La República del sexo
Un amigo, Vida Escrita, me relata su viaje a Canérota, isla donde el sexo es tan común como las tres comidas diarias, paraíso donde los vecinos yacen con sus vecinas sin vergüenza ni recogimiento, las familias se muestran cariño a través del placer y los amigos juegan a ser quien más sexo tiene.
Parte I
Me encontré esta historia en la cafetería, en una mesa apartada. Fue Vida Escrita, que también escribe por aquí bajo el nombre de @Lavidaescrita13, quien me contó esta historia y yo quién la encontré y la transmito como hiciera Cervantes con aquella del sabio Cide Hamete. Cuando Vida pensó que nadie nos prestaba atención, apartó el café y empezó a hablar de Canérota.
Primero me dijo la historia de esta isla, país que no ha entrado en las Naciones Unidas ni tiene intención de abrirse al mundo; los canoteros sacan la hospitalidad que tienen dentro de sus fronteras de toda la que se reservan de cara hacia afuera. La desconocida república se ubica unos cientos de kilómetros a la derecha de las antillas menores, bien al norte de Guyana, perdida en el Atlántico. Los herméticos barrancos solo se abren en un punto de costa, el puerto de San Antonio de Padua, la capital y única ciudad de Canérota. San Antonio, patrón del amor, era también quien daba nombre a la isla en tiempos de dominio español, pero una revuelta de esclavos negros expulsó el poder imperial en 1738. Pese a algún intento por recuperar la isla, los cimarrones defendieron el quilombo hasta las últimas consecuencias, Canérota ganaba su legendaria y secreta independencia, sus ciudadanos estaban ahora en una órbita ajena a los juegos y vaivenes de las potencias del mundo. Pero pronto se dieron cuenta los canoteros de que la guerra los había diezmado y que ahora los hombres se veían en proporción de cuatro a uno con las mujeres. Esto, dicen ellos, fue la raíz de un profundo sentimiento de igualdad social entre sexos y del fin de la infidelidad como un pecado. La nación requería niños y las mujeres reclamaron a los hombres ser penetradas, ser tomadas por tantos como fuera posible, que ninguna quedase sin preñar; y los hombres no se hicieron de rogar.
Sobre esta base promiscua, hay que añadir otros acontecimientos que, si a nuestros ojos anecdóticos, bien merecieron un sitio en la historia de Canérota. En 1780 varias escuadras piratas holandesas hicieron del país su caladero, yaciendo incontables veces con las mujeres de San Antonio. Las lugareñas los sacaban del puerto y se los llevaban a la cala de Barbarrubia (nombrada en honor al capitan pirata) y, en grupos de cien o doscientos, se acostaban con medio centenar de holandeses. Hacía meses, años que aquellos criminales no sentían el calor del sexo de una mujer y de pronto las tenían a pares, colocadas una sobre otra para poder penetrar a una a cuatro patas y meterla después en misionero a la que estuviera debajo mientras ambas se besaban. Y aún habría otra de aquellas cimarronas esperando a que asomara la verga para llevársela a la boca y suplicar al marinero porque les diera su leche, su rica leche que acabó no en la boca de ninguna sino introducida a traición por las canoteras en sus propias vaginas. Los exprimieron a todos, varias veces. Vinieron una decena de veces hasta descubrir que mientras las mujeres los cortejaban, los hombres les robaban y el guarda del barco era sobornado con sexo. Al saberlo, los piratas quisieron volver para raptar a las burladoras y estas, prevenidas por el augurio de un ritual a San Antonio, se fueron con ellos a la cala de Sables Segados (nombrada así tras el incidente). Allí, a cuchillo, castraron a los holandeses después de haberles provocado la erección. Se fueron, los que sobrevivieron, para no volver jamás; y diez de ellos, que estaban enamorados de diez canoteras así como ellas de los diez piratas, se quedaron después de que sus amantes no hubieran tenido la sangre fría de castrarlos.
