LA SEGUNDA OPORTUNIDAD.- Capítulo 1

Antonio, Alberto y Marisa de críos eran inseparables. Alberto y Marisa eran hermanos Antonio primo hermano . Los años pasaron y Marisa, dos años mayor, se alejó de los "enanos". A sus 17 años, Antonio se enamoró de Marisa, pero ella se hizo novia de un chico mayor...

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

CAPÍTULO 1

De críos mi prima Marisa, su hermano Alberto y yo éramos inseparables, los mejores amigos del mundo. Alberto y yo éramos de la misma edad, pues yo le aventajaba en sólo un par de meses, pero Marisa nos llevaba a su hermano y a mí cerca de dos años. Ellos eran hijos de mi tío Angel, hermano de mi padre unos tres años mayor que él, pero que eran inseparables. Mis tíos Angel y Matilde vivían casi fronteros a mis padres, en la calle Mayor del pueblo donde todos habíamos nacido, y casi siempre estaban juntos, mis tíos y mis padres, por lo que desde muy niños mis primos y yo compartíamos juegos y gamberradas a granel, que buenos cachetes de nuestras madres nos reportaron. Marisa, a sus ocho-diez años era un verdadero chicazo que, antes que andar con muñecas y amigas prefería venir con su hermano y conmigo para jugar a los típicos juegos de niños de aquellos años 50: Piratas, guerreros medievales, indios y vaqueros; y a las canicas o a las “chapas”, pues menudas “carreteras” montábamos en la tierra, con unos “peraltes” en las curvas de padre y muy señor mío, donde los “ciclistas” que cada chapa representaba cogían unos “efectos” que hacían salir disparado al “ciclista” que era una vida mía.  ¡La cantidad de veces que pude tomar la “cabeza” de la carrera en esos “peraltes”, al salir mi chapa disparada con tal efecto que se ponía en primer lugar. Y la cantidad de veces que a mi “ciclista” se lo dejaba atrás el de ellos. Aunque, la verdad, eran más las veces que Marisa me dejaba atrás que las que su hermano lo hacía, porque, ya digo, menudo “chicazo” era ella.

Aquello se fue desenvolviendo más o menos así hasta que yo alcancé los diez años, momento en que mi madre decidió que ya estaba bien de vivir en un pueblo que, aunque no excesivamente pequeño, carecía de las mínimas oportunidades para que un chico de aquella famosa clase media de los años de posguerra, los 40-50, con un nivel económico-social ni demasiado alto ni tampoco demasiado bajo, pudiera estudiar el bachillerato para posteriormente poder optar a la Universidad. Así, a poco de comenzar 1951, el año de mi onceno aniversario  de vida, toda mi familia se trasladó a Madrid, donde mis padres encontraron un piso en alquiler en una calle entonces casi en construcción, pues el edificio donde alquilaron el piso era el antepenúltimo de la calle, con descampados por todas partes, tanto delante como detrás del edificio. Precisamente las ventanas traseras de nuestra casa madrileña, daban a un gran descampado donde me inflé de jugar y a cuyo fondo se encontraba una antigua estación de ferrocarril de vía estrecha, la en tiempos famosa estación de Arganda. También este ferrocarril de vía estrecha tenía su fama, pues era conocido a nivel popular como “El tren de Arganda, que pita más que anda”.  Nada más instalados en la nueva vivienda, muy avanzado ya el curso escolar, mi madre se presentó en la administración de un renombrado colegio religioso. Su intención y absoluta seguridad era que yo completaría allí la enseñanza primaria, pero se encontró con que el Jefe de Estudios del colegio, el padre Emeterio de mis pecados, opinó que con mis próximos once años lo que debía haber empezado en Septiembre pasado, inicio del curso actual 1950-51, era el primer curso de aquel Bachillerato de siete cursos más la Reválida, entonces llamada Examen de Estado. Total, que aquel dichoso padre Emeterio me metió de pies a cabeza en Ingreso de Bachiller, curso que no hubo forma de sacar en Junio pues yo me incorporé al colegio bastante pez. Aunque en el pueblo asistía desde los ocho años a las Escuelas Nacionales, la Enseñanza Pública de aquella época, lo que allí enseñaban apenas si llegaba a leer, escribir y las cuatro reglas, sumar, restar, multiplicar y dividir. Las famosas tablas, canturroneadas, del “Dos por una es dos; dos por dos, cuatro” etc. Además, todo eso mal aprendido, por lo general. Y claro, eso no era base mínimamente suficiente para acometer el Ingreso de Bachiller en un colegio de altura, donde la Enseñanza Primaria era bastante más fuerte que en la Enseñanza Pública. Mal endémico de España, la Enseñanza Pública en sus primeras etapas. ¿Consecuencia de todo ello? Pues que el verano de 1951 no pudimos ir de vacaciones al pueblo pues mi padre Emeterio de las narices se empeñó en que yo tenía que asistir a las clases intensivas de verano que el colegio ofrecía a los alumnos que suspendieran en Junio, para preparar debidamente la “repesca” de Septiembre, cosa que mi querida madre apoyó calurosamente, por lo que, ¡hala!, todos a sudar ese verano en Madrid.

Aprobé en ese Septiembre el Ingreso, por lo que a primeros de Octubre empecé el primer curso de aquel dichoso bachillerato, con “latinazos” desde primer curso y griego desde cuarto. Increíblemente, ese primer curso de “cuchillerato” lo aprobé en Junio. No me pregunten cómo se obró semejante milagro, nunca más repetido, pues tampoco yo me lo explico. En fin, la cosa es que ese verano sí que fuimos al pueblo; y desde fines de Junio hasta ya bien entrado Septiembre, tras las Ferias y Fiestas del terruño.

