La Secretaria: El inicio en la cena de empresa

Cómo comienzo mi camino en el mundo de la entrega, sumisión y el sexo duro después de lo que parecía una inocente cena de empresa que acaba con el descubrimiento de nuevos placeres del sexo

Eché una última ojeada al espejo antes de salir del baño. La verdad es que estaba impresionante. Aquel vestido siempre me había sentado genial. De gasa negra de encaje, con el fondo raso de blanco, me llegaba algunos centímetros por encima de la rodilla; no excesivamente ajustado en la cadera, lo justo para insinuar el culo y el comienzo de las piernas, tenía un escote en V bordado que era de mis favoritos. Se ceñía al busto juntándolo  y dejando ver una insinuante parte de la redondez de mis pechos, bastante generosos para mi constitución tirando a delgada.

Por un momento me pregunté si no sería demasiado para mi primera cena de navidad en mi nueva empresa, pero enseguida recordé que había salido de fiesta varias veces con ese mismo vestido, incluso acompañada de mi novio, así que me respondí que era el ideal. Sexy, atractivo pero elegante, como tenía que ser una secretaria.

Llevaba desde septiembre de ese mismo año 2013 trabajando en aquella empresa de seguridad privada, recién cumplidos los 27 años. Era mi segundo trabajo como secretaria y debo confesar que estaba bastante contenta. Entre otras cuestiones, debía cuidar mi buena presencia, algo consustancial al puesto, pero que tampoco me importaba demasiado, dado que cuadraba perfectamente con mi gusto a la hora de vestir: maquillada, tacones, faldas, vestidos, escotes que insinúan sin mostrarte como una guarrilla poligonera...

En un sector con tantos hombres trabajando era imposible que no hubiera miradas, algún flirteo, alguien que más o menos descaradamente me tirara los tejos... Pero realmente nada fuera de lo habitual que puede vivir una chica mona un sábado noche de fiesta. Nada que hiciera presagiar lo que iba a pasar aquella noche.

La cena transcurrió con normalidad. Bastante divertida, la verdad sea dicha. Aunque a nadie le gusta y es algo que todo el mundo intenta evitar, tuve que sentarme en la mesa junto a mi jefe aunque, afortunadamente, también enfrente de los dos comerciales con los que mejor me llevaba; de 33 y 39 años, casados ambos, eran graciosos, divertidos, con desparpajo... el alma de las fiestas. Mi jefe, de 48 años muy bien llevados, también casado, era bastante correcto y comprensivo en el trato profesional y durante la cena se me reveló como una persona con gran sentido del humor. Me reí mucho con los tres y también me regalaron los oídos con algunos piropos y comentarios entre risas y bromas. Me alegré de haber tenido que sentarme allí.

La noche transcurrió entre el vino de la cena y las copas de después. Estaba animada, me lo estaba pasando en grande. Recibí bastante atención de Pedro, el comercial de 39 años, y durante alguna charla o bailando en la pista del bar al que fuimos tras la cena me sorprendí pensando que si yo no tuviera novio y él no estuviera casado igual aquella noche acababa de otra manera...

La gente poco a poco fue abandonando la fiesta. Yo seguía con ganas de marcha y bebiendo copa tras copa. Con gran acierto habían decidido hacer la cena un viernes, así que yo no trabajaba al día siguiente; no tenía por qué volver pronto a casa. En torno a las 3 de la mañana la cena de empresa se reducía ya solo a cuatro personas. No me extrañó que dos de ellas fueran Pedro y Javier (el otro comercial de 33 años), aunque sí me sorprendió que el restante fuera Óscar, mi jefe. “Vaya marcha tiene”, pensé.

