La reina vikinga

Una anciana reina nórdica dicta sus memorias a una joven religiosa cristiana.

Año 970:

  • Sor Teresa…

A la joven religiosa le extrañó que la llamaran en su idioma. A ella, y no al sacerdote que la acompañaba y que lideraba la misión. Misión arriesgada, pedir permiso a una reina vikinga para establecer un doble monasterio de clérigos y monjas para comenzar a propagar la fe de Cristo en aquella tierra de gigantescos diablos con pecas y pelo rojo. Se levantó tímidamente…

  • La reina os ha llamado, sólo a vos...

Nada convencida, asustada, recorrió varios pasillos de aquel enorme palacio de madera. Entró temblando en el salón. Allí en la silla del fondo vio a una pequeña anciana de pelo blanco y piel arrugada. La mujer dijo algo en aquella lengua incomprensible. Había dos guardias y varios sirvientes. Todos los presentes, excepto ella, entendieron y abandonaron la sala. Teresa estaba extrañada, aquella mujer de aspecto frágil era la reina. También tenía un poco de miedo. De repente, la anciana habló…

  • Monjita, no tengas miedo, acercate…

¿Qué? Hablaba su idioma… ¿Por qué la había llamado sólo a ella?, ¿Qué quería?

  • ¿Queréis el permiso para estableceros aquí?
  • Sí, señora…
  • Os lo daré… No me gustan mucho los curas, mejor las monjas. Pero a estos brutos les vendrá bien una religión pacífica.
  • Gracias…
  • Tendrás que ayudarme en algo…
  • ¿En qué?
  • Necesito que escribas la historia de mi vida.
  • ¿Cómo?
  • Eso… sabes escribir, ¿NO?
  • Sí…
  • Pues yo no, y además ya no veo. Deseo tener mi vida escrita en mi lengua materna. Ahí tienes pergaminos, tinta y una pluma.

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Cuando la joven está preparada, la reina comienza su relato.

Nací en el año 900… Y no nací aquí, en las tierras del norte, sino en la Europa Cristiana…

  • ¿Sí?, Señora, no sabía…
  • No te hagas la interesante, y escribe. A ver cómo explicas mi corta estatura y mi acento. Mi pelo era negro como el azabache… Ahora como ves, es blanco.

Mi madre me llamó “Leonor”... Casi una broma… Ese es nombre de reina, al menos de duquesa. Mi madre y yo éramos pobres como las ratas. Ella decía que los nombres eran gratis y por eso me puso uno señorial.

Vivíamos en una ciudad cercana al mar. No recuerdo ni el nombre… Recuerdo las casas ricas: grandes y de piedra, las pobres de adobe y las aún más pobres, cabañas de madera apoyadas en la cara interior de la muralla.

La muralla… Una serpenteante barrera de piedra de veinte pies de alto, flanqueada por torres redondas de aún mayor altura. Se decía que esas murallas nos salvaron de un gran ataque vikingo. Los diablos rojos, así los llamaban por su pelo color de fuego, llegaron remontando el río y desembarcaron frente a los muros. Su feroz ataque se estrelló contra ellos una y otra vez. Desde aquella batalla, que ocurrió antes de que yo naciera, la ciudad fue llamada “La Bien Cercada”, ya que ni infieles ni cristianos han conseguido nunca franquear sus murallas.

Mi madre y yo mal vivíamos en una minúscula cabaña de la zona más pobre, bajo la muralla. Más que una cabaña era un conjunto de desechos de madera unidos por clavos oxidados. Mi madre se mataba a trabajar limpiando casas de comerciantes a cambio de un poco de comida.

Yo empecé con lo mismo desde que tengo memoria. Tenía que ayudar...

Al llegar a los dieciséis años, empecé a salir por la ciudad con una pandilla de olvidados como yo. Chicos y chicas, todos pobres… todos sin nada que perder. Mi madre insistía que fuera a trabajar con ella. Yo me escapaba en cuanto podía… ¿Para qué? Era mejor no hacer nada, estar tirados en la plaza, pedir en las puertas de las iglesias, cargar leña o mercancía a cambio de un poco de pan y vino. Nuestras fechorías fueron yendo a más… distraíamos a un comerciante mientras otro robaba la fruta, tirábamos piedras a los guardias cuando pasaban hacia la muralla… Normalmente, el resultado era un soldado enfurecido que se volvía y no descubría a nadie porque ya nos habíamos escondido.

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Creo que habían pasado unos dos años de mi actividad con esa gente cuando mi madre enfermó. Era una mujer fuerte, pero tras años de comida escasa, frío y humedad en invierno, calor sofocante en verano… se debilitó. Una fiebre la consumió en apenas unos días.

Desde su muerte me quedé permanentemente con la pandilla… Ahora eran mi única familia. Dormíamos en una cabaña destartalada, vivíamos directamente del robo… A veces, de comida, otras de pequeñas bolsas de monedas.

Normalmente, nos dormíamos tarde y despertábamos también tarde. Cuando el sol entraba testarudo por los muchos agujeros de la cabaña. Allí, con uno de ellos, descubrí lo que los hombres tienen en la entrepierna y lo que puede pasar si se acerca a la nuestra.

  • ¿Tuviste tiempo de descubrir eso antes de tomar los hábitos? ¿O quizás lo descubriste después?… -dice la reina a la religiosa interrumpiendo su relato.

La chica no contesta, sólo se ruboriza provocando la sonrisa de la anciana...

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Un día despertamos violentamente… No sé muy bien qué pasó pero cuando abrí los ojos ví a varios soldados dentro de la cabaña. Realmente quedaba poca cabaña, habían derribado la puerta y también parte de las paredes. Allí dentro dormíamos seis chicos y dos chicas. Ví como comenzaron apaleándolos a ellos. Una vez consiguieron su sumisión, les sujetaron las manos con cuerdas. Llevaban gruesos cordeles preparados con un nudo corredizo a cada lado. Al apretarlos sobre sus muñecas, mis compañeros intentaron quitárselos haciendo retroceder el nudo. No pudieron…

  • Nudos corredizos sin retroceso… el mismo que se usa para los ahorcados -dijo con sorna el jefe de los soldados.

Al terminar con ellos, vinieron a nosotras… No nos resistimos. Nos ataron de la misma manera mientras el oficial decía:

  • Lleváis mucho tiempo viviendo como parásitos. Hemos decidido limpiar la ciudad.

Nos sacaron a empujones de la cabaña… vimos como la quemaron con todo su contenido dentro. Estábamos todos descalzos y medio desnudos. Yo llevaba una especie de camisón sin mangas que apenas me tapaba. Como toda nuestra ropa, era tela vieja y sucia. La prenda llegaba al comienzo del muslo, al caminar con él no podía evitar enseñar pelos del coño por delante y gran parte del culo por detrás.

Así, atados y avergonzados nos condujeron por las calles de barro como al ganado. Nos pastoreaban a palos. Las torres de la muralla tenían mucho espacio en los primeros pisos y no se le había encontrado mucha utilidad. Algunas de ellas se usaban como almacenes, pero otras como prisión. Nos llevaron a ellas. Los hombres a una, nosotras a la siguiente. Nos sujetaron los tobillos con cuerdas anudadas de la misma forma y nos encerraron en el primer piso de la torre. Era una habitación lóbrega, de forma redonda, paredes de piedra irregular con todos los bloques diferentes. Sólo había un pequeño ventanuco cerrado por rejas de hierro, era alargado en vertical, más de dos pies de alto y menos de uno de ancho. El suelo era de madera aunque lo habían cubierto todo de paja. La temperatura era fresca, la humedad se notaba desde el principio. Desde el momento de entrar, noté un hedor mezcla de excrementos, suciedad, humedad y miseria en general…

Estábamos solas… allí te encerraban antes del juicio.

Pasamos tres o cuatro días, no sé… Apenas nos daban de comer. Sólo pan y agua. Teníamos que hacer nuestras necesidades en un cubo maloliente.

Nuestras primeras horas de cautiverio las dedicamos desesperadamente a intentar librarnos de aquellas ataduras. No logramos nada, sólo apretarlas más y hacernos daño en dedos y uñas. La primera noche dormimos abrazadas, pegadas todo lo posible para intentar no sentir el frío de la noche que entraba despiadado por el ventanuco. Por la mañana, me despertaron los rayos de sol. Estaba sobre el regazo de mi compañera.