Ese verano pues, con doce junios recién cumplidos, volví a reunirme con mis primos favoritos, Marisa y Alberto, y francamente, fue de los mejores veranos que he pasado. Puede que fuera por el casi año y medio sin ver a ninguno de los dos, que ese verano quedó grabado durante bastante tiempo en mis recuerdos como uno de los más felices de mi lejana infancia, pues a mis doce años ni siquiera proyecto de adolescencia había en mí. Aunque he de añadir que a los doce todavía sin cumplir de mi primo Alberto, ídem de lienzo; creo que Alberto y yo fuimos los chaveas más “gilís” de todo el orbe español, pues a esa edad, en general, ya la mayoría de los chavales empezaban a notar los primeros “calores” allá por la zona más bien pélvica, pero mi primo y yo en la luna respecto a esos “menesteres”. Marisa en cambio, con sus ya casi catorce añazos era otra cosa. La encontré distinta; no era la de años anteriores: Se enfadaba con su hermano y conmigo por casi todo, y lo peor es que le dio por llamarnos “enanos” a cada momento. ¡Abrase visto la “Doña sabionda” esta y los “humos” que se está sacando ahora! Mi primo Alberto me informó entonces que él venía sufriendo esos “humos” desde hacía ya casi un año. En fin, que pronto Alberto y yo  compartimos la lúcida conclusión de que las chicas, todas ellas sin excepción, eran unas “gilís” además de resultar insufribles, por lo que más nos valdría mantenerlas a la mayor distancia posible. ¡A ver si los “gilís” absolutos no éramos nosotros!

En fin, que la cosa siguió poco más o menos así durante los dos años siguientes: Nosotros, Alberto y yo, como chavales “duros”, pasando de cualquier cosa que llevara faldas. Y Marisa cada vez más tonta e insufrible con nosotros, sin querer apenas ni vernos, pues se codeaba de continuo con los tíos más “gilipuertas” del pueblo, esos de diez y siete-diez y ocho y hasta veinte años que se creían los reyes del mundo. Del mambo diría ahora, pero entonces de lo del mambo, es que ni idea. Como digo, nosotros, Alberto y yo, a lo nuestro que todavía no era sino jugar a todo trapo. Aunque he de admitir que ese segundo año, es decir, el catorceavo de mi existencia, empecé a notar cosas extrañas en mi cuerpecito serrano. Surgieron pelitos por donde andaba esa cosa que, pensaba yo, sólo estaba allí para hacer pis; luego, fui por entero consciente de que aquella cosa tan pequeñita se agrandaba día a día. Pero la gran sorpresa me llegó la noche que desperté anegado en un líquido la mar de raro, pues no era tan líquido, sino más bien espeso. Dios y qué cantidad de cosas raras me estaban sucediendo. Intrigado, le pregunté a Alberto si le pasaba a él algo parecido, y mi sorpresa ya fue mayúscula cuando me confesó que, punto por punto, le estaba pasando a él lo mismísimo. Aunque me tranquilizó un tanto cuando me dijo que, según le dijera un chico algo mayor, de esos gilipuertas con que ahora andaba su hermana, eso no tenía importancia, que era normal y a todos los chicos nos pasa: Nos estábamos haciendo hombres. ¡Pues vaya con la “hombrada” y los sustos que daba!

Pasó aquel año que de tanta confusión fue para mí, el de mi catorce cumpleaños y a ese siguió el de mis quince y el de mis diez y seis años, que quedaron también atrás para encarar 1957, año en que alcanzaría los diez y siete. Ese sí que fue un año de grandes y definitivos cambios en mi vida, que, por así decirlo, se me cambió como un calcetín vuelto del revés. La cosa empezó ya por las Navidades anteriores, las de 1956-57, cuando a mi padre se le llenó “el gorro de guijas”, es decir, estalló en un humor de perros, pues acababa de empezar mi segunda repetición del  cuarto curso de bachillerato, tras repetir un año el tercer curso; y es que ese dichoso cuarto curso no lo aprobaba ni por equivocación, cosa enteramente comprensible si se tiene en cuenta que, ni por error tampoco, abría un libro en todo el año. En un principio, porque el andar jugando a los soldaditos o “largarme” a la calle a hacer gamberradas una tras otra, me “molaba” bastante más que lo de abrir esos más que aburridos libros. Después, porque lo que me “molaba” ya no eran los soldaditos, sino andar despendolado tras la cantidad de chavalas bien hechas que pululaban por las calles de aquel Madrid de mis pecados. También he admitir que algunas veces, pocas, me veía ante uno de esos dichosos libros abierto frente a mí; pero no creáis que eso era por virtud o amor al arte, ni mucho menos, sino porque a veces a mamá le daba por imponer su autoridad a guantazo limpio y, claro está, eso tampoco era plan. Aunque tampoco penséis que en tan especialísimas ocasiones mi atención estaba centrada en el aburrido texto abierto ante mí; ni hablar de eso, pues en lo único que entonces solía pensar era en las avutardas, fauna que ni sé por qué tanto encandila a cuantos se dedican a perder lastimeramente el tiempo.

Bueno, pues la cosa es que, tan pronto pasaron las Navidades, no más allá del 10 de Enero, me vi trabajando de mozo de almacén en el mismo de ferretería que mi padre llevaba. Además me debió “recomendar” a modo pues, ¡la Madre de Dios! Y lo que me hicieron “doblar el lomo” desde el primer día. Para mí que el jefe de almacén, un tipo enteramente horripilante, se ensañaba conmigo. No llevaría ni quince días pasando las del infierno cuando intenté “negociar” con mi padre: Con la carita más angelical e inocente que me fue dado poner, le juré por todo lo jurable que estaba reformado, que si me permitía volver al Instituto, me comería los libros crudos. Pero no “tragó”. Encima, me amenazó, eso sí, veladamente, muy veladamente, que si volvía a intentarlo me “recomendaría” bastante más en serio. Además, me puso en antecedentes que, si volvía a recibir quejas de mí, pues el maldito jefe de almacén le soltaba cada “matraca” sobre mí cada vez que mi santo padre aparecía por el almacén que habría que oírlas, me iba a estar en aquel maldito almacén hasta que las ranas criaran pelo. En fin, que a la vista del panorama pensé que mejor sería dejar de escaquearme siempre que podía y tomarme ese maldito trabajo un poco más en serio. Aunque, la verdad, no mucho más en serio.

El otro cambio fundamental vino en el mes de Agosto de ese año 1957, con ya diez y siete en mi haber, cuando en el almacén de mis desdichas me sorprendieron con unas vacaciones y me pude ir al pueblo. En ese viaje, tuve algo más que claro que, sin saber cómo ni cómo no, me había enamorado de mi prima Marisa como un perro. Y es que la muy puñetera se había puesto más buena que el pan pringado, y a mí los ojos me hacían chiribitas cada vez que la veía. Desde ese verano, yo intentaba acercarme a ella cada día, pero cada día mis intentos acababan en franco fracaso, pues aunque ella ya no era tan borde conmigo y con Alberto, su hermano, como antes, tampoco la atención que nos prestaba era nada del otro mundo: Indudablemente, ella seguía viendo en nosotros unos casi pipiolos, muy alejados del Olimpo de las “personas mayores”, como ella por ejemplo.