Precisamente fue él quien propuso irnos de aquel bar a una de las discotecas más de moda y de mayor fama de la ciudad, cuyo dueño era amigo suyo. Por supuesto, apoyamos la idea encantados. Durante el trayecto en el flamante coche de mi jefe, no demasiado largo, fui sentada atrás con Pedro, que seguía haciéndome reír sin parar y deslizaba en mis oídos de cuando en cuando algún piropo. En un momento, como si nada, puso su mano sobre mi muslo y la dejó allí, en un gesto que evidentemente era algo más que un ademán de amistad o complicidad. Ayudada por el alcohol, no hice nada para evitarlo ni para rechazarlo, actuando como  hasta ese momento, con total normalidad, como si nada pasara.

Llegamos a la discoteca y pasamos inmediatamente a un exclusivo reservado, después de que mi jefe y su amigo charlaran unos minutos. En forma de círculo, tenía un amplio sofá junto a una pared y dos butacas enfrente, separado por una gruesa cortina del pasillo que llevaba al resto de reservados. Empezamos a beber champán. “Perfecto, mezclar vino, copas y champán, ya verás que resaca mañana”, recuerdo que pensé.

Me senté en el sofá, con Pedro cerca –muy cerca- a mi derecha y mi jefe y Javier en las butacas de enfrente. Anécdotas del trabajo, risas, diversión... la cosa transcurría como se podía esperar de una divertida noche de fiesta y yo cada vez estaba más a gusto y contenta. La mano de Pedro volvió a mi muslo como si nada, como si fuera el gesto habitual de tu pareja. Le miré y sonreí sin decir nada; él me devolvió la sonrisa y me guiñó un ojo. No recuerdo si ese fue el punto, el instante que lo cambió todo, o si ocurrió algo más, pero lo cierto es que a los pocos segundos estaba morreándome con él, besándonos de manera apasionada y jugando con furia y fuerza con nuestras lenguas en la boca del otro.

Sin ninguna duda el alcohol ayudó mucho a que me dejara llevar, a que no me acordara, o no me importara si lo hice, de mi novio; ni de ser poco sutil a la hora de hacer aquello y enrollarme con un compañero de trabajo a la vista, a escaso metro y medio, de otro de mis compañeros y de mi jefe, que sabían que tenía pareja, y de lo que pudieran pensar por ello de mí. Lo cierto es que lo hice y disfruté del escalofrío que recorrió todo mi cuerpo al sentir la lengua de otro hombre en mi boca.

No sé cuánto tiempo llevábamos enrollándonos cuando Javier, el otro comercial, se sentó a mi otro lado en el sofá. Lo noté, no lo vi, ocupada como estaba. Ni sé cuánto tiempo –pero no demasiados segundos- transcurrió hasta que sentí una mano acariciando y apretando uno de mis pechos. Una mano que no era la de Pedro.

Un estremecimiento, una brutal sacudida recorrió todo mi cuerpo, una mezcla de sorpresa, nervios que atenazaron mi estómago y de un morbo y excitación que nunca antes en mi vida había experimentado. A pesar de que había tenido posibilidades de ambas cosas, no solo era la primera vez que engañaba a uno de mis novios, sino que era, además, la primera vez que estaba con dos hombres.

Esa sensación, unida al alcohol, hacía que sintiera como si no fuera yo la que controlaba mi cuerpo ni mi cerebro, como si otra persona me hubiera poseído y, desde dentro de mí, tuviera las riendas. Dejé de besar a Pedro y me giré hacia Javier. En el nanosegundo en que vi a Javier mirándome con arrebatada lujuria mientras sobaba una de mis tetas y decidí que, en lugar de apartarlo y enfadarme, iba a morrearle también, supe a ciencia cierta que aquella noche iba a terminar follada por ellos dos. Y al darme cuenta de ello sentí una auténtica explosión en mi coño, que chorreaba como nunca.

