La reputación de Puri (3)

Puri es la hija del director del colegio en donde intenta ser un modelo para todos. Pero pese a sus intentos de seguir la moral convencional, todo se irá torciendo de manera que la imagen que tanto se ha esforzado en construir antes su padre, novio y profesores acabará arrastrada por el fango.

A los pocos días yo me las hacía muy felices. Había salido de casa optimista, contenta e incluso había aceptado los requiebros que en las últimas jornadas me había hecho Simón y pensaba darle una gratificación extraordinaria que compensase en parte sus desvelos y en parte la contención forzosa a la que yo misma le obligaba. Para ello pensaba utilizar dos armas. Una, mi reciente experiencia en aliviar a esos extraños seres del sexo opuesto, adquirida de manera casual con don Julián Barrios pero que yo ahora pensaba rentabilizar en mi beneficio para seguir reteniendo a Simón sin acabar de darle lo que más deseaba. Y la otra, un conjunto de ropa interior de color rosa comprado con el dinero que papá me daba para libros religiosos, los cuales yo conseguía a mi vez que me diese el viejo bibliotecario a cambio de cuatro zalamerías y adquirido dicho modelito para la ocasión. Estaba formado por un finísimo sujetador de encaje que mis pechos prácticamente desbordaban, una braguita tanga y un liguero haciendo juego, con medias transparentes eso sí, para que, nunca mejor dicho la procesión fuese por dentro. Remataba el vestuario del uniforme del colegio con unos guantes de verano, de encaje, blancos, que iban a permitir asir el mástil, por así decirlo, sin tocarlo directamente, tal era el asco que sentía hacia la anatomía masculina.

Simón me llevó a un parque muy cercano al Colegio con la excusa de ver atardecer. Tendidos en la hierba me comentó:

− ¿No es bello este ocaso, cariño?

Pero yo tenía otro paisaje mejor para él y un telón de lujo: yo que siempre había pensado que el corte y confección que me había enseñado mi madre no  servían para nada y me había pasado toda la noche preparando el golpe de efecto:

¡Zas!

Gracias a un velcro la falda se abría y dejaba al descubierto no sólo mis largas, y según dicen todos, espléndidas piernas. También podía verse sin problemas mi nuevo liguero rosa y casi mis braguitas.

−Pero, pero…

Pero pronto dejó de balbucir y se lanzó sobre mí como la fiera hambrienta, que en parte yo había ayudado a crear. Parecía que le crecían manos por todas partes y yo le dejé jugar tanto como quiso mientras me revolcaba por la hierba, me comía a besos y ya no sabía si eran el césped recién cortado, los bichos o sus dedos los responsables del hormigueo que me recorría todo el cuerpo y que ya me tenía presa de un frenesí que cada vez me resultaba más conocido.

Yo quería ser buena, señoría, y compensar a Simón por sus desvelos. Aprovechando mis últimas experiencias en cuanto pude le abrí la bragueta. Mi novio no podía creerse tan afortunado. Por fin iba a llegar el momento ansiado. He de reconocer, empero, que sacar el viril apéndice no fue tan fácil. Quizá la delicada operación se vio dificultada  por el hecho de llevar los guantes, quizá por lo tenso que estaba mi novio, en todos los sentidos. El caso es que el aullido que soltó cuando se la saqué hizo que los pájaros volasen de los árboles. Pero la cosa iba bien a pesar mis inicios más bien titubeantes. Sobre todo cuando empecé a meneársela. Ponía cara de gustirrinín y miraba al cielo. Lo estaba haciendo más lentamente que la otra vez, parecía que por fin había aprendido algo cuando de repente…

Sonó el móvil.

− ¡No! No contestes… −suplicó.

Pero tenía que hacerlo. Podía ser mi padre. No fue fácil encontrar el teléfono en esa situación Intenté hablar por el móvil con una mano y seguir dándole con la otra. Hasta ahí llegaba mi espíritu de sacrificio.

− ¿Sí?

Era Julián Barrios. Precisamente él. Quería verme, ahora. El Colegio prácticamente estaba cerrado. Pero quería hablar conmigo, según él por orden de mi padre, sobre unos trabajos en grupo que estaba organizando. Yo no podía negarme. Barrios sabía perfectamente que yo siempre estaba dispuesta a colaborar con todo.

Cuando me levanté y empecé a recoger mis cosas, Simón no podía creerlo.

−Pero cariño, no puedes dejarme así.

−No sabes cuánto lo siento. Pero tengo que irme. Como hija del director tengo mis obligaciones. Si me quieres me entenderás.

−Te quiero, pero no es justo −estaba a punto de llorar.

−Y guarda eso, que todavía te va a pasar algo.

Adecentadas mis ropas me alejé camino del colegio. Simón me daba pena pero ese día no podía hacer más. Más adelante sabría hacerle feliz. Me di prisa, mis tacones, ese día un poquito más altos de lo que acostumbraban, repiquetearon en la gravilla. No me gustaba estar a solas en un parque a esas horas. Nunca se sabe lo que le puede pasar a una chica inocente como yo.

