La reja
Un hombre deseoso; una mujer dispuesta y una verja entre los dos. Pero donde hay un agujero, hay un camino.
Ya se lo podían esperar de mí. Ya me lo podía esperar de mí, de hecho. Ser el último en terminar. Casi mejor así: cualquier otro resultado habría sido un “hey, cacho vago”. Todos los demás podían terminar cuando querían pero yo no. Oh, yo no.
Pero es igual. Al final del día, me suelen dejar tranquilo allá arriba, donde nadie más quiere trabajar. Sólo en el invernadero, nadie me molesta. Claro, ellos dirán que soy yo quien no molesta a nadie. Tonterías.
Y siempre es igual: a media luz, apenas iluminado por la luz débil de sol poniente, solo delante del invernadero, cubierto de sudor mientras el aire seco y cálido de la tarde de junio seca mi torso desnudo.
Para cuando termino, todos ya han vuelto a casa. Para mí no hay coche para volver. Hoy no era una excepción. Así pues, estaba solo. En la zona alta de la finca, allá donde nadie se quiere acercar, justo al lado de una cerca que tapa mi presencia, así como tapona el paso a los zorros, delante de una puerta enrejada que da a un camino poco transitado, allí, estaba yo dispuesto a descansar de mi paliza diaria.
Nadie en mi casa trabajaba en lo que quería. Yo... en fin, trabajaba porque me gustaba mantenerme ocupado. Quizá demostré demasiado entusiasmo por ello y, quizá por eso, los demás dejaban en mis manos lo que ellos nunca querrían hacer.
Pero, todo sea dicho, no es malo. Entre pala, azada, carretillo y caminatas constantes, podía enorgullecerme de que mi cuerpo estaba en mejor estado que nunca. Dos años atrás no podía (ni me atrevía) a lucir mis brazos, ni mi pecho ni mi (ahora escasa) barriga. Si algo bueno había traído este tiempo de crisis en la que todos trabajábamos sólo por comer, qué demonios, era que podía arrancar la cabeza a ciertos “responsables” con mis manos desnudas.
...ahora tenía que esperar a que se me acercaran.
Pero, de nuevo, esto traía un pequeño problema aparte: cuanto mejor está el físico, cualquiera empieza a sentir urgencias que, habitualmente, no sentiría alguien sedentario.
Al principio era ignorable. Luego ascendió a ser algo incómodo. Más adelante, empezó a teñirse con colores de vergüenza. Y, finalmente, no podía dejar de pensar en clavar mi verga en cualquier cosa.
No es que me pasara todo el día excitado. Pero en estos momentos de soledad, lejos de mi cama, después de haberme agotado de todas las formas imaginables, seguía necesitando ese alivio que ninguna dama me quería conceder.
Así estaba pensando cuando, noté mi mano abrazar el tronco de mi incomodidad. Para mi desgracia, sólo mi mano derecha toleraba ese pedazo de carne sin sentido en alguien que...
...estaba siendo observado.
Golpe en el corazón. Pantalones arriba. Sonrisa incómoda. En medio segundo.
Pero quien mi miraba no alteró su expresión.
Veamos, ¿por dónde empiezo? Era mujer. Sí, creo que eso es lo primero que hay que destacar. Segundo, me miraba fijamente, sin apartar la vista de mi aún sudado cuerpo. Tercero, tenía la mano entre las piernas. Y, por desgracia, cuarto, estaba detrás de la reja, una reja para la que no tenía llave alguna.
No la había visto nunca antes. Cabellos negros, rizosos, algo desordenados, de complexión ancha pero, aparte de que ya era guapa de por sí, me resultaba especialmente erótica. Por el calentón que ya traía, por sus camiseta que destacaba sus pezones puntiagudos, por su actitud para consigo misma y porque, al cabo de unos segundos de tenso silencio, se quitó la poca ropa que cubría su torso.
Soy fuerte, pero ni siquiera yo era capaz de tumbar esa fuerte reja de una patada. Me habría gustado...
La extraña sonrió al ver mi desconcierto. Aún sin haberme dirigido una palabra, dominaba la situación. Me ordenaba que me acercara. Primero, con su rostro sonriente. Luego, con sus manos y, finalmente, con el jugueteo de sus dedos sobre sus pechos de amplias areolas.
Vaya si me atrajo: en un impulso animal que no reconocí mío, asalté la reja, alargué los brazos a través de los huecos y alcancé la suavidad de su acogedor y curvilíneo cuerpo.
Ella dejó que jugara con su cuerpo, con sumo gusto de encontrar a alguien que encontrara placer en tan infantil intercambio de caricias. Intercambio porque, pronto, fue ella la que me tocó a mí: rostro, hombros, pecho, abdomen...
…y directamente debajo de mis pantalones.
Se arrodilló. Abrió la boca. Alargó la lengua. Mostró el fondo de su profunda garganta. Había dado su segunda orden.
Obedecí, preso de mi propia lujuria: me bajé los pantalones, me saqué la polla y embestí.
¿Qué importaba quién fuera ella? ¿Qué importaba que no conociéramos el nombre del otro? ¿Que importancia tenía si lo que queríamos estaba claro y estábamos más que dispuestos a conceder?
Abrazó mi virilidad con sus labios, sus mejillas, su paladar y el tacto suave de sus dientes. Recorrió lentamente todos los recovecos, todas las venas marcadas, hasta la última esquina de mi glande con su serpenteante lengua y, tras hacerme ver las estrellas sólo con su movimiento, hizo el vacío en su boca y chupó con fuerza.
