La reputación de Puri (1)

Puri es la hija del director del colegio en donde intenta ser un modelo para todos. Pero pese a sus intentos de seguir la moral convencional, todo se irá torciendo de manera que la imagen que tanto se ha esforzado en construir antes su padre, novio y profesores acabará arrastrada por el fango.

Mi nombre es Puri S. R. y agradezco, señor juez, que haya tenido en cuenta mi doble condición: la de que hace pocos meses cumplí 18 años y la de mi inocencia virginal. Porque, oh sí, pese a lo que hayan declarado otros testigos de este caso, que por su naturaleza escandalosa temo que acabe en las páginas de Sociedad de los diarios, lo cierto es que sigo reservando aquello que tengo más valioso para el verdadero amor de mi vida. Y le garantizo  también que mi participación, que he de reconocer que a veces la hubo, en los hechos que han acabado en el caso que instruye, aconteció sólo por mantener a salvo mi reputación, la segunda cosa más importante que una chica inocente como yo ha de salvaguardar.

Como muestra de mi buena voluntad le aseguro que pondré sobre la mesa toda la verdad desnuda, sin ocultar nada, si siquiera aquellos pasajes que podrían resultar harto comprometedores para mí a ojos de otras personas sin su objetividad y equidistancia.

Mis padres me pusieron Purificación, en parte por la tía Pura, que cuidó de mi madre cuando ella era pequeña y murió a los 76 años sin haber conocido varón,  y porque su obsesión fue siempre que fuese pura como los ángeles. Sin embargo todos me llaman Puri incluso en el colegio de educación superior del cual mi padre es estricto director  y que, sí señor juez, es el mismo que si su caso sale adelante, cosa que espero que no ocurra, podría ser clausurado por atentar contra la moral y las buenas costumbres.

No quisiera, señoría que le indujese a error mi aspecto de hoy. Mis ropas holgadas y recatadas han sido recomendadas por mi abogado. Estas prendas ocultan, ya sé que está mal que yo lo diga, un cuerpo que si bien podría considerarse como verdaderamente escultural no hace sino darme diversos quebraderos de cabeza desde mi más tierna adolescencia. Ya habrá reparado en lo alta que soy. Y a pesar de su edad, más cercana  a la calificación de provecta que a la de lozana, habrá tenido que fijarse en esta cara mía, demasiado aniñada para mi edad y para mi gusto, y que a despecho de estos evidentes defectos, desde hace años he comprobado, y a veces sufrido incluso, que a mi pesar, vuelve locos a los hombres.

Los ojos, es verdad, son preciosos, de este verde amatista que incluso a mí me encanta. Demasiado grandes, a lo mejor. Todo lo contrario que mi nariz, o desde luego mi boca, demasiado pequeña, nada que ver con la de Julia Roberts. Yo en cambio la tengo pequeñita, como si cada tres palabras fue a decir ¡uy!, con estos labios demasiado gruesos, como eternamente fruncidos.

Lo que sí cuido y de lo que me siento orgullosa es de mi pelo. Hay que cepillarlo mucho cada día para que esté así de negro y brillante, e ir a la peluquería de vez en cuando para conseguir este efecto cascada sobre los hombros, ve, bueno, llevando la contra a mi abogado me lo soltaré, para que se de cuenta, de que en esto, como en todo lo demás, no voy a mentirle, señor juez, pese a que gran parte del relato vaya a parecerle absolutamente increíble.

Si tocase mis piernas se percataría de que son duras y firmes, desde los tobillos hasta mis glúteos, lo cuales dibujan un culito, firme ciertamente, pero demasiado respingón para una chica de mi carácter reservado.

Aunque me gusta comer bien, mi cintura es estrecha. Pero salta a la vista que no soy de aquellas que intenta ser un chico delgado, y gracias a mi profesora de gimnasia, a la que tanto admiro, tengo un vientre liso, libre, eso sí, de abominables “piercing” u otros aretes que tanto apasionan a el resto de jovencitas de mi generación. Quisiera dejar constancia con esto que para mí el cuerpo ha de ser un templo que no debe ser profanado por modas o caprichos de última hora.