Y así, con más pena que gloria, pasó el casi año y medio que me separaba de las Navidades 1958-59, fechas para mí memorable: A media mañana del 20 de Diciembre de 1958 me llamaron a la oficina. Al llegar allí, me encontré con mi padre y su amigo el Jefe de Ventas. Yo sabía que mi padre llegaba a casa en la precedente madrugada para ya pasar las Navidades; incluso suponía que se pasaría  esa mañana por el almacén, cuál era su inveterada costumbre, pero eso de llamarme en tales ocasiones era nuevo. Total, que ese fue mi último día como mozo de almacén pues cuando mi padre se marchó yo me fui con él. Me “indultaba” del trabajo en el almacén y hasta pasaría las Navidades vagueando ¿Razones de tan increíble liberalidad en él, que a efectos de su hijo no era pero que nada liberal, a pesar de su republicanismo e izquierdismo casi congénito? Facilísimo: Era “ascendido” de mozo a ayudante suyo particular, pues ese día me anunció que tan pronto reiniciara viaje tras el parón de las Navidades, yo saldría con él para aprender la profesión de Agente de Ventas. A vender a cualquier comerciante que se me pusiera por delante y sacarle el máximo pedido que pudiera sacarse, sin que se me “escapara” ni uno.

Hacia el ocho o el nueve de Enero de 1959 me ausenté de casa por primera vez en mi vida. Por primera vez también entré en un comercio de ferretería como vendedor, aunque mejor sería decir que como acompañante del vendedor, pues mi actuación en esa primera lección práctica que mi padre me daba se limitó al protocolario dar la mano al cliente con el típico “Encantado de conocerle, señor”. A partir de ahí fui observador mudo. Con toda nitidez recuerdo que fue en el pueblo conquense de Tarancón. Aquella noche también fue la primera que dormí fuera de casa, en cama extraña. Fue en otro pueblo de Cuenca, Carrascosa del Campo, en una posada de mala muerte y bajo un frío espeluznante. Una posada donde únicamente podía estarse algo así como caliente en la sala que, a un tiempo, era cocina y comedor de viajeros. Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer: El hogar de lumbre baja, encendida en el suelo, en un lateral de la habitación y bajo una chimenea rezumante de hollín; una estufa de chapa al rojo, de esas típicas de la Mancha, panzuda y llena de leña, desde un rincón calentaba la estancia hasta crear un ambiente un tanto agradable. Arriba, las habitaciones, heladas como témpanos, con un servicio de lavabo que se reducía a un mueble alto, de patas larguísimas, con un aro a media altura donde encajaba una palangana. Arriba, un marco ovalado con el desvaído espejo y abajo un cubo donde verter el agua de la palangana. Un jarro o jofaina, alto, muy alto, con capacidad para cinco litros, lo sé bien pues ni se sabe los que a lo largo de aquellos años pude vender, completaba el servicio de lavabo. A la mañana siguiente, para poder lavarnos, hubo que empezar por quebrar la capa de hielo que durante la noche se formó en la boca de aquella jofaina.

A aquella primera posada, ni sé las que siguieron. Como tampoco sé la cantidad de fondas, hoteles de bajo precio, de los que entonces se decían “de viajantes”, pues el viajante de entonces no iba a gastar dinero, sino a ganarlo. Entonces no había sueldo ni dietas de viaje ni kilometraje… Sólo el emolumento a tipo de comisión sobre ventas, entre el 3 y el 5%; eso significaba que cada vez que amanecía tenías que salir a ganarte los garbanzos, pues si vendías, y lo vendido se cobraba, tú ganabas dinero; pero si no se vendía o no se cobraba lo vendido, ni un real, como entonces se decía. En cambio, los gastos de viaje eran fijos y cada día había que pagarlos: Locomoción, billetes de tren-autobús o gasolina más amortización del coche; desayuno, comida, cena y cama de cada día. Hasta, si necesitabas ir a un wáter estando en la calle, donde te pasabas el día, la cañita de cerveza o el “chatito” de vino, pues dependías del bar de turno para satisfacer esas perentorias necesidades, y no te ibas a ir del local sin pedir nada… En fin, perdonad, pero los recuerdos vinieron a mi mente, en tropel… Y ya que estoy de confidencias que nada tienen que ver con la “historia” que narro, decir que, de todas las maneras, aquella época y todos los años en viaje le siguieron, pues en activo me mantuve mientras el cuerpo aguantó y mi vista distinguía la carretera sin problemas, fueron los mejores de mi vida, pues acabé enamorándome de mi profesión; y “colgar” los muestrarios, desde mis treinta y bastantes años ya absolutamente míos, pues acabé vendiendo lo que yo mismo compraba, sin depender de nadie, siendo yo mi propio y único jefe. Mío, y de otros tres agentes que metí en el negocio; y de algún que otro oficinista, almacenero y transportista. Por eso en alguna ocasión dije que, más que jubilarme, me había retirado, pues sólo me afilié a la Seguridad Social como autónomo, por lo que pude estar en activo mientras pude. Mi jubilación no me la da el Estado, sino el negocio que de la nada levanté, ahora bajo la dirección de mi hijo menor y mi yerno, uno de aquellos tres viajantes que tiempo ha contratara.

Y vale de recuerdos y confidencias que más bien no vinieran a cuento pero, por favor, perdonadme; no lo he podido evitar, fue más fuerte que mi voluntad. O, tal vez, fuera esa mi voluntad, dejar volar la imaginación reviviendo un pasado que para mí fue muy bonito.

Bueno, pues a lo que íbamos. Excepto en lo referente a mi “presentación en sociedad” como aprendiz de viajante, pocos cambios hubo en ese año, 1959, si no menciono que mi enamoramiento de mi prima Marsa iba en absoluto “crescendo”. Como también mi “cabreo” cuando la veía en compañía de aquellos “niños bonitos” que ni me miraban pues para ellos yo seguía siendo un ínfimo “pipiolo” frente a “gente mayor”. Pero lo que más me sulfuró y los celos más tremendos me hicieron padecer hasta lo indecible, fue ver cómo Raúl, el “niño” de la familia más poderosa del pueblo, cuyo padre era propietario más de la mitad de las tierras del entorno, monopolizaba a Marisa todo cuanto podía. Pero lo peor fue percatarme de que mi amada prima no hacía ascos en absoluto a semejante individuo; muy al contrario, pues esa diosa ebúrnea le distinguía cosa mala. A todo ello se unía que mis tíos, Juan y Matilde, estaban que no cabían en sí desde que vislumbraran que su niña tal vez “cazara” al más fabuloso “partido” de la región.