Llegué al Colegio casi a la carrera. En parte porque no quería llegar muy tarde, en parte porque algún idiota puso en marcha los aspersores de los jardines, creyendo que ya no había nadie y claro, yo que en mi deseo de terminar cuantos antes había intentado atajar atravesando los céspedes que adornaban la entrada de repente me vi sorprendida por chorros de agua en todas las direcciones. ¡Fue un accidente, señoría! Algo totalmente ajeno a mi voluntad que además intenté evitar recorriendo a la carrera los últimos metros que me quedaban hasta la entrada del Colegio. Pero los tacones no me dejaron batir ningún récord y los aspersores en cuestión parecían estratégicamente colocados para dejarme en aquel lamentable estado: totalmente empapada de pies a cabeza. Al contrario, mi breve trote sólo sirvió para que mis pechos empezasen a botar y ambos pezones se saliesen de un sujetador diseñado para el placer y no para obligaciones deportivas. No hay que detallar que los pezones así liberados se marcaban de lo lindo debajo de mi blanca y mojada camisa.

De esta guisa me vio Pedro, el viejo Bedel, sólo movió la cabeza con un gesto de desaprobación equivalente al que hacía cuando veía alguna chica que se había teñido el pelo de rojo:

− El señor Barrios me ha dicho que le espere usted en su despacho. Pero si quiere un consejo, señorita Puri, yo de usted me secaría. Si no, pillará una calipandria.

Me apresuré por los vacíos pasillos hasta el despacho de Barrios. Cuando llegué me di cuenta de lo inútil de mis prisas: Barrios no estaba, pero pensé que debía aprovechar para seguir el consejo del bedel Pedro y secarme un poco. De forma estéril busqué una toalla o algo que pudiera servirme para quitarme toda el agua que me había caído encima pero no encontré nada. Pensé en ir hasta el lavabo de las chicas pero estaba demasiado lejos y después de, nuestro, desafortunado por así decirlo, último encuentro, creí preferirle no darle más motivos para irritarle.

Como mal menor opté por escurrir los faldones de mi camisa, sin sacarme ni los guantes. Así lo hice y  vi que caía bastante agua y en esas estaba cuando entró Barrios. Sólo cuando me repasó su mirada, de arriba a bajo, me di cuenta que mi intención era buena pero que el resultado final resultaba contra producente: una mujer como yo, en el despacho de un hombre en la postura de escurrir una camisa que llevaba puesta arrojaba un estampa algo más que sugerente, un pie hacia dentro, mi culito todo hacia fuera y la camisa mucho más ceñida de lo que hubiese resultado recomendable en aquella situación de manera que no sólo se transparentaban mis pezones, que, por cierto, seguían igual de inhiestos, sino que incluso se podía ver perfectamente de que color eran mis nuevos y rosados sostenes, los cuales por cierto no había tenido tiempo de acomodar de nuevo en su lugar, y además al retorcer los faldones de la ropa no sólo se había desabrochado algún botón de arriba y dos de abajo, sin que había dejado al descubierto mi vientre, liso, terso, con alguna gota regodeándose en mi dorado ombligo.

En cuanto me di cuenta de todas estas circunstancias dejé de escurrir mi camisa, con lo que el ombligo me quedó tapado, pero la dichosa tela seguía empapada, transparente y  pegada a cada milímetro de mi cuerpo. Entre la carrera que me había dado hasta allí y la tensión que se percibía en el ambiente, mi respiración empezó a acelerarse, tanto que mi pecho subía y bajaba casi con vida propia, resaltando más si cabe que un par de botones de arriba se me habían desabrochado con tanto trajín. Barrios pasó ante a mí, como regodeándose de su situación de poder, y se sentó detrás de su mesa. De nuevo empezó el juego de sus ojos intentando evitar mi escote, algo que no hubiera conseguido, y esta mal que yo lo diga, señor juez, ni el presidente de la ONCE.

− Pensé que lo del otro día había sido accidental, señorita. Pero la veo reincidente en su actitud.

− No es culpa mía, lo juro. Tenía prisa, se activaron los aspersores…

Me callé.  Evidentemente era mejor no decir nada. Aunque todo parecía casual, nada resultaba creíble. En algo más de una semana me había presentado dos veces, ante Julián Barrios, con un aspecto más cercano al de una buscona que al de la chica del cuadro de honor del Colegio al que aspiraba. Y además lo peor es que una vez más la tarea de  precalentamiento realizada por Simón había sido espléndida, sólo que mi cuerpo reaccionaba ahora, en el momento más incómodo, ante la persona equivocada.

− Sólo el cariño que siento por su padre me ha impedido informar de lo sucedido.

Yo tragué saliva. Comprenderá usted, señor juez, que estamos en lo peor de lo peor.

− Pese a ello considero que merece usted un severo correctivo, señorita Puri. Por ello y pese a que soy de Ciencias, deberá usted realizar una serie de recensiones sobre libros en las quiero que resalte lo pernicioso de sus contenidos. Deberá entregar los trabajos en un mes. Evidentemente en la lista están Justine , del Marqués de Sade; Las ingenuas , de Felipe Trigo; Elogio de la madrastra , de Vargas Llosa; El padre mío , de Diamela Eltit; Madame Edwarda , de Georges Bataille; El amante de lady Chatterley , de D. H. Lawrence y Diez  manzanas tiene el manzano de Ofelia Dracs. Tengo que decirle que en justicia y para valorar su trabajo esta semana he leído todas estas obras.

