La Revancha (2)
Las ostias llovían a manojos, el que no cobraba estaba repartiendo leña, nadie estaba ajeno a la pelea. En menos de un santiamén el suelo estaba lleno de tíos retorciéndose bajo los golpes de los que aún estaban de pié. Botellas, vasos y taburetes volaban hasta impactar contra la desafortunada cabeza de alguno.
Las ostias llovían a manojos, el que no cobraba estaba repartiendo leña, nadie estaba ajeno a la pelea. En menos de un santiamén el suelo estaba lleno de tíos retorciéndose bajo los golpes de los que aún estaban de pié. Botellas, vasos y taburetes volaban hasta impactar contra la desafortunada cabeza de alguno. En medio de aquel caos noté que alguien me agarraba de los huevos con fuerza y a la vez me propinaba un descomunal cabezazo. Mi viaje hacia el suelo se me hizo eterno, entre luces de neón y pajaritos que revoloteaban me creí flotar en el aire en una caída eterna que me sumió en un profundo sueño.
Cuando recobré el sentido, estaba cerca de la barra del bar, aún tirado en el suelo, rodeado de cristales rotos y con sangre que había manado de mi nariz y boca reseca por toda la cara. También me dolían las costillas, señal inequívoca de que el tío que remató a gol de cabeza luego practicó diferentes modalidades de chutar a portería con mi cuerpo.
Empecé a recordar todo, la chica, los macarras que entraron en el bar, la pelea, el agarrón de huevos, ¡¡ostiá!!, ¡¡mis huevos!!, me toqué la entrepierna y suspiré reconfortado, aún seguían ahí, algo doloridos, pero en su sitio.
Maltrecho física y moralmente, me levanté y encorvado salí como pude del antro antes de que viniera la pasma. En estos casos la policía no pregunta, te mete en el furgón y a comisaría, y a veces por el camino te cae alguna que otra atención en forma de porrazo de goma por parte de algún agente cabreado por haber llegado tarde al baile.
Después de todo, hasta en el caos hay un orden, y ese orden lo puso alguien que en mitad de la trifulca se esmeró en limpiar las carteras de los panolis que como yo estábamos en manos de Morfeo.
Así, dolorido, humillado y sin un céntimo, abandoné ese barrio por donde había venido, pero caminando esta vez. No quería repetir aquella lejana experiencia en la que un taxista se quiso cobrar en carne la carrera hasta mi casa después de que intenté saltar del taxi sin pagar. El cabrón se apercibió de mi maniobra e hizo un trompo con el coche que me impidió saltar. En un movimiento espectacularmente ágil para lo enorme de ese gorila se abalanzó encima mío y me dijo que o le pagaba o me daba por culo. Tuve que hacerle un pingüino.
En el Manual de Putadas, en el tomo III, capítulo "Cabronadas sin par", viene explicado lo que es hacer un pingüino y sus modalidades. Para el que no lo conozca resumiré: un pingüino consiste en que una tía te dice que te bajes los pantacas y los gayumbos hasta los tobillos con la promesa de una mamada de escándalo y cuando te tiene así sale corriendo y tú detrás de ella dando pasitos cortos como los pingüinos y diciendo con cara de gilipollas: "pero hija de puta no me dejes así".
Arrastrándome entre callejones oscuros, trataba de pasar desapercibido, sorteando charcos y esquivando las coladas de las cuerdas de los tendederos que colgaban hasta la altura de mi cabeza. Me limpié la sangre de la cara con una camisa blanca y me soné los mocos con un calcetín. Olí alguna que otra braga que colgaba y algún que otro tanga, pero el único aroma que desprendían era a detergente barato. Desde un primer piso, una vecina gorda y hortera me vio y gritó llamando a su marido, ¡¡Manolo un degenerado está oliendo mis bragas tendidas y tu tanga!! y me arrojó una maceta de geranios que cayó cerca. ¿No jodas?, ¿tu tanga?, ¡¡joder qué asco!! Empezaron a encenderse luces de los demás pisos y mientras me despedía de la gorda con un corte de mangas y un apretón de huevos salí corriendo abandonando el lugar. Esa no era mi noche, no, definitivamente no lo era.