Aquello cambió la composición genética de la isla, que rondaba los 1200 habitantes en torno al año 1800, pero no tanto como los buques de indios de 1830 y 1835. El primero, tambien llamado el Occidental, fue un buque de refugiados karipunas llegado de Brasil que buscaba asilo tras la ocupación de sus tierras. Los indios karipunas, según el relato popular, llegaron apretujados como cargamento, unos ciento cincuenta en un barco que hacía aguas y se hundió pasadas unas horas de su amarre en el puerto. Los hombres de Canérota desconfiaban de los desarrapados, no entendían nada de los gritos y llantos que aquel destacamento de familias les hacía. Las mujeres, no obstante, pensaron en aquellos como una oportunidad frente a la cosecha de arroz que estaba al caer. Debían convencer a sus hombres y a aquellas familias para que se quedasen. Sin pararse a entender lo que decían, llevaron a las familias a la Gran Plaza de las Sillas y efectivamente sacaron sillas para que descansaran todas las cargadas familias karipuna, que llevaban lo poco que tenían a hombros. Les libraron del peso de sus haberes y hatillos, sacaron para todos ellos las mejores comidas: arroz con pescado, platano tostado, tomate, aguacate y anacardos, la receta de las fiestas. Se aseguraron de que quedaban satisfechos y cómodos: los descalzaron y masajearon los pies, las manos y los hombros de todos sus huéspedes: mujeres, hombres y niños karipuna. Ya bajaban la guardia los invitados, aún sin entender una sola palabra del criollo carotero, y dos o tres mujeres invitaron a los niños a irse con los pequeños de la isla a jugar en otra plaza. Solos ya los adultos, las mujeres de la isla adelantaron sus manos masajistas de los hombros a los pechos y extendieron sus caricias muy despacio, entre las risas y el azoro de los indios. bajaron de los pechos a los vientres y desde allí sus manos comenzaron a sondar por encima de las vestiduras los genitales de los recién llegados. Aparecieron las erecciones de ellos, los fluidos de ellas y también los gestos y las palabras ininteligibles de sorpresa y vergüenza de algunos. Pero cuando las mujeres canoteras quieren algo, lo único que se puede hacer es dárselo. Y cuando todas ellas fueron arrodillándose delante de las sillas y acercándose para cubrir de besos las ingles a los karipunas, los karipunas abrieron las piernas, casi sin quererlo, y dejaron que ellas besasen, lamiesen y chupasen los coños y las pollas de los indios, rindiéndose, por fin completamente relajados ahora que tenían a una o dos de las lugareñas postradas delante y tragando con su boca hasta la arcada. Además, no hizo falta mucho para convencer a los hombres, estaban mirando desde el extremo sur de la plaza la escena, veían a sus mujeres dando placer a los extraños y habían comenzado a masturbarse. No tardaron en invitarlos algunas caroteras y, ya en aquel círculo de sexo, muchos hombres y mujeres karipuna empezaron a chupar las pollas, casi todas gigantescas, con una pasión de la que no se imaginaban capaces. Padres y madres de familia no tardaron de ponerse en cuclillas y sacar el culo para suplicar una penetración de los vigorosos canoteros, que acudieron a las suplicas con ímpetu. Las piadosas karipuna se veían ahora penetradas desde abajo y desde atrás al mismo tiempo y aún pidiendo otro manubrio que llevarse a la boca, gimiendo como para que las oyeran al otro lado del océano; y sus maridos saltaban como conejos sobre las anchas nalgas de las isleñas mientras abrían la boca para recibir la lefa de decenas de hombres. La cosecha fue un éxito, los karipuna se quedaron.