Si bien Dios nuestro señor me dio manos y pies pequeños, en cambio fue generoso con otras partes menos nobles, como es el caso de mi prominente busto, que le describo no por vanidad ni exhibicionismo alguno, sino porque usted, señoría, difícilmente podría imaginarlo bajo el amplio jersey que visto hoy. Y porque dicho aspecto de mi anatomía, sin embargo, resulta capital para entender los hechos que acontecieron estos últimos días.

Así, pues, mal que me pese, tengo unos pechos grandes, talla 110, lo que a todas luces es desproporcionado con el resto de mi cuerpo, en mi opinión, pensando incluso a menudo en operarlos para reducirlos a lo que sólo me ha frenado la negativa rotunda de los pocos novios que he tenido en mi vida. Pese al entusiasmo de ellos, yo siempre he pensado y sigo convencida de que el volumen y la inusual firmeza de mi delantera es incluso de mal gusto y sólo me ha acarreado a menudo la desconfianza, cuando no la envidia de las mujeres y el convertirme en objeto de las miradas más lascivas y  los deseos más sucios de los hombres. En especial cuando en los últimos tiempos he ido a la playa sin advertir que aquellos bikinis que antaño me iban perfectos ahora resultaban claramente inadecuados para los cambios experimentados en mi cuerpo. Resaltan en esas ocasiones unos pezones que si bien parecen castañas, al contacto con el agua fría del mar, parecen cobrar vida propia.

Sé, señoría, que me he alargado demasiado, pero quiero que entienda que todo lo que pasó no fue culpa mía sino de unas circunstancias sobre las cuales, si bien no puedo decir que fuese completamente ajena, si que en la mayoría de las veces no he buscado voluntariamente, y cuando no ha sido así, he actuado únicamente movida por la virtud o como mínimo por intentarlo aparentarla, como hubiese hecho una mujer del César cualquiera.

Que conste, señor Juez, que he tenido algunos novios, pero ninguno importante hasta Simón, ya que anteriormente todos me dejaban por mi negativa a permitirles disfrutar de los bienes con los que la Naturaleza me ha dotado y que estoy firmemente convencida de que es mi obligación reservar para el hombre que me tome en matrimonio.

Pero si bien mi criterio era firme, no había contado en el pasado con la comprensión de mis novios, quienes siempre después de unos meses en los que mi principal preocupación era batallar con sus ávidas manos e intentar que no me metiesen la lengua hasta las amígdalas, me abandonaban por otras chicas a todas luces menos atractivas, carentes de cualquier virtud, pero más dóciles a sus lascivas intenciones.

Esto cambió un tanto con Simón, ya que para entonces yo ya me había dado cuenta de que para disfrutar de una buena reputación era tan importante o más su simulación que tenerla realmente. Simón había llegado nuevo al colegio de chicos cercano al mío, y en ambos centros yo ya era conocida, no sólo por mis encantos, hasta entonces ocultos,  sino también por ser la hija del director y por mi dedicación y entrega a cualquier tipo de tarea escolar, un ánimo no siempre bien comprendido por mis compañeras, que por ser mi padre quien es me acusan a menudo de enchufada y pelota.

En anteriores cursos mis  ex novios habían acabado dándome puerta en busca de chicas más fáciles así que con Simón decidí cambiar, con el difícil reto de por un lado mantener mi intachable reputación y por otro evitar que mis compañeras, que cada vez me mostraban más inquina, pensasen que  cualquiera podía quitarme el novio, con sólo subirse el dobladillo de la falda.

Esta última reflexión provocó que a Simón le permitiese llegar mucho más lejos que a cualquiera de mis anteriores pretendientes con el objetivo de mantener su interés sin perder mi virtud. Ello no estuvo exento de problemas, tal es la naturaleza de los hombres,  como seguro que es bien conocido de su señoría. Desde el principio sus besos, inicialmente tiernos, se volvieron tórridos. Sus manos, que habían comenzado temblorosas, se tornaron codiciosas y demasiado a menudo pasaron de mis hombros y mis brazos a otras partes más rotundas de mi cuerpo. Con las nuevas reglas opté por no impedir que juguetease con mis pechos a placer, y aunque apenas podía abarcarlos con sus manos, gustaba de hacerlos salir de las copas de mis níveos sujetadores para pellizcar mis pezones y lamerlos con verdadera gula.

