La reunión de ex-alumnos
Una sensual mujer encuentra lo que necesitaba en la reunión de ex-alumnos.
La reunión de ex alumnos.
Me coloqué el collar de plata y me miré al espejo. El vestido que usaba era colorido y se ajustaba de una manera perfecta a mis voluptuosas medidas. Sin duda, con un sol multicolor a un lado y una luna en tonos púrpuras a la altura de la cadera, llamaría la atención. Era arriesgado, no sólo por el color sino también por la trasparencia que envolvía la parte superior del casto escote y los hombros, dándole un toque de elegancia. El vestido dejaba la mitad de mis femeninos y musculosos muslos al aire. El calzado con plataforma y taco alto marcaba muy bien mi torneado trasero. Soy alta, pero con aquellos tacos altísimos destacaría mucho más. Además, de perfil bien podía apreciarse la voluptuosidad de los senos y la sensual redondez de mis nalgas.
- Tal vez luzco demasiado sensual para una reunión de ex alumnos –dije en voz alta.
Se cumplían doscientos años de la fundación del colegio en que había estudiado de niña y adolescente. Me había llegado una invitación a la celebración de las dos centurias hacía casi dos meses y al mismo tiempo mensajes de antiguos compañeros de aula. La celebración consistiría en actividades durante un fin de semana, un tour por el colegio, una recepción y una fiesta de ex alumnos. Tenía una semana agitada en el trabajo, pero me propuse ir al menos a la recepción. Siempre era interesante saber que hacían las viejas amistades del colegio. Habían pasado más de siete años desde mi graduación.
Ya estaba casi en la hora. Me terminé de maquillar y coloqué una pulsera en mi muñeca derecha a juego con el collar de plata. Entonces recordé que había comprado el collar y la pulsera en mi primer viaje con mi esposo, Tomás. En aquella época todavía éramos novios. Habíamos viajamos a Grecia a pasar dos semanas en la playa del Keratokambos (al sur de Creta, si no recuerdo mal). Fue un viaje excitante, en que dábamos rienda suelta a nuestro deseo. El sólo recuerdo de como hicimos el amor en una playa hizo que mi cuerpo se estremeciera. Nos amamos con pasión y sin freno. Éramos jóvenes y todo parecía el comienzo de algo maravilloso. Era muy feliz. Felicidad que pensé que sólo se acrecentaría con nuestro matrimonio y la vida en común. El recuerdo dejó un sabor amargo. Tomás llegaría tarde otra vez. Demasiado trabajo.
Busqué la pequeña cartera (había pasado dos días tratando de encontrar algo que combinara con el vestido) y empecé a echar lo necesario para la velada. Un poco de dinero, tarjeta de crédito, documentos de identificación (lo justo), perfume (¡exquisito!), maquillaje (lápiz labial rosado para mis carnosos labios) y mis “ Salvavidas” . Estaba lista. Llamé un taxi (esa noche iba a beber alcohol hasta quedar mareadita) y esperé con un vaso de champaña para ponerme a tono. El taxi llegó diez minutos después, justo cuando terminaba mi segunda copa de champaña. Era un coche diferente, similar a los coches de amplio espacio trasero que abundan en Londres.
- Buenas noches, señora –saludó un hombre de unos cuarenta años que se bajó para abrirme la puerta-. ¿Dónde la llevo?
Le di la dirección y me subí al taxi con un nerviosismo muy impropio de mi carácter. El vehículo era realmente espacioso y cómodo. Mientras avanzábamos, saqué uno de mis salvavidas (un pequeño espejo) y revisé mi maquillaje. Estaba tan concentrada que no noté la mirada del taxista. El taxista rondaría los cuarenta. Tenía las entradas en el cabello tan propias de los hombres que pronto quedarán calvos, una barba mal afeitada y ojos oscuros. Su mirada era penetrante y un aura oscura parecía deslizarse desde su oscura cabellera, dándole el aspecto de un espigado duende. Los ojos del hombre se paseaban por mi cuerpo. Lo noté, aunque me hice la desentendida tras el espejo. Crucé mis piernas y dejé que el vestido se subiera sólo un poco. Me sentía traviesa y dejé que el hombre disfrutara del espectáculo de mis largas y sensuales piernas. Sin embargo, el hombre parecía empecinado en mirar la silueta de mis senos. Disimuladamente observé el pudoroso escote. Se asomaba sólo una leve porción de mis grandes y firmes mamas bajo la oscura trasparencia. Pero nada para causar aquella reacción. Me pregunté si acaso no sería un vestido muy revelador para aquella noche. Pero estaba segura que no. Entonces, ¿Por qué me miraba tanto el tronco ese miserable taxista?
Esta noche está bastante calurosa –dijo el chofer, sorprendiéndome.
Si –respondí escuetamente.
¿Le gusta mi taxi? –me preguntó-. Se lo compré a alguien que lo importó desde Inglaterra. El vendedor me contó que allá los están cambiando por un modelo Nissan. Es una pena.
Asentí silenciosa mientras guardaba mi espejo. No quería dar paso a que el hombre continuara con la conversación. Sin embargo, el taxista continuó.
- Viví en Londres un año –me dijo. Yo lo observé incrédula-. Es cierto, Señora. Me gané una capacitación en el banco en que trabajé medio día. Trabajé también en una empresa subcontratista de seguridad que administra un primo. Fue duro sabe. Porque extrañé a mi familia y no sabía inglés. Los primeros tres meses fueron realmente duros. Me quería volver al país porque no conocía a nadie. Me sentía como pez fuera del agua. Pero me seguían pagando el sueldo y me estaban capacitando. A partir de ahí, todo mejoró porque logré un pequeño trabajo nocturno para mejorar mi vida. Porque vivía con lo justo. Londres es endemoniadamente caro.
El taxista me miraba a través del retrovisor mientras hablaba. Yo desviaba la vista y miraba por la ventana cuando sus ojos proyectaban esa miraba profunda que me incomodaba. Las calles estaban mojadas por una pequeña llovizna. Había charcos de agua en la calle que reflejaban las luces.
- ¿Ha estado en Inglaterra, señora –me preguntó.
Demoré mi respuesta. No quería revelarle nada a aquel hombre. Pero al final me convencí que no haría daño hablar un poco con aquel desconocido.
Si, estuve en Londres dos veces. Cuando tenía unos quince con mi familia y a los diecisiete en un viaje escolar –respondí seria.
¡Uauu! ¿De verdad viajó por el colegio a Europa? –preguntó el taxista.
Fue un viaje de tres meses –conteste sin muchas ganas de hablar-. Mi colegio inglés es administrado por un consorcio internacional con sede en Gran Bretaña. La gira es parte de las materias curriculares y consiste en visitar antiguos colegios principalmente donde nos imparten clases en la “ mother tongue ”. Nuestro colegio siempre recibía chicos del extranjero, principalmente hijos de diplomáticos ingleses. Por supuesto, la oportunidad nos permitía a todos hacer algo de turismo. Pero estábamos muy controlados en todo. Teníamos a un cura, una monja, tres apoderados y un profesor supervisando todos nuestros movimientos. Prácticamente nos respiraban en la oreja.
¿Nunca sucedió nada raro? Un escándalo –preguntó el taxista.
Me sentí más cómoda y crucé las piernas ante la mirada indagadora del taxista que había detenido el automóvil frente a un semáforo en luz roja.
- Siempre habían los rumores de alguna chica que se había embarazado o de alumnos que habían visitado lugares indebidos con trágicas consecuencias. Pero supongo que sólo eran rumores que hacían correr los mismos curas para que tuviéramos miedo y no cometiéramos tonterías en el viaje.
