La Reputación de Macarena I
Relato por capítulos. La historia de una mujer con una vida difícil y sus ganas de salir adelante por su hijo y dejar atrás su pasado. Una historia violenta, a veces cruda o misógina.
Macarena, a sus 45 años, tenía un reputación intachable en su barrio… Seria y respetable.
Tenía la reputación de “la cenicero”, entre las apoderadas del colegio.
Tenía la reputación de “la tetona”, entre los compañeros de su hijo.
Tenía la reputación de “trombón oxidado”, entre profesores del colegio.
Cada reputación se la había ganado con esfuerzo.
I
Había llegado al pueblo hace menos que un año. Porteña de toda su vida, primera vez que vivía lejos del mar, de su familia, de su vida pasada.
Una decisión difícil, pero necesaria, para dejar atrás lo que se había transformado en una decepcionante vida sin rumbo, luego de lo que se veía como el fracaso de su matrimonio.
Un matrimonio de algo más de 15 años (en lo legal) con un marino mercante, que conoció una vez en el café en el que trabajaba de cajera en el centro del puerto. El que prefería coquetearle a ella, que a las otras chicas, más ligeras de ropas, delgadas y hermosas (en su opinión) y que, a base de constancia y atención, había logrado derribar las barreras que ella se había autoimpuesto para permanecer “respetable” en aquel ambiente de cuestionable moralidad.
Él la había sacado de ahí, la llevó a vivir consigo y le dio un hijo. Todo lo que no había conseguido en más de treinta años de vida, lo alcanzó en un pestañear de dos años.
Pero él también la alejó de su familia, que no aprobaba que un hombre 10 años mayor, de mal aspecto (como el burro, no consiguió sus favores por lindo sino por insistente) y que hacía largos viajes por 6 meses o más, se casara de manera tan repentina con ella.
Los primeros años fueron los de todo matrimonio feliz. Él conseguía quedarse en puerto por un tiempo prolongado: 5 meses (una eternidad para él). Pero luego el mar lo llamaba de vuelta. Y partía. Primero, no por tanto tiempo: 3 meses, 2 meses, 5 meses, etc. Y cada vez que volvía, le recordaba a ella qué fue lo que terminó por llevarla a vivir con este mal encarado hombre (un orangután, en la poco mesurada opinión de su familia): la forma animal en que la montaba.
Nada más traspasar la puerta de su casa, la atrancaba contra un mueble, muro, o lo que tuviera cerca, para llenarse las manos con sus contundentes tetas, levantarla desde su gordo culo, abrirle las piernas con sus manos como prensas y taladrarla con ese gordo y bestial pene que ella añoraba en sus días de soledad portuaria.
Los reencuentros eran maratones de sexo desconsiderado, en las que adornos de la casa eran rotos, muebles eran gastados y ella terminaba tanto con la ropa descompuesta, rota, la garganta gastada de tan fuerte gemir, la concha irritada y ella cubierta de los moretones y rasguños que el ataque sexual de bienvenida implicaba.
Así le gustaba. Le gustaba que él la deseara a ese nivel de intensidad, que su única manera de expresarlo fuera esa violación consentida, en la que ella terminaba agotada, sudada, adolorida, mareada y golpeada. Pero aún dispuesta a levantarse de donde la hubiese dejado rendida, para hacerle de comer desnuda y observarlo tragar con una poco educada voracidad.
“La mujer del marino” era como se le conocía en el barrio. Como también se le conocía por anunciar el regreso de su marido a la cuadra completa con sus gemidos y alaridos. También era sabido que trabajó en un “café con piernas” del centro. Algunos de sus vecinos fueron asiduos. Y la reputación de PUTA fue la primera que se ganó.
Ella lo sintió. Sintió cómo cada hombre y niño avispado parecía creer tener una posibilidad con ella, o creían que con ella no era necesario cuidar las miradas, ni censurar palabras a su paso. Lo veía también en como ninguna mujer del barrio le dirigía la palabra y en sus miradas de desprecio.
Entonces nació Albertito y las cosas cambiaron.