Y luego como si se confesase, en voz más baja:

− No sabe usted lo que me ha hecho, señorita Puri. Me sentí sucio. Me siento todavía. No he podido ver a mi prometida en todo este tiempo. No hubiera sido capaz de mirarle a los ojos.

Me imaginé a aquel tipo, aquel falso reprimido, obsesionado por lo que había pasado en mi casa, por la humillación que había sentido y encima sin ver a su novia. Y para colmo me llamaba para tomar medidas y poder hacer borrón y cuenta nueva en su cerebro de moralista y me encontraba toda mojada en su despacho. Aquel tipo debía de ser una olla a presión a punto de explotar.

− Ahora no tengo tiempo. Me esperan en el piso de arriba en una reunión de madres de alumnas de primero. Pero evidentemente si los trabajos no me gustan me siento liberado de informar a su padre y que él tome las medidas precisas.

Era un riesgo que no podía correr. Y además, hacer las recensiones me hubieran obligado a bar mi nota media de sobresaliente, seguro que usted lo entiende, señor juez. Decidí por tanto jugar fuerte porque conocía uno de sus puntos débiles. Mi padre me lo había contado una vez: el Ministerio de Educación lo había expedientado hacía años por un memorándum en el que defendía el retorno de los castigos corporales.

−Señor Barrios, no me juzgue por mi aspecto − pero yo sabía que esos ojos salidos de sus órbitas y, ahora sí, ya definitivamente colgados de mis melones, no estaban haciendo otra cosa −. Le ruego me disculpe por lo del otro día. Le aseguro que no fueron más que un cúmulo de casualidades. Y yo creo que tanto usted como preferiríamos otra manera de arreglar las cosas. Dejando a parte a mi padre.

Lentamente me acerqué a él. Rodeé la mesa. Su labio inferior temblaba. Ya estaba a pocos centímetros:

− Eso no quiere decir que no sepa que he sido mala. Entiendo que tenga que castigarme, profesor − y puse mi voz de niña más inocente.

− Castígueme ahora, profesor. Un hombre como usted sabe lo que necesita una chica como yo − y dejé que mis caderas acabaran la frase por mí.

−Cas… cas… castigarla? ¿Y cómo se supone debería… ejem… hacerlo?

Estaba sudando. Barrios era mío de nuevo. Volvía a estar en mi terreno.

− Seguro que usted sabe cómo, profesor − y muy lentamente me incliné hasta quedar tumbada en su regazo. Notaba como temblaba. ¿Cuántas veces habría deseado hacer algo así? Con mi culito en pompa, me subí un poco la falda, pero yo ya sabía que era claramente insuficiente:

− ¿Está bien así, profesor? −pregunté optando al Oscar a la mejor actriz secundaria por Lolita.

− Más arriba −ordenó después de tragar saliva.

La subí sólo un poco más. No podía verlo, pero a estas alturas tenía un doctorado en este tipo de juegos gracias a Simón. Y sabía que si bien en estos momentos el pobre tipo podría ver mis muslos, mis medias, mi liguero rosa, pero a penas la sombra del principio de mi trasero respingón y redondeado.

− Más arriba −roncó, ya que la voz casi ni le salía.

− ¿Mejor ahora? −volví a preguntar con mi falsa ingenuidad, después de dejar, ahora así, al descubierto mi  redondeadas nalgas,  sólo cubiertas por las tiritas del tanga y el liguero y sabedora que cuando cayese la primera palmada sería libre, porque nunca podría irle con el cuento a mi padre si yo le explicaba que me había llamado a esas horas a su despacho para darme una azotaina en toda regla. Incluso podría acusarle de haber puesto en marcha los aspersores para satisfacer su lujuria.

− ¡Oh sí! − rugió. Y el primer azote cayó sobre mí como una liberación. Aunque fue más fuerte de lo que esperaba. Como tampoco contaba con que a cada golpe con la otra mano me apretara por la cintura y con la excusa de que no me separase de su cuerpo restregaba mis tetas contra su falda y su paquete que por cierto ya había tomado incluso mucho más  relieve que en nuestro anterior encuentro. Yo estaba atrapada entre su regazo y el escritorio y todo aquello no hacía sino excitarme aún más pero yo sólo decía con mi voz de niñita sorprendida con la mano en el tarro de las galletas:

−Ay, ay, ay

La azotaina continuaba y el peso de mi cuerpo debía aplastarle el miembro de una manera horrorosa. Su mano, recia, sorprendentemente grande, parecía no cansarse nunca de golpear un culo que además de redondo era marmóreo, a causa de mi devoción por la gimnasia, lo mismo que por el resto de asignaturas, señor juez. Pero él seguía y de vez en cuando sólo preguntaba:

− ¿Serás buena?

− Sí, ay. Lo juro − pero yo sabía, señor juez, que aquello me estaba gustando demasiado, y que  incluso entonces, y para mi sorpresa, estaba siendo mala.

No sé cuanto hubiera durado aquello de no ser que alguien picó a la puerta en el momento álgido:

− ¿Está ahí, señor Barrios?  Soy Concepción, la presidenta de la Asociación de Madres. Le estamos esperando.