Recordé en ese momento mi única salida nocturna en la ciudad. Una de las últimas noches del curso había logrado, con la ayuda de dos chicos, burlar la vigilancia y descubrir Londres nocturna. Los dos muchachos, uno escocés y otro galés, la habían llevado a una discoteca de moda. Ahí, bebí whisky irlandés y probé mi primer porro de marihuana. Esa noche permití, previa compra de condones, que el galés me follara en uno de los dormitorios del internado (vacíos por encontrarse la mayoría de los alumnos de vacaciones). El recuerdo me hizo sonrojar.
- Parece que no se portó muy bien –dijo pícaro el taxista, leyendo mi rostro.
No contesté. Miré la avenida, iluminada por faroles de luz amarilla. Recuerdo que esa noche, lo que más me avergonzó fue entrar con el galés a la pequeña farmacia para comprar condones. Estaba algo borracha y el efecto del porro todavía me mantenía obnubilada la mente. Era el recuerdo más vivido. Del resto de la noche sólo me quedan el murmullo del galés en mi oído, el sonido de las mantas y el ardor en mi sexo. Ni siquiera recuerdo si tuve un orgasmo. Creo que no. El primer orgasmo que realmente disfruté fue con Tomás, mi esposo (supe que esto era una mentira apenas lo pensé. Mi primer orgasmo fue previo a la noche de bodas). Volví a sonrojarme.
No sé si me recuerda, pero yo la llevé en mi taxi una vez. Iba con una amiga suya. Carolina –dijo el taxista, sorprendiéndome por todo lo inmersa en mis pensamientos en que me encontraba.
Lo siento. No lo recuerdo –respondí algo incómoda con la conversación.
No importa, señorita.
Señora –lo corregí.
Claro, disculpe señora –el chofer sonrió antes de continuar-. Fue un viaje corto. Usted iba con un caballero, seguramente su esposo. Se bajaron a poco andar, frente a un hotel. La señora Carolina continuó el viaje sola. Es una mujer simpática y muy conversadora.
“Muy conversadora” . Las palabras resonaran en el taxi. Esperaba que Carolina no hubiera cometido ninguna indiscreción revelando cosas personales al taxista ¿Sabrá algo vergonzoso de mi este taxista? , me pregunté. No sabía que quería decir, pero demostré nervios de acero.
Carolina es encantadora. Trabajo con ella en un bufete de abogados –respondí-. Pero no estoy aquí para conversar con usted. Carolina y yo tenemos formas diferentes de relacionarnos con la gente. Por favor, limítese a hacer su trabajo y llevarme donde le pedí.
Está bien, Señora Ana.
Me molestó su desvergonzado modo de sonreírme. O acaso era su mirada. No sabía cómo había averiguado mi nombre. Quizás la central de taxis. O el portero de la urbanización donde vivía. Esperaba que Carolina no le hubiera hablado de mí. Arreglé mi falda y me senté de tal forma que le fuera imposible observarme. Al fin, luego de media hora que se me hizo eterna, llegamos a las dependencias de mi antigua school . Pregunté la tarifa y pagué. Me iba a bajar del taxi, pero el taxista me detuvo.
- Señora –me dijo ofreciéndome una tarjeta de cartón-. Tomé mi tarjeta. Tal vez necesite un taxi alguna vez. Como ve, tengo un taxi amplio y acogedor. Además, presto un servicio reservado. Quizás de regreso necesite que la devuelva a su hogar con su esposo o quizás quiere seguir platicando con algún compañero en otro lugar. Le aseguro absoluta privacidad… y secreto si es necesario. No andaré lejos, se lo prometo.
Cuando dijo las últimas frases el taxista lo hizo con cierta mirada traviesa. No sé porque recibí la tarjeta. Mientras veía marchar el taxi leí las letras impresas: Juan Saldivia. Servicios de transporte urbano . Adosaba un número telefónico e incluso una dirección electrónica. Estuve tentada de botar ahí mismo el miserable papel, sin embargo, terminé por guardarlo en mi cartera.
Se notaba el aire festivo en mi antiguo colegio. Había gente yendo y viniendo. Caminé por los pasillos recordando los juegos infantiles y las clases. Era increíble que mis viejas amistades se hubieran perdido con los años ¿O acaso yo me alejé sumergida en mi estresante trabajo? Quizás fuera esto último. Pero no lamentaba nada. Era una profesional con prestigio, dinero y fama.
Cuando entré al salón de la recepción sentí de inmediato las miradas. Todo el mundo estaba pendiente de las personas que entraban y al mirarme supe que todos veían exactamente lo que yo quería que vieran: Una alta y hermosa fémina que era capaz de paralizar los corazones y acumular las miradas.
- ¡Dios! Ana Beatriz, estás igual que cuando saliste del “ cole” –dijo Paloma -. Si pareciera que tuvieras dieciocho. Pero que preciosa estás.
Paloma, la chica que me habló, era una chica espigada y muy natural. Era la chica parlanchina y sin reserva de siempre. Era hija de padres medio hippies, académicos de cierto renombre en alguna universidad.
No exageres, por favor –dije con falsa modestia-. Todos tenemos unos años más encima.
Pero a ti casi no se te notan –comentó con aparente asombro-. Me tendrás que dar tu receta.
Por supuesto –respondí por compromiso.
Entré con Paloma agarrada del brazo. No tardaron en llegar un grupo de cuatro hombres. Cuál de todos era un recuerdo más vago en mi mente.
- ¡Guau Bauman! ¿Cómo estás? –dijo Eduardo Irarrázabal-. Que vestido más colorido.
Mi antiguo compañero se veía contento y me hizo girar para mostrar mi vestido (o mi cuerpo) ante ellos. Mientras giraba podía notar las miradas de mis ex compañeros. Miradas de deseo. Contreras, Lippi y Salamanca parecían embobados, cada uno con una porción diferente de mi anatomía. Conversé con ellos muy brevemente. Luego, me despedí y fui por una copa. Tenía la boca seca y seguramente necesitaría algo de alcohol para aguantar los discursos de aquella noche.
- Una copa para resistir la charla del cura, Bauman –escuché decir a la espalda.
Roberto Weiss apareció atrás mío, con su cabello rubio y un traje que le sentaba francamente bien. Roberto había sido muy social en el colegio, incluso había sido presidente del alumnado uno de los últimos años.
Hola, Roberto.
Hola, Ana. Sigues siendo la mujer más guapa del colegio –me soltó el piropo a quemarropa.
Y tu el hombre más galán de las aulas –dije medio en broma.
Espero que todavía sigas soltera –manifestó esperanzado.
Lo siento –le dije mostrando mi anillo de matrimonio.
Acabas de arruinarme la noche –confesó medio en broma y sonriente.
La noche es joven –respondí-. Aún es temprano para cualquier cosa.
Nos pusimos a conversar. Él también era casado. Mantenía un negocio de turismo y montañismo. Tenía un hijo y las cosas le iban bien.
- Te he visto en la tele –me dijo-. Pero luces mejor en carne y hueso.
Semanas atrás uno de nuestros clientes se había adjudicado una importante licitación minera y nuestro bufete de abogados había aparecido ante las cámaras. La verdad sea dicha, la responsabilidad de que ese cliente nos haya elegido recaía en mis hombros exclusivamente. Había dado “ todo” porque nos eligieran.
- Gracias. Pero yo creo que me veo bien en cualquier sitio –bromeé medio en serio.
Reímos. Fue extraño porque me supo a risa falsa. Tanto él como yo estábamos fingiendo. En ese momento una mujer alta y delgada de rasgos asiáticos llamó nuestra atención. Ella me miró de arriba abajo. Me molestó su altivez. Roberto a mi lado se la quedó viendo tontamente, lo que aumentó mi molesto. Tomé mi copa y me fui. Lo dejamos ahí, cada cual por su lado. Había otros compañeros (más interesantes) con que volver a encontrarse, pensé.