Eso fue lo primero que pasó esa noche, señor juez. La noche que empezó todo. Estábamos en su “2CV”, aparcado cerca de mi casa pero no frente al portal. Como siempre del beso de despedida pasó a feroces lengüetazos y furiosos chupetones, que después yo tenía que ocultar a mi padre subiéndome el cuello de la camisa. Luego atacó mis pectorales, al principio con húmedos besos pero después, en su torpeza, estrujándolos con sus manos hasta hacerme daño. Tanto lametones y toqueteos acabaron como solían, excitándome a mi pesar, señoría. Pero yo me mantuve firme. La clave de que mi relación con Simón durase más que las mantenidas con mis anteriores novietes radicaba precisamente en esos momentos. Y no quiero que se engañe, señor juez, Simón es un buen chico. Pero hay algo en mí, en mi cuerpo que saca lo peor que hay en los hombres, en todos los hombres. Y si lo hacía de los más templados, Simón no iba a ser una excepción.

Sé lo que piensa, pero no, yo no le tocaba. Aunque esa noche su excitación era tal, el pobre estaba sufriendo tanto, me lo suplicó tantas veces, poniendo aquellos ojos de carnero degollado que no puede evitar apiadarme de él y le rocé por encima del pantalón. Sólo un poco, una leve caricia, peor en vez de mejorar empeoraba. La tela cada vez estaba más tensa y el rostro de mi novio parecía desencajado por momentos, resoplando como si fuera a perder el resuello de un momento a otro.

En esas estábamos, una situación nada cómoda para una jovencita de mi buena fama, cuando ví acercarse por la acera a don Gregorio, el vecino solterón del rellano de enfrente con el piso de mis padres. Yo le odiaba porque era un cincuentón falso. Se hacía el virtuoso y cultivaba la amistad de mi padre. Pero en realidad era un vicioso y más de una vez, cuando el ascensor no funciona deja que me adelante en la escalera para poder mirarme el culo. La última vez hacía sólo una semana y me había dado tanta rabia que me acordé de lo que Simón sufría en su coche conmigo y decidí que  sufriese él también. Me aproveché para ello de que aquel día llevaba una de las sorpresas que me permitían mantener mi buen nombre de puertas para afuera y que Simón continuase conmigo a pesar de que al pobrecito lo mantenía en un estado de perpetua insatisfacción.

Dicha sorpresa eran unas medias de liguero transparentes que tenían dos ventajas: quedaban perfectas con la blusa blanca y la falda estrecha de tubo, justo por encima de la rodilla, de color gris pizarra; y a Simón le volvían loco. Yo le digo a él que las llevo porque soy alérgica a los pantis, sólo por mi comodidad, para que no crea que lo hago sólo por ponerlo a cien. Pero a mil, se pone a mil. ¿Acaso es culpa mía? Pero sí ese era el efecto con el buenazo de Simón, qué sería del rijoso e impresentable de mi vecino. Así que la semana antes de la noche de autos, como ustedes dicen, cuando iba subiendo las escaleras a pie, con don Gregorio tres escalones por debajo, sintiendo sus ojos de sapo clavados en mi firme y prieto culito, me detuve y espeté:

− ¡Uy, que tonta!

Acto seguido combé mi cuerpo, sabedora de que mis prietas posaderas quedarían a un palmo de la cara de mi vecino, y añadí subiéndome un poco la ceñida falda:

− Perdone. Creo que se me ha soltado una media. Si quiere pasar…

Evidentemente me hizo un gesto con la mano para darme a entender que no le importaba esperar lo que fuese necesario. Yo por mi parte me tomé mi tiempo para subirme la falda, muy poco a poco. Cuando la tela llegó medio muslo miré a don Gregorio, los ojos casi fuera de las órbitas, vacilantes entre fijar su atención allí donde acababa la media y empezaba la pierna desnuda o en mis pechos, que al inclinarme habían tensado con su propio peso la camisa blanca, abriendo la regata más allá no sólo de lo que el pudor recomienda sino de lo que yo misma deseaba.

Simulé que me ajustaba el sujetaligas, tensé el liguero blanco hacia arriba hasta llegar a la parte superior del muslo y después de tal numerito, cuando bajé la falda y seguí subiendo la escalera don Gregorio ya no pudo seguirme. Se quedó allí, jadeando, exhausto, y me imaginé que si aquellas medias con aquel liguero ponían como una moto a Simón, a don Gregorio debían de haberle provocado tal hinchazón en la entrepierna que no le permitía caminar y mucho menos subir escalones. Cuando llegué a mi casa me sentí feliz y poderosa, y tengo que confesar que ese sentimiento, del que tan gratos recuerdos guardé días después, explica en parte los hechos a los que me he visto abocada y que me han llevado ante usted.

