deslizando por ellos una fina lengua, para descenderlos hacia su pubis y apartar la tela, abrir su sexo, piel a piel. Con sus dos manos, sin mirarme, como una niña que hace una travesura, me mostró su tesoro en puro esplendor. Su interior era rosado y bello, pidió la agonía de sus dedos que raudos se perdieron en esa gruta temblante.
La orquesta había iniciado su gran marcha, su cuerpo era una sintonía de gemidos y chasquidos cuyo único estaba sentenciado. Se dio la vuelta en el sillón, apoyó el rostro en el cuero para mostrarme sus prietas nalgas, se masturbó así, dándome la espalda, mostrándome la fiereza de esa vulva atacada.
Así llego al orgasmo, en un prolongado gemido se dejo caer sobre la piel curtida. Fotografié su sexo aun palpitante su mano húmeda su gesto de confusión con los últimos coletazos.
Con una toalla secó su sudor y ante mi se cambió en un instante sus únicas prendas. A medio vestir le enseñe algunas fotografías, que aprobó mientras abotonaba su camisa. No tardó en marcharse. En regresar a su vida, a su día a día.
Nunca volvió a recoger las fotos. Ahora, con más experiencia en este mundo, entiendo que las fotos solo fueron una excusa, parte del juego de sentirse tan observada y deseada como solo puede sentirse la musa de un artista.
Guardé las fotos como un regalo, nunca se las enseñé a nadie, mas allá de aquella foto en la que derrotada por el orgasmo mostraba su cuerpo su mayor belleza. Pues esa instantánea la enmarqué con cariño y preside mi estudio, donde cada día me saluda su dulce recuerdo. .