Sin embargo, tanta charla terminó por aburrirme pronto. No sé por qué. Me sentía abrumada. Todos mis compañeros me parecían poca cosa. Empresarios, abogados, ejecutivos. Dueños de su propia compañía de informática. Todos ellos dando cuenta de un invisible éxito. Salvo por las palabras de buenaventura todo podían ser embustes, me dije. Pero ahí estaba yo, sonriendo. Riéndome a carcajadas de los estúpidos chistes mientras trataba de entrar en calor con una nueva copa de alcohol. Sólo seguía en la recepción para escuchar un nuevo piropo (me llovían esa noche) y así realzar mi vanidad. Pero realmente (siendo sincera conmigo misma) lo que me retenía en aquella celebración e hinchaba mi orgullo (más de lo que estoy dispuesta a admitir) eran las miradas lascivas de esos hombres. ¿Cómo se esforzaban esos hombres en mirar disimuladamente mi trasero, mis piernas e incluso el par de tetas que orgullosamente poseo muy bien puestas? Con fortuna y algo de voluntad (o dignidad) controlaba mi risa a medida que el alcohol me hacía sentir sus embates.
Últimamente, me sentía relajada y libertina. No es algo de lo que hable con orgullo, porque sigo enamoradísima de mi esposo y me sentiría perdida si lo perdiera. Pero por la razón que fuera, últimamente parecía gozar con la galantería de otros hombres. La frialdad de mi esposo las últimas semanas o el hecho que no hacíamos el amor hace meses no parecía ayudar en mi situación. Tal vez era por el exceso de trabajo (de ambos) o mi excesiva vida social a espaldas de mi marido. Sea lo que sea que hubiera provocado nuestra situación actual, mi estado de ánimo estaba a la par. Estaba tan confundida y con un cúmulo de sensaciones que se erguían poco a poco cuando un macho rondaba alrededor. Era como una loba en celo. Sin embargo, esa noche no había ningún macho digna de montar a esta loba, me dije en mi cabeza.
Llegó un minuto en que me sentí frustrada. No me sentía atraída por ninguno de mis compañeros. Ninguno de ellos me merecía. Así que me dispuse a tomar mi última copa antes de abandonar el lugar. Justo en ese instante, como brotando de la sombra de una noche opaca, apareció Fabián, mi ex novio del colegio. Con sus ojos azules y su cabello castaño oscuro caminó hacia a mí con ese aire resuelto y desenfadado que tanto me gustaba cuando era una adolescente de doce o trece años.
Hola –me dijo sonriente.
Hola –le respondí con una alegría extraña.
Fabián era un curso mayor y nuestro idilio adolescente había durado lo que había tardado en descubrir que se veía con otra chica.
Si hubiera sabido que crecerías así jamás te hubiera sido infiel –confesó.
Es lo que te perdiste por enredarte con esa tetona de tu clase –repliqué hiriente.
Era un chico. Me dominaban las hormonas –se disculpó.
Un chico tonto.
Es verdad –concedió-. Pero fue un buen tiempo el que vivimos juntos.
Lo había sido. Era uno de mis primeros amores. Mis primeras incursiones en el cuerpo de un hombre y las primeras veces que alguien me tocaba de manera sexual. La memoria y mi cuerpo me traicionaron porque me sonrojé. Seguimos conversando, con una especie de complicidad.
Recuerdas nuestras escapadas al salón de arte –rememoró.
¿Era el salón de arte? Siempre tuve la duda si era el de arte o el de química –respondí.
No lo sé –respondió Fabián-. Me encantaba escaparme contigo.
Sonreí. Cuando habíamos sido novios nos escapábamos a besarnos y manosearnos a aquel lugar. Incluso, habíamos dejado que un profesor nos mirara.
- ¿Recuerdas el viejo que nos miró en una ocasión? –preguntó.
Habíamos coincidido en el recuerdo.
- Si, lo recuerdo. Que locura ¿no? –respondí.
Lo que no sabía Fabián era que ese profesor nos había estado vigilando en aquel salón más de una vez. El recuerdo produjo una sensación cálida en mi vientre y un escalofrío recorrió mi esbelta espalda.
- Vamos por una copa –dijo Fabián, tomándome de la mano.
Bebimos. Más de lo que hubiera querido. Comentábamos los recatados discursos y la seriedad del acto. Observábamos las caras de los profesores preguntándonos si uno de ellos era el pervertido profesor que nos observó aquella tarde en el salón. Mientras escuchábamos los discursos empezamos a reír, cada vez más fuerte. La gente giraba y nos miraba. A pesar que las luces enfocaban el escenario y que la oscuridad del lugar ocultaba en parte nuestras siluetas, tuvimos que ir a refugiarnos al salón de clases más cercano. Era como rememorar cuando éramos novios, más de diez años atrás.
Te has carcajeado demasiado fuerte –le reclamé-. Esa mujer nos ha hecho callar.
Que se vaya al demonio esa vieja –me dijo, riendo-. Mira lo que robé al pasar frente al bar.
Era una botella de whisky a medio llenar.
Estás loco –le dije-. Piensas que podemos tomar eso así. Ya estamos medio borrachos.
¿Por qué no? No me digas que te transformaste en la mujer recta o la señorita perfecta que los curas querían que saliera de sus aulas para dedicarse a su familia y el hogar.
No, pero… -respondí insegura-. ¿Tú quieres que me emborrache?
Tal vez –dijo enigmático antes de beber un sorbo.
No sé porque lo hice, pero tomé la botella y bebí un sorbo mientras observaba la oscura aula. Sólo alcancé a ver algunas mesas y un biombo en la oscuridad. El calor del líquido calentó mi estomago y me hizo hacer una fea mueca de la que Fabián se rio a carcajadas.
No te rías o me iré –le amenacé.
Tú no te irás –respondió con seguridad tomándome de la cintura.
Fabián me estrechó en sus brazos y me besó. Sus labios rápidamente se apoderaron de los míos, nublándome la razón. El beso no tardó en hacerse lascivo. Su lengua entreabrió mi boca y con su punta exploró mis dientes y mi lengua que escondida aún dormía en su cueva. Mi lengua salió de su cubil como a una loba que sale presta al escuchar el sonido de una presa cercana. Lamí sus labios y continué besándolo. Me sentía caliente. Los besos apasionados pronto dieron paso a otra cosa cuando una mano traviesa que estaba en la espalda apoyada bajó disimuladamente hasta mi trasero. Entonces, apretó mis carnes.
- Que culo. Tenía unas ganas de agarrártelo desde que te vi atravesar el salón –me dijo, dándome un momento que aproveché para lamer su bien afeitado rostro.
Sus manos manosearon mis glúteos con deseo mientras continuábamos besándonos. Yo estaba bien agarrada a su cintura mientras mi otra mano aún sostenía la botella de whisky. Por un momento recordé mi intención de marcharme a casa con mi marido, pero con cada nuevo beso y con cada nueva caricia el recuerdo de mis compromisos maritales se hacía más borroso.
- ¿Recuerdas como nos besábamos en aquel salón? –me preguntó mirándome con deseo.
Mientras lo miraba con cierta sumisión y lujuria me mordí el labio. Nerviosa, asentí y busqué sus labios. El beso fue corto porque él quería volver a hablarme.
- Me gustaría que me toques como en aquel tiempo –me propuso-. Me gustaría tocarte como aquel tiempo.
