La Sacerdotisa De La Noche: Noche 5

Los fantasmas nunca desaparecen.

Saludos, lictores de TR. En este nuevo capítulo, veremos las consecuencias de las decisiones de Daemeeth y Dogannu sentirá una conexión diferente y especial con Saerhys, que podría ocultar algo. Aalyat, inmersa en su propio calvario, comenzará a perder el control y la malvada gemela buscará consuelo pero su sed de sangre condenará a muchos más.

Ambas hermanas seguían acostadas, mirando el techo y respirando entrecortadamente. Diamnith no podía contener las lágrimas que corrían por sus mejillas y Daemeeth tenía miedo de mirar a su gemela.

“Ha debido ser más fácil… al menos todo ha terminado,” murmuró Daemeeth con un hilo de voz.

Diamnith permaneció en silencio y su hermana le cogió la mano y se la apretó. Sin decirse nada más, permanecieron así hasta que Diamnith dejó de moverse, poco después Daemeeth también se quedó inmóvil.

Los hombres de Daemeeth, habiendo escuchado el forcejeo desde afuera, estaban a la expectativa pues no deseaban desobedecer al entrar al establo. Tras varios minutos que se hicieron eternos, Daemeeth salió del establo con una mirada de terror y conmoción, además de mostrar una palidez cadavérica.

“Quemen este lugar,” ordenó la mujer sin detenerse y se alejó con rumbo a Ashtaroth.

Luego de encerrarse en su habitación, Aalyat se desplomó a un costado de su cama, enterrando la cara entre sus manos y llorando amargamente. No tenía ni la más mínima idea de quién era esa mujer y que tan cercana era a Dogannu, pero en mucho tiempo no se había sentido tan desdichada y sola como en ese momento. Temblando, la chica trató de serenarse un poco pero Elanya volvió a aparecer a su espalda.

“Te lo dije… él no te ama,” dijo ella.

“Te equivocas, no tienes idea,” respondió Aalyat levantando la mirada.

“Me das… asco. Eres débil y tonta,” contestó Elanya a su hija sin ningún afecto de madre.

“No te lo dije cuando estabas viva, pero te odio con todas mis fuerzas,” murmuró la chica con rabia.

Aalyat dio un respingo al notar a su madre sentada a su lado.

“Como os dije, debes hacerlo, lo quieras o no,” aseguró Elanya.

“Déjame sola…” balbuceó Aalyat.

La muchacha cerró los ojos y suspiró. Luego de unos minutos se percató que estaba sola y se acostó en su cama, llorando en silencio.

Las Sacerdotisas de Sol escoltaron a Dogannu y Mirlya a casa, con Saerhys detrás de ellos. Despidiéndose, Mirlya se fue a dormir y Dogannu quedó a solas con la guerrera.

“Estoy muy cansado. Necesito dormir,” admitió el chico con un bostezo.

“Seguro que si, necesitas recuperar vuestras energías,” dijo Saerhys.

“Supongo que también deseas dormir… pero solo… bueno, yo pensaba que… tal vez tú querrías…”

“Estas pidiéndome que duerma contigo? No creo que lo que más desees sea la compañía de una mujer,” comentó Saerhys.

Dogannu podía sentir sus mejillas arder tras ese breve momento embarazoso, dando gracias que la penumbra era suficiente para no mirarse mutuamente con claridad, pero por los ruiditos que hacía ella, podía detectar que Saerhys trataba de contener las ganas de reír.

“No te burles de mí… solo pensaba que querrías descansar,” musitó Dogannu.

“Para nada. Pero yo preferiría quedarme despierta y vigilar la casa,” aseguró ella.

“Pero es muy peligroso!”

“Para ti lo es, aunque no significa que no seas valiente, Dogannu. Has sido muy valiente al soportar este rito infame,” le dijo Saerhys.

“Gracias… nunca había conocido a una mujer tan increíble como tú. Supongo que conoces este ritual?”

“Si, los dioses no lo aprueban,” contestó ella.

Permanecieron en silencio por un par de minutos. Dogannu se preguntaba que expresión lucía el rostro de Saerhys y al mismo tiempo no sabía que más decir.

“Gracias por protegernos hoy, a mi madre y a mí,” añadió.

“Es lo menos que podía hacer por quién me ofreció su casa y su hospitalidad. Descansa, Dogannu,” dijo la guerrera.

Escuchando que se movía a su lado, la mujer le dió un rápido abrazo y luego abrió la puerta. Agitando la mano, la cerró tras de ella y se apostó a un lado, admirando la noche fría e iluminada. La luna resplandecía con fuerza, como si fuese de día.

En su cama, el chico apenas podía dormir y no dejaba de pensar en Saerhys y la razón de su presencia en Ashtaroth. No solo parecía una mujer ordinaria, era la perfecta mezcla entre belleza y letalidad; pero a la vez, algo en ella le daba la paz que había perdido. Por otra parte, no sabía que hacer con Aalyat, lo primero que se le ocurrió fue que debía ir a hablar con ella y explicarle lo que realmente sucedió antes del ritual.

Lo que lo llevaba hasta Diamnith. La sacerdotisa de un momento a otro actuaba de manera diferente, alejada de su código moral y, peor aún, en compañía de Edrok. Él no era una persona muy sana y temía que estuviese tramando algo malo en contra de ella.

Finalmente, el sacerdote Hatimekh seguía sin cumplir su palabra. Que esperaba? Su tiempo se agotaba y el anciano seguía inoperante, como si la situación le hubiera superado en cierto modo. Se quedó dormido inmerso en sus pensamientos y en qué necesitaba ver a Aalyat cuánto antes.

Fuera de la casa, Saerhys esbozaba una sonrisa mientras miraba la luna y su resplandor, una ligera brisa soplaba y disfrutaba mucho del silencio. La guerrera tenía una expresión serena y confiada, a pesar que la noche siempre estaba plagada de peligros, incluso sobrenaturales. Sus ojos verdes escrutaban la oscuridad y parecían ser capaces de detectar cosas que otros normalmente no podrían.

Sus sentidos estaban en completa alerta, acostumbrada a viajar también de noche por parajes inhóspitos; aún así, no mostraba ninguna emoción más allá de esa delicada sonrisa en sus labios, como si ansiase enfrentar lo que pocos hombres deseaban enfrentar. No era temeraria en sí, pero jamás se dejaría abrumar por la situación, sin importar que tan mala fuese.

Después de cerrar brevemente los ojos y suspirar profundamente, la mujer los abrió rápidamente y miró a un extremo de la calle, a su izquierda; lejos de la calle principal. Escuchó unas pisadas delicadas y vacilantes, a lo lejos; una silueta esbelta y alta apareció, vestida de negro.

Era Daemeeth, que regresaba del establo. La acólita de Aalyat caminaba despacio y al notar la presencia de Saerhys a cierta distancia, adoptó una expresión más seria y guardó el cuchillo bajo su túnica. Creyendo que la guerrera solo la saludaría, se detuvo de improviso al ver a Saerhys avanzar y ponerse frente a ella a solo unos pasos de distancia, que se podían ver con gran detalle gracias a la luz de la luna.

Saerhys ladeó un poco la cabeza y notó la palidez cadavérica de Daemeeth.

“Disfrutando de un paseo?” preguntó Saerhys.

“No… voy de regreso a casa,” dijo Daemeeth.

“Sola?” exclamó la guerrera algo sorprendida. “Curioso, muy curioso,” añadió.

“Por qué lo dices?”

“No regresaste con tus hermanas,” indicó Saerhys.

Daemeeth, impertérrita, siguió mirando a Saerhys sin decir nada.

“Podría preguntarte algo?” continuó la guerrera.

“Por supuesto,” concedió Daemeeth con voz cansada.

“Por qué te marchaste de la ceremonia?”

“No es asunto tuyo,” contestó la impostora con cierto recelo.

Conteniendo una respuesta mordaz, Saerhys asintió con amabilidad.

“Si, me disculpo. Solo era curiosidad,” respondió Saerhys.

“Descuida, te lo diré. Me fui porque no soportaba mirar ese rito,” mintió Daemeeth en cierta forma, compensando el error que estuvo a punto de cometer.

“Claro, es comprensible…” susurró la mujer, con una sonrisa.

En ese momento, Daemeeth volvió a mirar a Saerhys a los ojos y se habían vuelto tan verdes como un par de esmeraldas. Ese brillo sobrenatural era inquietante y Daemeeth se preguntaba si la mujer podía saberlo, pero eso no le preocupó por mucho tiempo, ya que al mirarla sentía muchas cosas, sentía que ella sabía que mentía y solo pensaba en matarla. Apoyó su mano izquierda en su cintura, dónde sintió la empuñadura de su cuchillo.

“Aunque debo deciros que, siendo amiga de Mirlya, no muestras mucho interés en el bienestar de Dogannu,” dijo Saerhys con mucha tranquilidad.

“Eso piensas?” inquirió Daemeeth fingiendo estar ofendida.

“Solo los dioses pueden saberlo…” contestó la guerrera.

Permanecieron nuevamente en silencio y Daemeeth notó que la mano de Saerhys estaba sobre la empuñadura de la espada, como si tuviese las mismas intenciones que ella. Saerhys sonrió como si nada extraño ocurriese.

“Diamnith, no es así?” preguntó ella. Daemeeth asintió. “Me gustaría poder conoceros mejor,” deseó Saerhys.

“Coincido…” dijo Daemeeth, aunque su tono de voz no expresaba la misma convicción.

Una vez más, otro incómodo silencio que parecía decir más que sus palabras. La luz de la luna hacia ver a la impostora aún más pálida de lo normal, y Saerhys no dejaba de mirarla con mucha curiosidad, como si tratase de ver más allá de las palabras de Daemeeth, que ansiaba marcharse cuánto antes de allí.

“Lamento no quedarme a conversar, pero quisiera llegar a casa,” indicó Daemeeth.

“Por supuesto, mis disculpas,” se excusó Saerhys y extendió su brazo.