Mi boca, mi lengua, pasaba con húmeda lujuria de Javier a Pedro una y otra vez, mientras ellos recorrían mi cuerpo con sus manos. Primero y bien mis tetas, que tanto llaman siempre la atención. Después ya Javier bajó su mano hasta mi entrepierna. Con el vestido arremangado casi ya sobre la cintura, sus dedos empezaron a jugar primero por encima de mi tanga negro, después ya, sin cortarse, por debajo. No podía para de gemir y morderme los labios en los escasos instantes en que tenía la boca libre mientras mi compañero empezaba a masturbarme suavemente, masajeando mi clítoris en círculos, pasando sus dedos por la abertura de mi coño, metiéndolos, jugando dentro con ellos, para volver a mi hinchado y palpitante clítoris.

Mientras giraba mi cabeza para pasar de una boca a otra, no podía evitar deslizar miradas al frente. Allí estaba Óscar, mi jefe, sentado con las piernas abiertas, con una copa en la mano y con la otra sobándose un paquete que desde la distancia ya notaba tremendamente duro y empalmado, disfrutando de cómo su sexy y atractiva secretaria se dejaba meter mano por dos de sus empleados. Me sentía como si estuviera dentro de una película porno. “¿Qué pensará de mí?”, me pregunté. Y la respuesta que yo misma me di me excitó aún más.

No tardó mucho mi jefe en aburrirse de ser mero espectador. Se puso de pie y se acercó a nosotros, justo delante de mí. Cogió mi cara por la barbilla y me hizo mirarle desde abajo; alto, seguro de sí mismo y de su poder, aparecía más imponente en aquella postura. Me miró, sonrió y mientras con la otra mano se desabrochaba los pantalones, dejando salir de debajo de sus pantalones una polla descomunal, me dijo: “Si vas a comportarte como una puta, al que mejor tienes que tratar es a mí”.

No lo dudé; o, mejor dicho, la persona que se había apoderado de mí hace varios minutos no lo dudó un instante. Sin decir nada ni vacilar agarré su enorme miembro y me lo metí en la boca. Era grande, la más grande que había probado hasta entonces, sobre todo por su grosor. Notaba cómo me llenaba la boca y eso me encantaba.

La comía con ganas, rápido, fuerte, con deleite y casi desesperación. Él sujetaba mi cabeza y en algún instante apretaba un poco, hundiéndome más la polla en la boca, ahogándome levemente. Javier y Pedro se turnaban en sobarme las tetas y masturbarme. Estaba en la gloria. Siempre había sido activa y nada mojigata en el sexo, pero aquello era otra dimensión, disfrutaba como nunca lo había hecho.

– Joder que bien me la comes Eva. Vamos puta, traga. No sabes la de ganas que tenía de darte polla, la de pajas que me he hecho pensando en tus tetazas, en cómo te follaba.

Cuando escuché estas palabras de la boca de mi jefe, mientras Pedro masturbaba mi clítoris y Javier se deleitaba con mi pecho, no pude aguantar más y un desgarrador orgasmo recorrió todo mi cuerpo. Saqué la polla de mi jefe de mi boca, aun agarrada en mi mano derecha, y gemí profundamente al correrme mientras él apretaba mi cabeza contra sus huevos.

– Mira como se corre la zorra, parece que le encanta que le den caña. Siempre tuve esa impresión desde el momento en que entraste en mi despacho para hacer la entrevista.

Javier y Pedro se pusieron de pie uno a cada lado de Óscar, y dejaron libres también dos buenas pollas, aunque en ningún momento tan impresionantes como la de mi jefe. Javier fue el primero en dirigir mi cabeza hacia su miembro erecto y brillante y de nuevo sin dudar empecé a mamarlo con fruición.

Durante varios minutos estuve así. Sentada en el sofá, con las piernas abiertas, el coño oloroso y empapado, el tanga clavado en él y mis manos y mi boca pasando alternativamente de una polla a la otra, comiéndome las tres, masturbando las tres. “Vamos come zorra. Traga puta. Dios que mamada. Puta, zorra, perra, guarra”. Esto me decían uno tras otro, a la vez. Era evidente que en una situación así no iban a tratarme con dulzura. Y lo más morboso es que me excitaba profundamente que no lo hicieran.