El año 1959 pasó y llegó 1960, con mis ya veinte añitos. A estas alturas, informar que mi “aprendizaje” iba viento en popa. Ni soñando podía imaginar que, como aquel que dice, había nacido para esa profesión que, además, en un santiamén me enamoró. En absoluto me pesaban los largos meses de viaje y para nada echaba de menos a mi peña de amigos de Madrid. En ruta me sentía como el pez en el agua. ¿Podéis imaginaros lo que para mí significaba entrarle a un “hueso” de ferretero que se defendía como gato panza arriba de mis intentos de venta, llevarle poco a poco a mi terreno y, por finales, sacarle un sabroso pedido? Entonces yo me sentía el tío más grande del universo y mi “ego” se hacía gigantesco. No hay placer mayor en el mundo que experimentar eso, el dominio sobre el cliente. Y aún más teniendo en cuenta que yo no era sino un advenedizo en las lides comerciales, y aquellos “huesos”, individuos con el colmillo comercial muy, pero muy retorcido. Vamos, como en el mundo taurino se diría, faena de dos orejas, rabo y ni se sabe cuántas vueltas al ruedo. Porque a mediados de 1959, mi padre empezó a confiarme la atención a clientes yo solito; y, ya en 1960, hasta me mandaba de viaje, aprovechando él para poder descansar un poco esos días y yo me largaba al volante de nuestro coche más contento que el famoso “Chupillas”, que a saber quién sería el buen señor.

Pero cuando pasé por el pueblo, no para descansar en el verano, sino como la plaza más de la ruta que también era, con sus consiguientes clientes, los cuales, a decir verdad, no me tomaban demasiado en serio, tal vez por aquello de que me hubieran visto crecer y hacer mil y una tonterías y, lo que es peor, gamberradas la mar de “finas” en compañía de mi primo Alberto que, la verdad, seguía siendo el “cantamañanas” de toda su vida. Pero qué queréis, seguía siendo mi mejor amigo. Y fue él precisamente el que me dio la fatal noticia: Su hermana Marisa y el gilipuertas odioso del “niño” Raúl eran novios muy, muy formales, para la hemorragia de satisfacción de mis tíos, Juan y Matilde, pero también la desesperación de Alberto, pues todavía no está muy claro cuál de los dos odiaba más al “niño bonito”, si Alberto o yo, que ya es odiar.

Como imaginaréis, la noticia me cayó cual el famoso jarro de agua helada, tanto fue así que perdí casi toda esa semana, pues yo no estaba para empecinarme en ninguna “batalla” comercial, y el empeño que ponía en ello, era prácticamente nulo. Cuando regresé a casa y mi padre vio la semana perdida me llevé una bronca de padre y muy señor mío, que yo aguanté con espartano estoicismo.

El mes de Agosto de ese año, 1960, volví al pueblo. De nada me sirvió intentar negarme a ir, pues mis padres se tomaron muy a pecho eso de que yo me quedara sólo en Madrid durante todo el mes de los “Rodríguez”, como por aquellos entonces se denominaba a los maridos que quedaban solos en la ciudad mientras la santa esposa y los “ninios” se largaban a la playa o donde fuera. “Rodríguez” pues se suponía que los muy “pillines” dedicaban las noches del “Ferragosto”, a esparcirse con lindas señoritas halladas cualquiera sabe dónde, tras desprenderse de la matrimonial alianza y adoptar el común apellido.

Pues a lo que iba: ¡Qué no haría el cabeza loca de su querido retoño, enteramente solito en aquella ciudad de perdición durante el famoso mes! Vamos, que ni de coña lo iban a permitir con mis tiernos veinte añitos recién cumplidos. Y como por entonces los padres, indefectiblemente, eran la mar de suyos, pues ajo y agua Antoñito, cariño. Es decir, “ A JO robarse Y AguA ntarse, tocan.

Pues bien, los pesares que me acongojaron en ese infausto mes fueron de “Pronóstico Reservado”, pues hasta amarillo me ponía de ver a Marisa hasta darse el “pico” con el endemoniado Raúl, el ser que más he odiado en la vida. Y acabé metiendo la pata en forma desmesurada: Una tarde de domingo me presenté en el baile que entonces se celebraba en el Casino y pretendí bailar con mi prima: la mar de cortés le pedí al dichoso Raúl que me permitiera bailar un momento con su novia, mi prima, a lo que el “pavo” no parecía estar muy dispuesto. Lo conseguí gracias a la intercesión de la propia Marisa.

  • ¡Hombre Raúl, que es mi primo!

Raúl, bien que con cara de no agradarle mucho la cosa, se quitó de en  medio y yo pude enlazar a Marisa por la cintura y llevarla hacia el centro del salón. Era casi la primera vez que bailaba con ella, que la tenía tan cerca de mí. Y la Naturaleza obró en mí por su cuenta. Me la apreté tremendamente al frontal de mi humanidad, nada destacable por cierto, y aquella cosa de mi anatomía que en tiempos fuera pequeña, pequeña, pero que después creció, digamos, que bastante, cobró vida propia, se engrandeció como jamás antes lo hiciera, pero eso no fue óbice para que yo me apartara de mi adorada prima. Antes bien, el ceñimiento de su cuerpo se convirtió en el más descarado abrazo y esa “cosa” engrandecida se proyectó de tal manera a esa parte tan sensible de la anatomía femenina, que a Marisa no le pasó en absoluto desapercibida

  • ¡Pero qué te pasa Antonio! ¿Estás loco? ¡Por Dios, que soy tu prima!