Bastaba recordar el desprecio con el que me había tratado aquel bombón para comprender que ese día no tenía la suerte de cara. Pero no. Tenía que seguir insistiendo y dándole la barrila a la rubia. Erre que erre. Que sí te invito a otra copa, que si te vienes a un local de moda que está cerca, que cómo te gusta que te coman el coño , el caso es que la tía pasaba más de mí que de comer mierda envasada. Si me hubiera dado cuenta me habría ahorrado un dinero y una paliza.
No debería haberme aventurado sólo en aquel barrio de las afueras, un tanto peligroso de noche pero con fama de tener buenos locales para correrse una buena juerga. Yo también crecí en un barrio difícil y muchas veces me sentía más cómodo en tugurios de mala muerte con una copa de whiskie barato que en los sitios VIP de la ciudad que últimamente frecuentaba. Mi mujer sólo se mueve en los mismos ambientes elitistas en los que creció y yo poco a poco me acostumbré.
Fascinado como estaba con el dinero rápido que gané y los amistades que empecé a frecuentar, poco a poco olvidé mis orígenes y me dí cuenta que me desenvolvía bien en mi nuevo estatus.
Con la carta de presentación que me daban un negocio boyante, un descapotable de lujo y la labia que heredé de mi padre y de mi abuelo, se me abrieron multitud de puertas y multitud de piernas.
Cuando me registré en el club más elitista del barrio más chic, donde todos los personajes influyentes de la ciudad acudían, mi primera intención era la de crear contactos y conocer gente para ampliar el negocio. Pero bien pronto, pude comprobar que eso mismo lo podía compaginar con mi actitud depredadora para con las mujeres. Amigo, las mujeres que frecuentaban el club eran despampanantes. En el restaurante, en sus salas de baile y cómo no, en su piscina, estas mujeres lucían sus mejores galas, exhibiendo sus encantos de forma elegante y exquisita pero sexy y atrevida a la vez.
El zorro se había colado dentro del gallinero, pensé. Se acabó el matarse a pajas con las tías del Playboy. Ahora las tengo a mi alcance.
Fascinado, empecé a rondar a varias de ellas con galantería y con el sano y único propósito de follármelas hasta reventar. Fijé mis objetivos entre las que más me llamaban la atención por su voluptuosidad, y entre ellas, una mujer casada de pelo castaño y caderas espectaculares que movía con una cadencia felina. Siempre vestida con traje de ejecutiva de minifalda y chaqueta de colores pastel, a mí me volvía loco contemplar sus piernas doradas por el sol y su eterna sonrisa de supremacía. Conocedora de su potencial, se dejaba ver por el hall de entrada y casi siempre estaba acompañada por amigas pero nunca por hombres, a los que parecía evitar.
Mi trabajo me costó, pero poco a poco, fui conociéndola y me contó su vida de joven empresaria que compaginaba con un matrimonio estable con un alto ejecutivo de la banca. Su marido, bastante mayor que ella, le daba entera libertad de actuación y rápidamente entendí que estaba necesitada de rabo. Afortunadamente, yo me convertí en su proveedor principal de carne y leche durante los siguientes meses.
¿Qué cómo lo hice?, ¿qué porqué yo triunfé donde otros fracasaron o ni siquiera se atrevieron a intentar? Muy fácil. Mi abuelo me contó una vez su forma de conquistar a las mujeres y que todo consistía en el trato que se les dispensaba y que, una vez conocidas, había que saber diferenciar al rango al que pertenecían y por consiguiente a las putas hay que tratarlas como a princesas y a las princesas como putas. Yo me enfrentaba a una princesa.
Me lo jugué todo a una carta. En la siguiente conversación que me procuré con ella le dejé claro mis intenciones y con toda la galantería que fui capaz de desplegar y con gesto angelical, le pregunté que si había tenido alguna vez más de dos orgasmos en un sólo polvo y que si no era así yo podría hacer que se corriese más de una vez de un sólo pollazo. Su cara de perplejidad fue absoluta, abrió sus enormes ojos todo lo que pudo y esbozó un círculo con sus labios. Antes de que dijese nada, ataqué de nuevo diciéndole que esa era la cara que iba a poner cuando notase mi lengua recorrer su agujero trasero.