Dudando un segundo, Daemeeth sujetó su brazo a modo de despedida. Pero Saerhys no la soltó y disimuladamente la acólita de Astarté Oscura trataba de escapar de su agarre. Una nube oscura se acercó a la luna y pronto todo quedó en una repentina oscuridad. Daemeeth contempló el rostro de Saerhys en la penumbra y solo se podían ver los ojos de la mujer, que estaban mucho más verdes que antes.

Aquello parecía durar una eternidad y Daemeeth se sentía más nerviosa. Solo deseaba largarse y nuevamente la luna volvió a brillar en el cielo nocturno, plagado de estrellas. Los ojos de la guerrera volvían a su anterior brillo natural y Saerhys soltó su brazo con una sonrisa.

“Que los dioses te protejan,” murmuró.

“Que los dioses te protejan,” repitió Daemeeth y le pasó a un lado para seguir su camino.

Tras alejarse, Daemeeth escupió el suelo y repitió con desdén. “Que los dioses te protejan de mi.”

Saerhys no apartó su vista de ella y cuando desapareció al doblar la esquina, regresó junto a la puerta de la casa y volvió a observar la luna.

A la mañana, Dogannu se despertó llenó de energía. Se sentía como si los últimos días no hubiesen ocurrido, no sentía cansancio o dolor. Saliendo al patio trasero, encontró a Saerhys sentada en una de las cajas de madera, limpiando y puliendo su espada, que se veía inmaculada y sin imperfecciones.

“Que tal te encuentras? Parece que has tenido un buen descanso,” dijo Saerhys.

“Si, me siento muy bien, de hecho. Pero supongo que no has podido dormir un poco,” comentó Dogannu apenado.

“No te preocupes, no es la primera vez que me sucede. Estaré bien, te lo aseguro,” dijo la guerrera con una sonrisa radiante, y Dogannu no pudo evitar hacer lo mismo.

Guardando el arma en la funda de cuero, la mujer se puso de pie.

“Iré a dar un paseo. Si quieres, puedes venir, acompañarme y hablar,” indicó Saerhys con una sonrisa.

“Me encantaría… pero…”

“Te entiendo. Estaré en el gran cedro a las afueras, si te decides a venir,” repuso ella y se marchó.

Dogannu la vió salir y suspiró. Aunque deseaba acompañarla, debía aclarar todo con Aalyat y saber si estaba bien. No parecía tener buena cara al abandonar el templo.

Aalyat respiraba apaciblemente en su cama. Había tardado unas horas en dormirse y en ese momento sintió una mano apoyada en su hombro.

“Dogannu…” murmuró ella dormida y sonriendo.

Aquella mano siguió acariciándola y la chica no quería despertar.

“No sigas, Dogannu…” dijo Aalyat en su sueño.

“Sigues perdiendo el tiempo,” una voz muy diferente habló a su espalda y la sacerdotisa abrió los ojos, alarmada.

“Daemeeth…” repuso en voz baja. “No debes estar aquí,” añadió.

“Por qué no?”

“Sabes que no pueden vernos juntas!” le recordó Aalyat.

Daemeeth dejo escapar una risita y su dedo acarició el cuello desnudo de la joven.

“Sabes, me encantó llegar y encontrarte dormida, me recordó viejos tiempos,” dijo Daemeeth con picardía.

“Ya basta Daemeeth…” musitó Aalyat.

“Tienes miedo?” murmuró Daemeeth, deslizando su mano un poco más abajo y alcanzando uno de los senos de Aalyat.

Con algo de dificultad apartó su mano de su cuerpo y se dio vuelta. Daemeeth se veía mal, pálida y con señales claras de no haber dormido en toda la noche. Aalyat respiraba algo nerviosa pero no perdió la calma.

“Que es lo que te sucede? Sabes muy bien que ya eso quedó en el pasado,” dijo Aalyat.

“Lo hice, lo hice…” repitió Daemeeth con una expresión enloquecida en su rostro pálido.

“Que hiciste?” preguntó la joven sacerdotisa con temor.

“La maté… maté a la cobarde de mi hermana,” confesó la malvada mujer.

Aalyat se alejó lentamente de Daemeeth y se levantó. Su miraba estaba llena de miedo y estupefacción.

“Pero que has hecho!? Eso no era parte de nuestro plan!!” exclamó ella, furiosa y preocupada.

“Me lo agradecerás… me lo agradecerás…” murmuró Daemeeth con una sonrisa desquiciada.

Indignada, la joven sacerdotisa se dio vuelta y dejó sola a su acólita. Buscando a Dalikha, la halló cortando unas raíces. La sirvienta detuvo lo que estaba haciendo e hizo una reverencia ante su ama.

“Porque la dejaste entrar?” preguntó Aalyat con brusquedad.

“A qué se refiere, mi señora?” contestó ella con tono de duda y desconcertada.

Aalyat la observó sin parpadear y Dalikha tragó saliva, asustada. Finalmente, la chica se marchó y al salir de la casa, se topó de bruces con su madre.

“Era necesario lo que hizo Daemeeth.”

“Maldita sea, ya déjame en paz!” gritó Aalyat.

“Pobre Aalyat… la única manera de librarte de mí, ya la conoces…” dijo Elanya enigmáticamente.

La muchacha comenzó a agitar los brazos en dirección a su madre, mientras su sirvienta la miraba extrañada, pues no era capaz de ver a Elanya. Aalyat soltaba toda clase de insultos pero su madre solo reía, al tener todo el panorama y saber que nadie más que Aalyat podía verla.

“Ríndete a Astarté Oscura y cumple con tu destino,” dijo Elanya antes de desaparecer.

“No lo haré, me oíste, podrás hacer todo lo que quieras pero no cambiaré mi decisión!!”

“Se encuentra bien?” musitó Dalikha con temor.

Aalyat volteó aterrada y sus ojos grises estaban bien abiertos, al ignorar la presencia de su criada.

“Si… si…” pudo balbucear.

“Hablaba sola, mi señora,” dijo Dalikha.

La Sacerdotisa De La Noche mantuvo su silencio y con grandes zancadas se alejó de allí, sin rumbo aparente. Daemeeth se detuvo justo a espaldas de la jovencita y está al darse vuelta casi tuvo un susto de muerte.

“Sacerdotisa Diamnith!! Por todos los dioses!” exclamó ella.

“Perdonadme, no era ni intención. Necesito que vengas conmigo, ahora…” demandó Daemeeth.

Dalikha la miró con desconcierto, sin saber el motivo de aquella petición.

Dogannu se detuvo a la puerta de la casa de Aalyat, estaba algo nervioso pero aun así llamó a la puerta y esperó. Pasados un par de minutos, aún seguía esperando pero nadie le abrió la puerta, desconcertado; Dogannu dio un rodeo y no encontró señales de Aalyat ni de su sirvienta en el lugar, el joven estaba desconcertado por ese motivo y no sabía exactamente qué pensar.

Aalyat siguió alejándose de Ashtaroth y se detuvo cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Las caravanas provenientes de Damasco y Mesopotamia pasaban a su lado en el camino y algunos hombres le miraban con curiosidad, mientras la sacerdotisa; cabizbaja y preocupada, sopesaba decirle a Daemeeth que desistiría de seguir con el plan.

El conflicto en su alma y corazón la estaban llevando a un punto de quiebre, la joven tenía que no solo desistir de su meticuloso ardid, sino encontrar la forma de deshacerse de Daemeeth, lo cual no era precisamente una idea sencilla. Ahora con la muerte de Diamnith sería muy difícil que creyesen de que ella era una usurpadora y supo que solo acabando con ella podía librar al pueblo de la maldad que planeaba desatar.

Aunque no era la menor de sus preocupaciones. La guerrera, esa enigmática mujer que no se apartaba de su Dogannu y la estaba odiando por eso. Aalyat se sentía al borde de la desesperación y abandonada, a excepción del fantasma maldito de su querida madre, que no parecía dispuesta a dejarla en paz; a unos metros a su derecha podía verla, con una cruel sonrisa a sabiendas que solo ella era capaz de detectar su presencia.

En el otro extremo del pueblo, Mirlya caminaba por el mercado con mucho miedo, pues una muchedumbre la rodeaba, armados con cuchillos, hachas y cualquier objeto cortante. A cada paso que daba sentía como el cerco se estrechaba y mentalmente se encomendó a todos los dioses, cuando un hombre de aspecto rudo y desaliñado se paró delante de ella armado con un tosco cuchillo ensangrentado, supo que no tendría escapatoria.

“Tu trajiste a este mundo al responsable de nuestras desgracias,” murmuró con voz ronca.

Mirlya temblaba de miedo, solo esperaba el golpe de gracia, no obstante un pequeño alboroto y varias quejas dieron paso a un hombre vestido de guerrero (peto de bronce, protectores en brazos y piernas), espada en mano.

“Si te atreves a tocarle un solo cabello, esa mano no tocará nada nunca más,” amenazó Evarod.

El hombre se sobresaltó al sentir la punta del arma apoyándose en su espalda. Lentamente se apartó y Mirlya pudo ver a Evarod, quien extendió su mano y se abrieron paso entre la multitud. Una vez lejos de la aglomeración, estos comenzaron a dispersarse y cuando sintió que ya no había peligro, el guerrero se detuvo.

“Estás bien?” preguntó Evarod.

“Si, estoy bien supongo… gracias…” respondió Mirlya con timidez.

“No debes hacerlo, es lo que cualquier persona sensata hubiese hecho,” aseguró él.

Continuó en silencio por un instante antes de seguir caminando. Evarod la siguió y amablemente le solicitó que le dejase acompañarla de regreso a casa. Por el camino el hombre conversó con Mirlya y no dejaba de comentarle que nunca antes había mirado unos ojos tan hermosos como los suyos. La mujer, naturalmente estaba muy complacida aunque se mostraba algo intrigada por sus palabras e intenciones y así se lo hizo saber al llegar al umbral de su hogar.

“Porqué me dices todas estas cosas?”

“Que no puede un hombre admirar la belleza cuando está delante de él?” repuso Evarod con una sonrisa.