Ella también abrió los ojos y me miró sonriendo. Vi como recorría mi cuerpo con la mirada y yo hice lo mismo con el suyo. No podíamos ser más diferentes: yo mido menos de cinco pies, ella me sacaba la cabeza. Mi cuerpo, a pesar de pequeño, es atractivo… en aquel momento era fresco, lozano… tenía buenas curvas, eso me decían los compañeros de andanzas: tetas redondas, duras, culo rotundo, firme… Mi piel era muy blanca, mi pelo muy negro y mis ojos muy verdes. Mi compañera era más esbelta, pero sobre todo más fuerte. Su estructura ósea era de hierro, sus hombros escuadras, su cadera era ancha. Su piel era muy morena, sin embargo su pelo era castaño claro y sus ojos parecían del color de la miel. En definitiva yo era una fresca manzana roja, ella era un pan de miel dulce y crujiente. Estando en esa situación nos entró el hambre…

Con suavidad comencé a acariciar sus piernas, primero con las manos, luego con los labios… Ella sonreía cada vez más. Fui ascendiendo. Atadas como estábamos no nos podíamos desnudar, no la podía desnudar… ¡¡¡Malditos!!! Cuando llegué a su sexo lo chupé con gusto, letamente, inundándolo de saliva, inundándome de sus jugos… sintiendo como temblaba, como se retorcía, como emitía pequeños chillidos. Continué hasta que ella explotó de placer y expulsó líquido abundante casi como una fuente.

Sor Teresa no pudo seguir escribiendo. No dijo nada pero su piel blanca enrojeció y tuvo que parar para abanicarse. La reina respetó sus necesidades, no sin cierta risa esperó paciente. Cuando la monja se recompuso continuó.

Ya por la tarde, me quedé dormida, abrazada a sus piernas… De madrugada, ella correspondió dándome placer con sus dedos. Desperté en plena oscuridad sintiendo un enorme calor en la entrepierna… era Aldonza penetrándome con dos dedos humedecidos en saliva, primero despacio, después cada vez más fuerte, cada vez más rápido… Frotaba mi clítoris rítmicamente, con firmeza y rapidez… Me dejé llevar y estallé en espasmos y gritos sin control. Allí, dos prisioneras maniatadas en la oscuridad, estuvimos un rato riendo pensando que la guardia aparecería para averiguar el origen de los gritos. No lo hicieron. A pesar de estar presas, en ese momento fuimos libres.


El Juicio:

Nuestra estancia en la torre acabó el día que nos llevaron a una especie de juicio. Cualquier cosa menos un acto de justicia… Una maldita comedia.

Llevaron primero a los hombres, luego a nosotras… Ya tenían la sentencia, no nos dejaron hablar. Acusados de robar, estafar a vecinos y comerciantes, atacar con piedras a los guardias… Todo era cierto. Pero no tenían ni una sola prueba. No hacía falta… nos condenaron a cadena perpetua… Es más, el jefe del tribunal lo dijo claramente: no nos iban a mantener encerrados en una torre, iba a ser más duro. El castigo más duro que podían imaginar, tal vez peor que la horca: las GALERAS…

Había oído hablar de eso… Después del primer gran ataque vikingo se construyó una fortaleza río abajo, en la misma desembocadura: “Las torres del oeste”. Aquella fortaleza servía para defender la boca del río e impedir que las naves vikingas lo remontaran con intenciones de saqueo. Posteriormente, se añadió un pequeño embarcadero. Dicho puerto servía de base a “La Galera”... un enorme barco de guerra, tres veces mayor que los “Drakkars” de los diablos rojos. Su misión era patrullar constantemente la costa intentando “cazar y destruir” los rápidos y pequeños barcos nórdicos.

Aunque disponía de velas, “La Galera” necesitaba un buen número de remeros para las maniobras, sobre todo para las de combate y para los momentos de escasez de viento. Esos remeros debían realizar un trabajo penoso, extenuante y muy lesivo para su salud. Por eso no se trataba de trabajadores, ni siquiera, de siervos de la gleba, sino de presos, forzados…

Entonces todos entendimos por qué habían organizado la redada… Necesitaban brazos para remar. Eso nos aterraba a todos. A los hombres y, sobre todo, a mí y a Aldonza que no entendíamos qué haríamos allí, donde la fuerza de un hombre no es suficiente, nuestros brazos podrían resultar inútiles y ser arrojadas por la borda el primer día.


El traslado:

El calvario comenzó por el traslado. Aunque el camino a la orilla del río era llano e, incluso, por momentos cuesta abajo, se trataba de cinco leguas de suelo duro y pedregoso.

Nos sacaron de la sala del juicio a empujones. Al aire libre nos esperaba una especie de carro de bueyes de madera. A Aldonza y a mí, todavía atadas, nos subieron atrás. La plataforma posterior del carro estaba rodeada por una valla de madera y cuerda, como la de un corral. Una vez sentadas en el suelo, la cerraron con un candado, dejándonos encerradas.

Desde allí vimos con interés lo que se desenvolvía alrededor nuestro. Los soldados trajeron a nuestros compañeros. Sujetaron las ataduras de sus manos a los palos transversales, donde deberían ir los animales de tiro, ya iban a empezar a tener que hacer trabajo penoso. Menos mal que no les colocaron un yugo. Seguían teniendo los pies sujetos por los cordeles con lo que no podían caminar bien.

A un lado del pescante había una plataforma redonda elevada, similar a un púlpito. Cuando los “bueyes” estuvieron colocados, un soldado con una ballesta subió a ella. Desde allí, como a unos seis pies del suelo, podía abortar cualquier fuga disparando sus flechas. Después se sentaron en el pescante un cochero y otro soldado que parecía el que dirigía la operación.

A una señal del oficial, otros hombres cortaron las ataduras de los tobillos de mis amigos. El jefe comenzó a hablar con voz autoritaria:

  • Perros, perras… os acaban de condenar. Ya no os consideramos personas. Sólo os mantendremos con vida para servir de motor a “La Galera”. Vosotros remaréis, vosotras engrasaréis los remos y les daréis de comer a estos perros mientras están encadenados al banco. Empieza el traslado… sois “bueyes”... El ballestero tiene gran puntería y siempre tira a matar.

A otra señal suya el cochero arreó un latigazo a los hombres al grito de “arre...”. Ellos comprendieron y comenzaron a empujar… las ruedas comenzaron a girar lentamente. Aldonza y yo estábamos paralizadas de miedo… oíamos los quejidos de los “hombres-bueyes” y mirábamos a nuestro alrededor intentando recordar nuestros días libres en aquellas calles.

Tardamos mucho tiempo en salir de la ciudad por una de las puertas de la muralla. ¿Cuánto es mucho tiempo? Bastante más de lo que se tardaría andando. Veía como los hombres sufrían sujetando los maderos y empujando. El cochero les gritaba y amenazaba con el látigo. Todos los vecinos nos miraban. Algunos se santiguaban, otros se volvían para no ver, otros señalaban, se mofaban… Tuvimos que soportar alguna pedrada y muchas bolas de barro.

Al salir de la muralla, tomamos el camino del río. Era un camino bonito al lado del curso de agua. Al otro lado se veían los campos trabajados, el trigo verde, el maíz amarillo, viñas, frutales, ganado… Sería un bonito paseo. Ser llevadas presas por este camino no es nada agradable. Aldonza y yo no cruzábamos palabra, íbamos sentadas en nuestra “jaula”, apoyadas en los barrotes de madera, por momentos cerrando los ojos, intentando no oír los lamentos de los pobres diablos que tiraban de nosotras, por momentos mirando a nuestro alrededor, deseando poder caminar libres por el campo, bañarnos en el río, tumbarnos en la hierba sin más. Cuando podía haberlo hecho, nunca me interesó.

No podía evitar darle vueltas en la cabeza a una pregunta: ¿Qué harían con nosotras en “La Galera”? De los hombres querían la fuerza… pero ¿De nosotras?, ¿Engrasar remos? No tengo nada claro qué querrán…


La fortaleza:

Tras un monótono camino de todo el día, incluyendo un par de paradas, donde el oficial tuvo la “generosidad” de dejar descansar a los “hombres-bueyes” y darles de beber; llegamos a la fortaleza. Sus dos torres cuadradas aparecieron en el horizonte. Una pequeña muralla las unía y definía un recinto repleto de casuchas donde vivían los soldados.

Entramos por la única puerta grande de la muralla, situada en el punto más alejado del río, estaba protegida por un foso inundado que cruzamos gracias a un puente levadizo. Una vez dentro, situaron el carro al lado de una de las construcciones. Era apenas un cobertizo de planta baja, abierto por delante. No había nadie dentro, se veían herramientas, un gran yunke, un lugar donde hacer fuego. Claramente era un forja.

Era ya por la tarde. En invierno ya sería de noche. Estaba empezando el verano, eran los días más largos del año. El oficial abandonó el carro, dejándonos a nosotras dentro de la jaula y a los hombres atados a los maderos. El cochero bajó, pero el ballestero seguía allí vigilando en su pequeña torre. Dos soldados aburridos que estaban en el patio se pusieron a hablar con él:

  • ¿Traéis “bueyes” para “La Galera”?
  • Sí… y dos “perras” para engrasar.
  • Bien… no tenemos ninguna ahora. La última murió de fiebres.
  • ¿Dónde está el herrero? El jefe fue a buscarlo.
  • Estará por ahí… ya vendrá ahora. Tranquilo que “perros” y “perras” dormirán hoy encadenados en “La Galera”.