Mi respuesta fue volver a besarlo. El me abrazó, recorriéndome entera. Una masculina mano había ascendido para tomar mi turgente seno por sobre el vestido.
- Dios… vaya si crecieron tus senos… son tan firmes –dijo, comparándolos quizás con otra persona.
Me mantuve en silencio, inmersa en las sensaciones producidas por la exploración de mi amante. Mi cuerpo estaba febril y empecé a temblar mientras respiraba con angustia. Fabián también empezaba a estar más excitado y cogía mis senos con bravura, mirándome con el rostro congestionado por la lujuria. Ver transformarse sus bellas facciones me excitó y me hizo preguntar si mi elegante y agraciado rostro mutaba al de una bestia sedienta de sexo, tal como le sucedía a Fabián. De pronto, empezó a subir mi vestido. Subirme aquel vestido no resulto fácil por lo ajustado de la prenda o la premura que Fabián mostraba. Sin embargo, y a pesar del peligro que rompiera la tela, dejé que fuera él quien revelara el pequeño calzón rosa que llevaba aquella noche.
- ¡Oh my god! –dijo en un perfecto inglés con acento bretón.
Sonreí y giré para que viera bien el pequeño triangulito que cubría la parte delantero y el pequeño pedazo de tela elástica que se perdía en mi entrepierna y que volvía a aparecer en la parte superior de mis redondos glúteos.
- Vaya tanga… vaya tanga –repetía extasiado con la visión de mis muslos encontrarse con mi trasero.
Acarició mi trasero y plantó dos besos en cada glúteo.
- Exquisito –dijo.
Lo hice levantar para besarlo. Mientras le entregaba mi lengua por enésima vez sus manos recorrían mi culo, jugando con la tela de mi pequeño calzón. De pronto, una mano se deslizó traviesamente debajo de mi calzón y con tacto empezó a acariciar mi sexo, dando especial trato a mi clítoris.
- Mmmmnnnnhhhhhaaaaahhh –me robó mi primer gemido de aquella noche.
Rápidamente mi sexo empezó a humedecerse. Si en algún momento hubo una oportunidad de parar aquella locura, ese momento había pasado. Ahora, sólo necesitaba apagar esa lujuria que sentía y la única forma era teniendo una verga en mi sexo. Entonces, mi única mano libre (la otra seguía sosteniendo tontamente la botella de whisky) reptó de la cintura a la entrepierna de Fabián. El pene de Fabián estaba medio erecto, como esos globos alargados que le falta aire para llegar a plenitud. Claro, el pene de Fabián no era de aquel largo, más bien parecía bastante normal. Aquello no me desanimo. Empecé a menearle el miembro por sobre el pantalón. Mi caricia sirvió para que Fabián se animara también, entonces pasó de repasar con tres dedos mis labios vaginales a introducir dos dedos en mi interior. Gracias a dios estaba bien mojado mi coñito porque no fue nada sutil en sus caricias.
- Te gusta, Bebé –me dijo, llamándome por el viejo apodo de infancia.
No contesté, mis gemidos decían mucho más que cualquier cosa que quisiera escuchar. Además, ciertamente mi mano prendida en su pene, tratando de llevar su miembro a la máxima expresión, también expresaba mucho lo que deseaba. Quería ser follada. Me daba lo mismo estar en aquel lugar con el peligro de ser descubierta si alguien entraba por la puerta. Los dedos entrando y saliendo en mi coño me incitaban a ir por más. Dejé la botella en el suelo y me arrodille frente a Fabián. Sus ojos se abrieron mientras mis ojos claros lo observaban y mis manos desabrochaban su pantalón.
- No me digas que… -fue todo lo que dijo.
Me miró con cara de sorpresa y alegría mientras yo sacaba su verga y se la meneaba dos veces antes de echármela en la boca. La mamada fue corta, pues quería empezar a tamizar aquel pene con mis manos. Todos mis sentidos estaban puestos en aquel trozo de carne. El pene era normal, quizás ligeramente superior a la media. Tomás Matías, mi guapísimo esposo, quizás le doblaba en tamaño y sobretodo en grosor. Pero mi marido no estaba ahí y había dejado sin sexo a su esposa por mucho tiempo. Esto te pasa por ser un cabrón trabajólico , pensé dirigiéndome a mi marido. Entonces, lamí el tronco en que asomaban cortas y delgadas venas. Lamí la base y el pálido glande mientras pensaba que mi esposo se merecía sus cuernos por no cuidar de su hembra. Comencé a envolver la verga con mis carnosos labios con ese pensamiento.
- Dios… -escuché susurrar a Fabián.
Entonces, mientras metía el pene hasta mi garganta, se escuchó un ruido. La puerta se abrió y a través de la oscuridad pudimos ver dos siluetas perfiladas contra la luz del pasillo. Dos voces femeninas que hablaban alegremente entraron al oscuro salón.
- ¡Dios! Es Valeria –escuché susurrar a Fabián.
Presto. Mi ex novio e improvisado amante me condujo hasta detrás del biombo que había en el aula.
- Calla, por favor –me suplicó.
Como podía Fabían se echaba adentro del pantalón la verga cubierta por mi saliva y torpemente se empezaba a arreglar. En medio de aquella confusión (porque yo quería aún seguir lamiendo esa verga y gozar de una buena follada) se encendieron las luces. Las voces de dos mujeres al otro lado del biombo y el sonido de los tacos contra el piso parecieron cobrar vida, provocando pánico en el rostro de mi amante. Como pude empecé a bajarme el vestido y arreglarme. Pensé que por más que tuviéramos las ropas lisas y los rostros no mostraran el calor del momento, nuestra actitud, escondidos detrás del biombo, serían razón suficiente para acusarnos.
Toma las botellas de champaña –escuché decir a una de las dos mujeres-. Fue excelente idea que no sirviéramos todo el champaña. Estos ex alumnos beben como un hombre que ha estado largo tiempo perdido en el Sahara.
Es cierto –contestó otra voz-. ¿Y tú marido? Dijo que nos ayudaría, pero se escabulló.
Ese imbécil de Fabián seguro que se entretuvo con algún viejo compañero –replicó la acompañante.
O compañera… -dijo la otra, en tono acusador.
Espera que encuentre a ese cretino… vieras como sufre cuando mi padre lo reprende –dijo con malicia la voz-. Mi esposo va a andar arrastrándose a mis pies durante meses.
Las mujeres salieron y yo me quedé mirando a Fabián. Un odio extraño empezó a opacar la lujuria que sentía momentos atrás. Me avergonzaba haber intimado con un hombre pollerudo como Fabián.
- Gracias a Dios, se fue –escuché decir a Fabián
Se encontraba visiblemente aliviado. En pocos segundos había sudado como un cerdo en el matadero. Su frente y rostro estaban mojados. Había sudado el miedo.
Haciéndose el estúpido quiso volver a besarme, pero lo detuve.
Eres un cerdo –le dije, acompañando mis palabras de una cachetada.
Pero… creí… -empezó a tartamudear una respuesta.
Pero nada –le respondí alejándome-. Anda con tu mujercita antes que te corten las pelotas.
Fui cruel. Pero es la única forma de tratar a los cabrones sin cojones como él. Esperé hasta que se marchó del salón con la cola entre las piernas. Yo era una loba en celo, no una perra que se refregaba con cualquier perro pulguiento. Sentí que la rabia me nublaba la vista. Vi la botella de whisky en el suelo. La tomé y bebí con avidez.
- Hijo de puta –vociferé-. Mire que haciéndome ese desaire. Ese escándalo.