“Esto no está bien, nuevamente le agradezco por salvarme pero me hacéis sentir incomoda,” admitió Mirlya ligeramente ruborizada y despidiéndose del guerrero, entró en la casa con algo de vergüenza propia y ajena, en tanto Evarod permaneció allí unos segundos, y algo desconcertado; se marchó de regreso con el Sacerdote Hatimekh.

Habiendo localizado a Edrok, Dalikha y Daemeeth se hallaban en la plataforma del mercado de esclavos. Habían interrumpido la ceremonia de subasta y una muchedumbre se encontraba de pie frente a dicha plataforma, en su mayoría adeptos de Astarté Oscura, pero también se hallaban algunos fieles al dios Sol, Baal, Dagon, El y la diosa Astarté. A plena luz del día Daemeeth parecía más blanca que la sal, aunque el brillo de maldad en sus ojos seguía intacto, la mirada desquiciada de la sierva de Astarté Oscura intrigaba a muchos, quienes aún pensaban que era Diamnith.

“Pueblo de Ashtaroth, hoy inicia una nueva era. Es el momento de dejar de lado a los dioses que no tienen poder para salvarnos y abrazar definitivamente a la verdadera diosa, Astarté Oscura! Yo, Diamnith, me adhiero voluntaria y firmemente a la voluntad de la gran diosa y su enviada, la Sacerdotisa Aalyat. Os exhorto que hagáis conforme me ha sido ordenado… de tal manera que todos estéis protegidos no sufráis la ira de Astarté Oscura!” exclamó a gran voz Daemeeth.

Los fanáticos presentes aclamaron a Daemeeth y todos a una se agolparon contra la plataforma para obtener la bendición de la acólita de Aalyat. Otros, algo recelosos; no podían creer las palabras de “Diamnith”, siempre correcta y apegada a los dioses tradicionales, en especial a Sol. Daemeeth observaba todo con expresión triunfante y algo desquiciada cuando en medio de la multitud, vio algo que la llenó de terror, su hermana Diamnith se hallaba entre ellos con mirada impertérrita y movía la cabeza levemente en señal de desaprobación.

“No puede ser… no puede ser… tu no eres real,” se dijo a sí misma en voz baja.

Pero sucedía que a donde miraba, solo veía el rostro de su hermana gemela con una sonrisa irónica en sus labios. Daemeeth observaba espantada y negaba repetidamente lo que le estaba sucediendo, no obstante solo hizo que Dalikha y Edrok se acercasen a ella preocupados. Empujando a ambos, la mujer se bajó de la plataforma e ignorando a la muchedumbre, corrió con todas sus fuerzas lejos del lugar.

“Sabes que lo que haces no es correcto, hermana…” escuchó decir Daemeeth a su hermana, de pie en una esquina. La mujer gruñó de rabia y siguió caminando resueltamente.

Sin embargo, podía sentir y escuchar las pisadas a su espalda y le aterraba la idea de mirar. No sabía que hacer o a donde ir, no confiaba en nadie y tenía la sensación de que todo lo que había ocurrido la noche anterior parecía lejano aunque las imágenes se repetían una y otra vez en su mente, junto con las últimas palabras de su hermana; que algo en medio de su pecho quemaba y torturaba su conciencia y su propia alma.

No podía permitir que el recuerdo de la pusilánime de Diamnith le desviase de su propósito, pero a pesar de vagar por todo Ashtaroth tratando de calmarse, tenía una imperiosa necesidad de desahogarse. Finalmente, se desplomó en el polvoriento suelo de una estrecha calle, mientras lloraba desconsoladamente; los que le veían se alejaban desconcertados y temerosos al reaccionar de forma violenta cuando un par de personas trataron de ayudarle.

De haberse dado cuenta, habría notado que se hallaba en la calle en donde vivía Mirlya, que al escuchar los gritos y lamentos salió de casa y vio a su amiga echada en el suelo, con su cabello cubierto de tierra. Mirlya se aproximó rápidamente y se arrodilló a su lado, rodeando sus brazos con el suyo.

“Diamnith! Que sucede? Estas bien?”

Daemeeth alzó su rostro pálido y lloroso, sacudida por temblores y completamente alterada. La malvada mujer negó con la cabeza.

“Ven, necesitas calmarte. Te prepararé algo caliente,” aseguró Mirlya y tomando su mano, Daemeeth la miró y lentamente se incorporó.

Ya dentro de la casa y habiendo limpiado y peinado su cabello, Daemeeth miraba a Mirlya quien le daba la espalda. Dándose vuelta, esta sostenía un tazón humeante llenó de un líquido verde oliva, el cual dejó cerca de su invitada, tenía un aroma dulce y al inhalar el vapor, Daemeeth se sintió mucho mejor. Mirlya ocupó la otra silla a su lado y volvió a coger su mano.

“Sucede algo, Diamnith? Porque estabas llorando?” preguntó Mirlya de nuevo.

“Estoy bien Mirlya.”

“A mi no me engañas, te conozco desde hace tiempo, y sé que algo te está perturbando,” dijo Mirlya.

“Pues no es así,” musitó ella algo desafiante, pero de inmediato agachó la cabeza y volvió a sollozar. “Todo está peor… no sé qué hacer,” logró añadir antes de alterarse por las lágrimas.

Mirlya se puso de pie y la abrazó. Por un instante Daemeeth se mantuvo rígida y reacia al contacto, pero se tranquilizó y lloró en silencio. No entendía la razón de su angustia, había hecho toda clase de cosas para Astarté Oscura, incluida la muerte de su hermana gemela; pero desde el momento en que ella dejó de respirar, sentía que algo en ella estaba mal, como si una parte de su alma también se hubiese ido con su hermana mayor.

Porqué tenía ese dolor tan grande que desgarraba su alma? Por un breve momento había sentido una alegría inconcebible pero el recuerdo de sus ojos vidriosos y sin vida la torturaban. Daemeeth gritó consternada y Mirlya la sujetó con fuerza, preocupada por la crisis de nervios que la invadía.

“Soy… soy un monstruo…” balbuceó Daemeeth con voz temblorosa.

“No digas eso, Diamnith. Tu eres una gran mujer,” la consoló Mirlya.

“He hecho cosas… terribles… no tienes… i-idea…” murmuró la impostora.

“A veces cometemos errores, pero tu te has redimido durante estos años. Agradezco a los dioses por tu amistad y haberos conocido,” dijo Mirlya, creyendo que hablaba de su pasado.

Daemeeth se calmó y miró a Mirlya, el pigmento negro alrededor de sus ojos se corría con sus lágrimas y descendía por sus mejillas. Su anfitriona secó sus lágrimas y apretó su mano.

“Hay cosas que no sabes, Mirlya. Cosas que te helarían la sangre,” aseguró Daemeeth.

“Que clase de cosas? Puedes confiar en mi, lo sabes,” dijo Mirlya.

“Hace años, cuando Elanya vivía… tuve… tuve una… hermana,” confesó Daemeeth. Mirlya adoptó una expresión de sorpresa y no dijo nada. “Ella fue una de las primeras seguidoras de la madre de Aalyat,” añadió.

“Y que pasó con ella?”

La sacerdotisa respiró profundamente antes de hablar.

“Ella… sucumbió a la oscuridad. Nunca más la volví a ver,” repuso Daemeeth.

“Y nunca te preguntaste que fue de ella?” preguntó Mirlya.

“Yo la asesine… la asesine… acabe a mi propia hermana. Era una amenaza,” admitió Daemeeth y Mirlya la miró horrorizada.

No sabía que decirle para ayudarla, la sorprendente confesión la había dejado sin palabras. Entonces recordó algo, una figura encapuchada que siempre seguía a Diamnith, jamás pudo ver su rostro y esa idea le resultó misteriosa.

“Porqué se tapaba el rostro?”

“De niña, fuego del altar quemó parte de su cara. Así que por esa razón se ocultaba bajo el manto,” mintió Daemeeth.

“Entiendo… debió ser difícil para ella,” dijo Mirlya.

“Solo un poco… era muy tímida y hacía todo lo que le pedía,” recordó Daemeeth, como idolatraba a su hermana gemela.

“Y de verdad sucumbió a la oscuridad? O fue algo más.”

A estas alturas, Daemeeth seguía un poco triste pero el amargo recuerdo de lo sucedido hizo que la ira y el odio quemase dentro de ella, envenenando y nublando sus pensamientos.

“Me mintió. Me traicionó. Fui tonta, inocente…” murmuró Daemeeth mientras recordaba como Diamnith le pidió prestado su manto negro para ir y hacer un sacrificio a Astarté Oscura, pero en lugar de eso, pudo acercarse a Elanya y apuñalarla por la espalda, llegando en el momento que su hermana mayor se quitaba el manto para revelarse a la Sacerdotisa de la Noche como Diamnith y no Daemeeth.

“Diamnith, Diamnith… estas bien? Te preguntaba si querías algo de comer,” ofreció Mirlya y sacó a la usurpadora de su ensimismamiento.

“No, hay algo que debo hacer,” dijo ella con firmeza y se puso de pie, saliendo de la casa sin despedirse y llena de rabia asesina.

En tanto Daemeeth caminaba resueltamente de vuelta al mercado de esclavos, Dogannu había salido del pueblo, en dirección al viejo cedro. Allí estaba ella, sentada con la espalda apoyada contra el árbol y mirando en dirección contraria al pueblo, a unos veinte pasos de distancia Saerhys esbozó una sonrisa y habló.

“Si has venido…”

Dogannu no dijo nada y se sentó a su lado. Girándose, le dedicó una mirada afectuosa y comprensiva; luego paso su brazo alrededor de sus hombros y así quedaron el uno junto al otro.

“Creí por un instante que no vendrías. La tormenta se aproxima,” dijo Saerhys mirando al horizonte distante.

“De que hablas? No te entiendo,” repuso Dogannu.

“El poder de Astarté Oscura está creciendo. Será muy tarde para detenerla si no se hace algo pronto.”

El muchacho asintió. No era necesario que ella le dijese eso, pues ya comenzaba a sentir una inexplicable ira en su interior, aunque junto a ella ese sentimiento quedaba restringido. Aquello le hacía cuestionarse realmente acerca de su corto y poderoso vínculo con Saerhys. Con ella se sentía muy bien, demasiado; y no solo eso, con esa mujer de la que apenas sabía su nombre y un par de detalles lograba que su corazón latiese al igual que durante su romance con Aalyat. Solo que no quería equivocarse con ella.