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Intenté no pensar en lo que acababa de oír. Sólo cerré los ojos… Los abrí al oír los gritos de uno de mis compañeros. Los dos soldados que acababa de oír lo soltaron de su puesto como “buey” y lo arrastraban hacia adentro de la fragua. Allí se veía a un hombre grande, muy grande con un gran mandil de cuero. Ví como lo desnudaban, lo obligaban a ponerse de rodillas, ví como le colocaban grilletes en los tobillos que el herrero aseguró a martillazos. Los ruidos metálicos y los lamentos del hombre eran horribles. Lo acabaron sacando encadenado de pies y manos, desnudo salvo un ridículo taparrabos hecho con una tira de tela que le pusieron al final. Se lo llevaban hacia el otro extremo del patio cuando oí como abrían la jaula en la que habíamos viajado.

El oficial abrió el candado, le acompañaban dos mujeres mal encaradas. Una mayor, otra joven. Una gruesa, otra delgada. Las dos mucho más fuertes que yo, las dos nada amistosas. Aun atadas tuvimos que bajar como pudimos y las dos mujeres nos condujeron dentro de una de las casuchas. Mientras bajábamos del banco, los soldados soltaron a otro de nuestros compañeros y lo llevaban camino del herrero.

¿Qué nos iban hacer a nosotras estas dos diablas? La gorda vieja tenía un gran cuchillo, ¡¡¡Qué!!! Comienzan por Aldonza. La mujer corta las cuerdas de sus manos.

  • No hace falta soltarle los pies todavía.

La desnudaron, tiraron al fuego el camisón raído y sucio que llevaba. Por un momento contemplé su cuerpo… moreno, bien torneado, era como una estatua de color dorado. Lo que siguió me sorprendió hasta el extremo. Le colocaron un cinturón de cuero muy ancho a la cintura. No era sólo un cinturón, tenía otra pieza ancha de cuero que caía desde encima de la raja del culo. Con esa pieza le taparon la entrepierna y la aseguraron por delante, bajo el ombligo. Esa tercera pieza tenía un gran agujero atrás y otro delante, éste tapado con una rejilla metálica. Sin saber qué pasaba ví como sobre aquella extraña prenda engancharon otra pieza grande de cuero que tapaba las hebillas. La aseguraron con un gran candado.

Ante nuestra incredulidad, la mujer vieja echó la mano a la entrepierna de Aldonza mientras nos explicó:

  • Un cinturón de castidad de cuero. No es que nos preocupe que seáis putas, pero eso evitará problemas en el barco, con los galeotes y con los soldados. Sólo el capitán tiene la llave.

La mujer más joven colocó una venda de tela sobre los senos de Aldonza. Después hicieron lo mismo conmigo. Liberaron mis muñecas sólo para desnudarme y colocarme aquella cárcel de cuero sobre la entrepierna y una venda sobre las tetas. Los agujeros debían servir para mear y cagar. La sensación de llevar aquello era horrible: apretaba, rozaba y me hacía daño al moverme. La venda sobre los senos también la habían apretado al máximo.

Aun con los pies atados nos llevaron a la puerta de la fragua. Estaban acabando con los hombres. Allí de cerca ví el mecanismo de los grilletes. Al cerrar el brazalete de hierro, una argolla unida a una de las mitades atraviesa una ranura practicada en el extremo de la otra. Había visto puertas y otras piezas así, que luego se aseguran con un pasador o un candado. Pero en este caso lo que usa es una cuña de hierro… una pieza triangular calentada al rojo e introducida a martillazos. Después de clavarla, la enfría con agua… Fácil de colocar, imposible de sacar sin herramientas, incluso difícil con ellas.

Cuando iba a empezar con el último de nuestros amigos, el herrero gritó a uno de los soldados.

  • Ve al almacén. Entre las cajas de grilletes hay una pequeña. Dentro están los de mujer, con los brazaletes más pequeños, tráeme para esas dos.

Justo cuando terminaron con el último remero, llegó el soldado con los grilletes colgando y haciendo ruido metálico. Empujaron a Aldonza dentro. Le colocaron las manos sobre una mesa de piedra sobre el yunque. El hombre trabajaba rápido, enseguida la pobre tenía las manos sujetas para siempre, el vapor del agua que usaba para enfriar inundaba todo. Enseguida la arrodillaron, cortaron las cuerdas de sus tobillos y las cambiaron por grilletes de hierro.

Después me tocó a mí… Aún recuerdo aquellos golpes del martillo, que me hicieron temblar desde la cabeza hasta los dedos de los pies, el calor del metal, la angustia, las lágrimas, el corazón desbocado, la nube de vapor, la sensación de calor en la piel y en los ojos al contacto con aquel gas ardiente. Al terminar con las manos, me arrodillaron y continuaron con los tobillos. Al terminar, me soltaron… hice lo que todos, forcejear inútilmente intentando soltarme. Midiendo la separación máxima que tenía entre las manos. El herrero me aclaró:

  • La cadena de las manos es de diecinueve eslabones, una pulgada por eslabón. Bastante larga, para que puedas trabajar. Pero cargarás su peso todo el día, para que recuerdes quién manda.

Me atreví a dar mis primeros pasos encadenada. Los pasos tenían que ser cortos, tenía que caminar despacio, lenta… Eso no era muy diferente a las ataduras de cuerda. Pero, además, los hierros eran pesados, cortantes… Sí, te recordaban en todo momento quién es prisionero y quién guardia.


La galera:

Salimos de la fragua ya con muy poca luz natural. Nos condujeron a través del patio. Una pequeña puerta nos llevó al embarcadero.

Allí estaba… casi no cabía en el pequeño pantalán. Desde nuestra posición se veía como una casa grande flotante. Un castillo de madera. De hecho tenía dos estructuras con forma de torre: una a proa y otra a popa. Entre ellas se veía salir un número enorme de remos de gran longitud, ahora en reposo. Las velas estaban arriadas.

Nos hicieron embarcar por una pequeña rampa. Entramos por una cubierta con aspecto de cuartel. Inmediatamente, nos bajaron a la inmediatamente inferior, la más baja del barco. Esta tenía un aspecto diferente. Más bien era una cárcel. El habitáculo central estaba formado por una especie de gran jaula de madera. A los lados había dos filas de bancos de aspecto duro y áspero. Allí estaba la parte interior de los remos. Entramos en la jaula por un extremo. Allí se hacinaban muchos hombres encadenados: los remeros. Todos nos miraron con cierta lujuria pero creo que con mucha menos de la que hubiera sido normal. Su dura vida, les había hecho perder casi todo lo que les hacía humanos.

A los lados había portezuelas, todas cerradas con candados, que permitían acceder a los bancos de remo. Me imaginaba que antes de arrancar, abrirían esas puertas para que los infelices ocuparan sus puestos.

Había muy poca luz… Los remos se encajaban en una especie de ventanucos rectangulares, el espacio libre sobre cada remo dejaba entrar un poco de luz y de aire. Eran la única fuente de ambas cosas.

Nos llevaron al fondo de la estructura. Allí, a cierta distancia de ellos, colocaron un par de mantas raídas para que durmiéramos. Nos dieron un poco de comer… claramente sobras de los soldados. Al poco tiempo reinaba la oscuridad. Teníamos miedo de que alguno de aquellos brutos quisiera visitarnos de noche, todos sabían que teníamos el sexo “encerrado” pero aun así… Ninguno lo hizo, parece que respetaban a las compañeras de infortunio.

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Por la mañana temprano, nos despertaron las primeras. Abrieron una a una las portezuelas que daban a la bancada. Tuvimos que pasar por todas ellas para engrasar los apoyos de los remos. Aquellas enormes varas tenían mucho más larga la parte exterior que la interior. Entre ambas partes, había una gran bola reforzada con metal. El apoyo de la bola, también reforzado con metal se llama “escálamo” y su nombre fue lo primero que aprendí en aquel barco. Debíamos engrasar todos los escálamos antes de que el barco partiera. Mientras daban una especie de gachas a los remeros, hicimos el trabajo.

Al terminar nosotras en un banco, obligaban a dos galeotes a ocupar sus posiciones. Usaban candados para sujetar los grilletes de sus pies al duro banco. Si el enemigo lograra hundir el barco, moriríamos todos.

Con todos los remos engrasados y los remeros en posición, nos obligaron a volver a la jaula. Dejaron las puertas abiertas, ya que los remeros estaban encadenados. Nos dieron a nosotros la misma comida. En la jaula quedaban algunos de los prisioneros, los “reservistas”... eran los mayores, los débiles y enfermos… es posible que murieran pronto.