Para lo que vino justo después no encuentro palabras. En mitad de esa cada vez más oscura noche, no se escuchaban pájaros ni grillos. Lo único que notaba era el rechupeteo repetitivo y sonoro de esa extraña que me arrancaba una sensación que siempre había deseado que alguien me provocara. El frío del metal que detenía mi cuerpo de violar el de la otra no me molestaba pues el calor de su boca y su hábil mano era más que suficiente para contentar mi cuerpo.
Durante ese largo minuto, pensé en bastantes cosas: primero, en contenerme, luego, en dejarme llevar y, al final, en si debía decirle que estaba a punto de reventar.
Disparé sin avisar. Si ella me dominaba sin palabras, yo le demostraría que estábamos a la misma altura. Mi lefa alcanzó el fondo de su garganta, mientras chupaba con su inusitada fuerza, y con esa misma fuerza, le volvió a salir por la nariz. Tosió un buen rato y, aún hoy en día, me arrepiento un poco de haber demostrado mi parte de dominio de esa manera.
Pero la sonrisa que me dirigió después me sirvió para desdecirme de mi necia marcha atrás.
Me enseñó el fruto de mi cuerpo en sus labios y en su cara. Repasó la lengua por sus labios y dedos y me enseñó con cuánto gusto disfrutaba de esa masa blanca y espesa para, luego, alargar la lengua y dejar caer parte de ese tesoro sobre su pecho. El resto se lo tragó con perverso gusto.
Pero no habíamos terminado: mi pene seguía recio tras ese juego con mi semen y ella aún estaba a un orgasmo de mí. Uno que se acercaba a pasos acelerados, ahora que ella se había bajado los pantalones y me mostraba su amplia espalda, sus curvos costados, sus tiernas piernas y, sobre todo, su acogedor trasero, uno que se curvó hacia mí, para mostrarme las puertas al centro de su cuerpo.
Si fui yo quien embistió o fue ella la que se empaló en mí, no lo sabremos nunca. Sólo supe que allí estábamos los dos, contra el hierro de la reja, unidos por la carne a través de ese escaso hueco.
Ataqué decenas de veces. Ella me empujó otras tantas. Mi mástil se salió varias veces de su caverna pero nunca durante de más de un segundo. Poseído por el deseo, me agarré a la reja para poder penetrar más fuerte. Frenética, ella hizo lo propio para no caer al suelo a cada golpe mío. De vez en cuando, una de mis manos buscaba la calidez de su trasero pero lo único que encontraba era un calor que se me antojaba infernal, lo mismo que ella se incorporaba para tratar de sentir la tensión en mi rostro, para sólo hallar una pringosa masa de sudor concentrada en darle lo que deseaba y merecía.
Fue brutal. Nunca antes me había sentido tan exultante y frustrado al mismo tiempo: quería agarrarla, atraparla contra el suelo, clavar mi fuego en ella en su coño, en la boca, en el culo, dominar sus piernas, sentir sus pies, correrme sobre sus pechos, en su vientre, en sus sobacos, agarrar su pelo sin pensar, sentir su carne... pero la reja me impedía perder el control.
Ella seguro que deseaba dominarme tanto como yo a ella, pero compartíamos el mismo problema. Al final, sólo nos quedaba disfrutar de ese único contacto. Uno que desembocaría pronto en una gran explosión.
En trance, ya no pensábamos en si queríamos para algo al otro. Sólo nos sentíamos bien. Ella no me recibía: me agarraba la polla con las paredes de su segunda boca y no quería dejarme marchar. Yo no la penetraba, la atravesaba sin importar si le hacía daño o no. Nos golpeamos mutuamente, maldecimos a esa negra reja, seguimos jadeando, casi ladramos como fieras, luchamos por nosotros y por el otro...
...ella cayó primero. Sus piernas, asaltadas por el súbito placer, cedieron y se doblaron por las rodillas. Pero era lo mismo: yo exploté en el mismo momento en el que ella se separó de mí. Mi blanco disparo alcanzó su culo, su bella espalda, sus hombros y, finalmente, en un último golpe, su pelo.
Tanto ella como yo estábamos sin aliento. Me dolían los brazos, mi espalda me estaba matando tras tantos golpes pélvicos y mi virilidad, al fin satisfecha, se permitió relajarse. Mi orgasmo fue corto pero de intensidad tal que, por un momento, creí que iba a estar satisfecho durante semanas. Sin embargo, fue ver su cuerpo tembloroso, perdido en el éxtasis y rodeado de gimoteos que daban a entender que seguía disfrutando y sintiendo de su “pequeña muerte”, y empezar a exigirle al amigo entre mis piernas que despertara de una vez. Allí la tenía, ante mí, una diosa. Del amor, de la fertilidad, de polvo ocasional... ¡una diosa! ¡Una a la que quería abrazar y poseer todas las veces que aguantara mi pobre cuerpo mortal! ¡Una que, sabía, no quería que esto acabara aquí!
Sin embargo, la reja seguía ahí, separándonos.
Continué con los pantalones bajados, a la espera de que ella se levantará deseosa de otro asalto. Y así lo hizo: se alzó, tambaleante, se dio la vuelta hacia mí, me cogió por la verga con su mano derecha; con la izquierda atrajo mi cabeza hacia la reja y hundió sus labios en los míos. Ese mar de labios y lengua chocó con el mío. Fue un beso largo y tanto o más intenso que todo lo que hicimos en minutos antes, tanto que, sin imaginar la razón, me volví a correr... y, parecía, ella también.
Nos separamos. Ella miró el cielo y, como yo, sintió la oscuridad. Se volvió a poner su ropa, me dirigió una sonrisa y, sin mediar palabra, se marchó.
Pero, algo me decía, no sería la última vez que sabría de ella.