Barrios se detuvo en seco. Sabía que la puerta podía abrirse de un momento a otro.  Yo conocía a doña Concepción, pesaría casi 100 kilos y sólo su moño estaba más trabajado que su única virtud: ser una verdadera entrometida y una chismosa.

− ¿Está ahí, señor Barrios?

Rápidamente  me dejó caer de su regazo y me empujó con los pies al hueco bajo su mesa, entre dos columnas de cajones de escritorio.

− Sí, estoy con mis últimas notas.

Oí como la puerta se abría. Desde mi privilegiada perspectiva no se me escapaba que Barrios tenía un paquete de un tamaño que no le iba a permitir levantarse de la mesa sin llamar poderosamente la atención. Para ganar tiempo se abrió de piernas, intentando aliviar la parte sensible de cualquier presión y se inclinó sobre una de las dos columnas de escritorio, la de la derecha, farfullando como excusa:

− Creo que tenía por aquí mi charla.

Con tan mala suerte, y le juro, señor juez que fue casual, que yo estaba oprimida contra la otra, la columna de cajones  de la izquierda, sintiendo toda la frialdad del metal en mis pechos, mojados, apenas cubiertos por la húmeda camisa y que comenzaban a acusar sin duda el tiempo que llevaban demasiado frescos, para esas fechas del año. El caso es que si yo pude aguantar mi cuerpo en cambio dijo basta y no pude ahogar un estornudo que si bien conseguí que hiciese poco ruido convulsionó todo mi cuerpo e hizo que esa delantera sobrenatural que tantas desgracias me ha dado provocase una más empujando la cajonera, que tenía ruedas, hacia delante con tal fatalidad que los cajones se fueron de canto y con fuerza inusitada hacia las piernas abiertas de Julián Barrios.

El jefe de estudios aulló de dolor.  Y yo me encogí más en mi refugio.

− ¿Qué le pasa, don Julián?

−Nada, nada, creo que ha sido un mal gesto.

No se imaginaba doña Concepción como había sido de malo.

−Deje yo le ayudo. Venga conmigo que esto debe de ser un tirón. Esto se le pasa en cuanto yo y algunas de las chicas −conocía a las chicas de la junta, todas seleccionadas por mi padre, ninguna con menos de 45 años y, sin excepciones, feas y estiradas− le demos unas friegas.

Barrios se encontraba tan lastimado que no estaba en condiciones de decir que no a nada. Se fueron juntos, pero yo sabía que las desgracias de Barrios no acabarían allí, que aquel grupo de cacatúas se lanzarían sobre él y mañana en todas las pescaderías del barrio sabrían el color de sus calzoncillos. Eso como mínimo. A su novia le iba a encantar. Y él me odiaría aún más.

Cuando me quedé sola recompuse mi atuendo lo más posible y salí tan sigilosa como puede. Barrios en todo caso ya no era peligroso, pensaba yo en mi inocencia, y sólo me vio salir el bedel, que ya sabía que esto era normal, que yo acostumbraba a a quedarme a diversas tareas extraescolares. Ahora, con pocas había disfrutado tanto como ésta. Y más lo hice esa noche, he de reconocerlo por hacer honor a la verdad, en mi habitación rememorando los mejores momentos para mi entero y por fin merecido disfrute.

Sin embargo pese a que seguí haciendo mi vida normal estaba muy lejos de poder librarme de las zarpas de Julián Barrios, quien no iba a quedar satisfecho hasta que ejecutase su venganza. El jefe de estudios era un animal herido, y como yo sabía bien además de herido dolorido, por lo que aunque los días pasaban, seguramente sólo lo hacían para rumiar más a fondo su venganza. ¡Si entonces hubiera sabido lo que sé ahora, señoría! Pero entonces yo no era más que una pobre cándida, propietaria eso sí de un cuerpo de esos que quitan el hipo.

Barrios atacó de nuevo una tarde de nuevo de en la sala de profesores y el muy ladino utilizó de aliado inocente a mi propio padre por lo que utilizó para salirse con la suya una triple autoridad, la suya propia como jefe de estudios y las dos que detentaba mi progenitor en calidad de padre y de director de la escuela a la vez.

− Me dejarías a tu hija, necesito ayuda para llevar un proyector a la clase del pelotón de los torpes del Ortega y Gasset.

El Ortega era el instituto público que estaba colindante al Colegio de Nuestra Señora del Manzano, la institución que dirigía mi padre. Las diferencias eran muchas. El colegio de mi padre era sólo para chicas y además de pago, por lo que a excepción de algunas alumnas la mayoría provenían de familias pudientes de la ciudad. El instituto era público y mixto. Desde tiempos ancestrales las chicas del Colegio gustaban de robar los novios a las del instituto, que nos odiaban por eso y seguramente por más cosas. El propio Simón estudiaba allí, auque era un chico normal y su padre, directivo de una multinacional estaba casi tan bien posicionado como el mío. No hay que decir que un grupo de chicas jóvenes, guapas y ricas como nosotras resultábamos unas piezas de lo más codiciables para aquellos montones de hormonas de las que muchas veces sólo nos separaba un muro.

− Desde luego que sí. Seguro que mi hija no tiene ningún problema en ayudar a esos pobres chicos. ¿Verdad que no, cariño?