Nunca olvidaré el momento en que el jefe de la guardia recibió desde arriba la orden de avanzar. Gritó con fuerza “adelante”... Sólo quedaban dos guardias, no hacían falta más ahora allí abajo. Uno recibía y transmitía las órdenes. El otro hombre usaba un gran tambor… Con golpes rotundos y rítmicos marcaba el ritmo de las remadas. Todos aquellos hombres rompiéndose la espalda al mismo tiempo produjeron en mí una gran impresión. Lentamente, muy lentamente, notamos cómo aquel monstruo de madera comenzó a moverse.

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Al rato de partir, avisaron desde arriba que los remeros podían parar. Seguramente acababa de desplegar las velas y ya no era necesaria la penosa labor de los prisioneros. Sin embargo los guardias los mantenían sentados en sus puestos. Debían permanecer allí en espera de ser necesitados. Básicamente, éramos el motor y debíamos cumplir las órdenes que llegaban de arriba.

Al llegar a la mitad del día, descubrimos otra de nuestras labores. Trajeron raciones de comida, de nuevo aquellas gachas hechas con harina, agua, una cantidad minúscula de leche y algo de sal. Nosotras debíamos distribuirlas entre los remeros que no podían levantarse de sus posiciones en el banco. Algunos de aquellos hombres aún tenían ánimo para agradecer la comida o para hacer bromas.

  • Sois más guapas que el anterior posadero...

Antes de nosotras hacían este trabajo los más débiles de los reservistas. A aquellos infelices los veía bastante mal, temblando, tosiendo… sin duda, desgastados por aquella vida de suplicio.

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Pasaron días aburridos… todos igual de malos. Navegando lentamente, patrullando la costa que no veíamos. Enterrada en vida en la barriga de un monstruo marino, así me sentía.

Por las noches, el barco no navegaba. Fondeaba en un punto seguro y esperaba. No querían combatir en la oscuridad. Las primeras noches permitieron a los remeros levantarse de los bancos y dormir en la jaula central. Sin embargo, una noche no lo hicieron. Los dejaron amarrados a los bancos. No sé si por vagancia o porque esperaban un ataque…

Mientras yo dormitaba en el centro de la cubierta, no pude evitar oír un ruido hiriente… Los lamentos eran continuos en aquel pequeño penal flotante pero lo que oí era diferente. Era directamente un llanto.

Abrí los ojos… Había poquísima luz… los guardianes mantenían un par de farolillos encendidos durante la noche. Vi a todos alrededor durmiendo, roncando desfallecidos… Los remeros se tumbaban como podían unos sobre otros en los duros bancos. Todos, excepto uno…

Era un hombre de mi edad… no más de veinte años. Un hermoso niño rubio con cara de no haber roto un plato. No era tan grande ni tan rudo como los demás… El muchacho lloraba desconsoladamente sentado en su banco.

Sin ser consciente de por qué lo hacía, me acerqué a él. Delicadamente, acaricié su pelo, después su cuello, sus hombros. Me gustó su tacto cálido. Su piel era suave aunque bajo ella se adivinaban las fibras fortalecidas por el ejercicio diario. En un momento, estuve sentada a su lado, sentía su cuerpo, él sentía el mío.

En otro momento estábamos besándonos. Él metía su lengua en mi boca con fruición. Los dos encadenados y medio desnudos intentábamos tocarnos todo lo que podíamos, el tintineo de los eslabones era horrible. Nadie nos veía o eso creíamos… Retiré el ridículo taparrabos de tela que llevaba. Su miembro estaba erguido, duro… lo agarré con ambas manos, lo masajeé con fuerza. El respondió convulsionando, convirtiendo su llanto en gemidos… Continué con la boca… chupé y chupé… cada vez más adentro, cada vez más rápido, hasta que logré el baño de líquido espeso, caliente…

Estaba allí en casi total oscuridad, arrodillada delante de un desconocido. Un desconocido de aspecto angelical pero que había sido condenado como criminal. Mi boca estaba llena de su semen… eso me hizo sentir vergüenza. Temía que hubiéramos despertado a alguien, escupí el líquido sobre el suelo de madera; que, aunque cubierto de paja, estaba sucio y apestaba.

El chico quiso corresponder como pudo… Sus dedos parecían más finos que los del resto de remeros. Con ellos hurgó en mis senos desajustando la venda que los cubría… Sacó los pezones al aire y comenzó a besarlos con sus labios suaves… ¡¡¡Ahhh!!!

Todavía me chupaba los pezones cuando noté sus manos buscando mi sexo bajo el infame cinturón de cuero. Era difícil llegar al sexo con aquello apretado en mi cintura… Yo quería que llegara… metí el estómago hacia adentro todo lo que pude. Notaba una llama ardiente ahí abajo… Maldecí mil veces a quien ideó las sádicas condiciones de aquel cautiverio.

Con gran esfuerzo logró llegar con un solo dedo… ¡¡¡Ahhh!!! A duras penas lograba frotarme un poco el clítoris… Lo disfruté lo que pude… Entre su poca fricción y mi inmensa lujuria logré llegar a un pequeño orgasmo.

Seguimos el resto de la noche abrazados en el banco… Susurrando le conté mi vida… hija del arroyo, me dí al pillaje callejero, un buen día decidieron que podían limpiar las calles y conseguir esclavos al mismo tiempo.

Poco a poco el sol empezó a entrar tímidamente por los pequeños orificios practicados sobre los remos… Él también me susurró su historia. Un buen chico, buen estudiante en la escuela parroquial, enviado como novicio a un convento, un compañero que le hacía la vida imposible, una pelea en el patio… logró derribarlo, dejarlo dolorido en el suelo, todo iba a quedar ahí, los dos castigados por su comportamiento… el diablo le hizo fijarse en una gran piedra en el suelo… un momento que no recuerda, como si perdiera la visión, la memoria… al volver en sí, él tenía la piedra en la mano, manchada de sangre, el otro muchacho tenía la cabeza aplastada…

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Por un lado, el sexo, aunque fuera a medias, me alivió… Por otro, me asusté… aquel muchacho de aspecto inocente, había asesinado a otro hombre. Un momento de arrebato, puede ser, pero podría ocurrir de nuevo.

A partir de aquella noche, Aldonza y yo consolamos a muchos remeros. Todos tenían ganas de tocar un cuerpo femenino, todos lloraban como bebés cuando los hacíamos eyacular. Todos intentaban con mayor o menor éxito devolver el “favor”... Sé que sin el cinturón nos violarían a diario pero cada noche deseé poder romper el candado para que esos hombres completaran el trabajo. Todos acababan susurrando la historia de sus vidas… la mayoría ladrones, un hombre estafado por un prestamista acabó con la vida de su acreedor, un siervo iba a ser expulsado de la granja que arrendaba y recibió a los alguaciles guadaña en mano.


El combate:

Tras días de aburrimiento y noches intentando sentirnos vivas oímos, desde arriba, la orden que temíamos desde el principio: ¡¡¡COMBATE!!!

Habían avistado una nave vikinga… Nos dirigíamos hacia ella. Bajaron varios guardias y dirigieron a los remeros con gran severidad. Todos fueron obligados a remar rítmicamente.

La táctica era simple… Este barco era más grande. Se trataba de arremeter sin más a toda la velocidad posible. Los soldados se colocaban en las torres de proa y popa armados con ballestas. Debían disparar desde la posición elevada en cuanto tuvieran distancia de tiro.

Desde allí abajo, no se veía ni se sabía nada. Sólo sentíamos la velocidad cada vez mayor. Sabía que, en algún momento, notaríamos el choque pero no tenía ni idea de si estaba cerca o lejos. El ritmo de los remeros era cada vez más rápido… Aquellos esclavos maltratados estaban de alguna forma motivados a remar cada vez más rápido… Probablemente, sabían que la derrota sería irremediablemente su muerte.

De repente, oímos gritos de los soldados viniendo de arriba. Los remeros no pararon… todo lo contrario… Entonces ocurrió… Un ruido seco, duro, como dos elefantes chocando. Todos los remeros cayeron hacia atrás chocando sus espaldas con el banco. De hecho, no se abrieron la cabeza porque seguían fuertemente sujetos a los remos. Aldonza y yo rodamos por la paja de la zona central, afortunadamente, sin consecuencias.

Quedamos todos en silencio en la cubierta-prisión. Queríamos oír lo que venía de arriba… Hubo gritos, ruido de espadas… juraría que oí el silbido de las flechas volando por el aire.

Poco a poco se fueron apagando los gritos. Un momento de silencio y, justo después, un grito unánime: ¡¡¡VICTORIA!!!

El barco fondeó y entonces comprendí un poco mejor las razones del entusiasmo de los remeros. Soltaron a todos de sus bancos, pudieron descansar en el centro. Entonces se descubrió una pequeña tragedia. Dos remeros habían muerto…

  • No se agarraron bien al remo y se desnucaron. Este era novato pero el rubio debería saberlo…

¡¡¡Qué!!! Uno de ellos era Luciano, uno de nuestros compañeros… ¡¡¡Dios!!!, con él perdí la virginidad en una cabaña inmunda. El otro… el rubio… Era Martín… el joven muchacho al que consolé hace un par de noches.