En un comienzo pareció excitar aún más a su intermitente marido: culear una embarazada. Saborear sus ahora grotescas tetas llenas de leche, apretándoselas para exprimirlas y montarla con mayor brutalidad, con golpes incluso; a tal punto que ella llegaba a temer por el bienestar de su niño.
Una vez nacido el niño, ese enfermizo fervor se empezó a desvanecer. En la misma medida que se prolongaron las ausencias de su marido. Esos 3 meses que pasaba en el mar, se transformaron en 7, luego en 9. Así como sus estancias, de un mes pasaron a 2 y 1 semana.
Y ella sintió que el cariño se esfumaba.
“Un marino tiene una mujer en cada puerto”
Por eso su familia no quería que se fuera con él. Se le notaba a leguas que donde desembarcara, buscaría una fulana a la que culiar.
Macarena, en un principio lo negó. Él se comportaba cariñoso con ella y el sexo apasionado la hacía olvidar todo.
Aunque no podía negar que cuando paseaban, él no se cortaba en mirar con descaro a otras mujeres. Y que cierto tipo de mujeres, quizás las que olfateaban en él un macho apasionado como desconsiderado, le devolvían esa mirada sin importarle su presencia.
Pero ella era SU mujer y eso creía que borraba todo.
Hasta que se fue quedando sola, con la crianza de un niño… Por más de 14 años.
La presencia de su esposo se fue espaciando a tal punto, que la última vez, no le vio por más de 2 años. Él enviaba dinero, que también fue menguando. Pero nada más, ni mensajes, ni saludos.
Y sus visitas eran sólo sexo. Aún cuando ella no lo quisiese así. Ahora él entraba y derechamente la violaba. Si para lograrlo debía golpearla, lo hacía. La brutalizaba de tal manera, que después de una primera sesión de violencia física en la que terminó siendo enculada, no le quedó más opción que volverse servicial y respetuosa, hasta que la tormenta se fuera con él, en un par de días.
Además, él ya tampoco pasaba ese tiempo en casa. Llegaba, la violaba, dormía, la violaba y salía. A veces, volvía borracho, para repetir el esquema. Otras, era innegable que volvía exhausto, después de haber pasado la noche con otras mujeres.
Ya ni a su hijo veía, porque Macarena, después de la primera brutal visita tomó por medida enviar a Albertito con su hermana hasta que su marido se fuera. Y a él ni le importaba. Dejó de siquiera preguntar por el chico. Y eso terminó por destrozar el corazón de Macarena.
La última vez que le vio, después de dos años de ausencia, ni siquiera fue porque él llegara a casa. Le llegó el rumor que su marido andaba en el puerto desde hacía un par de días, gastando dinero por montón y rodeado de putas. Y así lo encontró.
Le encaró sin pensarlo. No sólo la había abandonado a ella, le había quitado su sexo, la había humillado mostrándose en la misma ciudad con otras mujeres… había abandonado a su hijo, ya casi no le había enviado dinero… ¡y él despilfarrando! mientras ella pedía prestado dinero para poder vestir a ese chico de 14 años que casi no recordaba a su padre.
Lo mandó a la cresta frente a sus amigotes y putiamigas, frente a desconocidos y hasta a vecinos. Se sintió recuperada en su dignidad. Que se había ganado una reputación: de madre defensora de su cría. Y se sintió bien y liberada.
Aquella noche se acostó con el orgullo inflándole el pecho, segura que a futuro, gracias a ella, nada le faltaría a su hijo.
Mientras dormía, escuchó un golpe en la puerta y, como un alud entrando en su casa, la presencia taurina de su marido ingresó en la pieza.
Macarena no tuvo oportunidad, ni de gritar, ni exigir explicaciones, ni comprender lo que estaba sucediendo.
De un golpe de mano abierta en la cara, fue tirada fuera de la cama; de su negra y ensortijada cabellera fue arrastrada por la casa, para que Alberto le mostrara todo lo que ÉL le había dado. A tirones le rompió la camisa de dormir que GRACIAS A ÉL había comprado. Frente a su hijo, aturdido y lloroso, congelado de miedo ante ese hombre que prácticamente no conocía, fue nuevamente violada, del modo como ella bien conocía. Así le “explicó” la bestia que ella estaba para eso, que si quería se quedara a su hijo, que a él no le interesaba.