Estaba atrapada así que dediqué la sonrisa más hipócrita que pude a mi padre y llamé a Simón por el móvil para decirle que esa tarde no podríamos vernos. Sabía que quería llevarme a un pub especialmente oscuro que contaba con unos reservados para parejas donde de nuevo reiniciaba sus asaltos a mi inexpugnable fortaleza. Primero empezaba con tímidos besos, pero mientras un camarero, que pese a intentar mirar para otro lado no hacía más que echar vistazo tras otro a mi anatomía como si tuviera vista de infrarrojos, Simón se iba a animando. Ora una mano se colaba por mi falda, ora desabrochaba un botón de mi blusa, bien tiraba de mi liguero haciendo que tenso como estaba golpease como una goma sobre mis delicados muslos. Sus pellizcos y apretones mostraban cada vez más ansiedad y menos delicadeza y más a medida que se emborrachaba porque el camarero, convencido por la realidad de los hechos de que cada vez que volvía a nuestro reservado vería algo más de carne  que la anterior por nos servían cuatro bebidas y sólo nos cobraba una, con tal de tener una excusa para volver entrar y no hacía más que traerle cubatas. Y como Simon no podía descargar sus afanes de otro modo, los ahogaba en la bebida y cada vez se ponía más pesado, más torpe y más violento. En esos momentos de lucha más cercanos al cuerpo a cuerpo que al retozo sólo me decía:

−Tranquila, tranquila, Puri, que ya sabes que yo te respeto.

Y yo me reía para dentro porque era obvio que para nada quería respetarme y lo que era peor que el pobre de mi novio no sabía ser malo. Yo en cambio, con tanto manoseo y también animada por mis Cointreau con naranja, sí sabía ser mala y mientras besaba a Simón y dejaba que su lengua repasase todo mi historial dental, miraba al camarero, que al final de aquellas sesiones ya no nos quitaba ojo de encima y cada uno, el camarero y yo, seguramente nos preguntábamos en qué estaba pensando el otro. De modo yo aprovechaba cualquier momento de la refriega para proteger mi cuerpo de Simón y descubrirlo a aquellos que como algunos aficionados al arte, prefieren alejarse de algunas obras para contemplarlas en todo su esplendor.  para un día, oh, vaya, se me había escapado un pezón, y otro día, que torpe, sin querer le había enseñado las bragas, y otro, que desgracia, ahora sabía que utilizaba suejtaligas llenos de puntillas. Simón estaba tan ocupado intentando soltarme algún cierre que no se daba cuenta de nada y aquel espectáculo privado era para solaz del servicial camarero. Luego dicen que las chicas no damos propina.

Mientras cargaba con el proyector pensaba en eso y en lo que odiaba lo que mi padre llamaba: “el espíritu de colaboración de la escuela privada con la pública” y que en mi familia vinculaban más a una caridad, que yo, personalmente, pensaba que bien entendida empezaba por mi misma. Esa filosofía se plasmaba en que una vez a la semana  un profesor de los nuestros acudía a dar una clase de refuerzo al instituto. Yo había estado con Rebollo, uno de los profesores más estúpidos que tenía mi padre a sus órdenes y que acompañaba su falta de luces con una pertinaz miopía, que yo sólo apreciaba porque eso le convertía en uno de los pocos hombres del Colegio con los que no tenía ningún tipo de problema.

Mi visita sirvió para darme cuenta de lo equivocada de la filosofía de mi padre. La clase estaba llena de repetidores, sólo chicos, algunos de ellos con veinte años. Y todos unos golfos declarados, lo sabría bien yo, que no había podido olvidar la visita que les hice con Rebollo hacía unos meses.

Rebollo necesitaba unos mapas para su clase de refuerzo y, como siempre mi padre, me pidió que le ayudase a llevarlos. No le importó que aquel día ni siquiera llevase el uniforme ya que había quedado para salir con Simón para ir al cine. Para ello debajo del abrigo largo casi hasta los pies llevaba un minivestido extremadamente ceñido que según mis planes mi novio solo podría contemplar unos segundos, justo antes de que apagasen las luces antes de la proyección y luego apenas los instantes que yo tardaría en volver a ponerme el abrigo para salir a la calle una vez finalizada la cinta. Mi típica táctica para mantener el interés. ¡Pero qué interés! El vestido era tan ceñido que había tenido que prescindir del sujetaligas porque se marcaba demasiado y había tenido que compensarlo con unas medias blancas de esas que llevan las gomas incorporadas y se sostienen solas. El único aspecto casto del vestido era que la falda cubría ampliamente el medio muslo, con lo que no permitía que se viese el final de las medias, pero en cambio dejaba los brazos desnudos, sin mangas y su tela blanca, elástica y fina, tan apretada a mi cuerpo −confieso, señoría, que lo había comprado de una talla menos− que cualquier cosa se marcaba. Incluso el finísimo tanga blanca. Ante esta tesitura había optado por prescindir de los sujetadores ya que mi pecho, aunque de talla considerable se mantiene tan firme como las Montañas Rocosas, resaltadas en este caso como dos macizos por el escote redondo que lucía.