En el fondo, lo que me había molestado era dejarme engatusar por un hombrecillo que no era capaz de ponerse los pantalones. Sin embargo, en el fondo, lo que molestaba mucho más, era que no me había follado. Si hubiera sido bien hombre, Fabián hubiera luchado por mí un poco más y no se hubiera marchado con cara de imbécil. Incluso, esa noche hubiera dejado que me tomara por la fuerza. Para borrar el mal humor necesitaba algo más que whisky. Necesitaba uno de mis salvavidas . Rebusqué en mi cartera (que estaba bajo un mesón) y saqué un frasquito de plata. Adentro, tenía dos gramos de cocaína. Llevaba más de un año consumiendo. Desde que mi pervertido jefe me introdujo en aquel ambiente que hoy es tan habitual en mi vida.
Repartí dos rayas pequeñas sobre la superficie de una mesa y aspiré. Los pocos restos que quedaron sobre la superficie me los llevé a la boca. Sentí los anestésicos efectos en la lengua y el paladar mientras una especie de vigor renovado recorría mi cuerpo.
Salí del salón escolar y me detuve unos minutos en el baño antes de volver a la retorcida dinámica del salón de discursos. Busqué una copa y risueña empecé a conversar con mis compañeros. Fabián, acompañado de su mujer, me miraba desde lejos. Empecé a coquetear con cualquiera. Me sentía violenta y sensual, cosa que impulsaba a las mujeres a estar más cerca de sus maridos. Maldije para mis adentros. Justo en ese minuto la muchacha de rasgos asiáticos se detuvo a mi lado. Pero no fue ella la que llamó mi atención, sino el hombre alto y de mirada profunda a su lado.
- Señorita Bauman –me saludó-. Es un placer encontrarla de nuevo en nuestros salones. Soy Ernesto Rivera Thompson. Fui su profesor de química ¿recuerda?
En primer momento, no tuve noticias de aquel hombre en mi memoria. El hombre que yo recordaba era alto y desgarbado. Además, tenía una mirada triste y vacía. Era el hombre que había presenciado varios de mis encuentros furtivos con Fabián, cuando empezábamos a explorar nuestros cuerpos. Luego de una mirada más aguda, noté que los ojos y los rasgos eran similares. Sólo que el hombre había aumentado en peso y musculatura. Además, su actitud era diferente. Se notaba un hombre afable y sobretodo más seguro.
- Señor Rivera, ahora lo recuerdo –le dije cortés-. Sigue en el colegio. Que gusto.
Respondí educadamente, aunque lo único que deseaba era irme del maldito lugar y follarme a mi esposo. Aunque sabía que seguramente no encontraría el placer carnal en la cama conyugal.
- Así es –respondió-. Le quiero presentar a la señorita Sera-Kang. Ella estudio aquí hasta el año pasado. Ahora cursa sus estudios universitarios en Inglaterra. Pero hemos tenido suerte pues nos visita justo en estas fechas.
Observé a la chica vestida de gris. Era una mujer joven de no más de veinte años. Tenía unos rasgos frescos y una boca pequeña, pero carnosa. Lo más llamativo de su rostro eran unos ojos ligeramente rasgados donde refulgían dos joyas celestes. El pelo negro caía ordenadamente a un lado en una coleta decorosa. Era alta, fácilmente unos dos o tres centímetros sobre el metro setenta. Tenía al parecer unos senos medianos, pero no era fácil de saber por el vestido pulcro, pero elegante que usaba.
Buenas noches. Soy Ana Bauman, señorita… –saludé sin saber cómo pronunciar el nombre de aquella chica.
Sera… llámeme Sera. Mi padre es coreano y mi madre inglesa –dijo con acento español-. Mi padre es diplomático y vivimos en Madrid mucho tiempo. Por eso el acento.
Un gusto, Sera –respondí.
Creí que era el momento de irme por otra copa, pero el profesor de química adivino mi intención.
Me gustaría que me acompañe –me dijo-. Quisiera mostrarle algo.
Realmente no tengo tiempo –empecé a inventar en mi mente una excusa-. Yo debo…
Créame, señorita Bauman –me dijo, luego su voz se transformó en un susurro-. Lo que le quiero enseñar es mejor que la cocaína.
Aquello levantó todas mis alarmas. Acaso había sido demasiado descuidad en el salón. Acaso el señor Rivera, como cuando era una cría y me daba un revolcón inocente con mi novio, seguía espiando a las chicas guapas. Tal vez me había visto con Fabián o, peor, aspirando cocaína. Debo tener cuidado, me dije. Lo seguí con Sera a mi lado conversando de los cambios que habían sufrido los edificios y los campos los últimos diez años.
- En aquel lugar se levantó el nuevo gimnasio –dijo la muchacha-. Además, han renovado la biblioteca gracias a los aportes de varios ex alumnos. Los discursos son en honor a los mecenas.
Atravesamos un largo pasillo que se hizo familiar. Ernesto Rivera se detuvo frente a una sala.
- Recuerda este salón –se dirigió a mí el profesor de química-. Este fue su aula durante los últimos dos años, al igual que el de la señorita Sera-Kang.
Miré por la ventanilla, pero nada parecía como lo recordaba. Continuamos hasta llegar a un pasillo oscuro. El señor Rivera sacó entonces unas llaves y abrió una puerta. No me decidí a avanzar hasta que la luz del recinto iluminó el pasillo y Sera avanzó sin temor alguno. Al interior, el laboratorio de química apareció ante mis ojos igual que la última vez que lo había visto. Aquel sin duda era el lugar donde Fabián y yo habíamos explorado nuestros cuerpos por primera vez. Aquel fue el lugar en donde todo empezó, en que aún siendo virgen empecé a descubrir el gozo del sexo.
- Imagino que se le vienen recuerdos a la mente, señorita Bauman –escuché decir al profesor Rivera-. Hace diez años, el directorio del colegio ordenaba a los profesores hacerse cargo de ciertas aulas. A mí me tocaba abrir y cerrar el laboratorio de química. A la hora de almuerzo y por las tardes debía echar llave a esa puerta por la que entramos. Pero una tarde se me olvido. Claro, cuando me acordé vine a cerrar antes de que alguien notara mi falta. Cuál sería mi sorpresa cuando la vi con aquel muchacho.
Ernesto Rivera, mi profesor de química en aquella época, relataba la historia sin aspavientos frente a mí y la muchacha asiática. Sus palabras me produjeron estupor. No lo podía creer. No sabía qué hacer o qué decir.
Claro, cuando se dieron cuenta de mi presencia salieron escapando por la puerta que da al patio, que también había dejado abierta –dijo recordando con una sonrisa, como quien recuerda un tiempo lejano-. ¿Lo recuerda, señorita Bauman?
Señora Bauman… –dije tontamente, mostrando mi anillo de oro blanco.
Claro. No podía ser de otra forma –en la voz del hombre pude notar cierta decepción-. Ustedes volvieron al laboratorio. Generalmente los miércoles y los jueves, pero también los viernes. Yo les dejaba el salón abierto a propósito. A veces, no hacían más que darse unos besos y otras veces usted dejaba que el señor Lenon le acariciara. Pero usted jamás cedió en lo medular y no le entregó su virginidad por mucho que él se lo pidió en aquel tiempo. Eso sí, dos años después dejó que White, el chico guapo de intercambio del que todas las chicas estaban locas le hiciera el amor ¿Era esa su primera vez?
Yo sabía que aquel hombre me había observado muchas veces con Fabián y que me seguía con la mirada en los partidos de hockey sobre césped, pero jamás me había imaginado que el profesor de química estaba tan enterado de mi vida personal.
- Se que se sorprende de mis conocimientos de su vida –continuó-, pero, la verdad sea dicha, usted causó una honda impresión en mi. Cambió mi vida.