Cinco años después, llegó el buque que llaman el Oriental, cargado con otros ciento cincuenta indios, siendo estos indios de la India. Apenas dos año antes el imperio británico había abolido la esclavitud y reemplazaba a los esclavos negros con trabajadores de los dominios de Raj que, en la práctica, harían lo mismo sin necesidad de suponer a su patrón un coste extra por su mantenimiento. En otro continente y sin conocimiento del idioma o la geografía, miles de ellos se quedaron y poblaron las Antillas menores y Guyana pero unos pocos, como los secuestradores del Queen Anne escaparon y dieron con Canérota. La Royal Navy no tardó en presentarse también pero se trataba de hombres libres en territorio fuera del dominio inglés. Les propusieron la devolución del barco como medio de resolver su delito, pero eso les dejaría atrapados allí. El diálogo entre ambos se fue calentando mientras la población local contemplaba desde la ciudad lo que sucedía en el puerto. Uno de los karipuna de la isla, viejo comerciante, era capaz de entender y expresarse en inglés, por lo que pudo entablar conversación con uno de los indios y traducirlo al consejo local, que se puso a meditar alguna posible acción. Dos barcos no era mal botín, podía suponer una línea de comercio entre Canérota y algunas de las islas que los karipuna mercantes conocían por la zona. Seguramente por ser un momento en que el sexo comenzaba a aparecer como una religión en la isla, representado por la diosa Zades, que gobernaba el mundo junto a la deidad cristiana según su mitología, habiendo experimentado hacía no mucho el triunfo de los karipuna, pensaron que fornicar lo arreglaría todo de nuevo. Lanzaron sendas propuestas a ingleses e indios: quedáos en nuestra isla y tendréis tanto sexo como granos de arena podáis contar en nuestras playas. La invitación quedó sin respuesta, lo que ofendió a los lugareños como el peor insulto. No hay nada más ofensivo en Canérota que rechazar la invitación de alguien a tener sexo mediante un silencio cobarde y, esto es, se dice, causa del incidente del Robo de la flota. Así pues, enardecidos, los canoteros salieron armados al puerto y entraron en los barcos a exigir una aclaración y una disculpa. Ambas tripulaciones, que no entendían nada de lo que la marabunta enfurecida reclamaba, pensó que se trataba de un asalto y trataron de oponer resistencia hasta que necesitaron rendirse. Los indios hubieron de salir con las manos en alto y directos a prisión, pero los ingleses pudieron escapar gracias a las barcas que portaba el barco y volver a tierra firme. Los británicos volvieron días después con un par de navíos de línea, pero los acantilados de Canérota solo permitían la incursión por las playas de San Antonio, donde los nativos plantaron trinchera. Llegó una comunicación al frente, los indios estaban dispuestos a ayudar en la defensa de la capital a cambio de su libertad. No había otra opción, necesitaban manos que transportasen la pólvora desde el viejo almacén español del cabo norte hasta las dotaciones de artillería del puerto. Los indios se unieron a la lucha y ayudaron a desplazar el armamento. Por la noche, esperando la batalla que les esperaría al amanecer, contaban historias en torno al fuego. Los inusitados aliados no entendían nada, pero sonreían discretamente y asentían si alguno les miraba. Algunos caroteros, estresados, comenzaron a masturbarse, causando la incomprensión de los indios. Estos apartaban la mirada de los enormes falos y, eso sí, se quedaban mirando a las mujeres también en el frente que se tocaban al ver a sus camaradas hacerlo. El picor de la placer se extendió en el campamento y al menos un quinto de los soldados se batían los genitales al descubierto, dejando perplejos a los recién llegados, que lo comentaban, morían de la vergüenza y ya alguno comenzaba a rascarse por encima del pantalón observándoles. Los caroteros bacilaban a los recién llegados, jugueteaban con ellos acercando y alejándoles su sexo mientras ellos, tan recatados y tímidos, se arrinconaban para evitar estar cerca del pecado. Pronto los caroteros los tomaron de las manos y llevaron estas a sus genitales para recibir placer ajeno. Pronto hurgaron en los pantalones que los otros ya habían rascado y se encontraron con penes duros deseando ser sacados y pajeados, ser probados con los labios y con todos los orificios del cuerpo. Y no se dieron cuenta los indios y estaban ya rodeados de vicio, como tantos otros visitantes de la isla. Tan solo dejaron que hicieran con sus vergas morenas lo que los caroteros estimaron bueno, y se dejaron montar por ellas y, cuando ya estaban tan excitados, haciendo los gemidos que preceden al orgasmo, dejaron que ellos hundieran los glandes en sus bocas, a las que se aferraron como a biberones mientras se corrían, para seguir chupando después hasta ver sus bocas inundadas de semen. La batalla se ganó, pero los indios, que consideraban su dignidad perdida, pidieron quedarse en proporción de dos a uno, añadiendo cien habitantes más a la isla y dos hermosos barcos para hacer su flota.