Cuando ella intentaba replicar -y cuando no- él la acallaba de una fuerte bofetada, la ahorcaba con su gruesa mano, al tiempo que la montaba y la obligaba a mirar a su hijo y a agradecer, por ser enculada en la casa que SU MACHO le había comprado.
Cuando terminó de culearla de las maneras que le fue posible, dándole una clase al niño de “cómo montar una yegua”. Ella, mostrándose agradecida como siempre, buscó su verga y se la limpió con la boca.
¿Ves?- le dijo al muchacho, sentado en el suelo, tan trajinado como los “amantes”.
Si las tratas como se merecen y les muestras quién es el macho, ellas te lo agradecen. ¿No es cierto Maca?- la tomó por el cabello, para que mirase a su hijo.
Ella sabía lo que tenía que contestar: “Sí, mi amor. Muchas gracias”. Y la bestia le volvió a empujar abajo la cabeza para que engullera su miembro.
Y esa imagen, de su respetada y querida madre, hablándole desde entre las piernas de esa bestia, ligada por gruesos hilos de baba a su verga. No se le borraría jamás de su cabeza. Ahora la apreciaba completa: sus grandes tetas, sus gruesos y oscuros pezones, sus ancas carnosas y grupa generosa. Su apetitosa carne. Ahora se daba cuenta que su madre también era una mujer… y bastante deseable.
No sabía qué hora era, pero empezaba a clarear. Con la mamada “de agradecimiento”, su marido se había quedado profundamente dormido. Hubiese sido una oportunidad perfecta para desquitarse, pero estaba rota, física y mentalmente. Sin ánimos, ni fuerza. Le había demostrado lo ridículo de aquella sensación de orgullo con la que se fue a la cama, aplastó tanto sus carnes, como su orgullo y lo más brutal, la humilló frente a su hijo.
Ella notó la nueva mirada de su hijo, cuando vieron que la bestia dormía y ella le dijo “vete a dormir”. Instintivamente se cubrió las tetas frente a él y tuvo que repetirselo. No sabía cómo podría volver a ser su madre.
Despertó seis horas después. Adolorida, con el cuerpo pesado. Su cabeza queriendo estallar. Tenía moretones por todos lados: en la cara, el pómulo izquierdo, en las tetas, costillas, en los muslos y piernas. En el espejo vio reflejada su mirada triste. Se reconoció rota.
Le tomó un rato poder salir del dormitorio. No sabía qué ponerse. No quiso ducharse, se sentía sucia y así se quedaría. Se lavó la cara y acomodó su cabello.
Tomó ropa de andar en casa, un short amplio y una camiseta suelta. Y todo lo cubrió con la bata de baño.
No se escuchaba ruido en la casa. Había olor a comida (ella esperaba peste a alcohol).
Lo más importante, no se veía ni escuchaba en ninguna parte a la bestia.
Albertito la asustó saliendo de la cocina de improviso.
¡Hola!, te iba a ir a buscar. Hice algo de comer- Llevaba una bandeja con una paila de huevos y salchichas… todo lo que sabía cocinar.
No está. Me desperté cuando cerró la puerta- le dijo al leer la pregunta en su mirada. Y agregó- y dejó esa maleta- apuntando a una poco vistosa maleta de mano al lado de la puerta.
Olvidando el hambre y la comida, encontraron en ella muchos billetes, en dólares y pesos. De distinta denominación y en desorden. La maleta estaba llena. Entre ellos, había un papel carta escrito: “No me vuelvas a reclamar por plata” (“o te mato”, completó Macarena en su cabeza).
Demasiado asombrados para alegrarse, se miraron sin saber qué hacer.
Un mes después, bajaban del bus a armar una nueva vida en un pueblo tranquilo del interior, que los recibía tan ordenado y limpio como le habían prometido que sería.
No más Alberto en sus vidas. Aquel dinero les permitiría vivir tranquilamente mientras buscaba trabajo en aquel próspero pueblo, que surgía silenciosamente y en el que ella se forjaría una nueva REPUTACIÓN…