Pero lo que tiene ser guapa y despreocupada, señor juez. Cuando llegué a esa clase de refuerzo cargada con todos aquellos mapas estaba tan acalorada que no se me ocurrió otra cosa que quitarme el abrigo. Que conste que lo hice sin pensar y sobre todo sin mirar porque si hubiera visto a aquella media docena de sátiros malicientos, vagos, holgazanes, algunos de ellos mayores que yo, desde luego no lo habría hecho. Pero era mi primera vez en la clase de los torpes y las novatadas se pagan. No me había quitado el abrigo cuando ya todo eran silbidos y gritos de admiración hacia mi persona. El más exaltado era un tal Raúl, la que yo ya conocía por su fama de pendenciero y por tener uno de los peores historiales académicos de la historia del Instituto. Iba a irme cuando la estupidez de Rebollo me lo impidió:

− Señorita, ¿sería tan amable de antes de irse colgarme el primer mapa en la pared? Es que yo con esta vista puedo ver países en un continente, pero clavitos en la pared… Seguro que entre estos jovencitos habrá algún voluntario dispuesto a ayudarle.

Los había y no uno, sino seis, que pronto me rodearon, me arrebataron el abrigo y me cerraron el paso para que pudiera llegar a la puerta del aula. El revuelo era tal y mi vergüenza tanta que ya no podía entender nada. El clavito en cuestión esta inusitadamente alto, pero en un visto y no visto se presentó el ladino de Raúl con una escalera de mano,  y aunque ni él ni sus sucios compinches estaban dispuestos a subir por mí sobraban voluntarios para sostenerme la escalera. Al principio me resistí débilmente pero Rebollo volvió a quebrar mi escaso margen de maniobra:

−Ya sé que le halaga la presencia de estos chicos, pero puede no tomarse todo el día −solicitó.

De halagada nada. Pero como no quería montar un escándalo ni verme obligada ante mi padre a justificar la indumentaria de aquel día, opté por subir a colgar el dichoso mapa que era del África Tropical. Una zona caliente, como calientes estaban mis interesados ayudantes que a cada escalón que yo subía no hacían más resoplar, refocilándose en mis apretadas nalgas y en como se marcaba todito el tanga. Para colmo tuve que solicitarles  que me aguantasen por las sandalias que llevaba anudadas al tobillo, también blancas, tenían unos tacones de lo más inapropiado para esa subida peldaño a peldaño. Evidentemente sobraron manos en tobillos,  en mis prominentes pantorrillas e incluso algún atrevido, estoy segura de que fue Raúl, se solazó en mis muslos.

La parte buena es que la miopía de Rebollo le impedía ver le escándalo que estaba pasando a un palmo de sus gafas de culo de botella. La parte mala es que esa misma falta de visión me dejaba indefensa ante aquellos vándalos. Ya había colgado el mapa cuando al iniciar el descenso noté que el vestido se había enganchado en alguna parte. Seguramente no había sido un accidente y aquellos sinvergüenzas lo habían hecho aposta no sé como. Ellos me advirtieron pero yo tenían tantas ganas de bajar que todavía descendí un peldaño, lo que dejó mis muslos al final de las medias blancas desnudos ante sus ojos. Y con la excusa de soltar mi vestido sin romperlo me  sujetaron aún más. Y tuve que soportar un aluvión de manos mucho más interesadas, en palpar la cara interior de mis muslos e incluso más arriba, llegando hasta mis braguitas sin poder decir nada. Verdaderamente eran el batallón de los torpes, porque si no se entiende que tardasen tanto en liberarme. Y al final, ya en el suelo, la melé era tal que alguno incluso aprovechó para agarrarme una teta. Por suerte, toda colorada, pude recuperar mi abrigo y salir de allí corriendo. Llegué tarde al cine pero lo hice en tal estado de exaltación que dejé que las manos de Simón amparadas por las sombras que siempre hay en la última fila, llegase más lejos de lo normal y lo cierto es que si no hubiera sido tan inexperto, incluso hubiera llegado a correrme en la sala.

Verdaderamente no eran estos pensamientos los que más me convenían mientras cargaba con la unas cajas de diapositivas hasta el instituto cercano pero evidentemente no podía librarme de un recuerdo tan tórrido. Cuando llegué en cambio me di cuenta que lo del proyector era una excusa y que lo que pensaba dar Barrios era una clase de trigonometría avanzada, lo que delataba las fórmulas que estaba escribiendo en el tablero.

a2 = b2 + c2 – 2bc·cos A

b2 = a2 + c2 – 2ac·cos B

c2 = a2 + b2 – 2ab·cos C

Dichas fórmulas resultaban demasiado elevadas para Raúl y sus amigotes y para el pelotón de los torpes en general, que se habían alegrado sobremanera de volverme a ver en su clase. Sólo había un chico que podía comprenderlas y era Simón, pero ¿qué hacía allí? La respuesta me llegó cuando aprovechando que Barrios estaba escribiendo en el encerado logró pasarme un papelito desde la primera fila que decía “Llamé a casa y tu madre me dijo que estarías aquí así que me he venido para verte”.

Odié a mi madre por dar tanta información de mi vida, odié al tontuno salido de mi novio y odié a Barrios por tenerme allí de pie junto a la tarima, como si fuese la azafata de un concurso. Pero lo peor estaba por llegar.