Y, no obstante, de todos estos eventos, que hacen de la sociedad carotera el arcoiris de razas que es hoy, importan menos que el cometa de 1972, el hito que desbordó la concepción popular del sexo libre que hoy se tiene en el país. Coincidiendo con festividades de la diosa Zades, un cometa cruzó el firmamento durante varios días y varias noches. Como una señal colectiva, Canérota entró en una nueva era. Los amantes que lo vieron pasar, se besaron y se juraron amor. Las familias, reunidas para ver el astro fugaz, se recogieron y se abrazaron unas a otras; y en ese abrazo se hundieron durante más tiempo de lo que eran los abrazos entre hermanos, entre padres e hijos adultos. De esos abrazos tan pegados, tan frotados de caderas y regazos, se terminó de forma natural en el sexo, en un sexo alegre y, dicen ellos, cariñoso, que se dan entre seres queridos desde entonces. Y los amigos, que vieron juntos el cometa desde la playa, desde los acantilados o desde un claro en la selva, se desnudaron como si así lo vieran mejor y se dijeron "quiero que recuerdes esto siempre" y se dieron placeres orales como si estos imprimieran con más fuerza la imagen del cometa cruzando la noche caribeña. Y después del cometa nadie pudo volver atrás. Ni en las universidades, ni en el trabajo, ni en la consulta del médico pueden ya los canoteros aguantar las ganas de sexo.
Parte II
Estas cosas me contaba Vida, que decían que eran el relato fundacional de Canérota y su carácter. Él había estado allí apenas como visitante por dos semanas y volvía fascinado. "Literalmente puedes follar con quien quieras, cuando quieras, donde quieras; todo consentido", me decía. "¿Y acaso no es así aquí?", repliqué y el me miró con justo reproche puesto que, si el sexo es libre, habría que explicarse cómo es tan escaso, que nadie tiene nunca todo el que quiere. Vida siguió contándome y me aclaró que fue su primo, Juan Ruiz, quien se mudó allí hacía tres años el que le había invitado y el que de verdad conocía Canérota. Llegó para un encargo de ingeniería en el puerto y, como tantos otros de paso, termino obligado a permanecer.
Don Juan Ruiz desembarcó y se puso camino de su hotel en uno de los cinco autobuses de la capital. Se sentó al fondo y, tras pasar por la plaza de las Sillas, el transporte se llenó y los pasajeros se apretujaron. Con la mayor naturalidad del mundo, una mujer blanca, rubia y caderona se sentó encima de Juan Ruiz para desocupar sitio en el pasillo. El recién llegado se puso rojo completamente, inmóvil mientras la mujer se refregaba en su regazo y le decía algo en el criollo canotero, algo que sonaba como un consejo o una petición. En el asiento de al lado, una mujer ya mayor, que advertía el desconocimiento de aquel hombrecillo, le llamó la atención y le dijo en un idioma que sí entendía que ella estaba pidiéndole que no sacase aún el pene del pantalón, que la joven disfrutaba de calentarle primero. La rubia se dio por aludida, habló con la anciana y después se levantó y pidió discupas cariñosas al extranjero por su comportamiento. No sabía qué hacer don Juan, así que se levantó y se colocó junto a la salida, y se dió cuenta de que, agarrados a la barra del bus, había dos mulatos enculando a una mulata y una zamba como si nada y ellas suspiraban aliviadas al recibir los embistes. Les dio tiempo a eyacular antes de que llegara Juan al hotel, que vio bajar el chorro de semen por las piernas al descubierto de aquellas dos.