Pero esa noche en el dos caballos de mi novio no me sentí poderosa, sino asustada, señoría., cuando distinguí a don Gregorio desde el asiento del coche acercarse con sus andares de piernas arqueadas. Arrebolada de deseo como estaba también era perfectamente consciente de mi estado, mi despeinado pelo, mi camisa abierta y mi falda arremangada que mostraba unos muslos que seguro que mi vecino no había podido olvidar. El problema es que intuía que los recordaría con rencor y como no quería que le fuese con ningún cuento a mi estricto progenitor, opté por ocultarme donde primero me vino a la cabeza.

− ¡Mi vecino no puede verme así!

De manera que me tiré, como quien dice, cuerpo a tierra, pero dentro del coche el resultado fue más bien cara a regazo. Casi no podía hablar con mi nariz y mi boquita pegadas al paquete de mi novio, que si hubiera sido la luna habría tenido que describirse como “en fase de cuarto creciente”. Aunque la sensación de percibir como nunca había sentido antes un miembro masculino a través de la finísima tela de los pantalones de Simón, todavía logré preguntar:

− ¿Ha pasado ya?

− No. Quieta ahí. Se está atando un zapato.

Nunca supe como es que mi vecino tardó más de diez minutos en recorrer diez metros. Si no confiase tanto en Simón y en que tiene un alma bondadosa, hubiese creído que me estaba engañando para alargar la incómoda situación en la que me había colocado el destino. ¿Por qué si no me apretaba la cabeza contra su pene, estando este cada vez más hinchado? El me aseguró después que fue para ocultarme mejor pero me pidió tantas veces que le bajase la bragueta que me hizo dudar de sus buenas intenciones. Sobre todo porque Simón sabe muy bien que por nada del mundo me hubiese metido un miembro viril en la boca. ¡Y más con el asco que me da el semen!

Con tanta historia se me había hecho tarde y mi padre es muy estricto con el horario de regreso a casa.  Salí del coche un tanto azorada y me apresuré a llegar mi portal. Pero para mi sorpresa. Allí estaba don Gregorio, plantado ante la cancela de hierro que en mi casa hay a pie de acera, a pocos metros de la puerta.

−Han vuelto a ser esos gamberros −farfulló ante mi presencia −. Han puesto silicona en la antepuerta. No puede abrirse.

Miré mi reloj con fastidio. Yo ya llegaba tarde y ahora esto.

− ¡Mi padre me matará!

Los ojos de don Gregorio brillaron al oírme y no pudo disimular un gesto breve de morderse el labio inferior.

−Yo te ayudaré, no te preocupes. Tu padre no te reñirá.

Tenía razón. ¡Me había entretenido tanto con Simón! ¡Me había suplicado tanto que se la sacara! ¡Incluso que se la besara! Evidentemente no lo había hecho. Yo quería ser buena, señor juez. Como entonces, con Don Gregorio,  mi vecino. Sabía que mi padre hubiese estado orgulloso de mí de saber la verdad… ¡pero eso hubiera sido mucho después de haber enfadado tanto conmigo! Sólo quería que mi padre no pensase que yo era una golfa. Así que había que saltar aquella verja. Ya era de noche, no había nadie, sólo don Gregorio relamiéndose al pensar lo que tendría que hacer para superar ese obstáculo de un metro de hierro forjado con una falda tan, tan estrecha como la del uniforme de mi colegio, Colegio de Nuestra Señora del Manzano, Porque yo debía saltar esa verja para evitar una bronca de mi padre por llegar más tarde de las diez pero mi falda, la falda del uniforme del colegio de mi padre, como yo le digo siempre, es demasiado estrecha. Lo que pasa es que mi padre dice que las faldas estrechas y hasta la rodilla son más castas que las cortas de cuadritos que se usan en otros colegios de pago. Pero eso sólo es verdad a medias. Sólo es verdad si no se tiene un culo como el mío. La falda se me marca tanto que hace que todo los chicos me miren. No sabe lo que es eso señoría. No se imagina como me miran incluso los profesores de la escuela de señoritas de mi padre, que siempre me están sacando a la pizarra. Yo quiero ser buena pero noto esos sucios ojos clavados en mí y no puedo evitarlo, mi cuerpo se estremece, la piel se me pone de carne de gallina y mi pezones… ¿qué decir de lo que les ocurre en esos momentos a mis pobres y sufridos pezones? Se vuelven tan duros que parecen pugnar por atravesar mis finos sujetadores y tensan mis blancas camisas también de uniforme. Y todo el sistema se retroalimenta más. Al final me pongo tan nerviosa que no atino a nada, fallo todas las respuestas y a menudo se me cae la tiza o el borrador con lo que, claro, tengo que inclinarme para recogerlo y eso no hace sino excitar más si cabe al maestrillo de turno, que después de ver como se me marcan todas mi sucintas braguitas no dudará en otra ocasión en volver a pedirme que salga al encerado.