– Vamos a follarnos a esta puta –dijo mi jefe, mientras me levantaban del sofá entre los tres.

Por primera vez en lo que iba de aquella brutal noche mi jefe metió su lengua en mi boca. Fue un beso guarro, largo, vicioso y húmedo, lleno de babas, mientras me subía por completo el vestido para que Pedro y Javier me quitaran el tanga. Me dejaron de pie, con el vestido puesto, y se sentaron, los tres juntos, en el sofá en el que yo estaba sentada antes. Mi jefe en el centro, Pedro a su derecha –mi izquierda según miraba- y Javier al otro lado.

– Cabalga, zorra.

La orden llegó, obviamente, de Óscar. Ninguno de los tres había hecho el más mínimo ademán de buscar un preservativo. Ni siquiera me habían preguntado si tomaba la píldora (sí lo hacía). Me estaban tratando como un objeto. Para mi sorpresa me encantaba.

Me subí sobre él y clavé su polla en mi coño. Comencé a cabalgarle despacio, mientras él sobaba y apretaba con furia mis tetas por encima del vestido, besaba mi escote o me morreaba. Fui subiendo el ritmo, jugando, variando con la lentitud para sentir cada centímetro de su enorme miembro entrando dentro de mí hasta los botes impresionantes sobre su polla. Javier y Pedro se masturbaban lentamente mirando, acariciando a ratos mi pecho y mi culo. Javier se humedeció un dedo con la boca y lo clavó en mi culo mientras yo seguía cabalgando. Grité de gusto y volví a correrme como nunca. Mi segundo orgasmo de la noche.

Cuando Javier sacó el dedo mi jefe me agarró por las caderas y empezó a marcarme un ritmo alto. Comprendí que iba a correrse. Cabalgué decidida mientras nos morreábamos hasta que me mordió con cierta fuerza el labio mientras noté su explosión dentro de mí. Una corrida intensa, larga, abundante, que llenó todo mi coño y rápidamente empezó a rebosar por mis muslos, aun mientras seguía montada sobre él.

Me levanté, con las piernas algo temblorosas y me senté sobre Javier sin ni siquiera limpiarme. A él no le importó. A esas alturas ya apenas tardó en correrse, en volver a inundar mi coño ya rebosante con su leche, mientras me daba azotes en el culo, aunque lo suficiente como para que yo tuviera un nuevo orgasmo, el tercero de la noche. Parecía que a partir de ahora tampoco yo iba a tardar demasiado en alcanzar el clímax.

Esta vez me costó más levantarme y el propio Javier tuvo que ayudarme para que pudiera llegar al otro lado del sofá, hasta Pedro. Él había comenzado todo esto y con él iba a terminar –o eso creía-.

Me senté sobre su polla tiesa y dura y sin moverme le dije “tú tienes la culpa de esto”.

– Cállate y fóllame, zorra –me contestó. La dulzura, las risas y los piropos se habían acabado. Para ellos ya solo era una puta.

Cabalgué lentamente, disfrutando del momento, de la polla de Pedro dentro de mí, de sus morreos, de las miradas de mi jefe y Javier que, recién satisfechos, se sobaban tranquilamente el paquete mientras me veían cabalgar.

Volví a correrme, por cuarta vez. Gemí, grité casi, sin importarme que la gente que estuviera cerca del reservado pudiera oírme. Pedro no tardó en seguirme. Agarró mis tetas con auténtica devoción mientras gritaba aún más que yo y descargaba la tercera ración de lefa que se había llevado esa noche mi coño.

– Habrá que pedir otra botella para celebrarlo –dijo mi jefe, mientras se levantaba, se volvía a vestir completamente y salía del reservado a por una nueva botella de champán.

Me senté en el hueco que él dejó. Estaba exhausta, cansada, sin apenas fuerza para tenerme de pie. El coño, los muslos, pegajosos de semen y mis propios flujos. ¿Qué había pasado? ¿Cómo había acabado así? Realmente no era capaz de explicármelo muy bien, pero estaba satisfecha, estaba a gusto, estaba feliz.