Barrios se sentó en la silla, detrás de la mesa que había sobre la tarima y empezó a preguntar sobre las fórmulas a los diversos miembros del batallón de los torpes. Evidentemente, como él ya sabía, no obtuvo ninguna respuesta y si algunas rechiflas. Yo permanecía allí porque explícitamente me había denegado el permiso para irme. Entonces casi sin mirarme sugirió:

−Seguro que la señorita Puri podría ilustrarnos al respecto.

Tragué saliva. Evidentemente podía hacerlo. Pero no sabía que era peor, si callar o responder. Al final respondí:

− Se trata del teorema del coseno, una de las tres razones trigonométricas, que se aplica a los lados y ángulos de triángulos cualesquiera y relaciona los tres lados con uno de los ángulos tal y como muestran las tres fórmulas.

−Excelente. Suba al estrado para ilustrarnos.

Tuve que obedecer. Era como cuando me sacaba al encerado un profesor salido pero peor porque entonces era con chicas en clase pero esta vez el aula estaba llena de tíos, señoría, y que tíos. Los salidos que ya me habían metido mano la otra vez y mi novio, que precisamente había venido allí porque esperaba meterme mano en cuanto acabase la clase de refuerzo.

−Bueno aprovechando que está aquí, señorita Puri, sería tan amable de explicarnos la diferencia entre seno y coseno.

Tragué saliva. Era lo último que quería hacer, estar delante de aquel grupo de lobos hambrientos, con sus ojos clavados en mis curvas y pronunciando la palabra seno cada dos por tres. Verdaderamente, si lo que quería era vengarse, y en aquel momento no me cabía ninguna duda, Julián Barrios había sido muy, muy retorcido. Si callaba todos dirían que la hija del director era una ignorante. Si hablaba quedaría como una empollona, cosa que no me importaba, pero diciendo seno cada dos por tres ante un público que evidentemente sólo estaba pensando en mis tetas.

− Tanto el seno como el coseno son una de las razones trigonométricas. En un triángulo rectángulo, el seno de un ángulo agudo a, que se designa por seno a, es igual a la longitud del cateto opuesto al ángulo dividida por la longitud de la hipotenusa; mientras que En ese mismo triángulo rectángulo, el coseno de un ángulo agudo a, que se designa por coseno a, es igual a la longitud del cateto adyacente al ángulo dividida por la longitud de la hipotenusa.

−Perfecto, pero no se prive de ilustrar a estos estudiantes dibujando en el encerado la circunferencia goniométrica.

¿Sabe usted los difícil que es hacer eso en una pizarra? El compás era gigantesco. La tiza se me cayó varias veces para satisfacción de aquellos sátiros,  Tuve que inclinarme varias veces para recogerla, sabiendo que eso sólo serviría para que se olvidasen por un segundo de mi delantera para fijarse en mis nalgas, en como se me marcaban no sólo las diminutas braguitas azul marino que llevaba, sino que a poco que se fijasen notarían bajo la ceñida y estrecha falda del uniforme el sujetaligas que corría desde la cintura hasta el muslo y que tantas alegrías le había dado a Simón. Esto duraba poco porque el borrador hacía siglos que no lo limpiaba nadie y cada vez que lo cogía me hacía toser, y con cada expectoración mi pecho subía y bajaba como una émbolo sin control. Además la situación y saberme objeto de atención de todos aquellos machos me estaba excitando mucho y mis pezones ya se habían declarado república independiente, como si quisieran celebrar, al contrario que yo, el descubrimiento de que la trigonometría podía ser sexy.

Mientras Barrios contemplaba la escena satisfecho, jugando con una chincheta entre sus dedos y refocilándose del apuro que yo estaba pasando en aquella situación y más delante de mi novio, Simón, quien combinaba mirada de auténtica lujuria con otras llenas de incomodidad a tenor de los comentarios que cuchicheaban Raúl y sus compinches.

Estaba al borde del ataque de histeria cuando Barrios dijo por fin:

−Bien, señorita, no quisiéramos abusar más de usted. Si deja la tiza y el borrador sobre la mesa creo que podré seguir la clase yo solo.

Respiré aliviada, por fin había acabado todo. Rápidamente fui hasta la mesa y dejé la tiza y el borrador con evidente mal humor, levantando la inevitable polvareda. Al mismo tiempo, lo reconozco, señor juez, lo hice aproximándome tanto a él que mis pechos le rozasen el brazo para que se acordase de lo duros y firmes que eran cuando estuviese con la frígida de su novia. Hice mal. Hice mal porque fui mala y porque me salió mal ya que estaba tan enojada que intente irme todavía más rápido alejándome de la mesa donde estaba sentado el ladino jefe de estudios con un movimiento rápido y felino.

Y entonces… ¡Raaaaaaaaaaaaaaaaaaaassssssssssss! Tuve que pararme en seco, porque de repente ya no llevaba falda. Yo había querido irme pero la falda se había empecinado en quedarse en la mesa, junto a Barrios. No podía creerlo. Allí, delante de todos, me había quedado semi desnuda. Ahora todos sabían que la casta y empollona hija del director no sólo poseía unas rotundas formas bajo su falda sino que llevaba una braguitas azules de diseño minúsculo, que si no permitían ver nada de su vello púbico era gracias a una esmerada depilación. Que además combinaba esta ropa interior, francamente insinuante con sujetaligas haciendo juego, más propios de una meretriz  que de la chica modelo a la que aspiraba a ser. Comprendí además que parte de la culpa era mía, por volver a llevar aquella falda con el velcro que yo había preparado para disfrute exclusivo de Simón y que ahora, de golpe, se había democratizado.