“Alguna vez te has enamorado?” preguntó Saerhys de súbito. Dogannu carraspeó y se ruborizó.

“Creo que puedes imaginar de quién,” respondió Dogannu.

“Si, he notado como te mira. Igual que a mi,” dijo la guerrera.

Siguió un silencio algo incómodo en el cual se dedicaron a mirar al sur, a las colinas y el sinuoso río. La guerrera se acomodó un poco para buscar en una bolsa de cuero una especie de amuleto con la representación de Astarté.

“Sé que te cuesta confiar en los dioses, pero a donde quiera que estés, Astarté vendrá a ti y te dará consuelo,” aseguró Saerhys.

“Gracias… de verdad,” contestó el muchacho y guardó el amuleto en su cinto.

Luego de eso fue como si una barrera invisible hubiese desaparecido y comenzaron a hablar de sus vidas. Dogannu apenas estuvo hablando por unos diez minutos, omitiendo su historia con Aalyat, pero si se sintió cautivado por las aventuras y lugares que Saerhys había visitado: Menfis, Heliópolis, Tebas, Babilonia, Damasco, Nínive y algunos lugares de los que jamás había escuchado como Mohenjo-Daro.

Saerhys restaba importancia a ello, y solo mencionó algunas anécdotas de pasada. Cuando Dogannu le preguntó si alguna vez se había enamorado de alguien en uno de sus viajes, Saerhys atinó a reírse pero si le confesó que una vez tuvo una amistad con un joven sacerdote de Amón en Heliópolis.

“Solo una amistad? Tus ojos parecen decir más que vuestras palabras,” dijo Dogannu.

“No… no. No es así,” rió Saerhys y sujetó la mano izquierda de Dogannu. “Digamos que él al final se convirtió en Faraón… y después de eso no tuve más opción que irme,” añadió.

“Vaya, no he oído de un Faraón reciente que haya sido sacerdote. Es alguna clase de alegoría o metáfora?”

Su mirada era indescifrable, pero Saerhys no perdió la calma y de inmediato aclaró lo que había dicho.

“En parte, es una historia de como alguien virtuoso y honesto se corrompe. Y si, hubo alguna vez un Faraón que fue sacerdote de Amón,” explicó Saerhys.

“Te refieres de alguna forma a… Aalyat?” preguntó con duda.

“Es una historia que se puede aplicar a cualquier persona,” aclaró ella.

Cambiando el tema de la conversación, Dogannu comentó su inquietud sobre la cercanía del fin de Samikhred Usim. Saerhys le brindó palabras de ánimo para el futuro cercano y le dijo una frase que no olvidaría fácilmente.

“No te preocupes, aun si no lo crees, un dios siempre está observando.”

Dogannu no podía evitar pensar dos cosas: Saerhys parecía como cualquier fiel seguidor de los dioses, y que realmente disfrutaba su compañía. Ella era muy simple en muchos aspectos y compartía su pasión por visitar lugares lejanos e increíbles, tal vez muy pronto para decir que había una conexión mutua, pero sencillamente el haberse conocido no había sido pura casualidad, tuvo que admitir Dogannu.

No conocía mucho más de lo que ella le decía, sin embargo tenía la extraña sensación de que de algún modo la conocía mucho más. Parte de su cabello se movía con la suave brisa y al mirarla directamente a los ojos, ella le sonrió y poco a poco se fue acercando. A unos pocos centímetros de distancia, Saerhys retrocedió un poco, dejando sus labios fuera de su alcance.

“No creo que desees hacerlo,” murmuró.

“Porqué no?”

“Porque…” comenzó a decir Saerhys y acarició su mejilla. “No funcionaría…”

“No creo que sea peor de lo que estoy viviendo,” repuso Dogannu.

“Hay cosas que es mejor no saber,” dijo la guerrera y besó su mejilla.

Un ligero rubor apareció en el rostro de ambos y Saerhys abrazó fuertemente a Dogannu con el brazo que rodeaba sus hombros. El muchacho no entendía nada, que escondía Saerhys que no era capaz de decirle? Un millar de posibilidades pasaron por su mente, aunque creyó por un segundo que tal vez, ella fuese en secreto una seguidora de Astarté Oscura.

“No es lo que piensas,” comentó ella de repente.

“De que hablas?” preguntó el chico sorprendido.

“Lo puedo ver en tu mirada, y no; no soy seguidora de Astarté Oscura,” le confesó.

Su curiosidad y dudas aumentaron. Como ella pudo saber eso? Tal vez estaba exagerando, pero debía reconocer que apenas dejaba de hablar de Aalyat y por ello Saerhys pudo saber su temor.

“Hay un arte egipcia. Mira a los ojos de una persona, y podrás ver su alma,” indicó Saerhys.

“Ojalá pudiera saber cómo,” dijo Dogannu con algo de pesar.

“Créeme, no querrás saber eso. Es un verdadero tormento,” contestó ella con desgana.

Y luego se quedaron en silencio mirando el horizonte una vez más. Lo que no sabían era que desde la distancia, Aalyat les observaba con lagrimas, abrazados bajo la sombra del viejo cedro. La Sacerdotisa de la Noche estaba completamente rota, su amado Dogannu de verdad amaba a esa ramera desconocida y apretó labios y puños con fuerza, Elanya estaba a su lado con una sonrisa maligna y triunfante.

“Ahora me crees? Ese chico no merece tu compasión,” dijo Elanya, incitando a su hija.

“Yo creía… yo… no puedo…” titubeó Aalyat.

“Mi inocente y débil Aalyat… que más necesitas ver? Verlos fornicar? Será mejor que continúes la tarea para la que estas destinada.”

Con su rostro convulsionado por el dolor y la ira, Aalyat dio media vuelta y se marchó corriendo. En el mercado de esclavos, Edrok seguía junto a Dalikha y la recién llegada Daemeeth. La acólita oscura recibía a los nuevos creyentes de Astarté Oscura y hacía una pequeña marca con el cuchillo en sus brazos. Llevaba así un rato cuando Aalyat subió a la plataforma y miró a su seguidora.

“Que estáis haciendo?” preguntó.

“Sigo vuestras ordenes, sacerdotisa…” repuso Daemeeth fingiendo estar incómoda con lo que hacía.

“Pues yo no te ordene marcarlos…” dijo ella y arrebatándole el cuchillo, degolló al hombre arrodillado ante Daemeeth.

Por un momento Daemeeth permaneció inmóvil, pero Aalyat descargó su frustración en ella y le propinó una fuerte bofetada. Humillada, la renegada impostora tenía el rostro crispado por la ira y el odio asesino, así que recuperando el cuchillo, bajó de la plataforma y comenzó a atacar a todo aquel a su alcance. La mujer gritaba enloquecida mientras apuñalaba indiscriminadamente a cualquier desdichado, la gente corría y tropezaba, muriendo muchos al ser pisoteados por cientos de personas.

Daemeeth imaginaba que era a su hermana a quien volvía a matar, y no paraba de agredir a diestra y siniestra; incitada por su maldad y la humillación publica. Edrok veía la situación y cantaba su himno de la agradecimiento por la cosecha, sin importarle lo bizarro e injusto de la situación, Dalikha se hallaba espantada por la atroz escena y Aalyat no se quedó mucho tiempo y con paso resuelto se marchó.

Cuando su furia asesina se aplacó, estaba cubierta de sangre y a su alrededor habían más de un centenar de cuerpos, aunque la mayoría perecieron en el tumulto que se formó en la huida. Luego, en un gesto que resultó escalofriante para los que veían, Daemeeth movía espasmódicamente los labios, y sus ojos miraban cuidadosamente a su alrededor y no pudo seguirse conteniendo.

Comenzó a reírse. Una risa estridente y propia de una persona que ha perdido el juicio. Incluso Dalikha empezó a sospechar de que algo no estaba bien con la sacerdotisa “Diamnith” y con mucho sigilo, se escabulló del lugar en dirección a la casa de su ama, dejando a Daemeeth y Edrok solos y ofreciendo esas víctimas sacrificadas a Astarté Oscura.

Mayor consternación para los pocos que miraban ocultos fue cuando Daemeeth se paró frente a Edrok y acarició su mejilla y luego clavó sus dedos con más fuerza.

“Arrodíllate…” exigió ella con mirada autoritaria.

Dejándose llevar, lentamente se arrodilló ante su amante y observó el duro paquete de ella tratando de salir. Edrok liberó la polla de Daemeeth de su encierro y ella le miró con una sonrisa perversa, al mismo tiempo que el joven engullía de una sola vez ese enorme rabo ante él. El hijo de Hatimekh succionaba y lamía todo el tronco, volvía al glande y chupaba con deleite y gozo. La acólita oscura enterró sus manos en el cabello de Edrok y comenzó a follar sin dilaciones su boca, provocando en pocos segundos que su amante empezase a tener arcadas y a llorarle los ojos.

“Así es… todos deben saber que me perteneces…” murmuró Daemeeth.

Por obvias razones Edrok no pudo contestar a esa afirmación. En lugar de ello, siguió engullendo y saboreando cada centímetro de esa polla sublime, venosa y salir. No le importaba las miradas escandalizadas de quienes con incredulidad, le veían de rodillas ante una mujer a la que creían una sacerdotisa respetable y arrepentida de su pasado. Sacándose el rabo llenó de su saliva de la boca, Edrok se golpeó las mejillas repetidamente para placer de ella, quería imbuirse de su esencia cual perfume ismaelita.

Lentamente comenzó a despojarse de su túnica negra, desnudándose por completo. Su excitado amante continuó yendo y viniendo en su polla mientras sus ávidas manos recorrían sus sensuales y torneadas piernas, Daemeeth cerró los ojos y suspiró de éxtasis, necesitaba desahogarse por completo y solo quedaba algo más por hacer.