De momento todo iba bien, aún no me había soltado la consabida ostia en la cara. Parecía que mi abuelo desde el cielo me daba la razón.
El rubor subió a sus mejillas pero inmediatamente contestó con toda naturalidad y como si nada que efectivamente jamás había tenido más de un orgasmo por sesión y que le gustaría comprobar mis facultades amatorias así como lingüísticas. Ahora el que se quedó de piedra era yo.
Pero reaccioné rápido y seguí atacando. Diciendo que ni siquiera me creía que la edad de su marido le procurase un "orgasmo por sesión" y que probablemente estaba un poco frustrada en este sentido. Puso cara de falso enojo y defendió la virilidad de su consorte diciendo que con su marido siempre le había bastado y sobrado. Con las disculpas normales por mi parte, le comenté que aunque fuese así, estaba seguro de que su culito jamás había sentido la humedad y rugosidad de una lengua exploradora y osada y que no había perdón de Dios para su marido por no haberle comido el coñito y el ano como se merecía. En esto, francamente, me dio la razón y me dijo que ella .....tampoco lo comprendía.
Acababa de triunfar. Ya la tenía. Sin embargo tal y como me dijo esto, se levantó, cogió su bolso y despidiéndose con un "ya nos veremos" se marchó con su ritmo cadencioso recogiéndose el pelo en una coleta mientras se alejaba.
Allí me quedé yo con una tienda de campaña en los pantalones que no me dejaba levantarme del sillón y en el que terminé de apurar mi copa. Minutos más tarde un camarero me vino a decir que mi consumición estaba pagada y me trajo una nota de ella con un número de teléfono y un "No tardes en llamar, Inés"
Inmediatamente saqué mi móvil y marqué su número. Me dijo que tenía no más de dos horas hasta que su marido volviese de trabajar para demostrarle mis proezas en la cama. Pero que como sólo resultase un fanfarrón y no consiguiese lo prometido pagaría a un par de chulos para que me rompieran las piernas. ¡¡Caray con la nena!!
El saltar del asiento, arrancar el coche y salir disparado hacia la dirección que me había dado fue todo uno.
¿Dos horas?, aún me sobró tiempo. La cosa fue mucho más fácil de lo que me imaginaba. Fue ponerle las manos encima y empezar a magrearla las tetas y el culo y prácticamente ya estaba a punto de correrse. En cuanto le aparté el precioso tanga de encaje que llevaba y le metí dos dedos en su intimidad se me corrió como una colegiala en su primera cita con su novio en el cine.
Después, ya más tranquila, la llevé a su dormitorio y tumbándola boca arriba me puse yo encima suyo en posición de 69 y le empecé a trabajar su exquisito conejo y el culo a mi antojo. No tardó más de un segundo en desatarme el cinturón, sacarme el nabo y comenzar a comérmelo. Disfruté como loco chupando lamiendo y mordisqueando ese jugoso y fresco conejito que me olía a rosas. Retorcí mi lengua todo lo que pude intentando perforar un centímetro al menos su virginal y rosadito ano. Se corrió una vez más a los pocos minutos y la dejé descansar un poquito, pero como ví que se empezaba a dormir y que me podía quedar a mitad de fiesta, sin previo aviso le levanté las piernas y las puse sobre mis hombros e inmediatamente la penetré hasta el fondo. Dio un respingo y gimió un poco de dolor, no se lo esperaba y aunque estaba bien lubricada estoy orgulloso de decir que tengo una polla como una botella de cocacola, no muy larga pero sí bastante gorda y eso lo percibió llenándome de viril orgullo.
En esa posición le estuve bombeando con fuerza buscando egoístamente mi propio goce y olvidándome de la promesa de los dos orgasmos por polvo. Ella empezó a decirme que le dolía y que no empujase tan fuerte, pero recordando de nuevo las sabias palabras de mi abuelo, arremetí con más saña aún y le dije: "¿ qué te duele?, ¡¡más te va a doler dentro de nueve meses guarra!! ¡¡toma grumo!!. Y me corrí dentro suyo vaciando mi rebosante manantial.