Mientras escuchaba sus palabras, con la chica asiática interponiéndose entre mi cuerpo y la salida, un escalofrío recorrió mi espalda.
A los once años noté que usted sería una belleza sin par –me confesó Rivera-. Sabe lo que es descubrir una joya en bruto, una joya que está destinada a poseer los sentidos de los que la ven, pero no poder tocarla. Eso es lo que sentí mientras la veía crecer. A los catorce años su belleza no tenía parangón y ahora, viendo la fruta madura, la joya tallada con maestría, puedo concluir que no me equivoqué un ápice en lo que mi corazón y mis sentidos me decían.
¿Qué es lo que quiere? –me atreví a decir temerosa.
No se preocupe –dijo con tono perentorio-. Sólo quiero pagarle una deuda. Cuando se fue yo era un ser que pululaba entre el descrédito y la tristeza. Sentía un desprecio muy grande por mí mismo. Al marcharse, me di cuenta de que la había perdido. En ese instante, un cambio se forjó en mí. O me suicidaba o dejaba de ser el ser pusilánime en que me había transformado. Decidí lo último. Empecé a hacer mucho ejercicio y me inscribí en cursos de artes marciales. Pero sobre todo comencé a abrirme a nuevas experiencias. Aprendí que en esta vida hay que tomar las situaciones cuando nos son favorables. Descubrí que en mi había mucho más atractivo del que yo pensaba.
Escuché que la puerta a mis espaldas se cerraba. La chica asiática pasó la llave a la puerta con un manojo de llaves que guardó en su cartera. Sentí que todo mi cuerpo se tensaba.
- Tranquila, señora Bauman –dijo la chica. Pasó a mi lado casi sin mirarme y se acercó a su profesor-. Usted perdió su oportunidad. Pero gracias a usted yo pude gozar de Ernesto “ the bull ” Rivera. Siéntese. Queremos enseñarle que sentía nuestro profesor cuando la veía gozar con su noviecito.
Me quedé paralizaba viendo como la chica bajaba su cierre y quedaba rápidamente con el torso desnudo. Tenía una espalda estrecha y blanca. Sus senos eran más grandes de lo que esperaba.
Están más grandes –dijo Rivera, con una mano acariciando una teta.
Me los agrandé para ti –confesó la chica-. En Inglaterra. Mis padres no querían, pero yo quería sorprenderte.
Y lo has hecho gratamente –le dijo el hombre, veinte años mayor que la chica-. Me encantan.
Se besaron lascivamente. Era un beso de amantes que habían pospuesto largamente su encuentro. Las manos se acariciaban. El vestido de Sera no tardó en caer, dejando un calzón de trasparencias que no cubría lo que debía cubrir, pues podía ver la silueta de los labios vaginales (grandes y bien definidos). Yo caminé hasta la puerta, pero como sabía estaba cerrada. Me quedé detenida ahí, observándolos. Ella había caído de rodillas a sus pies y con delicadeza empezó a desabrochar el cinturón y abrir el cierre. Con el pantalón en la cintura, la muchacha rebuscó dentro de la entrepierna hasta encontrar lo que quería. Le sonrió al hombre y él le acarició la mejilla. Entonces, con cuidado, como si se tratara de un objeto sagrado, sacó la verga del profesor Rivera. Era grande y gruesa. Casi tan hermosa como la de mi esposo, pensé. Se me hizo agua la boca cuando esa chica, con aquella boca pequeña y carnosa, se llevó el magno pene y comenzó una sensual mamada.
Entonces, todo lo acumulado en mi cuerpo más lo acaecido aquella noche, empezaron a forjar aquellas sensaciones que me llevan a las locuras de las que tanto me arrepiento cuando vuelvo a casa. Dios ¿Por qué? , me dije. Lentamente mientras los miraba fundirse en un lascivo abrazo empezó a manifestarse un calor en mi vientre y junto a ello comenzó a invadirme el deseo de ser una mujer fiel.
Sin voluntad, caminé hasta estar a un metro de la pareja. La joven lamía el tronco de aquel pene con devoción, preocupándose de bañar con saliva desde la punta hasta la base del pene. Ernesto Rivera cerraba los ojos, disfrutando de las manos y la boca de una aquella exótica y joven fémina. Ya no quedaba ni un rastro de la mujer leal y decente que me proponía ser cada semana. Me arrodillé y de rodillas avancé el espacio que me separaba de aquel pene. Los ojos celestes de la oriental se encontraron con los míos. Hubo un destello de celos en la chica, pero prontamente dieron paso a algo más.
- Vamos, whore –susurró en mi oído-. Take it. Tómalo. Te doy permiso.
Me lancé a lamer aquella verga. Estaba duro y era tan diferente a aquella verga que había probado esa misma noche. Fabián no le llegaba a los talones al profesor Rivera. Por fin daba con verdadero macho en aquella miserable reunión de ex alumnos. Repasé con mi lengua el troncó y lamí los testículos grandes, imaginando que estaban cargados de semen. Me metí a la boca pensando en ordeñar a aquel toro. Empecé una mamada de antología, de esas que sólo aprendes a hacer luego de haber saboreado y hecho gozar a varios machos. Mi mente y mi imaginación jugaban en contra de la esposa, alimentando mi morbosa lujuria. Estaba entusiasmada con la mamada, escuchando los gemidos de Rivera, cuando la asiática me hizo a un lado, posesiva. La chica tomó el pene y lo lamió como queriendo devolverle su olor y quitar mi esencia. Aparte a la chica e hice lo propio. Era como una competencia para ver quién de las dos llenaba más de saliva el pene o quién se lo llevaba más adentro. El profesor Rivera seguramente estaba encantado con la atención.
Yo, una mujer casada de casi veinte y seis y una chica de casi veinte, las dos hermosas, chupándole la verga gruesa y larga a un semental de unos cuarenta y cinco. Aquello me recordó una noche con un hombre algo más viejo, pero igual de macho y caliente. Aquello me condujo a otras noches de sexo infiel. Mi mente, como les dije, juega en contra de la esposa. Pobre Tomás Matías. Pobre esposo mío.
- Quiero correrme. Quiero que me folles –le pedí sin poder contenerme más.
El profesor de química me miró como examinando un objeto al que se le han encontrado nuevos usos. Me hizo levantarme y me apoyó contra un mesón con la cola parada. Me hizo inclinar aún más, hasta quedar completamente apoyada en la mesa. Le daba la espalda. No podía ver lo que hacía, sólo sentí que levantó mi vestido y bajó mi calzón hasta mis rodillas. Una lengua invadió mi sexo mientras mis ojos, fijos en un cristalino matraz, empezaban a nublarse por el placer. Se sentía tan delicada aquella lengua recorriendo mis labios, penetrándome. Me hacía sentía en el cielo.
- ¿Tienes el número de una compañía de taxis? –le escuché preguntar a Ernesto, devolviéndome a la realidad.
Sólo entonces descubrí que la lengua que me estaba dando tanto placer era la de la muchacha asiática. Podía sentir sus labios recorriendo mi sexo y su nariz golpeando contra mi ano. En un arranque de lucidez fui yo y no Sera-Kang la que respondí la pregunta de Ernesto.
- En mi cartera hay una tarjeta –mi voz sonó entrecortada y lejana.
Mientras la lengua de la asiática seguía entregando deliciosas sensaciones, Ernesto hablaba por teléfono y se masturbaba a la vez. Sera aprovechaba también para lamerle la verga, momento en que la chica me masturbaba con los dedos, penetrándome con delicadeza.
Es más puta de lo que me contaste –dijo la chica, refiriéndose a mí.
Toda la gente cambia –respondió Ernesto.- Lo importante es que el taxi llegará en quince minutos.