Apartando a Edrok de su miembro, se acostó sobre sus vestidos y a una señal suya, él acercó sus nalgas a su rostro en un ademán a sentarse. Separándolas, Daemeeth sacó su lengua y comenzó a lamer el agujero de Edrok, quien sintió un ligero escalofrío y luego gimió a gran voz al notar como ella efectuaba movimientos penetrantes en su esfínter. No pudo reprimir el llevarse una mano hacía su propio pene y comenzar a masturbarse con deleite, gozando la íntima caricia que ella le estaba brindando.

“Si… eso se siente sublime… no pares, no pares!” exclamó con voz agitada Edrok, víctima del deseo.

Daemeeth hacía un mayor esfuerzo y hundía su lengua larga cada vez más en su agujero. Con un prolongado e intenso gemido, Edrok comenzó a expulsar su semilla sobre el vientre de la sacerdotisa, que no paró de lamer y hundir su lengua en su culo, el mismo joven también se pajeó como poseído hasta que la última gota de lefa salió de su miembro.

Las pierna comenzaron a flaquearle y Daemeeth se levantó para acomodar a Edrok sobre su ropa, tumbado sobre su espalda y con las señales del gozo aún evidentes en sus facciones. Sin perder tiempo, empezó a empujar y hundió su polla en el culo necesitado de su querido Edrok, que mordió sus labios y movía su cabeza, dando a entender a Daemeeth que estaba muy dispuesto a ser su perra frente a todo el pueblo.

Moviéndose frenéticamente, el rabo de la impostora entraba y salía con mucha facilidad. Ambos amantes fornicaban y se entregaban a sus bajos placeres en pleno mercado de esclavos, con algunos cadáveres cerca y ojos escandalizados que atestiguaban el acto sexual. Con una de sus piernas sobre su hombro, Daemeeth con lujuria desenfrenada a Edrok, que jadeaba con voz aguda mientras era bombeado sin tregua por su amada diosa mortal.

El paso constante y rudo de ella no daba señal de apiadarse de su orificio anal. En lugar de quejarse por la intrusión, Edrok gemía sin parar mientras pedía más y más de su polla. Echándose un poco sobre él, Edrok rodeó su cuello con su pierna en tanto Daemeeth colocaba ambas manos alrededor de su cuello y sus embestidas, rápidas y profundas; enloquecían de placer al par de amantes díscolos.

Así se mantuvo por unos cuantos minutos, besándose con frenesí y empotrando a su perra con ritmo implacable, cuando la acólita oscura fue presa de temblores y gemidos que indicaban el alcance de su clímax. Embistiendo con todas sus fuerzas, clavó su polla palpitante hasta los huevos, expulsando chorros y chorros de leche caliente en sus entrañas. Edrok había llegado con ella al unísono, ya que podía sentir un líquido viscoso en su abdomen, ambos estaban sin fuerzas y plenamente satisfechos.

La Sacerdotisa De la Noche estaba en casa, destruyendo cualquier objeto a su alcance. Dalikha permanecía paralizada por el miedo, jamás había visto a su señora tan furiosa; era como si algún espíritu maligno se hubiera apoderado de su ser. Aunque eso no era cierto, pues el dolor de un corazón roto no se podía comparar o comprender. La única conexión con un pasado más feliz, Dogannu, su esperanza de poder cambiar su negro destino, no parecía importarle sus esfuerzos por salvarle, o sus sentimientos hacia él, intactos desde el primer momento que recuperó el control de su alma.

Ya no consideraba a Saerhys como la verdadera culpable, era Dogannu quien tenía toda la responsabilidad, por dejarse cautivar. En medio de los destrozos causados, Elanya se paró sobre una especie de trampilla en el suelo de la cocina, Aalyat la contempló sorprendida y su madre asintió. Arrodillada, la chica levantó la pequeña tabla de madera y miró, un cofre de oro adornado con un relieve de Astarté Oscura.

“Con la ayuda de nuestra diosa, cumplirás tu destino. Hierbas y raíces puras… usadas por tu abuela,” especificó Elanya mientras Aalyat las examinaba. “Te darán gran poder, podrás incluso traer la oscuridad sobre el mundo conocido, si te place, o cualquier cosa que desees,” añadió.

Permaneciendo en silencio, con Dalikha a su espalda, la muchacha extrajo del pesado cofre un anillo de oro de acabado refinado, con intricados relieves en su superficie y una gran piedra negra engastada.

“El Anillo de la Oscuridad. Ishalyat lo recibió de manos de la gran Astarté Oscura en su viaje al Oriente. Con este anillo podrás realizar lo que desees,” explicó el fantasma maldito de la anterior Sacerdotisa de la Noche.

“Así que lo ocultaste aquí… nunca me lo dijiste,” repuso Aalyat a su madre, aunque Dalikha creía que hablaba consigo misma.

“Debía actuar rápido. Sabía que Diamnith me había traicionado y planeaba matarme. Por eso lo oculté y por esa razón Daemeeth la asesinó, para vengar mi muerte…”

“N-no… no lo sabía…” se disculpó Aalyat en voz baja.

Colocándose el Anillo de la Oscuridad, la joven sintió una extraña sensación; una indescriptible sensación de poder, oscuridad… y odio. Aalyat apretó labios y puños, que crujieron amenazadoramente, su sierva Dalikha se hallaba inquieta y perturbada por las palabras ininteligibles que pronunciaba Aalyat, provocaba en ella un sentimiento de temor y ahogo. Al darse vuelta, la menuda criada no pudo reprimir un gemido de asombro.

Aalyat mostraba una expresión sombría pero calmada. No obstante, aquella tranquilidad la hacía ver inquietante y ciertamente peligrosa. Una mirada fría, carente de vida, con ojeras más pronunciadas, sus ojos estaban inexpresivos y sin brillo natural; un aura de oscuridad apenas perceptible la envolvía. A su lado, el fantasma de Elanya sonría con orgullo siniestro.

“Dalikha… preparad estas hierbas. Necesito prepararme para esta noche,” ordenó Aalyat con voz fría y distante que heló la sangre de su sirvienta en sus venas.

Agarrando el pesado cofre con manos temblorosas, la muchacha se retiró de allí lo más rápido posible para hacer la voluntad de su señora. Aalyat se incorporó y seguida por el fantasma de su madre, abandonó la casa en dirección a la casa de Dogannu, tenía un asunto pendiente del cual hablar.

Edrok y Daemeeth se encontraban en el refugio de ella a las afueras del pueblo. Tendidos sobre una vieja y desgastada capa de viaje, ambos se hallaban acostados y él tenía un brazo alrededor de sus hombros. Discutían sobre los acontecimientos futuros.

“Y que va a suceder? El Inicuo aún sigue respirando,” dijo Edrok.

“No por mucho tiempo, pronto Astarté Oscura tendrá la fuerza suficiente para gobernar este mundo. Y tu y yo estaremos juntos,” prometió Daemeeth. Edrok sonrió embelesado.

“Porqué esperaste tanto?” preguntó de improviso.

“A que te refieres?”

“A nosotros. Porque esperar hasta ahora, podríamos haber pasado más tiempo juntos,” dijo Edrok. Daemeeth le dedicó una mirada trémula.

Recordó por un momento su furtiva llegada a Ashtaroth, meses atrás, para corroborar los rumores de las calamidades que habían acontecido en el lugar. Observaba desde una distancia cercana un grupo de personas aglomeradas en torno a un hombre joven vestido de blanco, cabello largo en una cola de caballo y pigmento negro alrededor de sus ojos, era Edrok y estaba exhortando fervorosamente a sus seguidores para arrepentirse de sus iniquidades y condenaba vehementemente al Inicuo.

“Cuando comenzaron las plagas… y tu te levantaste en contra de la impiedad y la blasfemia, recuerdo que escuchaba cada una de tus palabras. Y…” pero Daemeeth no completó lo que sentía.

“Y?” repitió Edrok con expectación.

“Creí que no encontraría a alguien igual que yo… puro y sincero,” confesó Daemeeth con ojos brillantes.

“De verdad? Yo… pensaba que tú… pues ya sabes… no te agradaba tanto.”

“Eso no es verdad! Desde el primer momento que te vi… lo tuve claro,” dijo Daemeeth.

Sonriendo, Edrok rodeó su cuello y la besó tiernamente. Daemeeth se entregó y sus labios se fundieron en un beso largo y apasionado, luego se miraron por varios segundos y esa mujer, que jamás había sentido amor por alguien además de su hermana gemela y ella misma, notaba como su corazón latía rápidamente y aquello le sorprendió de gran manera, no entendía que le estaba ocurriendo y mucho menos comprendía las palabras que habían brotado de sus labios, sus sentimientos eran confusos respecto a Edrok y si bien había planeado usarlo para sus propósitos, entendió que la situación escapaba de su autocontrol y ya no podía refrenar ese extraño sentimiento que la invadía estando juntos.

“Te quedarás conmigo?” preguntó ella con voz suave.

“Hasta el final…” prometió Edrok.

De regreso a Ashtaroth, Dogannu y Saerhys se encontraban en el patio trasero de la casa cuando escucharon voces, un quejido y un pequeño estruendo proveniente del interior. Se miraron desconcertados y en ese momento la vieron.

“Te dije que mi hijo estaba ocupado, que no esta…!” escuchó Dogannu la voz preocupada y nerviosa de su madre desde la casa.

Pero frente a ellos, de pie en el umbral, se encontraba Aalyat. Vestía su larga túnica negra y su mirada era fría, inexpresiva. Aunque el sol estaba brillando en el cielo, no pudo evitar sentir una repentina sensación de frío y desesperanza; que se disipó casi de inmediato. El fantasma de Elanya estaba al lado de su hija y ellos eran incapaces de verla, la antigua Sacerdotisa de la Noche miró a la guerrera con desprecio pero en un instante, Saerhys clavó sus ojos agudos a donde Aalyat sabía que estaba su madre, mirando a Elanya con recelos.

Por un momento Elanya creyó que era casualidad pero sin variar la expresión en su cara, Saerhys siguió mirando al espíritu maldito, que fue consciente de que aquella mujer era capaz de verla. Dogannu miró a su compañera preguntándose exactamente que miraba, pues notó que sus ojos no estaban fijos en Aalyat.