Además no sabía que hacer. Para el placer de mi improvisado y entusiasta público dudé entre taparme con mis manitas, que no hubieran podido cubrir mis largas y espléndidas piernas o volver hacia la mesa para ver qué había pasado con mi falda. Así lo hice, con lo que detrás de mí  sólo oía frases como ¡Vaya culo! Y entonces descubrí que la falda estaba enganchada al borde de la mesa… con la chincheta con la que había estado jugando el vicioso de Barrios, que no pudo reprimir una sonrisa. ¡Me la había jugado bien!

Irritada, roja de vergüenza y humillada como nunca me había visto, recogí mi falda y me fui corriendo del aula. Me metí en el primer sitio que pude, que resultó ser la sala de informática. No había nadie Mi intención era ponerme la falda y marcharme, pero me senté en una de las mesas, tal como estaba, y empecé a llorar.

Alguien llamó a la puerta. Pensé que sería Simón que vendría a consolarme y dije entre pucheros:

−Adelante.

Me quedé blanca al ver a Barrios. Intenté taparme pero estaba tan nerviosa que no atiné a nada y la falda acabó cayendo a mis pies. Yo prácticamente estaba desnuda de cintura para abajo y él vestido de traje y corbata para arriba. Cerró la puerta tras suyo y dijo:

−¿Qué voy a tener que hacer con usted, señorita Puri?

−Ya no puede hacer más. Mañana todo el mundo sabrá que llevo la ropa interior de una golfa.

−¡Bah! ¿Quién va a hacer caso a ese hatajo de perdedores! ¡Cada día se inventan una historia sobre una de las chicas del Colegio! Todas falsas. Y su novio, al que he enviado a buscarla en dirección contraria, no creo que diga nada. No, señorita Puri. No ha entendido bien la situación. La única versión importante es la mía.

Le miré angustiada. Era peor de lo que pensaba. Julián Barrios continuó:

−Podría callarme, pero usted no ha sido buena conmigo.

−Seré buena. Le juro que seré buena a partir de ahora −le hubiera jurado cualquier cosa.

−O podría decirle a sus padres que tiene usted tal afán exhibicionista que se desprendió de la falda ante toda la clase del batallón de los torpes. Y por su ropa interior, querida, difícilmente podrá decir que no lo había preparado.

−Haré lo que usted quiera, de verdad.

−¿De verdad? Hace sólo cinco minutos ha dejado usted el borrador con tanta furia que que parecía que quería clavármelo en el pecho. Mire como me ha puesto el traje.

Pese a la penumbra del aula de informática me di cuenta de que sí, de que todavía tenía algo de polvo blanco en el chaleco.

−No es nada, mire ya se va − y sin preocuparme de la desnudez de mis piernas me acerqué a él y empecé a sacudirle el chaleco con mi manitas.

−Eso está mejor, querida. Más abajo.

Estaba tan nerviosa que no me daba cuenta de nada. Sólo sacudía el polvo de tiza.

−Un poquito más abajo.

Le hice caso. Y entonces lo noté. Era su paquete, esta gordo, a punto de estallar. Palpitando bajo mi mano.

−Ve, lo ha vuelto a hacer. ¿Cómo puedo confiar en usted?

−Puede, señor Barrios, le demostraré que puede.

Entendí lo que quería y entendí que un reprimido como él no me lo pediría nunca. Me arrodillé ante él y permanecí con la cara pegada a su paquete:

−Esta vez no se arrepentirá.

Le bajé la bragueta muy, muy lentamente. Mis manos temblaban cuando le saqué aquella morcilla que me pareció de dimensiones descomunales.

−Me haces daño, torpe.

−Son los nervios − y empecé a meneársela como le había hecho a Simón, en el parque, poco a poco. Diez minutos después las manos me dolían, pero no había conseguido nada. El maldito no se corría y yo ya estaba negra. Un par de veces incluso se me escapó aquel miembro de mis manitas, que ya estaba sudadas y me llegó a golpear en la cara. ¡Era asqueroso pero al mismo tiempo me sentía profundamente excitada con todo lo que estaba pasando!

−No consigo nada − supliqué, esperando que me dejase ir.

−Seguro que puedes hacer más −murmuró de manera imperiosa.

Tenía que hacerlo, cerré los ojos, hice de tripas corazón y besé aquel glande que tan cerca de mi rostro se me parecía inmenso. No quería mirar y no pude hacerlo porque en ese momento se abrió la puerta del aula de informática y un haz de luz me cegó por un momento. El mismo momento en que Barrios gritó “¡No puedo más!” y estalló en un chorro de semen. Yo había girado la cara para ver quien era así que me salpicó enterita, pero sólo en un lado del rostro. Mis manos todavía sostenían la prueba eyaculante de mi delito. Mi aspecto era deplorable. Y en la puerta, con los ojos tan desorbitados como los míos, sin poder dar crédito a lo que veía, estaba Simón.