No me dio tiempo a decir nada. Sin saber ni de dónde me vino, recibí un tremendo puñetazo en pleno rostro que, al momento, me hizo sangrar abundantemente por la nariz, pues me la acababan de romper. Rodé por el suelo al estar por entero desprevenido y entonces le vi ante mí. A Raúl no le había gustado lo que se dice nada de nada la forma en que tomé a su novia y pasó lo que pasó. Debo reconocer que razón no le faltó, pues mis deseos de hembra respecto a Marsa saltaban a la vista de cualquiera que se fijara en ello, y Raúl no nos perdía de vista. Pero a mí se me nubló la vista viéndolo todo más rojo que la sangre, hirviendo la mía como nunca antes me hirviera, y sólo pensaba en “asesinar” a ser tan odiado. Me levanté de un salto y me arrojé sobre él con instinto de asesino. Pero no logré asestarle ni un solo puñetazo, pues Raúl me paró en seco con otro mazazo tan contundente como el anterior, también éste en pleno rostro, con lo que empecé a sangrar, también con abundancia, por la boca, pues el salvaje del novio de Marisa me había hecho saltar más de un diente y más de dos, que buenas pesetas me costó su restauración. De nuevo me vi tendido en el suelo y sin fuerzas ya para volver a levantarme. Pero eso no detuvo la furia del “maromo”, que me “regaló” dos patadones en las costillas de los que hacen época.

Mi prima Marisa se puso histérica, llorando y gritando a un tiempo, mirándome con los ojos desorbitados, pero sin hacer ademán alguno de acercárseme ni tan siquiera de protegerme ante el bárbaro de su novio. De modo que fueron otros los que acudieron en mi ayuda, inmovilizando al cafre de Raúl y levantándome del suelo a continuación. Quise negarme, pero no tuve fuerzas para oponerme, y me llevaron a casa, donde no quería ir en tal estado por la alarma que causaría en mi familia, alarma que se produjo tan pronto como me vieron.

Jamás en mi vida oí a mi padre arremeter contra nadie como aquella noche lo hizo contra el hijo de mala madre de Raúl, el señoritingo del lugar. Les expliqué lo ocurrido, cómo me enamorara de mi prima. Hasta intenté disculpar a Raúl, diciendo que yo, previamente, me había pasado siete u ocho pueblos con mi prima Marisa, su novia, y que eso es malo de tolerar por ningún hombre, y menos por el “señorito” del lugar; pero no logré aquietar a mi padre, que maldecía y juraba hasta en arameo contra aquel mal nacido. Pero tampoco su sobrina salió bien librada del “reparto” de improperios, pues hasta llegó a llamarla zorra, lo que provocó que yo me enfrentara a él en cierto modo. Y es que para mí Marisa era intocable para todo el mundo.

En fin, que las excelentes relaciones entre mi padre y su hermano Juan se enfriaron un tanto durante algún tiempo, y la visita que a la tarde siguiente hicieran mis tíos, Juan y Matilde, junto a su hija Marisa para interesarse por mí, no ayudó mucho a retomar la fraternal relación. Creo que fue entonces cuando mi tío Juan supo del distanciamiento que respecto a él iniciara su hermano, mi padre, pues el recibimiento que hizo a su hermano y su cuñada no es que fuera frío, es que resultó gélido. Y a su sobrina la ignoró olímpicamente. Mi madre sólo hacía que llorar y mi tía Matilde la imitó al instante. Marisa permaneció callada ante todos, pues mi padre había hecho entrar a su hermano, cuñada y sobrina a mi habitación. Los momentos resultaron de lo más tensos. Mis tíos me dieron unos cuantos besos, hablaron poco, de pie todo el rato pues mi padre no les ofreció asiento al entrar y pronto se marcharon; la situación daba para poco. Cuando se despedían, por primera vez en aquella tarde, mi prima Marisa se me acercó, me besó en la mejilla y, casi murmurando vertió en mis oídos.

  • Primito, te quiero mucho… ¿Lo sabes? Y siento en el alma lo de ayer… No sé qué me pasó, pero no pude reaccionar: Me quedé clavada, anonadada… Vencida por ni sé el qué. Pero te lo suplico, primito, te lo suplico: No me odies…

Yo no le respondí nada, y les vi marchar en silencio

Por finales tuve que guardar cama durante tres días, pues el “palizón” no había sido nada baladí. Al cabo de menos de una semana toda la familia regresamos a Madrid. Mi padre, sobre todo, no quiso permanecer ni un día más en su pueblo, decía que si se encontraba con ese mal nacido ni sabía lo que haría. Yo trataba de quitar hierro al asunto, en especial porque no me agradaba un pelo la deriva que la relación entre mi padre y mi tío Juan estaba tomando. Pero no hubo manera. De forma que, como digo, tras descansar los tres días en cama y otro par más de pie, pero sin salir de casa y como quien dice de la cama a la butaca rellena de cojines que mi madre me preparó para mi mayor comodidad, cargamos el coche y carreta y manta para Madrid. Aquel fue el primer año, desde que tengo memoria, que mi padre y mi madre no estaban en su pueblo para las fiestas de la Virgen a fines de Agosto, cuando la Patrona del pueblo es traída desde su Ermita-Santuario a la iglesia parroquial del pueblo, permaneciendo allí hasta la finalización de la Feria y Fiestas anuales en honor a la Patrona, hacia la primera decena de Septiembre.

Llegados a Madrid, todavía permanecí inactivo, saliendo poco con los amigos, hasta que acabaron los primeros días de Septiembre, fecha en que reiniciamos viaje mi padre y yo, juntos como siempre. A destacar que, aunque viajábamos los dos juntos en el Citroen Tiburón de mi padre, a inicios de aquel ya agotado mes de Agosto, estrené automóvil propio, uno de aquellos populares Seat 600 que por entonces, más o menos años 60, “motorizaron” a media España, aquella España de los Planes de Desarrollo que en chunga la gente llamaba “de Desenrollo”.

Pues bien, con las Navidades 1960-61 se esfumó el año 1960 y 1961 inició su andadura entre la general y universal algarabía de festejos, charangas y pitos, confeti y champaña. Pero este año me trajo otros dos sinsabores: No recuerdo bien la fecha exacta, pero creo fue entre Marzo y Mayo, llegó la notificación del Ayuntamiento madrileño, Negociado de Quintas, pera presentarme en la Tenencia de Distrito a tallarme y medirme, pues estaba en Caja como “quinto” del 61 y, más o menos, para Marzo del 62 me incorporaría a filas: Vamos, que el Ejército Español, con su peculiar  magnanimidad, me “costeaba” unas  largas “vacaciones” en su seno, año y medio más o menos.