Se llevaron sus cuerpos y parece que todos lo olvidaron rápidamente… Allí la muerte era algo común. Además, los veteranos sabían que ahora venía una pequeña celebración. Trajeron comida… A las inevitables gachas les habían añadido trozos de tocino… también trajeron pan y fruta. Aquello allí era un banquete…

Cuando empezó a oscurecer, Aldonza y yo nos dimos cuenta de que estábamos rodeadas por todos aquellos hombres. Los habíamos “contentado” uno a uno cuando estaban sujetos en los bancos pero temíamos que en cualquier momento se abalanzaran en manada sobre nosotras. De hecho, ellos ya con la barriga llena empezaron a mirarnos como lobos alrededor de sus presas. Un fuerte grito evitó cualquier tentación:

  • Las dos mujeres conmigo.

¿Qué? Nos volvimos y vimos que había sido el jefe de guardia el que nos acababa de reclamar. ¿Qué quería?, ¿Nos acababa de salvar? Con miedo, nos levantamos como pudimos y seguimos a aquel hombre. Por primera vez, salíamos de la cubierta de remo. Nos llevaron al castillo de popa. A un gran camarote. Allí esperaba otro hombre, sentado en una silla al fondo.

Todos los remeros temían a los soldados. Todos los soldados temían al jefe de la guardia. El jefe nos precedía y vi como respetaba, tal vez temía un poco, a aquel hombre. No había duda, era el capitán… el comandante de la nave.


El capitán:

Sobre la mesa había un banquete, mucho mejor que el de los presos: pan blanco, fruta, dulces, vino…

Nos invitaron a comer y a beber… Aldonza no dudó… Llevábamos tanto tiempo en situación precaria que el hambre y la sed parecen no tener fin. Yo también participé… Comí toda la fruta que pude, bebí el vino como agua… Conocíamos el vino de nuestras correrías por la ciudad, pero nunca había bebido uno tan bueno. La fruta era fresca, dulce…

Los dos hombres: el capitán y el jefe de la guardia comenzaron a tratarnos con modales suaves. ¿Qué pasaba?, ¿Qué querían?... Sabía lo que querían, no me atraía mucho pero no tenía mucho escape. Me parecía un poco ridículo que el capitán me hablara como a la hija del posadero, intentando embaucarme enseñando su gran espada y contando sus heroicas batallas. Soy prisionera de por vida, casi desnuda, encadenada… Si ordena ahorcarme del palo mayor, nadie le pedirá cuentas.

Le sigo el cuento de todas formas… Bebo y bebo… Empiezo a sentir el alcohol en la cabeza. El jefe y Aldonza también parecen borrachos. El capitán sigue con el mismo tono de voz… parece que es invulnerable al vino.

El jefe toma de las manos a Aldonza, se la quiere llevar a otro lugar. Tira por ella, sujetando la cadena de sus grilletes, aunque lo hace suavemente. Se acerca al capitán, lo mira pidiéndole permiso. El marino no dice nada, sólo saca una llave de entre sus ropas. Abre el candado del cinturón de castidad de mi amiga. Veo como ella se va con el guardia, no parece muy feliz pero consiente. Aún lleva el cinturón puesto y el candado colgando, aunque está abierto.

Sé que ahora me toca a mí… El capitán me hará suya me guste o no… Me coloco delante de él. Cojo el candado con las manos… Al menos quiero que esto sirva para pasar un rato con el coño al aire…

El hombre guarda la llave. Me rodea con sus manos… Me atrae hacia él.

No es especialmente repulsivo, pero es bastante mayor que yo… Podría tener cuarenta años. No los lleva mal… La vida militar lo ha mantenido en forma. Moreno, con barba, no huele mal, se baña frecuentemente, más que sus soldados.

Noto la fuerza con que me agarra los brazos, podría partirme. Suelta la venda de mis pechos… Me dejo hacer… me besa los pezones… ¡¡¡Ahhh!!! Lo hace bien el cabrón, hasta me gusta un poco.

No me ha liberado la entrepierna todavía… ¿Cuándo piensa hacerlo? Me toca por encima del cinturón… Me intenta frotar el clítoris. No es posible pero así me está calentando… Ahora, realmente, quiero que me quite esta infame prenda, que no es una prenda sino un artilugio de tortura.

Si dejar de acariciar mis senos con su lengua, el hombre hurga en sus ropas y saca de nuevo la llave. Inmediatamente abre el candado y desmonta el cinturón. Quita la pieza que tapa la parte delantera y desabrocha la pieza central. El cinturón sigue apretado alrededor de mí, pero la pieza que tapaba mi entrepierna cuelga de atrás como una cola de animal. Noto una extraña sensación cuando por fin el aire fresco llega a mi vulva. Me siento parcialmente liberada.

También siento un olor fétido, muy fuerte, punzante… Sé perfectamente el origen de ese olor. Él también lo nota:

  • Hay que airear un poco los bajos de vez en cuando, muchacha.

Si pausa, él empieza a tocarme… Me noto húmeda, caliente… El olor, extrañamente, no me resulta desagradable. Me siento sucia y quiero sentirme aun más sucia. Me dejo tocar… tiemblo, convulsiono… Él me besa el cuello, cierro los ojos, lo disfruto.

Estoy apoyada en la mesa. Me siento sobre ella, abro las piernas, mejor dicho lo intento porque la cadena de los grilletes me impide separar los tobillos más de unas veinte pulgadas… Quiero que me folle, no sé si podrá penetrarme así…

Él se baja las calzas y descubre su miembro erecto… Vuelvo a intentar abrir las piernas, llego al límite de los grilletes, siento dolor en los tobillos.

  • Así no va a poder ser… date la vuelta.

Me bajo al suelo y obedezco, me doy la vuelta. Él me rodea desde atrás… mano derecha en el pezón izquierdo, me acaricia la espalda con la otra mano, me besa la nuca. Suavemente me inclina sobre la mesa. ¡¡¡Ahhh!!! Me penetra desde atrás… Así, sí que entra. ¡¡¡Ahhh!!! Noto el miembro duro, como una estaca… entra y sale de mí con fuerza… cada vez más fuerte, cada vez más rápido.

Por fin termina y lo oigo jadear mientras se recupera…

…………………………………………………………………………………………………………

El capitán me permitió lavarme la entrepierna con agua fresca y quitarme del todo el maldito cinturón. Me llevó a su cama y me invitó a dormir con él. Acepté, el lecho parecía blando y las sábanas eran blancas y limpias. Él, al poco tiempo, estaba roncando. Yo, a su lado, desnuda y encadenada, pasé casi toda la noche despierta meditando sobre lo que había pasado.

Tal vez podría seducir a aquel hombre y convencerlo de que me sacara de la bodega… Me imaginé viviendo en el barco sin grilletes, siendo una especie de consorte del capitán.

Por la mañana temprano, estaba profundamente dormida. Tenía que descansar mucho pero el capitán no me dejó. Lo hizo con delicadeza, pero me volvió a poner el cinturón con su candado. Me vendó las tetas y me dejó comer un poco de fruta y pan mientras esperábamos no sabía muy bien a quién…

Al rato apareció el jefe con Aldonza, también con el cinturón puesto y el candado cerrado. El jefe nos llevó de nuevo a la cubierta/cárcel… Tuvimos que engrasar los remos, amarraron a los remeros a los bancos y tuvimos que repartirles la comida…


La noche en el palacio vikingo:

-Sor Teresa, ya está bajando el sol. Puedes dejar de escribir ahora. Mi hijo te conducirá a tu cuarto. Debes prepararte para la cena. Mañana continuaremos escribiendo. Espera aquí.

La reina se fue. A pesar de su edad caminaba rápidamente, con paso firme. Inmediatamente, entró el hombre que la había conducido hasta allí, el que también hablaba su idioma.

La religiosa no pudo evitar fijarse en el joven que la condujo a sus aposentos. Era un guerrero robusto, musculado. Dado que conocía su idioma, se decidió a hablarle:

  • No sabía que erais hijo de la reina.
  • Sí… por eso hablo vuestra lengua, ella me la enseñó.
  • ¿Debo llamaros príncipe?
  • No, sólo soy un “Jarl”, un noble… El rey se elige entre nosotros pero el trono no es hereditario.

Cuando llegaron al dormitorio, Sor Teresa preguntó por su “jefe”, el padre Miguel. El religioso ya estaba preparándose en la alcoba contigua. Ambos serían acompañados dentro de un rato, a un gran comedor donde la reina les invitaba a cenar y a conocer a los otros “Jarl”.

Antes de entrar, preguntó su nombre al joven guerrero:

  • Ragnar, señora… Llamadme Ragnar.