Fue al hotel directo al restaurante para tomarse algo que lo relajase. Pidió una copa y se quedó mirando en la televisión una entrevista subtitulada al Presidente del país (que por cierto es también el alcalde de San Antonio) Marteen Yoruba. La entrevistadora le exigía una posición clara sobre la nueva autovía que conectaría la capital con las aldeas y campos de cultivo, pero que atravesaría parajes medioambientales únicos como la cala de Barbarrubia. El presidente evadía la pregunta: "las decisiones concernientes a la nueva autovía no están del todo claras, nos queda saber la mejor manera de...". "Señor presidente", cortaba la periodista, "se van a atravesar reservas naturales o no se van a atravesar". "No es tan sencillo, son necesarios listados de materiales disponibles, ingenieros que aún tienen que...". "Señor presidente," dijo ella levantadose y posándose sobre el regazo del mandatario, acariciando con un dedo su mentón, "¿habrá autovías que atraviesen la cala de Barbarrubia?". "No estoy en posesión de afirmar... va a tener que trabajarlo bastante más si quiere distraerme...". Y, al oírle, la presentadora se levantó y se puso a sus espaldas, dejando caer sus pechos sobre la cabeza del entrevistado y colocando un pie en su entrepierna, la cual frotaba dulcemente con el tobillo descalzo. "Bueno, todos tenemos debilidades, ¿no es así?" dijo el presidente. "A mí me vuelven loca los hombres poderosos", dijo ella en su oído mientras trataba de meter sus deditos en la bragueta del pantalón. El presidente se levantó y tiró los papeles de la mesa, puso encima a la periodista, la abrió de piernas, la empotró y confesó que sí, que la autovía atravesaría la cala. La mujer empujaba apretando el culo de él contra sus caderas, chillando de placer hasta que se bajó de la mesa para dar una felación al presidente Yoruba, que tenía un miembro de al menos veinte centímetros, ancha como un brazo y ahora lustrada en directo y colocada entre las prominentes tetas de la periodista más importante del país. Don Juan Ruiz no daba crédito, lo único que lo sacó de aquella fantasía fue ver que la mujer de al lado había comenzado a tocarse con total descaro, ¡y lo miraba a él! Juan veía como ella se sacaba un pecho para poder acariciarse y le hacía gestos con el dedo para que viniera. Tenía la polla dura como un mastil, le dolía ya en el pantalón, pero aún estaba confuso. Sin embargo, cuando esa desconocida, una muchacha india preciosa de pelo azabache y piel canela, se bajó las braguitas, se subió la falda y se postró en la silla del restaurante, Juan se levantó y se dirigió a ella como un macho va a la hembra en celo. Se sacó la verga y dio unos cuantos golpes sobre el gran culo de la señorita antes de acomodarlo dentro y comenzar a empujar. Al levantar la vista, toda la sala era una gran orgía. Varios hombres se agolpaban entre las piernas de la camarera para lamer de su clitoris y su ano mientras otros hombres detrás de estos penetraban sus culos y allí, quien no se estaban masturbando estaba azotando, chupando o cabalgando a cualquiera de los que tenía al lado. La india del pelo azabache gritaba cosas que no entendía, pero que pusieron a Juan tan cachondo que iba ya a correrse. Ella debió sentirlo, pues justo antes se sacó su pene y lo puso apuntando hacia sus senos, batiéndolo para que expulsase tanta lefa como para dejar a Juan arrodillado y sin fuerza en las piernas. Tanto se corrió nuestro hombre que pintó de blanco no solo los senos, sino también la cara y el pelo hasta que ella decidió ponerselo en la boca hasta que dejase de expulsar semen, lo que aún fueron tres chorrazos que ella tragó.
La chica, me contó Vida, se convirtió en la guía de Juanito Ruiz y lo fue guiando por los usos y costumbres lugareñas. Siempre se puede decir que no al sexo y nadie va a insistirte. Lo habitual era tenerlo solo con personas de más de diecisiete años, pero era un debate recurrente en la sociedad, si debía subir o bajarse ese umbral. Los canoteros tenían sexo como en el resto del mundo se fuman cigarros. Haciendo la cola en el mercado, yendo al dentista, como propina a una fontanera y para pasar las horas mientras iban a pescar a la playa. En los parques y en los bares, el sexo era el deporte nacional. Los canoteros tienen palabras para cada tipo de "sexu": "yugo" para el que se hace por diversión y travesura, "tumetume" para el que se da como un regalo o agradecimiento, "guiusu" para el que se centra en el placer personal más intenso y "pavune" para el que quiere demostrar su fuerza o su habilidad prodigiosa al otro. Cada uno de estos cuatros tenía sus combinaciones, sus vicios y sus viciosos. Bien lo sentenció Vida diciéndome: "Más que ninguna otra cosa, la diferencia entre ellos y nosotros es que allí el sexo es público, es un acto social como aquí lo es bailar, mientras que aquí es privado e incluso íntimo y nadie llega a saber nunca completamente como es el sexo de ninguno que no sea sí mismo".
