La rubia
El sabía como garabatear los esqueletos de las obras que jamás escribiría y ella tenía la certeza de incentivar el ardor de aquel ego literario.
La Rubia era una de aquellas personas de edad indefinida, las de la eterna juventud. Menuda, esmirriada, de baja estatura, con pechos rellenos y pequeños; de piel trigueña y acaramelada, dorada de soles y amantes, recordaba las tardes veraniegas. Los muslos firmes, de torneada labranza, se esfumaban en un culo curvilíneo y discreto. Su cara era proporcionada, ojos claros de mirada de miel, boca de labios apasionados; su larga melena caía sobre los hombros dándole el mote con el que todos la conocían. Además era uno de aquellos seres abiertos y sinceros, transparente hasta en los pequeños gestos que la delataban en el más pequeño de los traspiés.
Expresiva como pocos, ni el mentir ni la simulación nunca fueron sus fuertes.
Se habían conocido de tanto transitar por el mismo espacio y hablar el mismo lenguaje del arte provinciano.
La fiebre de la palabra era su carne y su alimento.
El sabía como garabatear los esqueletos de las obras que jamás escribiría y ella tenía la certeza de incentivar el ardor de aquel ego literario.
Una diferencia importante de edades los separaba pero la particularidad de sus físicos los unía. El, un joven con apariencia de mayor de edad, y ella una mayor de adolescencia eterna.
Su relación nació despatarrada una noche de vino y poesía. Entre trago y trago, entre canto y canto, el brazo de él se posó sobre los hombros de ella y de allí a acurrucarla, hubo un solo paso.
Su cabeza, de liviandad extrema, descansó en el hombro masculino y la grácil mano se aposentó en la pierna dura de andar tantos senderos.
Pronto los dedos de ambos se unieron: juntaron sus palmas en un hecho simbólico que dio lugar al primer beso, movimiento de inspiración innato y sin destino.
Ambos comenzaron a conocerse digitalmente a través de la piel. El calor trigueño de la mujer, unido a la química de la noche, enardecía su virilidad, en tanto que, viceversa, la química de la tez morena de él impactaba, a través de las femeninas yemas, humedeciendo sus entrepiernas.
La magia de la noche se adentró más aún en ambos cuerpos, encendiendo estrellas, al ingresar a la habitación.
Resguardados del mundo, sus caricias aumentaron la intensidad de sus sentidos y fue un solo fuego el que se encendió entre los dos.
Volaron las ropas a la buena de Dios y, a la buena de Dios, piel con piel amasaron la pasión con el sello rojo de la entrega total.
En el primer combate, el conoció la redondeada aureola de los embriagadores senos y el amarronado pezón erecto ante el trabajo de su lengua cálida. Bajó por el centro del entregado cuerpo hasta el protuberante monte de Venus, cubierto con una malla dorada de vellos enrubiecidos, y supo captar el sabor del exultante sexo florecido.
Ella recordó el sentido del tacto desde cada poro de su piel exaltada por la humedad de la lengua y el ardor de los labios varoniles que le contagiaban la energía más arcana de su raza.
Cuando el lancero se abatió sobre la presa abierta de piernas, empapada de mieles, la lanza se incrustó en un cilindro ardiente que se abría a su paso, deglutiéndola, centímetro a centímetro, tragando esa virilidad que ella sabía asimilar muy dentro suyo.
Como una boca ardiente, la vagina engullía esa verga que no podía resistirse al subterráneo y placentero viaje. El sentía cómo la vehemencia del túnel se contagiaba a su miembro y el suave desliz de la penetración le causaba una sensación acariciante.
El topetazo final puso el freno a la extensión de ambas almas y fue el momento en que las manos y las mansas piernas de mujer se cerraron sobre el cuerpo del hombre, presionando su masculinidad para alcanzar la máxima punción posible.
El momento de los mil colores había llegado.
Desde lo profundo de su ser la poderosa descarga atravesó cada célula de su cuerpo en marejadas orgásmicas sucesivas que se diluyeron en una sensación de blancura cristalina.