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La cena fue abundante, rotunda… Platos desconocidos. Carne de reno, pescados: arenque, salmón… En vez de vino o cerveza, ingieren un licor dulce llamado “hidromiel”.

Los “Jarl” no parecían muy convencidos del proyecto de comunidad monástica… Ragnar hacía de intérprete. Muchos pensaban que ella y el padre Miguel eran una especie de matrimonio… El sacerdote se dejó llevar por la gula y acabó dormido en la mesa, acunado por el alcohol de la gran cantidad de hidromiel consumida.

Al final de la noche, Ragnar condujo a Teresa a su dormitorio. El vikingo iba delante, ella de segunda, los seguía otro guerrero, más grande y fuerte que Ragnar, llevaba al padre Miguel inconsciente en sus brazos, casi como un muñeco de paja.

Ragnar era más alto que Sor Teresa, le sacaba más de una cabeza… pero era de menor altura que el resto de guerreros. Su pelo, aunque rojizo, también era más oscuro. Los genes de la reina estaban ahí, mezclados con los de algún poderoso guerrero nórdico. Teresa se sentía un poco escandalizada por el relato de la reina, pero también ansiaba saber cómo continuaba, cómo una hija de la calle condenada de por vida a trabajos forzados llegó a ser la reina de aquél pueblo pagano y salvaje, y además era respetada por todos ellos.

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Sor Teresa estaba muy nerviosa. Después de depositar al padre Miguel sobre su cama. Ella aprovechó que los demás no la entendían para hablar con Ragnar. Concertó con él una visita de madrugada… Cuando la reina la ruborizó, había recordado una experiencia con un muchacho en su infancia. Allí en el campo donde trabajaban sus padres, otro hijo de campesinos la masturbó, torpemente pero con cariño… Ambos se masturbaron mutuamente escondidos en un pajar. La relación hubiera ido a más pero oyeron voces cercanas y el temor a ser descubiertos frustró sus intenciones.

El relato de la reina la dejó muy caliente… necesitaba aplacar aquel sentimiento para cumplir su misión. A lo mejor la idea venía directamente del diablo pero era tan fuerte que no podía negarse. Pensaba que a lo mejor el joven guerrero no aceptaría la proposición… Pero entonces oyó un golpecito en la puerta. Se levantó vestida con un gran camisón y entreabrió la puerta con miedo. Ragnar estaba al otro lado… Llevaba una túnica sin mangas que llegaba justo hasta encima de las rodillas. Ya no llevaba el cinturón, las protecciones de cuero y metal ni la enorme espada…

Teresa olvidó su hábito y abrazó al hombre… Los dos se metieron inmediatamente en la cama. Se desnudaron y entrelazaron sus cuerpos.

Teresa era una hermosa mujer joven de pelo castaño claro, ojos oscuros y piel tostada. Había nacido en el campo y sus padres tuvieron que pagar para que pudiera ingresar como novicia en un convento. Ella sabía que lo hicieron porque creían que así tendría una vida mejor. Ella aceptó…por respeto a sus padres. Hasta ahora había evitado pensar en qué cosas se perdería tras los muros del convento.

El hombre se colocó sobre ella, besó sus labios, besó sus pezones, besó su ombligo… Besó su sexo… Ella sintió un enorme calor en su entrepierna… notó como no podía parar de temblar, como si se estuviera muriendo de frío aunque, realmente, estaba sintiendo mucho calor. El hombre sobre ella pesaba como una losa… En ese momento pensó que si quisiera escapar de él ahora no podría. Por un momento, recordó a los infelices condenados que eran expuestos en la plaza sujetos de pies y manos a terribles cepos de madera. Pero no quería escapar… le gustaba estar a merced de aquel hombre, de aquel guerrero poderoso.

Cuando Ragnar notó que la vulva de la mujer estaba empapada, se dispuso a penetrarla… Comenzó con cuidado. Notó que era virgen y fue con más cuidado… Poco a poco fue empujando desde arriba, cada vez más rápido, cada vez más fuerte…

Teresa notó como era penetrada, como si le clavaran una espada… Notó un poco de dolor… No lo veía pero sabía que estaba sangrando… El hombre continuó cada vez más fuerte y ella respondió gimiendo y clavando sus uñas en su espalda. Por alguna razón, sus uñas enardecieron más todavía al guerrero que continuó, continuó…

En medio de una sensación cercana al éxtasis, Teresa sintió un liquído caliente mezclándose con sus jugos y su sangre… Se sintió sucia, culpable, pecadora pero aliviada, feliz…

El hombre se retiró y se tumbó exhausto a su lado. Ambos respiraban jadeando, como después de un gran esfuerzo…

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En ese momento, Teresa oyó voces en el pasillo. Abrió los ojos y vio que la luz ya entraba por la ventana. Por alguna razón en el verano de esos países del norte, los días duraban mucho más.

Estaba sola.. todo había sido un sueño. Sor Teresa, se palpó la vulva con urgencia… Estaba caliente, húmeda… pero el velo de su virginidad seguía ahí. Sabía que debía vestirse para ir con la reina y continuar escribiendo. Lo más rápidamente que pudo, se aseó un poco y volvió a vestir su hábito. No podía evitar sentirse culpable por su sueño… Sólo era un sueño pero, ¿Realmente deseaba ser penetrada por ese guerrero salvaje? Sí, es apuesto y es un príncipe… Pero es pagano y rudo. Y, sobre todo, ella se debe a sus votos…


Muchos Drakkars y un Knarr:

La vida en “La Galera” volvió a ser penosa. Navegando por el día y fondeando por las noches. Secretamente esperaba tener algún combate exitoso más y que eso significase una noche con el capitán. No, no me gustaba ese hombre pero una noche con él significaba comida, vino, sábanas limpias, lecho blando y, sobre todo, limpiar y airear mi pobre chocho…

Ese día llegó… Oímos los inconfundibles gritos de zafarrancho, los remeros comenzaron a remar a toda velocidad. Pero algo pasó, no supimos qué pero desde luego era algo inesperado.

De repente, ordenaron a los remeros parar… Se oían gritos, “virar”, “ahora atrás”... ¿Qué pasaba? Ordenaron a los remeros remar hacia atrás… Esa era una maniobra difícil… Se hacía, a veces, al entrar o salir de puerto pero era muy difícil remar rápido en sentido contrario…

No sentimos ningún impacto pero sí oímos flechas silbando. Notamos un impacto lateral… No parecía muy grande, un barco más pequeño había impactado en el costado. Casi inmediatamente, un ruido igual por el otro lado.

De arriba venían ruidos de lucha, espadas chocando, gritos, muchos gritos… Mucha confusión… Los guardias suben arriba espada en mano. No vuelven.

Ahora silencio…

Tras unos instantes eternos oímos pasos. Gente hablando en un idioma totalmente incomprensible…

Entonces vi a los primeros vikingos. Altos y anchos como armarios. Vestidos con túnicas cortas de cuero, recubiertas por protecciones de metal. Con espadas, hachas y mazas en sus manos. Los remeros estaban sujetos a los bancos, los vikingos fueron rompiendo los candados con sus hachas y los obligaron a subir, todavía encadenados.

Aldonza y yo nos acurrucamos al fondo de la cubierta. Nos pegamos una a otra, agachadas intentando parecer invisibles. Obviamente, no sirvió… Nos gritaron palabras que no entendíamos, pero supimos que debíamos seguir al hombre que las profería.

Al subir el espectáculo era dantesco. Todo estaba manchado de sangre. Los cadáveres se amontonaban en las cubiertas. Parecía que no había sobrevivido ningún soldado.

Al llegar al aire libre, vimos cómo al menos diez barcos vikingos rodeando lo que quedaba de la galera. Estábamos muy cerca de la costa, justo al pasar un cabo. Parecía que los diablos rojos habían tendido una trampa al barco cristiano, que un solo barco sirvió de cebo para llevarlo contra toda una flota. Luego aprendí que aquellos barcos de combate, recibían el nombre de “Drakkars” (dragones). Por eso llevaban una cabeza de dragón tallada en la proa y una cola en la popa.

Vimos cómo estaban preparando una balsa uniendo trozos de la galera. Allí hicieron subir a los remeros. Los dejaron “libres” (pero encadenados) cerca de la costa… Les dieron un par de remos para que pudieran llegar a la playa. Seguramente lo conseguirían… No sé qué les pudo pasar después.

Aldonza quería que nos subieran a aquella balsa… Yo no tanto. Seguramente, seríamos todos apresados por soldados y nos llevarían a la fortaleza donde nos obligarían a construir otra o alguna penosa labor.

Pero no íbamos a decidir nosotras. El hombre que nos trajo habló con sus compañeros, no no entendimos nada pero nos señalaba y también a la balsa. Debía de estar preguntando qué se hacía con nosotras.