Las vivencias de Juanito prosiguieron al mismo tiempo que el se habituaba a las costumbres. Hablaba mucho de haber ido a una clase en la escuela universitaria de San Antonio y lo que pasó después de que hubo dado su conferencia. Al sonar el timbre, un chiquillo de menos de veinte años levantó la mano y pidió a la profesora si por favor podía follársela en la silla. La maestra, que debía estar cumpliendo algún tipo de acuerdo para que el chico no interrumpiera en el aula, sonrió afable mientras se iba bajando las bragas y le invitaba al estrado. Al muchacho no le hizo falta más para ponerse a su espalda, escupirse para lubricarse el falo y ensartar a la docente. Uno de sus compañeros se quejó, uno de los que no estaba recogiendo sino en el grupo que contemplaban la escena entre risillas. Decía que siempre era el mismo. La profesora dijo, como pudo: "Jama..aaahl, ah, ven también aquií ¡ay, sí! Ay... Ven, pónmela en la boquita... por favor...". El otro sonrió y fue, ya con la polla afuera, para que ella chupase hasta dejarla bien lustrosa, sacándosela de la boca para poder meterse los huevos mientras pajeaba y todavía tenía al otro detrás apretándole las caderas y haciéndola gozar. No le duraron mucho a la profe, y cuando el de atrás vio al de delante en la cara que ya se corría, se le vino a él también la cosquilla del orgasmo; entre ambos la dejaron babeando su leche por los labios y la vagina. La profesora preguntó después, por cortesía, a Juanito si acaso también él quería, pero este declinó, le valía con haber observado mientras se acariciaba.
La chica del hotel, Pali, invitó cierto día a Juan Ruiz a conocer a su familia y este encontró que entre familiares adultos o casi adultos no era menos frecuente el amor. Pero su forma de tener sexo era, eso sí, más amorosa, más tierna de lo que se veía en la calle. "Solo las madres follan como enamoradas" se dice en la zona. Y eso le pareció a Juan, cuando vio a la madre de Pali abrazarla mientras esta estaba de espaldas cogiendo unos platos. La abrazó poniendo sus manos sobre los pezones de Pali, cosa que hizo a Juan comenzar a masturbarse, previendo lo que iba a suceder. Pali se dejaba hacer, giró la cabeza para recibir los besos de su madre y echar un vistazo a su invitado que parecía divertirse solo. "Papá, hermanita, dad un recibimiento digno a nuestro huésped", dijo mientras metía la mano entre las nalgas de su madre y comenzaba a hacer círculos con el dedo sobre su ano. La hermana lo sentó y comenzó a bailarle, a hacerle algunos juegos y caricias. De pronto llegó el padre con el pene enhiesto. próximo a la boca de don Juan. La hermana se arrodilló frente al padre y le dijo "Qué durito estas hoy, papá, ¿Tenías ganas de que llegase el invitado?" y empezó a engullir aquel falo como si lo cuidase y como si en lugar de lametones, le diera consuelos. "Ven, ayúdame", dijo la hermana. Juan fue, se agachó el también, y empezó a tragar aquella polla mientras la hermanita pajeaba la suya y le empujaba dulcemente la cara contra el falo. Nunca se había pensado capaz de esas cosas, pero esta ahí sometido a aquel falo como si fuera su amo y él un esclavo, lamiendo como haría un perro con un enorme hueso. Minutos después estaba tragando el semen paterno con lágrimas en los ojos causadas por las arcadas. Y al momento esta follándose a la madre sobre la mesa del comedor, mientras las dos hermanas esperaban su turno sentadas al lado. Juan aguantó las ganas de correrse mientras penetraba a Pali pero cuando lo hizo con la última, oyéndo sus gemidos juveniles, se le escapó enseguida la leche dentro de ese coño tan apretado y caliente. Cenaron y, después, repitieron en el postre.
Así eran los días en Canérota, la república del sexo, así vivió y vive Juan Ruiz, de los poquísimos extranjeros entre los veinte mil habitantes de esta isla. Y, cuando le pregunté a Vidas Escritas si también él vivió así los días que allí estuvo bien me dijo "Lo que yo hiciera allí, por estar ya aquí, no he de decirte". Aquí termina la historia de Canérota, contad vosotros si conocéis alguna otra sobre la isla. Pero eso sí, por favor, no contéis a nadie de su existencia si no queréis que se pierda el secreto.