Mi jefe volvió con la botella y llenó tres copas. Una para Javier, otra para Pedro, otra para él.

– Para ti no, tú tienes otra cosa para beber –me dijo. Así que parecía que aquello no había acabado.

Me levantó del sofá y volvió a sentarse y a desabrocharse los pantalones, dejando fuera aquella polla que era la mejor que había probado en mi vida, ahora a medio camino, morcillona tras descargar y volver un poco a la vida con el espectáculo que le había brindado después.

Cada uno con la copa en la mano, mi jefe me hizo un leve gesto con el dedo indicando que me agachara y entendí a la perfección. De rodillas en el suelo delante de ellos, volví a llevarme esa polla que me llenaba a la boca y empecé una nueva mamada. Con la mano libre –incluso con las dos libres, comiendo sin manos a veces- acariciaba las otras dos que tenía a mi disposición o me masturbaba.

Pasé de una a otra, comiéndolas alternativamente, siempre de rodillas, mientras ellos gemían, acariciaban mi cabeza o me empujaban contra sus pollas, marcándome el ritmo, otras veces dejándome a mí. Bebían sus copas mientras yo los aliviaba, mostrándome así que yo estaba a su servicio.

Se reían, lo celebraban. “Vaya buena puta; qué buen fichaje jefe; qué bien lo vamos a pasar con esta golfa; Eva, eres la tía más cañón y más zorra que ha pasado por la oficina”. Según me decían todo eso no podía evitar excitarme más y más y me masturbaba compulsivamente mientras no paraba de tragar polla en todo momento.

En esta ocasión el primero en correrse fue Javier. Una buena lefada para ser la segunda y tan seguido de la primera, que descargó directamente en mi boca y que tragué hasta la última gota. Levanté la cabeza al terminar, le miré y sonreí. Quería que supieran lo feliz que me hacía cómo me estaban tratando.

Tras él el turno fue para Pedro. Una corrida menos abundante que no me costó tragar, tras la que él me hizo abrir la boca para mostrarles a los tres que estaba quedándome con todo lo que me daban.

Cuando Óscar, mi jefe, descargó en mi boca yo ya había tenido mi quinto orgasmo masturbándome. Apretó fuerte mi cabeza contra su polla, haciéndomela tragar entera, con muchas dificultades para respirar, y echó un potente chorro directamente en mi garganta, al que siguió otro duro segundo chorro. Después aligeró la presión y permitió que con mis movimientos terminara de sacarle toda la leche, hasta la última gota, que pasó directamente a mi estómago.

Llenó otra copa de champán y me la dio. “Toma, te la has ganado”. La bebí casi de un trago; ciertamente, me la había ganado con creces.

Me llevaron hasta casa en el coche de mi jefe. Mi novio dormía a pierna suelta cuando entré en casa, intentando ser todo lo silenciosa que podía, habida cuenta de que me temblaban constantemente las piernas, que a duras penas podían sostenerme en pie.

Cuando entré en la habitación y sentí la respiración de mi chico, me sentí terriblemente mal. Una fuerte angustia me invadió por lo que había hecho, por lo que le había hecho. Pero rápidamente dejó paso a una nueva y enorme excitación según venía a mi memoria todo lo que había pasado esa noche, según recordaba cada situación, cada segundo, cada escena que había vivido en el reservado de la discoteca.

Mi entrepierna, aquella entrepierna que había recibido tres corridas y cinco orgasmos palpitaba. No pude evitarlo. Fui al baño y sentada en la taza, con las piernas bien abiertas, me masturbé como nunca reviviendo en mi mente cómo había sido usada por mi jefe y dos de mis compañeros de trabajo. Tuve un intenso latigazo en mi sexto orgasmo, mientras pensaba “Dios, soy una puta”.