La reputación de Puri (2)

Puri es la hija del director del colegio en donde intenta ser un modelo para todos. Pero pese a sus intentos de seguir la moral convencional, todo se irá torciendo de manera que la imagen que tanto se ha esforzado en construir antes su padre, novio y profesores acabará arrastrada por el fango.

Cuando llegué a casa mamá estaba atareada en la cocina preparando algo para picar pese a lo avanzado de la hora. Casi ni me miró.

−Vete al salón, querida, que ha venido Julián a despachar con tu padre, pero lo han llamado por teléfono y ya sabes como se enrolla. El pobre Julián lleva esperando más de diez minutos.

Nada podía contrariarme más que aquella visita inoportuna a una hora además intempestiva. No me importa que conste que en aquel momento yo sólo quería irme a la cama y, quizá, aliviar con mi deditos el estado de ansiedad y deseo en el que contra mi voluntad me hallaba.

Además Julián Barrios me caía manifiestamente mal. Es el jefe de estudios de mi colegio y la mano derecha de mi padre. Un treintañero joven, pelota incluso para el nivel de una buena chica responsable y seria en exceso como yo. Al contrario que mi vecino o los amigos de mi padre, Julián Barrios es un virtuoso auténtico, si no pertenece al Opus, poco le falta. Orgulloso, altivo y soltero. Tenía una novia, con aspecto de rubia frígida  y de no sacarse la rebeca rosa ni para dormir. Ellos decía que eran novios pero si algo les unía no parecía ser el sexo, precisamente, y no digamos la pasión. Lo único que me gustaba de él es que se mostraba esquivo cuando alguna de mis compañeras intentaba utilizar sus encantos para conseguir alguna prebenda. Pero él nunca cedía. De hecho hubiera sido perfecto de no cumplir a rajatabla la orden que había dado mi padre respecto a que se me tratase como una alumna más. Una orden que el resto del personal del centro educativo prefería ignorar, pero que Barrios obedecía sin fisuras. ¿No podía entender que la hija del jefe podía tener algún caprichillo? Al parecer, no. Y eso, precisamente eso, le hacía resultar tan odioso.

Evidentemente dejé mis sentimientos a un lado y mis necesidades inmediatas más lejos todavía y fui al salón haciendo caso a mi madre. En el pasillo hice un gesto con la mano para saludar a mi padre, que en efecto, hablaba por teléfono y parecía ocupadísimo. Cuando entré dispuesta a hacer la entretenida , el jefe de estudios estaba llevándose un vaso de leche con una pequeña jarra. Fue verme y quedarse boquiabierto, tan patidifuso que no pudo evitar olvidarse del vaso que rebosó, y de la leche, que fue a derramarse sobre sus pantalones oscuros.

¿Fue por mi culpa, señoría? Por mi cabello negro y despeinado?  ¿Por mi blusa que no me había dado tiempo de abotonar del todo después del encuentro con Arturito en el ascensor?

− ¿Pero te das cuenta de cómo vas? −me censuró con su habitual tono, todavía autoritario.

− Lo siento, señor Barrios − respondí intentando parecer lo más humilde posible. Pero no era cierto. La sensación, y está mal que lo diga, era la misma que en la escalera con don Gregorio. Me sentía poderosa. Mi aspecto, descuidado a mi pesar, debía de darme  un aire sensual que hacía que incluso el insolente de Julián Barrios se sintiese intimidado ante mí. Derramar aquel vaso de leche había sido el primer error que había cometido desde que lo conocía.

Así que  por una equivocación suya un desliz mío. Quizá debí antes de nada  abotonarme la blusa y componer mi apariencia. Pero opté, seguramente en un deseo de complacer antes que nada al invitado de mi padre, a lo mejor para que Barrios siguiese donde yo lo había colocado, incómodo y subyugado por mi presencia, opté, decía, por buscar un paño con el que sacarle la leche de los pantalones. Y eso hice, aunque para mi desgracia, dicho paño estaba en una bandeja junto a la botella de leche que había dejado mi madre. Y para la suya, el jefe de estudios se interponía entre yo y la mesa y entre yo y el paño. Lo correcto hubiera sido pedirle que se levantase un momento, pero no lo hice. También hubiera podido alzarse él, pero parecía paralizado, demasiado ocupado en desviar la mirada de mi escote, algo inútil porque sus ojos parecían ajenos a la voluntad o que como mínimo habían descubierto una nueva y volvían hacia la apertura de mi camisa como si ésta tuviese un imán.

De manera que no encontré otra solución que pegar mi cuerpo al sorprendido jefe de estudios, con la desventura, en mí ya habitual, de que mis voluminosos pechos llegaron antes que yo, a Barrios y a cualquier parte. Hasta aquí el efecto fue buscado, lo reconozco. Julián Barrios estaba tan aturdido que pensé que eso lo hundiría todavía más. Pero en absoluto pensaba llegar ni un pelo más lejos.

Sin embargo pese a todos mis esfuerzos mis manitas todavía no alcanzaban  la maldita bandeja. Tozuda como soy no pude menos que hacer de tripas corazón, subirme mi estrecha falda y poner una rodilla en la silla de mi invitado. Inclinándome un poco más tuve al alcance la dichosa bandeja, pero ahora ya no solo percibía el aliento de Barrios en mi escote, porque el precio había sido pegar mis pechos en la cara de mi jefe de estudios.

−Ay −se quejó casi sin poder hablar.

− ¿Le hago daño?

−No, no. Es que…

Pero sólo balbucía. Yo en cambio no necesitaba un explicación para saber lo que le pasaba. La cosa estaba clara. Sin querer además le estaba clavando la rodilla apoyada en la silla en una partes que estaban dejando de ser blandas para pasar a un estado, digamos rocoso.