Ellos me miran como lo hacía esa noche mi vecino, ante la pequeña verja, babeando. Pero no había nadie. Y después de todo, pensé, don Gregorio ya había visto todo lo que iba a volver a enseñarle.

De manera que con la mano en la que no llevaba la carpeta me remangué la falda, sólo un poco, hasta medio muslo, lo mínimo para sortear aquella cancela. Quizá fueron los tacones, siempre medianos pero insinuantes, pero me golpee la rodilla con uno de los barrotes y ya no pude hacer nada. Ni pasar ni evitar que don Gregorio me sujetase uno de mis tobillos.

−Deja que te ayude, pequeña.

No supe que decir. Si gritaba sería un escándalo y mi padre nunca me lo perdonaría. Además, tonta de mí, pensé que a lo mejor quería ayudarme de verdad. Guió una de mis piernas por encima de la verja, pero también me subió más la falda, tanto que todos mis muslos quedaron expuestos. Y aunque yo me apresuraba él me retenía, me apretaba los glúteos, deslizaba sus manos entre el liguero y mis indefensos muslos,  se aprovechaba de que mi novio, al meterme mano minutos antes, había hecho que mis bragas estuviesen hundidas en mi trasero, casi como si fuesen un improvisado tanga, con lo que mi culito quedaba ahora a la merced de las manos de mi vicioso vecino. Sus dedos, incluso llegaron a acercarse a algunos de mis más ocultos orificios. Cuando por fin logré pasar di una breve corrida hacia el ascensor ya que no quería coincidir allí con él dado el estado de excitación y vergüenza en el que me encontraba.

Pero no habían acabado ahí mis desvelos porque entrando en el ascensor y creyéndome ya a salvo me topé con Arturito, el repelente niño de los vecinos de arriba. La criatura debía de estar a punto de cumplir los 12 años y tenía aterrorizada a toda la escalera con sus gamberradas. Yo misma había sido víctima de una de ellas el pasado verano. Lo tenía bien fresco en mi memoria. No hubiese tenido más importancia si mis padres me hubiesen avisado de que venían unos amigos a tomar un aperitivo y que eran como siempre son los amigos de mi padre: muy puritanos de boquilla pero en la práctica unos salidos.

Eran un grupo de matrimonios que en teoría venían a tomar el aperitivo. Eso hicieron ellas pero los maridos, con la excusa del calor, salieron al balcón a saborear sus martinis… y  a mí, que inadvertida de su visita fui sorprendida tomando el sol en la pequeña terraza con un bikini que si bien me iba perfectamente hacía dos temporadas, se había quedado francamente pequeño tras el estirón que di después de los 16 años. La tela de la braguita verde limón era de una escasez escandalosa estando sola tomando el sol, pero en presencia de aquellos cuarentones lascivos resultaba increíblemente obscena. Para colmo me había quitado el sujetador para broncearme de espaldas y allí estaba yo, tendida de bruces haciendo que leía e intentando ignorar aquellas miradas que parecían pegarse a mi cuerpo totalmente embadurnado de crema protectora.

Esperaba que sus mujeres los reclamasen dentro y mi plan hubiese funcionado de no ser por Arturito, que graciosillo como siempre, no se le ocurrió otra cosa que lanzarme un cubo de agua helada sobre mi recalentada espalda.