Como digo, esa fue la primera de las noticias aciagas además de la menos desagradable, pues la segunda llegó ya casi finalizando el mes de Mayo. Fue la invitación que mis tíos Juan y Matilde nos enviaban a la boda de su hija Marisa con el hijo del gran magnate del contorno más que del lugar. De su puño y letra añadían su gran interés por que todos acudiéramos; sí señor, en tropel mi padre, mi madre y yo. Incluso nos solicitaban a mi padre y a mí que firmáramos como testigos.

Aunque la noticia me cayó como un tiro, no pude menos que sonreír, eso sí, con mucha más tristeza que alegría, ante las incongruencias de la vida, que tantas veces parece carcajearse de nosotros en nuestra propia cara. Porque eso de firmar yo como testigo en la boda de la mujer que era toda mi vida con el hombre más odiado por mí… Tenía “tela”… Mucha, mucha “tela”…

Trabajo costó convencer a papá de ir a la boda de su sobrina y más todavía que aceptara firmar como testigo, pero entre mamá y yo lo logramos. Yo, porque tampoco quería hacer ese feo a mis tíos, que siempre me trataron como a un hijo más de ellos y a los que yo sinceramente quería; mucho menos a mi adorada prima. Ese día, sin duda el más amargo de mi vida, lo afrontaría con gallardía: Bebería el amargo acíbar hasta la última gota y con mi mejor sonrisa en la cara. Mi madre, porque mi tía Matilde, desde siempre, había sido su gran amiga, y añoraba esa amistad, por lo que estaba empeñada en tender “puentes” entre ambas familias, entre ambos hermanos en definitiva. Empeño que su cuñada Matilde secundaba con el mayor entusiasmo.

De manera que el 11 de Septiembre de ese año, 1961, víspera del de la boda de mi prima, los tres nos metimos en el Citroen Tiburón de papá, con la ropa que al día siguiente luciríamos en la ceremonia como casi único equipaje en las maletas, y emprendimos camino al pueblo, donde llegamos con el crepúsculo. Mis padres se fueron directamente a caso, a sacar los trajes de las maletas y colgarlos de perchas para que a la siguiente mañana estuvieran perfectamente “ponibles”. Eso no impidió que alguna de esas prendas apareciera más o menos arrugada, lo que obligó a mamá a planchar un poco.

Yo marché directo al casino a ver si por allí había alguien. En aquel círculo no hallé a nadie de interés, pero en el sempiterno tabernucho adherido al edificio del casino, el bar “La Cueva” que más honor a su nombre no podía hacer, estaban mi primo Alberto y mis inseparables amigos Paco y Félix, amén de otro familiar mío por vía materna, mi casi primo Satur, Saturnino para su desgracia, pues el nombrecito le sentaba como un rayo. “Vamos a ver… ¿Por qué mis padres no me llamaron Alfonso, Pedro, Vicente, José o Manuel incluso como a cualquier niño normal”? decía a cada momento. Que le llamaran “Satur”, todavía hasta lo toleraba, pero pobre del que se atreviera a nombrarle por SATURNINO, con todas sus letras; así, a lo bestia como él decía. Enemistad eterna la tendría asegurada el pobre infeliz. Satur era hijo de una prima hermana de mi madre, por eso digo que casi primo por no decir aquello de primo segundo, que sería lo correcto, y el pobre hombre debía su nombre a un abuelo paterno.

Pues bien, allí les encontré y nos faltó tiempo para abrazarnos todos, pues en verdad era grande el afecto que nos unía y llevábamos sin vernos unos trece meses, lo nunca visto; sí, trece meses, pues ese último mes de Agosto nadie de mi familia directa apareció por la ancestral Patria Chica.

  • La verdad Antonio, no esperaba verte por aquí en estos días. No serás “masoca”, verdad macho

Me eché a reír y repuse

  • Pues no Alberto, macho; en absoluto soy “masoca”, pero… ¿Cómo iba a faltar a la boda de mi prima favorita…? Máxime si me piden que firme como testigo de la boda…
  • Ya; tu prima favorita… Ya… ¡Y un cuerno macho! ¡Tu primita, mi desagradable hermana, no es sino la mujer por la que andas suspirando por los rincones, gilipuertas, más que gilipuertas…! ¡Y vienes a presenciar cómo esa mujer que te tiene sorbido el seso se casa con la persona que más aborreces…! ¡Y, encima, aceptas firmar como testigo…! La caraba, vamos. ¿Eres o no eres “masoca”? ¡“Pringao”, más que “pringao”!

Me puse serio, bajé la cabeza di un largo trago al vaso de vino que nada más verme entrar aquel grupo de excelentes amigos había pedido para mí y sin levantar la vista, sin mirar a nadie, repuse

  • Alberto, sé que mañana será el día más triste de mi vida. Sí, amo a Marisa con todas las veras de mi ser. Pero cuando de verdad se ama a alguien, lo que se desea es su felicidad más absoluta. Ella eligió a su hombre, Raúl, y poco importa que a mí me guste o no; que le odie o no le odie. Es su elección y tomada libremente, lo que implica que está segura de que la felicidad que todos nos merecemos la encontrará junto a esa persona. Puede que ella esté en lo cierto y con Raúl sea de verdad feliz. Luego, si de verdad la quiero, y te juro que la quiero de verdad, debo aceptarlo y desearle toda la felicidad del mundo. Eso es todo. Me va a doler, claro, pero es su deseo y yo a él me pliego. No Alberto, no soy ni masoquista ni pringado.
  • Lo que tú digas. Pero recuerda lo que te digo: Te equivocas porque ese ser se quiere demasiado a sí mismo para querer a nadie más. Mi hermana está la mar de buenorra y, lógico, el “guaperas” ese se encaprichó de ella; pero tan pronto disfrute del “caprichito” deseará otro “caprichito”, y otro y otro... Porque de lo único que “ese” es capaz es de desear a una mujer, pues querer a nadie le es imposible. Jugaste mal tus cartas, primito, y has perdido. Te retiraste del combate sin combatir, te rendiste sin luchar… Te quitaste de en medio cuando debiste “atacar” a fondo, pero con sentido común, con suavidad, respeto, elegancia y galantería… Mas, ¿qué hiciste? Batirte en vergonzosa retirada primero y luego... ¡Meter el zanco hasta el corvejón! ¿Ves cómo eres un gilipuertas, un “pringao”?