La Sacerdotisa de la Noche echó un vistazo a su madre, que sin decir nada se desvaneció. Estuvo a punto de perder la calma pero no lo hizo y dirigiendo una mirada asesina a Saerhys, decidió hablar por fin.

“Que hace ella aquí? Necesitamos hablar… a solas,” dijo.

Mirando a Saerhys, la mujer asintió y entró a la casa para ayudar a Mirlya. Ambos jóvenes se quedaron mirando, Aalyat se acercó a Dogannu y no había rastro de la ternura y el remordimiento que vio en su cara un par de días antes. Incluso podía notar un aura oscura que la envolvía, solo junto a ella comenzó a sentir ese frío antinatural y tiritaba levemente.

“Creí que me amabas…”

“Aalyat, te estuve buscando todo el día…” dijo Dogannu.

“Y como no me encontraste, te fuiste a revolcar con esa ramera,” le reprochó Aalyat, dolida.

“Yo no me acosté con ella, de que hablas?”

“Los vi juntos… bajo el cedro. Como pudiste! Ese era nuestro lugar especial!” repuso ella elevando el tono de su voz.

“No pasó nada. Solo hablábamos! Que es lo que te sucede, un día dices amarme y al siguiente…”

“Solo quiero que mires a los ojos y me digas que no la amas, que solo me amas a mi,” imploró Aalyat con el rostro crispado, intentando contener las lágrimas.

“Yo… yo… no… es decir, yo…” balbuceó Dogannu.

“Te odio, te odio!!!” le interrumpió hecha una furia y llorando, consumida por el dolor y el sufrimiento que, sin ella saberlo; provocaba el usar el Anillo de la Oscuridad, además de saber lo que Dogannu había tratado infructuosamente de negar, que estaba enamorado de Saerhys. “De mi no esperes compasión o descanso, juro por Astarté Oscura y por mi madre que vas a sufrir cada segundo de tu existencia hasta que el misterio sea consumado,” juró Aalyat llena de odio.

Dogannu retrocedió al ver la sádica y desquiciada mirada desencajada de Aalyat, que dándose vuelta y levantando algo de polvo con el borde de su túnica, se fue de allí dando un portazo. A pesar del obvio dolor que sentí por ella y lo que habían tenido, otro pensamiento alejó la tristeza de su mente y corazón. De verdad se sentía atraído por Saerhys? En ese instante ella volvió a salir y se miraron con solemnidad, ella se encaminó hacia él y le rodeó los hombros con su brazo, sentir su calidez cerca fue reconfortante; después de la sobrenatural frialdad y desolación que experimentó frente a Aalyat.

“Tienes que ser fuerte. Hay algo en ella muy malo, un poder antiguo y oscuro,” dijo Saerhys.

“Como puedes saberlo?” cuestionó Dogannu.

“Ya te lo dije, veo con algo más que ojos. Una presencia oscura la acompaña siempre,” reveló Saerhys.

Por un instante recordó la vil y escalofriante criatura en la que se transformó Aalyat en el Templo de la Noche, el reflejo de Astarté Oscura y creyó que Saerhys hablaba de ella. La miró atentamente, de pies a cabeza. Sentía que cada vez que ella le comentaba algo, conocía menos de ella y no podía dar crédito a lo que ya sabía de ella. Saerhys se mantuvo callada, esperando.

“Quién eres? De verdad? Como puedes saber esas cosas? Y no me digas esa mentira de la mirada egipcia, quiero la verdad!” exigió Dogannu, enojado por todo.

Saerhys se sorprendió por la vehemente reacción de Dogannu pero al cabo de unos segundos, asintió algo resignada.

“Creo que lo mejor será que me marche. Solo te causo más problemas, espero de corazón que puedas encontrar esa verdad que tanto buscas,” dijo Saerhys con una sonrisa solemne y se dio la vuelta.

“Espera! Solo te vas a ir?”

“Nada más puedo hacer, querido Dogannu. No me odies por esto,” se despidió ella y colocándose el manto sobre su cabeza, abandonó la casa con rumbo desconocido.

Negó con la cabeza, estaba furioso pero al mismo tiempo temeroso, confundido, perdido. Era la verdad tan horrenda que debía ser ocultada de él a cualquier costo? O tal vez, la verdad estaba más allá de su comprensión, por los indicios que percibía, los nuevos y oscuros poderes de Aalyat eran algo para lo cual no se hallaba listo; esa frialdad y el sentimiento de dolor y sufrimiento podrían llegar a enloquecer hasta al más valiente de los hombres.

Lo que quería ya no estaba, Aalyat ahora parecía decidida a condenar su cuerpo y alma a un castigo indescriptible y Saerhys le había dejado solo. Eso provocó un sentimiento de abandonó y desolación en Dogannu, que sentía un nudo en la garganta y sus ojos se humedecieron; ya no quería saber nada más del mundo o las personas a su alrededor, solo esperaba que todo fuese rápido y terminar su agonía. Ni siquiera pensaba en su madre o en Diamnith, las cosas simples y comunes en su mundo parecían lejanas, parte de un pasado distante.

Ni en el momento en el que Evarod y sus hombres llegaron para conducirle al Templo de la Noche se sintió temeroso o feliz. Tal vez esa sensación de vacío en su ser era extraña en cierta forma, pero así había sido antes de la llegada de Saerhys. Por el camino encontraron algunas personas que le insultaron más Dogannu no prestaba sus oídos para escuchar las escandalosas maldiciones de las cuales era objeto. Por algunos segundos su mente se nublaba y no era consciente de que cada vez tenía menos tiempo pero una voz en su cabeza siseaba y le indicaba que todo estaba cerca del final.

El interior de la cueva estaba abarrotada con cientos de personas, como venía sucediendo en las últimas noches. Los fuegos que iluminaban el templo crepitaban sin parar, como si todos aguardasen en silencio lo que iba a acontecer en medio del altar. Sin esperar a que las sacerdotisas de Sol le quitasen la túnica, él se desnudó voluntariamente y se aproximó al altar.

Aalyat ya le esperaba en medio del círculo, desnuda y solo con el collar dorado y el Anillo de la Oscuridad en su mano. Con esas únicas prendas, ella sostenía un látigo de cuero de tres cuerdas, la joven chasqueó el látigo en el aire; el sonido estremeció un poco a Dogannu pero la mirada de dolor y sufrimiento de Aalyat opacaba cualquier sensación externa.

“De rodillas…” ordenó ella. Por una fracción de segundo dudo en no obedecer pero terminó por arrodillarse.

La joven se paseó a su alrededor con lentitud, acariciando suavemente su espalda con el látigo. El contacto del cuero contra su piel le provocó pavor y una sensación de sumisión, aún así trató de no mostrar inseguridad ni miedo ante lo que ella pudiese hacerle. Al igual que la noche anterior, las Sacerdotisas de Sol golpeaban con sus varas el suelo, Aalyat volvió a chasquear el látigo y Dogannu cerró los ojos y apretó los dientes, aunque no le había impactado; el sonido y la cercanía le hicieron respirar más rápido.

Finalmente Aalyat descargó un golpe seco en su espalda. Dogannu gimió y tensó todo su cuerpo desnudo, aquello se sintió como si estuviese al rojo vivo. La zona rápidamente enrojeció y le escoció, la muchacha dio otra vuelta a su alrededor y volvió a asestar otro azote. El joven arqueó la espalda y dejó escapar un pequeño grito, las rodillas le fallaron y apoyó las manos en el suelo, quedando a cuatro patas en medio del altar.

La Sacerdotisa de la Noche tenía una mirada llena de odio y lágrimas pero por un instante al ver que Dogannu reaccionaba de esa manera, ella se arrodilló a su lado y le levantó la mirada al posar su mano en su barbilla. Él tenía los labios apretados y trataba de soportar el ardor y dolor en su espalda.

“Te duele, no es así? Tú no sabes lo que es el dolor… el dolor que desgarra tu corazón, ese dolor que te quita las ganas de vivir, de ver como lo que más amas se escapa y no vuelve…”

“Ella ya no está… si es lo que te… preocupa,” balbuceó Dogannu mirándola a los ojos.

Echando un vistazo rápido, Aalyat no detectó la presencia de Saerhys en el templo. En el proceso se cruzó con la apremiante mirada de Daemeeth, en su posición junto a las demás Sacerdotisas de Sol.

“Bien… será mejor que te pongas de rodillas, así como estás sentirás toda la fuerza del golpe. Quiero que sientas como yo te amo… pues yo si te amo de verdad,” dijo Aalyat y se incorporó.

Dogannu hizo lo que ella le pidió y aún sintiendo el ardor en su espalda, Aalyat descargó un nuevo azote en su espalda, solo pudo arquearse y aguantar en silencio. La muchacha dejó escapar una lágrima al golpear nuevamente, a pesar de que el dolor no remitía, Dogannu si pudo percibir algo de entumecimiento en la zona, el ardor lo sentía llegar hasta lo más profundo de su alma.

Con un último azote, la chica soltó el látigo y Dogannu al fin pudo respirar aliviado. Pensando, el chico deseó por un instante que ella no le amase de manera tan enfermiza y obsesiva, pronto se estremeció al percatarse de un inusitado frío en donde le había azotado; ella pasaba su mano blanca y suave por su espalda, parecía fría como un cadáver pero al menos el dolor desapareció casi instantáneamente. No sabía que iba a suceder o si debía decir algo.

“Bésame… una última vez,” murmuró ella en voz baja.

Experimentando más temor que deseo, Dogannu no rechazó su pedido y con cohibimiento, acercó sus labios a los suyos. Aalyat cerró los ojos y se dejó llevar, pero en el último momento se alejó; la joven abrió los ojos y adoptó una expresión desesperada.

“Solo hazlo, por favor.”

“Termina con esto, ya no quiero estar más tiempo aquí,” contestó Dogannu.