Llamaron a la persona al mando… No me lo podía creer… Una mujer. Era tan alta como Aldonza, ancha como un hombre, un poco gruesa y seguramente fuerte como un oso. Tenía el pelo naranja como los demás recogido en dos larguísimas trenzas. Iba armada y equipada como los demás.

La mujer dijo algo en su idioma y nos llevaron al otro lado del barco. Estaba claro que no iban a “liberarnos”. ¿Qué nos esperaba con esos salvajes?

Nos llevaron a uno de los drakkars mientras desvalijaban todo lo que les pareció útil de la galera. Desde nuestro nuevo barco vimos como la balsa llegaba penosamente a la playa. Todos los vikingos volvieron a sus barcos.

Entonces la mujer que nos había “condenado” dio una orden y los remeros vikingos comenzaron a bogar con fuerza… No eran prisioneros ni esclavos, eran los mismos guerreros.

Al alejarnos, vimos como la galera estaba ardiendo… le habían prendido fuego.

La navegación era lenta… Al alejarse un poco de la costa se notó una ligera brisa y los vikingos desplegaron sus enormes velas cuadradas para ayudar a los remeros.

Entonces vimos cómo la mujer al mando vino hacia nosotros. Para nuestra sorpresa comenzó a hablarnos:

  • Soy Astrid, hija de Erik y hablo vuestro idioma. Vuestra infame galera ha sido destruida gracias a un ardid ideado por mi jefe. El “Jarl” Harald, que capitanea el drakkar que veis ahí a nuestra derecha.
  • No era nuestra galera -se atrevió a decir, Aldonza-. Somos prisioneras condenadas, como ves arrastramos cadenas.
  • Pues ahora sois esclavas… La ley vikinga es así. Muerte a quien se resiste. El que se rinde se convierte en esclavo… Los hombres no nos interesaban, vosotras parecéis más valiosas.

No nos atrevimos a replicar nada… Entonces pudimos distinguir un barco grande en el horizonte. Como Astrid vio que nos fijamos en él con sorpresa, nos aclaró:

  • Ese es nuestro Knarr. Nuestro barco grande de carga. Hemos terminado la misión de este verano y volvemos al norte.

Al llegar a la posición del gran barco nos trasladaron a él… Nos bajaron a la bodega. Allí, en casi total oscuridad, nos unimos a un grupo de unas treinta mujeres. Todas estaban encadenadas con grilletes sólo en las muñecas. Eran las prisioneras cristianas que habían capturado durante su “misión”. Para ellos, nosotras éramos un botín de guerra, igual que ellas. Ellas al vernos con grilletes en pies y manos, casi desnudas y con un cinturón de castidad cerrado, lo comprendieron rápidamente: éramos condenadas, chusma criminal, aun peores que los vikingos…

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Ninguna de aquellas mujeres nos quiso hablar… Nos quedamos en un rincón de aquella bodega. De nuevo, estábamos en una cárcel flotante. Aunque nos despreciaran sentía cierta solidaridad con ellas… veía el miedo y la resignación en sus ojos.

Aquella nave debía navegar muy lentamente. Se notaba el movimiento pero no podíamos ver nada. Sólo entraba luz por un par de agujeros practicados en el techo de madera. Ese techo era muy bajo. Incluso una mujer pequeña como yo, no podía ponerse de pie debajo de él.

Allí siempre entraba el mismo vikingo… Un hombre enorme, grueso, calvo pero con poblada barba rojiza.

Aquel salvaje nos traía comida escasa y mala. También vaciaba los cubos donde teníamos que hacer nuestras necesidades.

También, a veces, hacía otra cosa… Más siniestra.

La primera noche, ese hombre llegó y se llevó a la fuerza a una de las mujeres… Las demás mostraban cara de pánico, aunque también parecía que se alegraban de no ser la elegida.

La mujer volvió por la mañana. Aunque no hablaran con nosotras, oímos lo que relató… Uno de los jefes vikingos la esperaba. No la trató mal, le dio de comer, de beber… La agasajó hasta que consintió… El carcelero, aunque de forma muy básica, hablaba nuestro idioma y le dijo, al traerla de vuelta, que todas acabarían siendo esposas de un vikingo. Para eso nos habían capturado. En el momento en que un vikingo te elige, rompe tus grilletes con un hacha y se hace, desde ese momento, responsable de tí. Nuestra “compañera” todavía llevaba cadenas, no parecía que el vikingo la hubiera elegido entonces.

Entonces no lo sabía, pero lo aprendí después: los guerreros pueden pasar la noche con las esclavas en el viaje de vuelta de la expedición, pero sólo puede “elegir” (liberar) a una. Los más valientes tienen preferencia, aquéllos que son distinguidos en combate. Los comandantes de cada Drakkar también. Un Jarl… Un Jarl es un noble, posible rey. Suele ser el jefe de la expedición. Un Jarl puede solicitar las esclavas que quiera, cuando quiera…

Aquella primera noche, un capitán de Drakkar empezó a aplicar esa tradición. No quiso bajar a elegir. Le pidió al carcelero una mujer joven y rolliza, la que pareciera que podía criar a muchos hijos. Desde luego, la elegida respondía a la petición. Fuerte, robusta sin ser gorda, con gran cadera, glúteos prominentes y senos generosos. La mujer aún nos dio más información: mientras no fuéramos “elegidas y liberadas” seríamos esclavas. Viajaríamos en condiciones penosas en la bodega. Si llegábamos a Jutlandia sin ser elegidas seríamos esclavas en sus aldeas, viviríamos encadenadas, obligadas a dormir con los animales y a realizar trabajos penosos.

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Las noches siguientes aumentaron esos ritos de selección. Varias eran probadas cada noche. Algunos vikingos bajaban a elegir, otros confiaban en el carcelero. Algunas mujeres volvieron, otras no… El carcelero juraba que ya estaban mejor que nosotras, libres con su nuevo compañero nórdico.

Las mujeres que nos despreciaban, a veces, decían “yo no, llévate a una de esas perras” o algo parecido. Sin embargo, llevamos más de una semana de viaje y aún no nos han “invitado” a salir de la bodega.

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Ya quedamos pocas aquí abajo… Menos de la mitad de los que iniciamos viaje. Se acaban de llevar a un par de agraciadas. A Aldoza y yo me temo que nos quedará el destino de dormir con los cerdos… Bueno, así nos libramos de dormir con un cerdo de pelo rojo.

¡¡¡Qué!!! Al menos dejadme dormir…

El enorme carcelero nos ha despertado. Debe ser plena madrugada.

  • ¿Qué quieres? -.refunfuño.,
  • Venid las dos, ahora…
  • ¿Qué?, ¿Para qué?

No tuvimos más remedio que seguirlo… No sin un poco de miedo. Aquello no parecía la “típica invitación vikinga”. Al menos fue un alivio subir a la cubierta exterior… Aire puro… Frío, eso sí, mucho frío. Ya estábamos más al norte y ya había terminado el verano. Por un momento pude ver la luna, las estrellas… El enorme buque de carga navegaba lentamente a vela, rodeado por los Drakkars. La costa estaba a la vista pero no había luces, ni los vikingos se aventuraban en alta mar.

El carcelero nos llevó a una especie de casucha de madera que estaba construida en medio de la cubierta. Llamó… Alguien se movió detrás de la puerta. Abrió… ¡¡¡Qué!!! Allí estaba Astrid. La guerrera nos enseñó su rubicundo cuerpo… Estaba desnuda, por completo… Al verla, el hombre se dio la vuelta y desapareció a gran velocidad. La mujer nos arrastró adentro, tiró fuertemente por las cadenas de cada una, la mía con la mano derecha, la de Aldonza con la izquierda.

Dentro hacía calor… había una chimenea ardiendo… también había una cama enorme en el centro de la habitación, tapada con mantas de piel de oso. Allí sobre la cama estaba un vikingo desnudo.

  • Os presento a Harald… Joven Jarl y jefe de esta expedición -nos dijo Astrid.
  • También habla vuestro idioma -añadió.
  • ¿Qué es esto, Astrid? -preguntó el hombre en nuestro idioma.
  • Dos dulces que guardaba para esta ocasión -respondió ella.

Astrid continuó llevándonos donde quería. Nos colocó con la espalda contra una pared. Sobre nosotras, clavados en la madera, había dos grandes ganchos. Los usó para enganchar las cadenas de nuestras manos. No había candado, tal vez podríamos habernos soltado pero ninguna se atrevió a intentarlo. Quedamos allí inmóviles y silenciosas, con las manos sujetas sobre la cabeza.