El grito debió de oírse hasta en Madagascar. Y no pude evitar arquear mi cuerpo y mostrar en toda su plenitud mis enormes melones a aquel grupo de pérfidos voyeurs . Salí corriendo cubriéndome inútilmente mi desmesurada delantera con mis pequeñas manos que además de ser del todo insuficientes para tamaña misión, apenas podían atinar a tapar unos pezones que en el trote se habían tornado sorprendentemente bamboleantes y esquivos. Camino de mi habitación tuve que cruzar el comedor así que los pocos invitados que no habían visto mi involuntario “top less” en la terraza pudieron beneficiarse del mismo en el salón.

Cuando salí de mi habitación totalmente vestida no podía parar de llorar de avergonzada que estaba, lo que sirvió de excusa a las invitadas, pero sobre todo a los invitados, para abrazarme y besarme, en un intento de consolarme diciéndome que no tenía ninguna importancia. Y de paso a más de uno, amparado en el pequeño tumulto que se había organizado a mi alrededor, se le escapó una mano aquí, un roce allá, un pellizco incluso, siempre buscando las partes más prominentes de mi anatomía, pero de los que evidentemente nada dije. Mis padres ya habían pasado bastante vergüenza y yo comenzaba a estar demasiado excitada con tantas miradas, exhibicionismo involuntario y metidas de mano.

Sin embargo de nada me sirvió ser tan sufrida, señoría, ya que cuando se fueron las visitas mis padres me castigaron por desvergonzada dos semanas sin salir. Así que al final fui yo la que pagué la travesura de Arturito y ni siquiera pude esa noche ver a mi novio para sofocar los ardores del día. No hay que decir que a Simón por motivo del castigo lo tuve aún más abandonado de lo habitual.

Ahora en el ascensor, Arturito me miraba con una congoja que parecía sincera:

−Me debes odiar por lo del cubo.

Tenía un paquete de caramelos en su mano, de esos de bolitas de colores alineadas y embutidas  en una bolsita de plástico larga y estrecha. Entonces hizo un puchero que me llegó al corazón.

−Claro que no, diablillo − y me incliné sobre él para revolverle el pelo en un gesto simpático. Tenía que haber entendido que pese a su mueca de aflicción no perdía de vista mi escote. La blanca camisa de mi uniforme, si bien de casto corte, llevaba un par de botones desabrochados más allá de lo que hubiera sido deseable.

− ¿Quieres el caramelo de la paz? − mientras sonreía cándidamente y se alejaba hasta la pared del ascensor.

Yo pulsé el botón del cuarto, mi piso, y le devolví la sonrisa.

− Claro que sí − y mi incliné más hacia él tendiendo mi mano. Pero al hacerlo ofrecía a Arturito mis sendos pechos, que el sujetador apenas podía contener en esa posición,  los cuales debían de ser la obsesión de aquel crío desde el incidente del cubo, ya que en vez de dirigir la bolsita de caramelos hacia mi mano lo hizo hacia mis senos. Lo peor no fue eso. Lo peor fue que apretó la bolsa desde abajo y demasiado fuerte. Tanto que los caramelos saltaron directos a mis tetas y algunos alcanzaron a colarse por mi sorprendido escote.

Al principio pensé que era un error ya que Arturito sólo decía.

− ¡Mis caramelos! ¡Mis caramelos!

Y verdaderamente debían gustarle mucho, aunque no más que mis turgentes senos. Yo había reculado, pero topé con la pared del ascensor de modo que el chaval ya me tenía donde quería: con la excusa perfecta para que sus manitas se deslizasen por mi camisa. A lo mejor lo hizo de buena fe, después de todo sólo tiene doce años, pero me pareció sospechoso que en lugar de en sus dulces centrase su goloso tacto en mis indefensos melones, removiéndolos de mis sostenes, apretándolos sin criterio alguno pero con clara malicia, de una manera tan febril que cuando el ascensor llegó al cuarto piso y pude zafarme a duras penas de su acoso, yo estaba en mi rellano jadeando.

Le cuento esto, señor juez, porque quiero que entienda que en menos de media hora me había visto toqueteada por mi novio, con mi cara aplastada contra un miembro erecto, magreada a fondo por mi vecino, y encima sobada por un mocoso. Por muy buena chica que sea una,  y sé que está mal decirlo, lo cierto es que llegué a casa excitada, muy excitada, deseando sólo poder acostarme para dar satisfacción a mi cuerpo a solas y sin riesgo alguno para mi buena fama.  Pero no iba a ser tan fácil.