Ella no dijo nada más y con una señal le instó a ponerse de pie. Quedando de rodillas frente a su miembro, Aalyat engulló su polla de una sola vez. En pocos segundos su polla adquirió mayor tamaño y grosor, para luego dejar escapar un largo gemido de placer al sentir como succionaba su glande con intensidad. Combinando la succión con caricias de su lengua, Aalyat pajeaba levemente su rabo y no paraba de chupar, lamer y succionar su glande; que en pocos minutos estaba ya muy sensible a cualquier roce. Dogannu tenía la mente en blanco, sus piernas se tensaban con cada gesto que ella hacía y podía notar como sus huevos se hinchaban, preparando su semilla para ser expulsada en cualquier momento.

El silencio era casi total en el Templo de la Noche, interrumpido por los gemidos de gozo de Dogannu, que se aferró a los cabellos de Aalyat mientras su cuerpo se tensaba y sus testículos pulsaban, a medida que sentía su lefa salir como torrente dentro de la boca de Aalyat, que seguía masturbando su polla y tragando cada chorro caliente de semen que brotaba de su miembro. Poco a poco se fue relajando y una oleada de desfallecimiento se apoderó de sus extremidades inferiores, cayendo al suelo hecho un ovillo junto a ella.

Insistiendo, logró besarle esta vez y compartió su corrida con él. Aalyat acarició sus mejillas y luego ella misma se levantó, dejando su enorme y portentoso rabo frente a Dogannu, que apenas separó los labios. Ella agarró su polla y la frotó entre sus labios, visiblemente excitada y con expresión algo severa, para introducir su glande en su boca.

Dogannu no opuso resistencia y engulló cada centímetro de esa polla hasta sentir el glande llegarle a lo más recóndito de su garganta. Pegando su nariz a su pelvis, permaneció así por unos segundos y luego la sacó, cubierta de babas y tosiendo varias veces, tratando de recuperar el aliento. Lamiendo lentamente la parte del frenillo, abarcó todo el glande y tragó poco a poco hasta la mitad e iba y venía; engullendo cada vez más y llegando a metérsela hasta el fondo de su garganta nuevamente.

Unos segundos más tarde la volvió a sacar reluciente y bien lubricada. Esa noche ella no iba con rodeos y su corazón roto tampoco deseaba estar más tiempo allí frente a cientos de ojos expectantes. Acostándose sobre el altar, Dogannu colocó sus piernas a ambos lados y se sentó despacio sobre su polla, que sin mucha resistencia logró vencer la tenue oposición de su esfínter, el muchacho apoyó sus manos en los hombros de ella y comenzó a cabalgar su polla con comodidad, acostumbrando su ojete para aumentar la velocidad.

Sus miradas se cruzaron por un instante pero no por mucho ya que Dogannu cerró los ojos y reprimiendo un gemido, siguió moviéndose sobre ella con más ganas. Aalyat jadeó en voz baja y sus manos acariciaron sus costados, descendiendo lentamente hasta alcanzar sus nalgas, masajeándolas y apretándolas con pasión. Pasando a un plano de mayor actividad, ella misma empezó a mover sus caderas al compás del vaivén de Dogannu, incrementando el goce entre ellos y esta vez si que no pudo contenerse.

“Follame más duro, maldita perra!” instó Dogannu invadido por la rabia y el placer.

“No te irás insatisfecho, Inicuo…” murmuró ella jadeante y se movió a mayor ritmo.

Sus huevos chocaban contra sus nalgas con renovado ímpetu, sus voces resonaban en la enorme caverna y los que atestiguaban el rito permanecían en silencio, regodeándose con la humillación de Dogannu, que no paraba de gemir y aullar de placer; la polla de Aalyat entraba y salía sin parar de su culo, con cada embestida la sentía llegar más profundo, cuando iba saliendo, se anticipaba a su regreso y jadeaba con mayor ahínco, aferrándose con fuerza y pellizcando sus pezones erectos.

“Pídeme más, quieres más?” exclamó ella con una amplia sonrisa lasciva.

“Más… más…” logró balbucear Dogannu con voz ahogada.

“Mas fuerte… dilo más fuerte, perro!”

“Follame más, no te detengas!!” gritó Dogannu poniendo los ojos en blanco.

Aalyat estaba imparable y Dogannu se estremecía al cabalgarla, pero no precisamente por padecer. Mirlya contemplaba todo impotente y miró a sus hermanas, que no parecían dispuesta a hacer lo que ella como madre y persona compasiva iba a hacer, salvar a su hijo de una lunática desquiciada.

De pie, caminó decidida al centro del altar, Dogannu abrió los ojos y dejó de jadear; Aalyat le imitó casi al instante y sin mucho esfuerzo hizo a su presa a un lado.

“Que crees que estas haciendo, por Astarté Oscura?” inquirió Aalyat ofendida por la interrupción blasfema de Mirlya.

“Ha sido suficiente, Aalyat. Te estás excediendo,” dijo Mirlya algo titubeante pero mostrando una mirada de coraje.

La chica se levantó resueltamente y con dos rápidas zancadas ya estaba a escasos centímetros de ella. La expresión burlona de Aalyat en otra situación hubiese sido digna de alguna anécdota divertida pero en ella y en el brillo de sus ojos destellaba un oscuro peligro. Mostró los diente en una mueca.

“De verdad crees que tú, una insignificante y cobarde intérprete de señales podrá detener el poder que reside en mi?” preguntó Aalyat en voz baja y luego añadió, mirándole con odio. “No lo creo… ahora apártate…”

“No… no lo haré. Dejarás ir a Dogannu…”

La Sacerdotisa de la Noche se echó a reír pero no por mucho, su rostro se alteró en una mueca de desprecio y un dejo de maldad asomó en sus ojos.

“Eso no pasará. Pero si tanto lo amas, ya que tú causaste todo esto, puedes elegir entre él y tú,” respondió Aalyat.

Mirlya ladeó su cabeza, viendo a Dogannu de pie aun con las señales evidentes del deleite prohibido en su cara y luego a Aalyat. Las imágenes de los días anteriores se agolparon en su mente y una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

“Si debo sacrificarme para mantenerlo a salvo, estoy dispuesta a pagar el precio,” repuso Mirlya.

Con una palmada, tres mujeres se aproximaron y se llevaron a Dogannu, que a regañadientes le recriminó a su madre. Ella no dijo una palabra y la jovencita examinó detenidamente a su nueva presa, respirándole en la nuca al pararse detrás de ella.

Daemeeth no entendía lo que sucedía, solo veía que Mirlya estaba en el centro del altar y Dogannu era llevado lejos, al otro lado de la caverna y se estaba colocando sus ropas. Un ligero carraspeo la sacó de su ensimismamiento.

“Aún piensas que puedes controlarla?” le increpó Diamnith tan calmada y sin mirarle. “Todavía estás a tiempo de hacer lo correcto y salvar a un joven inocente, encontrarías la paz que perdiste hace años… hermana.”

“Cállate,” susurró ella de forma apenas audible.

“Oh Daemeeth, Daemeeth… guardas mucho rencor en vuestro corazón y no puedes ver que en el fondo, aún sigues siendo esa dulce y tierna joven que fuiste.”

“Te equivocas…” la contradijo Daemeeth y al mirar a su lado, su gemela ya no estaba.

Su atención se trasladó a lo que sucedía en el altar, Aalyat tenía sus manos apoyadas en las mejillas de Mirlya, la mujer mayor evitaba mirar a la sacerdotisa pero la joven insistía y por fin logró vencer su resistencia e hizo que la mirase. Con una amplia sonrisa lasciva Aalyat acercó sus labios a los suyos y comenzó a besarla, Mirlya dejó de resistirse y correspondió el beso pero no parecía entregada a la lujuria desbordada de esa joven.

Apartando sus manos de su rostro, Aalyat cogió las manos de la madre de Dogannu y la hizo apoyarlas en su culo, ella trató de no posarlas pero una simple mirada de la chica le obligó a desistir.

Los senos turgentes y perfectos de esa mujer madura fueron amasados con pasión por Aalyat, tenía ante si el cuerpo en todo su esplendor. Su piel suave y tersa invitaba a recorrer cada centímetro, explorar cada rincón, encontrar su camino hacia el placer que ella encerraba. Si bien Mirlya no era dada a las perversas prácticas que había presenciado en el Templo de la Noche; no podía evitar que su respiración fuese un poco más agitada, y es que desde la muerte de Hanoth se mantuvo casta por respeto a su memoria. Ahora estaba a merced de Aalyat y vacilaba por momentos en ceder a un placer oscuro y profano, todo por proteger a su amado hijo.

A medida que las manos de Aalyat descendían por todo su cuerpo, la joven se terminó de arrodillar frente a su sexo. Expuesto, a la expectativa. Unos pocos vellos adornaban su monte de Venus, Aalyat aspiró el aroma que despedía… y sonrió. La entrada al paraíso la aguardaba, Mirlya se estremeció al intuir vagamente lo que sucedería, miró a la chica sacar su lengua con parsimonia y lamió lentamente alrededor de su sexo, la situación la superaba por ratos; tragó saliva y su corazón latía más aprisa, anticipándose a lo inevitable, una oleada de calor se apoderó de su cuerpo, ruborizando sus mejillas. No creía poder soportar la espera.

Finalmente, los dedos de Aalyat separaron sus labios y su lengua se adentró. Mirlya contemplaba todo y su vientre subía y bajaba al compás de su respiración, la muchacha comenzó a lamer con delicadeza, degustando el exquisito manjar, su clítoris recibía la atención que ella voluntariamente le negó por largo tiempo y no pudo contener un callado gemido. Con una risita, Aalyat continuó lamiendo y chupando su sexo, algunas veces le daba pequeñas mordidas que solo incrementaban el placer que Mirlya estaba experimentando. Sus jugos no tardaron mucho en fluir y la chica los devoraba con gula, quería degustar hasta la última gota.

Mirlya apoyó su mano en la cabeza de la joven, que se entregó de lleno a satisfacer a esa recatada mujer. Su lengua se abrió paso y la hundió todo lo que pudo, agitaba su cabeza de un lado para el otro al mismo tiempo que la movía sin cesar; los gemidos suaves y ahogados de Mirlya pronto se transformaron en jadeos y gritos de éxtasis, Aalyat apenas se separaba de su coño mojado y sus manos se posaron en sus nalgas, para mantener su boca enterrada en su sexo el mayor tiempo posible.