Ante aquella apabullante verdad no pude sino callar. Y menos mal que tanto Satur como Paco dieron un giro a la conversación con lo que lo acerba que se estaba poniendo la cosa se dulcificó un tanto.

Aquella tertulia se extendió al final por casi hora y media más entre presunciones de “conquistas” femeninas que más tenían de falsedad que de realidad, algún que otro chiste verde y también alguna broma de pésimo gusto… Lo normal que siempre ha sido y, supongo, siempre será entre los “machitos” de todos los tiempos.

La tertulia dio en quiebra, por lo que a mí respecta, cuando el “cuarteto de la bencina”, Alberto, Paco, Félix y Satur decidieron subir al casino para jugar algunas “manos” de “subastao” o mus, y yo decidí que mejor sería irme a casa. Una cosa buena saqué de encontrarme con Alberto. Puesto en antecedentes de mi intención de abandonar el santuario antes del banquete, tan pronto acabaran las firmas en el Registro Civil, y seguidamente del pueblo, Alberto se ofreció a sacarme del santuario en su coche y dejarme en la parada que la línea de coches de línea que unían Jaén con Madrid tenía en la curva que la carretera general hace al pié de la colina donde el pueblo se alza, justo donde se ubicaba la única gasolinera con que el pueblo contaba.

Al día siguiente madrugamos lo necesario para acicalarnos lo conveniente para el evento social que se avecinaba y hechos  los tres, mi padre, mi madre y yo, unos brazos de mar por lo elegantes que nos pusimos, partimos hacia el Santuario de la Virgen Patrona, donde llegamos minutos antes de que el novio lo hiciera y más minutos antes de que la novia llegara. Cuando la vi, Marisa me pareció un sueño, una de esas princesas de cuento de hadas como, por ejemplo, La Bella Durmiente, y en mí vi al ser más desgraciado de la Tierra. Sí, pues sentí cómo esa herida que taladraba mi alma desde años ha se enconaba como nunca antes lo hiciera.

Pasé la ceremonia celebrada ante el Altar Mayor, a los mismos pies de la Santa Virgen, muy atrás, al fondo del templo y casi escondido tras una de las columnas que sostenían la bóveda, pues no quería ver esa ceremonia que me estaba partiendo el corazón. Tuve que reunir todas mis energías, toda mi entereza y fuerza de voluntad para no estallar en amargo llanto, en sollozos abrumadores. Apreté los dientes, los enclavijé realmente, y logré resistir sin dejar brotar de mis ojos ni una sola lágrima del océano que en mis lagrimales se acumulaba. Cuando la ceremonia por fin terminó, mi rostro debía estar por entero demudado por la expresión que vi en los ojos de mi padre y también en los de Alberto cuando nos reunimos en la sacristía para cumplimentar como testigos del acto ante la Autoridad Civil que sancionaría el matrimonio entre los nuevos contrayentes, según entonces se acostumbraba a hacer en España, cuando era el juzgado quien se personaba en la sacristía correspondiente para que contrayentes, padrinos y testigos dieran fe del hecho matrimonial en el Registro.

Entonces, cuando los dos esperábamos nuestro turno de firma, comuniqué a mi padre mi proyecto de dejar santuario y pueblo tan pronto hubiera firmado. El entendió perfectamente mi postura, asegurándome que se lo explicaría a mi madre y me despediría de ella.

Por fin me llegó el turno y estampé mi firma en el Registro. De inmediato hice señas a Alberto y, seguido por él, me dirigí a una salida que, desde la sacristía, se abría directamente a la parte de atrás del templo, la forma más discreta de abandonar sigilosamente la gran explanada donde se alzaba el templo. Entonces, veo que Marisa me sale al paso. Hasta ese momento no me había acercado a ella; ni siquiera la había felicitado por su matrimonio. Hice lo que pude hacer; lo otro, las formales felicitaciones, los besitos y golpecitos en el hombro más o menos sentidos, más o menos protocolarios, para mí eran entonces impracticables. Así que cuando la veo venir hacia mí, tan endiabladamente bella y radiante, se me puso un nudo en la garganta, un vacío en el estómago y por poco no se me paraliza el corazón. Desde luego me quedé parado como si mi cuerpo, de repente, se convirtiera en una estatua de sal, como el de la mujer de Lot. Pero Marisa siguió avanzando hacia mí, manteniendo en su rostro esa maravillosa sonrisa suya.

Se llegó hasta mí y depositó un beso largo, intenso y tierno en mi mejilla, para susurrar quedamente en mi oído

  • Antonio, primito, te quiero mucho, de verdad, te quiero mucho. Y mi mayor deseo es que pronto encuentres una chica que te merezca y te haga feliz, todo lo feliz que mereces ser.
  • Gracias Marisa. Pero no sé si esa chica aparecerá algún día; puede que yo no desee que aparezca nunca…
  • Te vas ¿verdad?
  • Sí, regreso de inmediato a Madrid
  • ¡Quédate al menos a la comida! Te advierto que estará muy bien. Todo, cosas exquisitas.
  • No lo dudo. Pero no tengo ánimos… Marisa, de verdad deseo que seas muy, pero que muy feliz. Y espero que Raúl sepa estar a la altura que tú mereces.
  • Eso ya lo sé. Sé que me quieres bien. A pesar de lo del año pasado… Ja, ja, ja… También sé que con Raúl seré todo lo feliz que deseas sea.
  • Bueno Marisa, lo dicho, que seas feliz. Adiós primita
  • Adiós primito… ¿Volveré a verte?
  • ¡Quién sabe…! Puede que sí… Puede que no… Qué importa ahora eso… Tú emprendes una nueva vida con tu marido, yo debo seguir la mía, tal y como hasta ahora… Lo que sí te digo es que, si volvemos a vernos, será dentro de algún tiempo… tal vez de mucho tiempo…

Marisa quiso seguir hablando pero yo lo impedí. Le tapé la boca con la mano, le besé la mejilla y me alejé de ella, camino de la salida elegida. Alberto me siguió, mirando seriamente a su hermana al pasar junto a ella. Se paró un momento para decirle

  • Hermanita, yo no te digo que seas feliz: Sólo deseo que no te estés equivocando y que nunca te arrepientas de lo que acabas de hacer.