−Puri, de verdad, debería usted… dejarme… quiero decir, dejarlo.

−Si ya acabo, señor. Lo que pasa es que estoy dudando entre coger el paño, a la derecha, u optar por las servilletas de papel, a la izquierda. ¿Derecha o izquierda? ¿Derecha o izquierda? – y mientras manifestaba esta vacilación, como soy muy expresiva no lo pude evitar y giraba mi cintura ora a la derecha ora a la izquierda, restregando mis pectorales en las narices del propio Barrios. Bueno, a lo mejor también influyó en que no lo pudiese evitar, en el que en el estado de excitación en el que me encontraba, que ese roce resultase demasiado agradable para resistirlo.  He de reconocerlo, señor juez, pese a mis buenas intenciones, la situación había acabado por superarme y había perdido el control.

Tal vez fue entonces cuando uno de mis pezones, rebelde él, escapó de la cazoleta de un sujetador que casi no podía abarcar tal seno y que además ya se encontraba muy castigado por los sucesivos asaltos de mi novio y del niñito salido. ¡Fue un accidente, señoría! ¡Lo juro! Pero ya era tarde para evitarlo. Lo del pezón y lo otro, lo que estaba entre las piernas del consternado Barrios. Porque cuando me separé después de haber optado por el paño, la mancha en los pantalones del hasta hacía pocos minutos recto jefe de estudios resultaba mucho más evidente que antes. Más que evidente era  indecente, ya se imagina por qué. Y para colmo:

− ¿Todo va bien, Puri?

¡Era mi madre! Desde el pasillo. ¡Si entraba qué iba a pensar! ¿Cómo iba a reaccionar al ver a su dulce e inocente hijita ante tamaño trance? Una buena hija no podía hacerle esos a sus padres así que me apresuré a responder.

−Todo bien, mamá. El señor Barrios está encantado.

Puede sonar cruel. Pero era una manera de no mentirle.

− ¿Quieres que te ayude, hija?

−No, sigue con lo tuyo − pero en realidad estaba pensando “sólo faltaría”.

Había que actuar rápido. Primero bloquee la puerta del comedor con una silla. Después caí de hinojos ante Barrios, que con tamaña erección no había podido moverse, e intenté que desapareciese la mancha de sus pantalones y la hinchazón que había debajo. Con lo primero tuve éxito, pero con lo segundo…

Lo segundo había pasado ya a primer plano y cada vez resultaba más incómodo y se haría ineludible si alguien más entraba en el salón de casa.  Intenté recolocarla con mis manitas, pero sólo iba a peor. Y Barrios sólo repetía como si el hombre escrupuloso que todavía llevaba dentro pugnase por imponerse:

−Déjalo, déjalo, por favor.

Pero no podía. Si mis padres me descubrían así les partiría el corazón.  Así que como dicen en la escuela decidí que mi resolución llegase donde no había llegado mi pericia. De un golpe secó bajé la cremallera de su pantalón. Barrios consiguió ahogar un grito de dolor. Acto seguido liberé aquella bestia inmunda. Era enorme o al menos eso me pareció entonces, la primera vez que veía una en ese estado. De nuevo pagué mi inexperiencia en el manejo de instrumentos de ese calibre ya que el jefe de estudios aulló de dolor.

El grito hizo que mi madre se viniese junto a la puerta. Pero el grueso cristal esmerilado le impedía ver con claridad lo que estaba pasando prácticamente ante sus narices.

− ¿Estás bien, hija?

−Sí, mamá, no te preocupes.

−Pero la puerta está atrancada.

−Se ha atascado. Ahora la abro, cuando acabe con lo que estoy entre manos.

Lo que tenía entre manos me estaba dando más guerra de la esperada. Estaba intentando cimbrearlo como había visto en una película para adultos. Por no ser descubierta de esta guisa estaba dispuesta a todo. Pero no había manera, en pocos segundos mis esfuerzos habían abierto aún más mi camisa, mis desmesurados melones pendían libres y todo mi cuerpo estaba perlado de sudor ante la titánica tarea a la que me había visto abocada. Mi buena voluntad estaba topando con los denodados esfuerzos de Barrios por mantener su autocontrol, no dejarse llevar y  resistir a la tentación.

Creo que fue más este aspecto mío, absolutamente despendolada, arrodillada a sus pies, que mi pericia la que hizo que finalmente el aparato de Barrios no pudiese más y estallase. Por desgracia fui tan poco hábil que creo que le dolió más que otra cosa, y si no gritó fue de morderse los labios hasta sangrar. Para colmo todo el semen, a excepción de un par de gotas que salpicaron mi blanca camisa, fue a darle en plena cara, con lo que su gesto de humillado y ofendido me dejó muy claro que me guardaría cualquier cosa menos gratitud.

Después todo fue rápido. Mientras yo recomponía mi atuendo, el se secó con el mismo paño en el que le había limpiado la otra leche. Justo a tiempo. Desbloquee la puerta y mis padres se sumaron a la reunión.

−La puerta se habrá dilatado por el calor −les expliqué.

−Ya veo que atiendes en las clases de física de Barrios −comentó orgulloso mi padre.

-Oh, sí. El señor Barrios es el que más sabe de dilatación − y me permití una sonrisa malvada.

Lo había vuelto a hacer. Me sentía poderosa de nuevo. Alegué que estaba cansada y por fin pude irme a la cama donde por fin pude calmar por mi misma los múltiples sofocos que me había reparado el día. Me dormí relajada tranquila, sintiendo que había hecho lo correcto, que había salvaguardado mi virtud de situaciones verdaderamente espinosas y que por tanto todo iría bien y mi reputación seguiría a salvo. Nada sabía entonces de lo equivocada que estaba.