El placer era indescriptible y en par de ocasiones intentó apartarla, pero no había una posibilidad remota para ello. En cambio, Aalyat arremetió y con la ayuda de un dedo, siguió chupando y lamiendo su clítoris poseída por una lujuria descontrolada y su dedo entraba y salía de su coño, redoblando las sensaciones de placer. Introduciendo un segundo dedo, la chica masturbó a Mirlya sin tregua; invadida por temblores y espasmos en tanto chillaba enloquecida que se estaba corriendo. La Sacerdotisa no se detuvo en ningún instante y Mirlya gritó de placer mientras de su coño inflamado brotaba un torrente de fluidos que empaparon la mano y luego el brazo de Aalyat. Con una sonrisa perversa, la jovencita no paró hasta que la mujer desfalleció por la intensidad del orgasmo, y la ayudó a acostarse en el suelo. Jadeante y sin fuerzas, Mirlya jamás había tenido una corrida como aquella.

Sin perder tiempo, Aalyat se echó sobre ella y la volvió a besar. Esta vez si fue correspondida de buena gana, tal vez como una especie de agradecimiento. Sus lenguas jugueteaban y se enredaban, tanto que era imposible decir cual de las dos estaba más cachonda. En silencio, Dogannu contemplaba la escena cohibido e incómodo, no sabía exactamente qué pensar de su madre o el hecho de que a Aalyat no le importaba si era él o ella.

“Eres tan mía como Dogannu y no podrás negarlo después de esta noche,” susurró Aalyat al separarse.

Acomodándose, le separó las piernas sin ningún esfuerzo. Mirlya aun seguía recuperando sus fuerzas después de ese orgasmo salvaje cuando notó lo que Aalyat estaba haciendo. Sintió la punta de su glande rozar sus labios vaginales, y poco a poco se la fue metiendo hasta el fondo; los labios de Mirlya se abrieron en una mueca y volvió a jadear de éxtasis, al ser llenada por la dura polla de Aalyat.

“Gime como la zorra que sé que eres. No temas gozar este momento,” musitó Aalyat.

Arqueó un poco la espalda, entregándose a la muchacha. Ya Aalyat tenía toda su polla dentro de su vagina mojada y comenzó a moverse despacio, sacando un poco de su polla y volviéndola a hundir hasta lo más recóndito. Instintivamente se llevó la mano a su clítoris para estimularse mientras la sacerdotisa entraba y salía de su coño sin parar, aumentando su ritmo gradualmente.

“Es todo lo que tienes? Mi esposo era mucho mejor…” jadeó Mirlya, tratando de herir el orgullo de Aalyat.

“Ya te vas a enterar, ramera!” respondió ella mordiéndose el labio.

La joven empezó a embestir con mayor vigor, arrancando gritos enloquecedores a Mirlya, desbordada por el inmenso placer que se apoderaba de su cuerpo, nublando sus sentidos excepto los más básicos. Una de las manos de Aalyat se posó en su seno izquierdo, pellizcando y sobando su teta a medida que penetraba con más ganas. Al igual que otras noches, reinaba un silencio macabro en la cueva, como si solo ellas dos estuviesen presentes.

“Mas fuerte, más rápido!!” exclamó Mirlya, cubierta en sudor y agitada sobremanera.

Inclinándose sobre ella, Aalyat penetró cada vez más profundo y con embestidas cortas y poderosas que volvían loca a su víctima. Embate tras embate, ambas mujeres dieron rienda suelta a su lujuria y acercando de nuevo sus bocas, se besaron sin control; enredando sus lenguas y acariciando sus cuerpos.

Moviendo sus caderas rítmicamente y tan rápido y profundo como le era posible, Aalyat y Mirlya comenzaron a temblar a medida que el clímax se aproximaba. Con un largo y apasionado gemido que parecía provenir de su alma, Mirlya se empezó a contorsionar y correrse, apretando al mismo tiempo la polla de Aalyat dentro de ella. Sacando su miembro, Aalyat se corrió con grandes espasmos y gemidos sobre el vientre de Mirlya, cubriéndola con su lefa caliente, abundante y espesa.

Las mujeres respiraba ruidosamente y se hallaban exhaustas. La Sacerdotisa de la Noche no permaneció sobre el altar por mucho tiempo y se vistió con ayuda de otras sacerdotisas y se acercó a Dogannu. El muchacho estaba enfurecido pero se contuvo de decirle algo mordaz.

“No creas que tu madre te librará de mi otra vez. Pero me encantó, ahora sé porqué eres tan perfecto para el sexo…” dijo Aalyat y se marchó.

En tanto Dogannu, Evarod y los demás ayudaban a Mirlya, Daemeeth y Edrok siguieron a Aalyat de vuelta a Ashtaroth. La chica acariciaba disimuladamente la piedra negra del Anillo de la Oscuridad. Elanya caminaba junto a ellos pero solo su hija podía notar su presencia.

“Sacerdotisa Diamnith, necesito que se quede esta noche en mi casa. Tu también, Edrok. El sacrificio aún no ha sido ofrendado,” dijo Aalyat.

“A que se refiere?” preguntó Daemeeth desconcertada por la última frase.

“Id por nuestros seguidores, el sacrificio de sangre será hecho esta noche,” indicó Aalyat, sin mirarla.

De regreso al pueblo, en la casa del Sacerdote Hatimekh se había concertado una reunión crucial después de los acontecimientos en el Templo de la Noche. Estaba el propio Hatimekh, Themeon, Evarod y varios de los oráculos. Todos se veían visiblemente tensos y preocupados.

“Ya hay que detener esta locura. Debemos matar a Aalyat esta misma noche,” rugió el sacerdote Hatimekh.

“Coincido. No podemos permitir que siga acrecentando sus poderes,” repuso Themeon.

“Mis hombres están listos, pero yo preferiría consultar a los dioses primero. Esto les podría dar mayor confianza y coraje si el éxito está asegurado,” comentó el guerrero.

El sacerdote Hatimekh adoptó una expresión pensativa y asintió.

“Oráculos, decid que han deparado los dioses sobre esta noble causa,” dijo el sacerdote.

Entrando en conexión con los dioses, todos los oráculos dieron una sentencia común: la sangre iba a correr y la gran deidad perdería su cabeza. Esto fue interpretado por el viejo Themeon como la caída de Aalyat y el fin del ritual de canalización de Astarté Oscura. Sin ninguna duda, el sacerdote Hatimekh ordenó a Evarod alistar a quince de sus mejores hombres para irrumpir en la casa de Aalyat, matarla y destruir cualquier vestigio que recordase a la diosa maldita.

En su hogar y ajena a los preparativos en su contra, Aalyat sostenía un tazón lleno de una bebida oscura. Su sirvienta Dalikha estaba de pie frente a ella, contemplándola con recelo pues en los días en los que su ama no estuvo bajo influencia total de Astarté Oscura, ella había tenido un respiro. La joven respiró el aroma y llevó el tazón a sus labios.

Bebió el contenido de un trago. Respiró profundamente y cerró los ojos, sintiendo una sensación muy familiar para ella, perdiendo el control de si misma y el mismo espíritu antiguo volvía a apoderarse de su ser nuevamente. Cuando abrió los ojos, estos parecían inexpresivos y llenos de maldad.

“Mi señora… se encuentra bien?”

“Mejor que nunca… ahora retírate. Mañana será un día largo,” ordenó Aalyat con voz inexpresiva y mirada severa.

Caminó lentamente a su habitación y se acostó sin preocupaciones. Protegidos por la oscuridad, los hombres de Evarod se acercaron sigilosamente a la casa, encontraron a un par de hombres a los que eliminaron en silencio. Con ellos iban Hatimekh y Themeon, pues deseaban acabar a la joven ellos mismos. Forzaron la entrada del lugar y entraron, espadas desenvainadas; listos para matar a quién se interpusiera en su camino.

“Iremos a por Aalyat. Ustedes acaben con la sirvienta,” instruyó Hatimekh en voz baja a Evarod.

En el preciso instante en el que cuatro hombres enfilaron hacia la habitación de Dalikha, Hatimekh y Themeon entraron a la habitación de Aalyat, que yacía en su cama, dormida. Los dos viejos hombres estaban muy ansiosos y las manos que sostenían los cuchillos temblaban ligeramente. La expresión en el rostro de la muchacha era serena, como si ignorase lo que estaba a punto de ocurrir.

Pero algo sucedió cuando estaban justo a su lado. La muchacha abrió los ojos de par en par y esbozó una sonrisa cruel, entre sus vestidos asomaba un enorme cuchillo y de pronto escucharon un alarido y los inconfundibles gritos de una pelea salvaje. Aalyat se incorporó rápidamente y lanzó una veloz puñalada a Themeon, clavando el cuchillo en su brazo derecho. El anciano dejó escapar un grito de dolor lastimero y se desplomó en el suelo, Hatimekh se abalanzó sobre la joven y sujetando el cuchillo, intentaba hundirlo en su pecho.

“Muere, demonio inmundo!” vociferó Hatimekh a centímetros de ella, que mantuvo una calma y una frialdad impropia de la situación.

No obstante, la chica tenía más fuerza y logrando torcer la muñeca del viejo sacerdote, le arrebató el cuchillo y lo enterró en su corazón. Los ojos de Hatimekh se abrieron como no asimilando lo que había hecho ella; Aalyat no varió su mirada ni expresión y retorció el cuchillo en círculos, en tanto el moribundo se aferraba a ella.

Daemeeth y Edrok habían llegado con una horda de fanáticos, el motivo del estruendo y posterior enfrentamiento. Hallaron a Dalikha pálida y con un corte en la frente, pero nada serio. Evarod y algunos de sus hombres habían sido sometidos y desarmados; los demás yacían muertos en distintos rincones.

Al reinar la calma, Dalikha miró a la pareja y luego en dirección a la habitación de su ama. La puerta estaba entreabierta y temieron lo peor…