Luego me confesó que justo en ese momento ella volvió a correrse por última vez y que le duró tanto que incluso cuando yo había terminado y estaba echado encima suyo ella seguía convulsionando descontroladamente los músculos de su vagina y exprimiendo las últimas gotas de mi miembro.
Y todo esto en menos de una hora. Aún le dio tiempo a que me hiciera una mamada sin manos, como a mí me gusta. Me dio su aprobado con matrícula de honor y con la confianza que da el haberte follado a conciencia y a tu antojo a una mujer le pregunté acerca de su vida y de cómo lo llevaba. Me confesó lo que yo ya me imaginaba. Su marido le daba menos de lo justo en la cama. Con 55 años cumplidos, sólo aspiraba a contentar a su preciosa mujer con regalos caros y atenciones de todo tipo, pero cuando llegaba la hora de cumplir en la cama apenas llegaba a obsequiarla con un revolcón de 5 minutos y mal dado. Así estaba ella como estaba, con su conejo pidiendo guerra y aplacándolo sólo con la habilidad de su dedo corazón o con la hortaliza de temporada más cercana que pillara.
Le dije que a partir de ese momento su hambre había acabado y que yo me encargaría de aportar a su vida la sal y pimienta que le faltaba en forma de huevos, salchicha y leche, pero que se fuera olvidando de las dietas vegetarianas.
Afortunadamente no la dejé preñada. Comenzamos a vernos con frecuencia e incluso hicimos alguna escapadita de fin de semana cuando su marido estaba de viaje, pero ni ella ni yo teníamos otro interés por el otro que el sexo. Eso a mí me encantaba y me dejaba las manos libres para otras conquistas. Fue así como en las siguientes semanas conocí a mi futura mujer. Era otra conquista más, pero la más exquisita de todas. Mujer de revista donde las haya, modelo profesional pocos años atrás, tremendamente guapa y tremendamente casada con uno de mis actuales socios del negocio.
Pero, ¿eso sería capaz de frenarme? No. No a Salustiano Pí. Yo sólo quería pasármela por la piedra y ella podía seguir felizmente casada con mi inocente socio, ¿qué había de malo en ello?, ¿tenía yo la culpa de que ese pedazo de mujer estuviera tan buena y que se riese de todas las tonterías y piropos que le decía?.
El día que la conocí fue en una discoteca en una fiesta de empresa a la que acudimos todos los socios y empleados y allí estaba ella bailando alocadamente en el centro de la pista mientras sonaba la música de Jennifer López a todo trapo con su " Let´s get loud ".
Minifalda demasiado corta. Excesivamente corta y ajustada. Tacones altos. Camiseta de tirantes empapada de sudor. Pezones duros y libres de sujetador. Para colmo de empalmes, estaba bailando como una diablesa frente a una salida de aire acondicionado y el chorro le impactaba directamente en su cara, cuello y pecho. ¿Pero es que nadie se daba cuenta? Sólo yo parecía impactado con la escenita. Ni siquiera su marido le prestaba atención.
Malditos pantalones vaqueros ajustados, que poco sitio me dejaban, la polla se me iba a gangrenar de lo apretada que estaba. Si seguía mirando a la piba corría el riesgo de reventar los botones de la bragueta y saltarle un ojo a alguien.
Ni que decir tiene que esa misma noche hice mis primeros acercamientos a semejante monumento y en cuanto mi socio me la presentó como su mujer tuve la mejor de las coartadas para invitarla a bailar, beber y no separarme de ella en toda la noche.
Tres meses más tarde, se separó de su marido para casarse conmigo. Qué mal suena ¿verdad? Pero ahora, visto lo visto, no se si le hice la gran putada a mi socio o el gran favor. Siempre me quedaré con las ganas de preguntárselo, porque después de divorciarse, vendió su participación en el negocio y se marchó fuera de España con una jovencita australiana que había sido becaria en la empresa meses atrás. Yo sabía de sus andanzas con la becaria y de algún viajecito que se había dado con ella a espaldas de su mujer, pero nunca entendí como teniendo a semejante hembra en casa se liaba con otras mujeres menos atractivas.