Y siguió tras de mí. Con Alberto llegué al pueblo, me cambié de ropa e hice la maleta con lo que me acababa de quitar. Luego, Alberto me dejó en la parada de autobuses al pie del pueblo y regresó al santuario a comer.

El coche de línea no tardó mucho en llagar, pues nosotros habíamos arribado allí sólo minutos antes de la hora de llegada del autobús. Subí al coche y busqué asiento hacia el final, en un conjunto de dos butacas prácticamente solitario. Y entonces, allí, solitario por fin, no fui capaz de seguir aguantando mi congoja. Rompí a llorar, con un desconsuelo nunca encontrado en mí. Me sentía como desgarrado por dentro, despeñándome por un pozo de insondable profundidad y negrura. Los fuertes sollozos remitieron tiempo después, pero no la congoja que atenazaba mi alma, por lo que seguí gimiendo pero ya sin ostentosas demostraciones.

Al fin llegamos a Madrid. Me apeé en la terminal de la línea de autocares, casi en la plaza de Mariano de Cavia, muy cerca de casa. Salí a la plaza con mi maletita de equipaje y me senté en un banco. Ni sabía qué hacer. Estaba como perdido, sin capacidad para tomar decisión alguna. En mi mente sólo una idea había; o, mejor dicho, sólo una imagen la ocupaba: Marisa, con esa deslumbrante sonrisa suya y la esplendorosa belleza que el traje de novia le diera. Pero, también, lo que esa noche sucedería entre el nuevo matrimonio, cuando quedaran a solas en esa alcoba que Dios sabría dónde estaba.

Me levanté y me metí en el primer bar que encontré, con mi maletita a cuestas. Allí tomé las dos o tres primeras copas de aquella terrible noche para mí. Tras esas dos o tres copas, un tanto “entonado” ya por el coñac Magno trasegado y después de algo más que media hora, salí a la plaza otra vez, algo más decidido que cuando entré en el bar: Tomaría un taxi, iría a casa a dejar allí la maletita y, con otro taxi, me dirigiría hacia la Gran Vía. Si Marisa iba a conocer esa noche lo que es el amor, yo conocería, al menos, lo que es el sexo, pues si sería “pringao”, como me dijera Alberto, que hasta entonces me había mantenido virgen. Sí, virgen, pues soñaba con perder la virginidad al tiempo que Marisa la perdiera. En mis planes, entraba que los dos, Marisa y yo la perdiéramos juntos, que ella se adueñara de la mía y yo de la suya… Como el agua estaba que tal cosa no era posible. Sí, la perderíamos los dos esa misma noche pero ni juntos ni revueltos, sino cada uno por su cuenta… ¡Y que le aproveche a Marisa!

Pensado y hecho. En un taxi llegué a casa y con el mismo taxi llegué a la Gran Vía, por donde queda la estación de metro que entonces se llamaba de José Antonio y hoy Gran Vía, en cambios congruentes, pues durante el “Ancién Regimen” la Gran Vía se llamó oficialmente “Avenida de José Antonio”, aunque todos seguíamos llamándola Gran Vía, desde los más adictos hasta los más opuestos al régimen; luego, con el “Nouvelle Regimen” la Gran Vía recuperó su primitivo nombre, con lo que esa estación del metropolitano madrileño siempre llevó el nombre oficial de la vía urbana que la ubicaba. Congruente, verdad.

Por aquellos andurriales seguí “rezando rosarios” en cada bar que me salía al paso. A casa calculo debí llegar sobre las nueve y pico y a la Gran Vía casi seguro que hacia las diez, tal vez algo más tarde. Pues bien, más o menos sobre la una de la madrugada me vi ante el nº 12 de la Gran Vía, es decir ante aquel más que famoso, casi mítico “Bar Chicote” que todavía regentaba su fundador, el no menos mítico Pedro Chicote, más conocido por “Perico Chicote”, ese gran madrileño que dijera tantas veces aquello de que era “Muy de Madriz y muy del Madriz” con esa fonética tan típicamente madrileña, de aquel antiguo Madrid, que trocaba la “D” final del nombre de la ciudad por una rotunda “Z”

Un Bar Chicote que también era una excelente “coctelería”; tal vez la mejor de España y una de las mejores y más famosas del mundo, por la que pasaron nombres como Frank Sinatra, Ava Gardner, Grace Kelly y Rainiero de Mónaco, Audrey Hepburn o ( Va por ti, amigo Raimundo) Sofía Loren. Y un etcétera que incluiría a Ernest Hemingway y al mismísimo presente USA D. Eisenhower, con motivo de su tan celebrada visita a Madrid en Diciembre de 1959, que marcó la verdadera normalización entre la diplomacia USA y la española, cuando los EEUU reconocieron a España como amigo y aliado, no como un simple mandado o sometido.

Además, por aquel entonces, ( no sé si ahora también ), en “Chicote” paraban las mejores rameras de todo Madrid y con diferencia sobre cualquier otro lugar semejante, pues aunque la prostitución estuviera oficialmente prohibida y perseguida, haberla habíala.

Pues bien, en ese “Chicote” de mis pecados de aquella noche, de cabeza me metí a eso de las 01 horas; como un rayo me dirigí al mostrador solicitando no sé cuántas medias combinaciones, pues por entonces al cóctel no se le llamaba así, sino “combinación”, y claro, media era más barata que una entera; aunque también a base de “medias” acababas borracho perdido, cosa que unida a las copas del montón de licores que llevaba ya dentro hizo que la “tajada” de esa no tan santa noche resultara de antología.

Y claro, en medio de semejante “tajada” me dirigí cual verdadero “tipo duro”, más o menos como John Wayne mi  actor favorito de entonces, a una de esas mesas ocupadas por espectaculares odaliscas. Y en menos que se tarda en decirlo salíamos juntos rumbo a la habitación de una de esas pensiones de “ni fu ni fa”, es decir, ni buena ni mala.

Si aquella noche la “prójima” me “estrenó” en el arte de Eros, lo sabrá ella, pues yo ni repajolera idea: Llevaba tal “tranca” que tan pronto la “individua” me soltó sobre la cama me quedé Roque total. Y digo que me descargó, pues del taxi a la habitación, la “prójima”  me llevó a remolque pues yo ya empecé a dormir en el taxi sin cortarme un pelo. ¡Bueno estaba yo para cortarme por tales naderías!

FIN DEL CAPÍTULO