No te vayas –le dijo y luego le pedí con voz temblorosa-. Fóllame, por favor.
No te preocupes –dijo en tono tranquilizador mientras acercaba su pene para que yo lo lamiera (cosa que hice)-. Irás con nosotros. Pero aun queda tiempo ¿Qué te parece?
Asentí mientras él buscaba mi sexo con sus dedos. Yo aún estaba con mi vientre apoyado sobre la fría mesa, exponiendo mi trasero y mi sexo. Sentí que la punta de su verga rondaba mis orificios. Me dio miedo que intentara sodomizarme. Giré para verlo. Sera-Kang le lamía la verga, llenándole el falo de brillante saliva. Fue la víspera de la primera penetración. Lo vi posicionar su pene en la entrada de mi coño y me preparé. Me penetró con fuerza, llenando completamente y demorándose en salir.
- Vaya coño apretado –dijo Ernesto-. Increíblemente es más estrecho que tu coño, Sera. Se siente delicioso.
Noté la mirada asesina de la chica, pero no me importó. Estaba demasiado ensimismada con el muro de placenteras sensaciones que encerraban en la oscuridad a la mujer decente y esposa abnegada. Me embistió de nuevo, y de nuevo. Invadiendo mi sexo repetidamente. No dejaba de sorprenderme la intensidad de las sensaciones. Miré hacia atrás y en ese momento descubrí que mientras Ernesto me follaba la asiática repartía caricias de su boca entre mi coño y el pene de su macho. Sentí un mareo embriagador y una lujuria que desbordó lo racional.
- Dios… más… más… ah ah ah… -las palabras salían de mi boca atropelladamente.
Podía sentir ese pene en mi interior, diferente, pero a la vez parecido al de mi esposo. Deseaba quitarme el vestido y dejar que aquel macho me lamiera los senos mientras me follaba. Por alguna extraña razón deseaba besar al profesor de química. Pero algo más se empezaba a alojar en mi mente, una idea loca: comerle el coño a la coreana hasta arrancarle un orgasmo.
¡Ohhhh my god! – escuché gritar al profesor.
Si… dame duro –le pedí-. Así. Más. Ahhhaahhha…
Las paredes de mi cérvix vaginal se contrajeron y un pequeño orgasmo me hizo perder el sentido. Pero con la verga aún taladrando mi carne descubrí en mi retorcida mente que todas las células de mi cuerpo querían mucho más.
- Cógeme más fuerte… Más… -supliqué-. Por favor… más.
En ese momento, para mi mala fortuna, sonó el teléfono de Ernesto. Con el pene aún en mi interior, el profesor de química contestó.
- El taxi nos espera afuera –dijo-. Vamos.
Sentir que esa verga salía de mi vagina me dejó vacía. Tuvieron que ayudar a pararme y recomponer mi aspecto.
- Ayúdala, Sera –le pidió Ernesto a la asiática-. Iremos por el campo de hockey. No queremos que nos vean saliendo. Le he dicho al taxista que nos espere afuera.
Atravesamos los jardines y el césped de las canchas de hockey y fútbol. Caminábamos bajo la fría vigilia de la luna grande y brillante. Una niebla flotaba bajo nuestros pies haciéndome creer que caminábamos sobre nubes. Ernesto y Sera vigilaban los terrenos adyacentes como si espías estuvieran ocultos en cada arbusto y cada esquina. A lo lejos se escuchaba la música de la fiesta y las carcajadas de un millar de ex alumnos de la “school”. En un momento me pregunté si toda esa noche no sería más que el sueño febril de una mujer desposeída del cariño de su marido. El exótico taxi estaba esperándonos escondido en las sombras de una calle poco iluminada.
Dios me valga –dijo la asiática al ver el taxi-. Si parece que estamos en Londres.
Vamos adentro –ordenó Ernesto.
Adentro me encontré con la mirada del taxista. Juan Saldivia pareció sorprendido al verme aparecer.
Señora Ana –empezó a decir, pero Ernesto lo hizo callar.
Nada de conversaciones, taxista –le dijo con cierta soberbia-. Llévanos donde te pedimos, te pagamos y luego te olvidas de nosotros ¿Entendido?
Juan Saldivia, el taxista al que no había podido callar en mi viaje de ida, se quedó de pronto sin palabras.
- Claro. Deme la dirección, señor.
Ernesto le indicó la dirección y nos pusimos en marcha. Yo que había caminado hasta el taxi en un estado de sopor empecé a reaccionar.
- Mi cartera –pensé, pero la frase brotó de mi boca sin querer.
Rebusqué en mi cartera. Ahí encontré el frasquito de plata del que saqué cocaína que aspiré sin pensar.
No sólo es puta, también cocainómana –escuché a Sera decir a mi lado -. Creo que sólo queda el armazón de la muchacha de tus recuerdos.
Ana deja eso.
Ernesto me quitó el frasco, pero ya era muy tarde pues no quedaba casi droga. Me acomodé en el asiento, escoltada por mis dos acompañantes. Adelante pude ver al taxista mirándome de cuando en cuando por el espejo retrovisor. Me mordí el labio. Me calentó como aquel hombre me miraba. El empuje de la droga renovó de alguna forma mi lujuria. Llevé mi mano con cautela hasta la entrepierna de Ernesto y empecé a masajear suavemente la dormida verga. Ernesto me miró y luego miró al taxista. Dejó que le siguiera manoseando. A mi lado, Sera miraba por la ventana y no se daba cuenta que empezaba a hacer mío aquel macho que creía dominado. Ernesto me atrajo y me beso. Era nuestro primer beso y bajo la mirada del taxista me pareció morbosamente delicioso. Mientras nos besábamos le saqué la verga y la empecé a menear. La coreana se había dado cuenta de nuestros movimientos y observaba atenta. Así también, pero con más sigilo, nos observaba el taxista. Tanta mirada hizo que la loba en celo despertara. Me incliné y, sin darme un respiro, me llevé la verga a los labios, deteniéndome sólo un seguro para mirar a los ojos al taxista antes de hundir aquel miembro grueso y grande en mi boca.
La felación fue revitalizadora para todos los presentes y, mientras el taxi marchaba con discreción en la noche de la capital, las manos de la asiática empezaron a acariciar mis muslos. Sobre mi cabeza (yo continuaba con la verga prendida en la boca), la coreana y el profesor de química se besaban. Me levanté meneando aquella hermosa verga y besé primero a Ernesto y luego a la Sera. Besar la boca carnosa y pequeña de la esbelta asiática fue dulce. Realmente la chica sabía besar muy bien. Sus besos parecían entregar placer justo en el punto en que eran depositados. Preste atención a sus formas, pues quería aprender a besar como esa chica.
Mientras todo eso sucedía mi mente se desdobló extrañamente y me encontré preguntándome desde cuando me daba lo mismo besar un hombre o una mujer. Algunos se preguntarán (como yo lo hacía en ese minuto) desde cuando me gustan las chicas. También traté de recordar cuando fue mi primera vez con una mujer. La verdad sea dicha. He recreado la historia un montón de veces, incluso algunas versiones las he soltado por ahí estando algo borracha (y sin mi marido presente, claro está). Pero en realidad la primera vez estaba muy borracha o muy drogada. Mientras me preguntaba aquello, Sera-Kang empezó a bajar el cierre de mi vestido, dejando mi espalda descubierta primero y luego mi femenino tronco. Sólo el sujetador de copa me protegía de la desnudez. Desnudez que quedó manifiesta cuando la asiática tomó el broche y lo abrió. Mis senos quedaron a la vista de todos.