Pronto me llegaron noticias de que él no había sido el único infiel en la relación. Su mujer también practicó ese deporte y, como supe después, con más asiduidad que mi socio. Ese precisamente, creo yo, fue el motivo por el cuál a mi socio no se le vio muy compungido cuando le robé a su mujer. Más bien, ahora empiezo a pensar que casi le hice un favor. Creo que me pasó la "patata caliente", o mejor dicho la "perra caliente".
Como me había tirado a unas cuantas tías de su entorno de amigas, rápidamente fui informado por mis amantes que mi ahora mujer era una de las cónyuges más libertinas de la ciudad. No tenía ningún amante reconocido, sólo rollos esporádicos con los maromos que le hacían tilín. Esto empezó a mosquearme, y, pasado el embobamiento y enamoramiento inicial de toda relación amorosa que yo en principio creí sincera y en la cual me volqué sin reservas, empecé a darme cuenta de ciertas cosas y a conocer historias verídicas de sus aventuras con su anterior marido que no hacían más que inquietarme más y más.
Así, por boca de una de sus íntimas amigas, supe de la aventurilla en un safari fotográfico que hicieron mi socio y ella en Kenia. Parece ser que se encandiló de uno de los guías de color de la expedición y por las noches, cuando dejaba a su marido profundamente dormido después de exprimirle el nabo hasta la última gota, abandonaba la tienda en la que dormían y se iba a visitar a su nuevo amigo. Según me contó, en la primera noche no se dejó penetrar pero le estuvo afilando el lapicero al negro hasta el amanecer. Parece ser que estaba tan impactada por el tamaño de su cipote que estuvo adorándolo por todo ese tiempo como si fuera un falo mágico al que hay que idolatrar, hasta que el pobre guía quedó tan extenuado como su marido y con los huevos vacíos. Al día siguiente al pobre negrito todavía le dolían las pelotas y andaba encorvado después de haberse vaciado hasta cinco veces en las manos y la boquita de su nueva amiga. Los siguientes días fue ella, sin embargo, la que tuvo problemas para caminar y hasta para sentarse. Resultó que el negrito solía vestir siempre con una camiseta y pantalón del Real Madrid de un blanco inmaculado y con un salacot también blanco y por eso en su poblado le apodaban "snow", esto le provocaba mucha hilaridad a la cachonda de mi esposa ya que al volver del safari le contaba a sus amigas: "no os lo vais a creer chicas pero he estado en el centro del África ecuatorial con 30 cm. de nieve".
Historias parecidas me llegaban por diferentes amigas y aunque seguro que exageraban y por envidia muchas de ellas mentían, otras coincidían plenamente. Me puse en guardia y efectivamente empecé a notar que me picaba la cabeza cada vez más a la altura de la frente y en dos puntos diferentes. Eran los incipientes cuernos que me estaban saliendo.
Varias veces comprobé que llegaba a casa sin bragas y aunque nunca tuve la certeza total sabía que había andado follando con algún amiguito. La certeza la tuve cuando un día la pillé trincándose al hijo de mi vecino en mi propio jardín, en mi casa, medio escondidos entre los arbustos cercanos a la tapia. Ese día exploté y me vengué brutalmente de ambos.
Pero poco a poco, aunque ella parecía retornar a la vida conyugal, me fui desencantando de la situación y me fui dejando a mi mismo caer en una sensación de letargo y abatimiento que nunca había experimentado. Volví a mi barrio y a frecuentar mis antiguas amistades y así fue como acabé aquel malhadado día en aquel tugurio de mala muerte detrás de una tía que pasaba de mí. Pero quería probarme a mí mismo, demostrarme que todavía podía ligarme a una chavalita en una tarde sin embelesarla con el descapotable ni locales caros. Como en los viejos tiempos. Yo solo ante el reto de cazar algún cervatillo descarriado. Pero estaba desentrenado y sin los reflejos del cazador.
El resto ya lo conocéis.