Vaya… no me dijiste que tenía unos senos tan bonitos –dijo Sera agarrándome una teta con la mano-. Firmes, grandes y erguidos.
En aquella época estaba obsesionado con el rostro y las piernas de Ana –confesó el profesor-. Era un amor algo platónico e infantil.
¿Y ahora? –preguntó la chica mientras estiraba uno de mis pezones.
Ahora creo que redescubriremos las virtudes de la señorita Bauman –respondió.
Los dos hablaban de mí como si se tratara de un objeto o un experimento. Aquello me hizo estallar en una carcajada nerviosa. Todos me quedaron mirando. Me puse seria entonces.
- Basta de tanta cháchara –les dije-. Lo que quiero es follar ¿Y ustedes?
Mis palabras alcanzaron los oídos del taxista que sonrió con ojos traviesos. Yo también le sonreí mientras la coreana empezaba a chupar mi pezón y el pervertido profesor de química ponía su verga frente a mi nariz. La tomé, la meneé y la chupé. Todo ante los ojos de un voyerista taxista y mientras recorríamos a ritmo lento las calles. No pasó mucho tiempo para que la verga de Ernesto estuviera dura y lista. No esperé más y dándole la espalda al profesor (y mirando al taxista) me clavé aquella verga. Comencé a subir y bajar, controlando cada centímetro que entraba en mi sexo. Al lado, la chica de cabellos negros y ojos rasgados me chupaba los pezones y lamía la piel de mis senos de manera deliciosa. Al frente el hombre que conducía no dejaba de observarme, calentándome al notar que cuando podía se llevaba la mano a la verga. Con tanto estímulo, estaba en el cielo.
Es Usted una chica mala, Señorita Bauman –me dijo al oído el profesor-. Todos miran la forma indecente en que se mueve.
Nooooo…. Yo no… ah…. ¡NO! Soy una mujer casada… tráteme de Señora Bauman, por favor –dije, incapaz de darle sentido a mis palabras.
Señora Bauman –repitió en mi oído Ernesto Rivera Thompson.
Yo empecé a moverme más rápido sobre aquella magnífica verga. A mi lado, Sera-Kang lamía uno de mis senos. Desde el pezón subía hasta mi cuello y luego retornaba al erecto pezón. Sólo lo dejaba para besar al profesor de forma lasciva. Me sentía como una prostituta. Las sensaciones en mi cuerpo eran intensas y me quitaban por momentos el aliento. De pronto, un dedo acarició la abertura de mi ano. Pensé que era el profesor, pero me di cuenta poco después que la asiática jugueteaba con mi ano a petición de Ernesto.
Seguro que a esta prostituta no le importa que juegue con este orificio (Sure this prostitute does not care to play with this hole) –dijo la coreana en perfecto inglés.
¡!Noooo!! –fue lo que grité como única respuesta.
Sea cierto o falso que una mujer disfruta con el sexo anal, supongo que depende de cada mujer y de su experiencia personal. Yo había aprendido a disfrutarlo, especialmente cuando estaba súper excitada. El dedo recorrió el bode de mi ano y lo acarició haciendo círculos alrededor de la entrada. Yo me moví lentamente contra la verga de Ernesto para permitirme sentir todas esas sensaciones mientras besaba a mi nuevo amante. El dedo en mi Ana me penetró y yo dejé de moverme un instante para luego reanudar la follada. Necesitaba más y así se lo pedí a mis dos compañeros sexuales.
- Mételo más adentro, Sera… por favor… fóllenme como una vil puta –les pedí.
Me encontré al final de aquellas frases con la mirada del taxista que parecía estar masturbándose. Sólo en ese minuto me di cuenta que el taxi se había detenido en una oscura calle. Sólo la luz del interior del taxi parecía iluminar la lasciva escena. Los ojos del conductor estaban prendidos en mis nalgas que se movían al ritmo de las penetraciones.
- Te gusta mirar, chofercito –llamé la atención del taxista-. Te gusta menearte la verga mientras un verdadero macho se folla al mujerón que tanto deseas.
El taxista se quedó callado, masturbándose con más brío. Sera-Kang me hizo callar dándome un beso lujurioso. Su lengua penetró en mi boca mientras metía dos dedos en mi ano. Un orgasmo llenó mi cuerpo, abarcando todos mis sentidos. Me sentí desfallecer y volver a la vida en menos de un minuto.
Nos acomodamos en el asiento trasero del amplio taxi. Me coloqué apoyada en mis cuatro extremidades, de perrito con la asiática bajo mío lamiendo mis senos. Ernesto se colocó atrás y ensalivó su pene y mi ano.
Me hubiera gustado tener vaselina –dijo, lamentándose.
A esta puta le va bien encularla sin vaselina –anunció Sera-. Vieras como gozaba con dos dedos en su ano.
Yo, ajena a la conversación, tomé un respiro. Vista la escena desde mi papel de esposa era dantesca. Una orgía. Sin embargo, en mi todavía estaba esa oscura lujuria. Esa lujuria que me dominaba. Mientras miraba al taxista a los ojos, éste empezó a correrse. Chorros de semen se estrellaron contra una ventaba. La sustancia blanca empezó a caer lentamente y lo único que pensé era en que deseaba esa corrida en la boca. Estaba hecha una ninfómana.
Un punzante dolor en mi ano me devolvió a la realidad. El profesor me estaba enculando lentamente y no sólo dejé que esto pasara, sino me empecé a acomodar para que el pene fuera más y más al fondo de mis vísceras. Cuando lo sentí muy adentro, empezamos a movernos acompañados por una mano que acariciaba mi clítoris y mis labios vaginales.
MMmMmmmmmmmmgghhhhh…. ¡Oh my God! –las palabras volvían a salir de mis labios como si mi cerebro fuera incapaz de controlar lo que decía.
Más… Más… -pedí más, quería renovar aquellas sensaciones en mi cuerpo.
Me pregunté si era Ernesto, ese hombre de cuarenta y tantos, el que me estaba llevando al orgasmo. O quizás eran esos dedos en mi clítoris, la presencia de la hermosa coreana o la miraba libidinosa del taxista. Mientras me penetraban por mi ano y me sentía ser el centro del universo la respuesta fue respondida justo antes del orgasmo. La imagen de mi esposo en algún lugarcillo de mi mente y el hecho de ser consciente de lo perra que estaba siendo fue lo que me condujo al orgasmo. Fue un orgasmo delicioso y culposo.
No me di cuenta que pasó desde aquel momento. Ernesto se corrió en mis glúteos y Sera le lamió la verga de forma fervorosa.
Pasados los minutos la razón fue devuelta a mi mente. Me puse el vestido, avergonzada. Ernesto y Sera-Kang también habían encontrado el control y se habían adecentado. Pedí que me llevaran a mi hogar y ellos no se negaron.
Ya habrá tiempo para otra reunión de ex alumnos –dijo de manera picara Sera.
Por supuesto –aseguró el profesor de química.
El conductor me dejó en mi casa y luego se marchó con mis amantes. Pero antes, el profesor y su alumna me hicieron una invitación.
- Busque su uniforme escolar, señorita Bauman –dijo el profesor-. Quiero impartirle una lección muy especial a Usted y a la señorita Kang.
El taxi se alejó, sin antes recibir una miraba significativa del chofer.
- Tiene mi número todavía –me dijo-. Y si no lo tiene aún, tomé.
Me dio otra tarjeta.
Entré a mi casa y cerré la puerta. Estaba vacía como mi corazón. No sabía por qué lo hacía. Pero continuaba haciéndole daño a mi esposo. Caí contra la puerta y lloré. No por el daño hecho sino porque aún deseaba ser follaba como una puta. Mi lujuria aún no se saciaba.