Allí vimos, entera, la relación sexual entre Astrid y su jefe Harald. Como un animal salvaje, ella se abalanzó sobre él, besó su pecho, besó su ombligo, besó su sexo, aquel enorme miembro ya estaba erecto como una estaca. Ella colocó su vulva sobre aquel clavo, el ayudó a introducirlo sobre ella. En cuanto notó el miembro dentro de ella, la mujer comenzó a subir y bajar con energía. El hombre colocó sus manos en los senos de ella y apretó con fuerza. Sus bocas se unieron. No podía verlo pero me imaginaba sus lenguas húmedas entrelazándose. Ella continuó arriba y abajo como cabalgando, él la asía por los senos con tanta fuerza que me extrañó que ella no chillara de dolor. Vestida de guerrera no se adivinaban esas dos masas de carne: grandes, rosadas… me las imaginé carnosas, frescas. La verdad es que me estaba excitando fuertemente.

Ambos continuaron mucho tiempo, ella llevaba el mando y lo hacía cada vez más rápidamente. Cuando parecía que no podían superarse en velocidad y empuje ella comenzó a convulsionar al tiempo que chillaba locamente… Cuando terminó su orgasmo el hombre la rodeó con sus brazos y giró violentamente en el centro de la cama. Ahora él estaba encima y seguía penetrándola. Ella masculló algo en su incomprensible lengua materna con cierto tono de enfado. Me imagino lo que pudo decir… el hombre, fuerte como un toro, todavía no había llegado al orgasmo. Le había dejado la iniciativa pero ahora quería rematar mandando. Ella fingía estar enfadada por eso… un enfado impostado, sobreactuado.

El hombre tomó la iniciativa empujando adelante y atrás durante un rato. Finalmente quedó rendido sobre ella. Yo estaba caliente… no quería quedarme sin sexo. Miraba con pena el candado del opresivo cinturón que aún llevaba puesto.

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Ellos jadeaban agotados y sudorosos sobre la cama. Ella fue la primera en levantarse… Se dirigió a Aldonza. Sin mediar palabra, le quitó violentamente la venda de las tetas y comenzó a manosearlas. Yo estaba muy cerca, ví como acercó su boca y lamió los pezones con gran placer. Astrid tomó la cadena de sus manos por el centro y se llevó a mi amiga. Al fondo de la sala había una puerta cerrada solamente por una cortina que debía dar acceso a otra estancia. Por allí ví desaparecer a ambas. Astrid dijo algo que no comprendí en voz alta mirando a Harald.

  • Ha dicho que ahora le apetece la mujer de pelo rubio y piel canela -era Harald, explicándome lo que ya intuía.

En un momento, él estaba delante de mí… Desenganchó las cadenas de la pared y me llevó hacia él. Noté que lo hizo con cuidado, no con la brutalidad de Astrid. En ese momento, sentía una mezcla a partes iguales entre un miedo enorme, mortal y un inevitable deseo de que me poseyera con fuerza como acababa de hacer con Astrid.

Al sentir cerca su cuerpo me acerqué más a él. Cuando me dí cuenta estaba completamente apoyada sobre él, con mi cabeza descansando sobre su pecho. Él me llevó con cuidado a la cama. Allí me acurruqué en posición fetal. Lo sentía en mi espalda, maldecía mil veces el cinturón y empecé a sentir muy apretada la venda de mis senos. Con dificultad, busqué el nudo para soltarla… Encadenada podía soltarla pero me era muy difícil volver a anudarla. Cuando estaba suelta, él me rodeó con su brazo, se pegó a mi espalda piel con piel….

En esa situación de tranquilidad ambos nos relajamos. Él se durmió casi inmediatamente… Yo me abandoné a la calma y también dormí.

Cuando desperté, ya entraba la luz por la única ventana que había en la habitación. Ël seguía pegado a mí y dormido. A pesar del maldito cinturón podía notar su miembro erecto pegado a mi culo.

Me moví un poco y él despertó… Apretó sobre mis senos el brazo que me rodeaba y con la otra mano, desde atrás, buscó mi vulva…

  • ¿Qué es esto? -dijo, de repente…
  • Soy una delincuente condenada a galeras, encadenaron mis manos, mis pies y también mi sexo.

El hombre se levantó, ví como buscaba algo en un baúl.  Sentí miedo al verlo llegar con un hacha enorme. Él me aseguró que no había qué temer. Me colocó en la postura adecuada, de rodillas, con el candado del cinturón descansando sobre un bloque de madera… lo que se llama un tajo de cortar leña.

¡¡¡Ahhh!!! ¡¡¡De un solo golpe ha roto el candado!!! Yo estaba lo más quieta de lo que fui capaz, intentando no respirar. Sonreí cuando pude quitarme la maldita cárcel que encerraba mi chocho.

  • Espera… deja los pies muy quietos.

Con otros dos golpes, liberó mis tobillos. Después me llevó a la cama. Seguía teniendo las manos sujetas… No, todavía no era libre del todo, estaba en el mismo nivel de las otras prisioneras cristianas.

¡¡¡Ahhh!!! Cuando sentí su pene penetrándome no me importó. Lo hizo con cuidado, con cariño… Fue todo lo contrario a su salvaje coito con Astrid. Anoche hubiera querido otra acometida salvaje, ahora agradecía la delicadeza… ¡¡¡Ahhhh!!! Me llevó al orgasmo como se lleva a un ternero recién nacido a su lecho de paja.


La reina Sigrid:

  • Sor Teresa, ahora voy a ir más rápido, con menos detalle. Ya os he contado la parte principal.

La religiosa asintió.

Continuamos viaje hacia el norte. Seguíamos encadenadas pero no nos bajaron a la bodega. Harald y yo nos trasladamos a su Drakkar, el principal y más grande.

Podía ver el cielo y el mar. Me daban más y mejor comida… Y todas las noches, dormía con el Jarl. Hacía frío, cada vez más… me vi obligada a envolverme en pieles, encadenada no podía vestir ninguna prenda.

La noche antes de desembarcar, Harald me liberó las manos. Eso expresaba su compromiso de tomarme como esposa. Un Jarl puede tener cuantas esposas pueda mantener, pero yo iba a ser la primera. Aquel joven león sólo tenía veinte años.

Nos alojamos en la gran casa de madera de su familia. Mientras los guerreros jóvenes atacaban tierras del sur, una epidemia había matado a muchos mayores en Jutlandia. El padre de Harald había muerto, el rey también…

El consejo de nobles debía elegir rey… Harald volvía victorioso. Eso lo convirtió en rey.

A nadie le pareció raro que desposara a una joven cristiana. Cuando se negó a tomar ninguna otra esposa, los otros Jarl recelaron. Me obligaron a renunciar a mi religión y a tomar nombre vikingo.

  • Sigrid… ¡¡¡AHORA SOY SIGRID!!! -gritó la reina fundiendo pasado y presente.

Acompañé a Harald en otras campañas. Aldonza pasó a ser Ludmila. Ella y Astrid fueron las más fieras guerreras vikingas que se recuerdan.

Nos costó engendrar… Algo que enfadaba mucho a los nobles. Cada año le proponían nuevas esposas a Harald. Nórdicas de pura raza, siempre jóvenes en la veintena. Él siempre se negó.

Cuando por fin quedé embarazada tenía cuarenta años. No pude acompañar a Harald en la campaña. Murió en Inglaterra…

  • ¡¡¡ISLA MALDITA!!! -gritó la reina escupiendo en el suelo.

Los nobles murmuraban que era imposible parir con cuarenta años. Decían que iba a tener un hijo falso, engendrado por una criada.

Al final de aquel verano parí a Ragnar… En cuanto rompí aguas salí del palacio. Parí en la plaza delante de todos los nobles.

Allí mismo se reunieron para elegir nuevo rey… Y eligieron reina. La reina Sigrid. No se fiaban de mí, pero sé que si quieres ganarte a un vikingo debes demostrar valor. Dar a luz en medio de la calle, los desarmó…

  • Y esto es todo… Muchas gracias Sor Teresa.
  • Majestad…
  • Llámame Sigrid.
  • Sigrid… Querría pediros algo.

EPÍLOGO:

Así la temible reina Sigrid, azote de los pueblos cristianos del sur, permitió la creación de un convento y comenzó la cristianización de las naciones vikingas.

Al padre Miguel le impusieron una condición para aceptar su proyecto… La joven monja, llamada Teresa, debía dejar los hábitos y quedarse como asistente de la reina Sigrid. El religioso aceptó mascullando “vaya salvajes” en su lengua, que pensaba que la reina no entendía. Realmente, no le parecía un precio muy caro, pero se hubiera sentido mal con Dios si no lo exclamaba.

Teresa… Teresa ahora es Ingrid… esposa de Ragnar.

FIN

NOTAS:

La ciudad conocida como “la bien cercada” (“ni moro ni crisitiano logró nunca franquear sus murallas”) es Zamora… y NO está tan cerca del mar.

Las “torres del oeste” es una fortaleza real, está en el pueblo de Catoira (Pontevedra) en la desembocadura del río Ulla. Las construyó el obispo Cresconio para defender Santiago de Compostela de los ataques vikingos. Sí, sí, vikingos…

El también obispo Diego Gelmírez fue más lejos creando una pequeña flota de guerra para defender la costa.

El rey vikingo Harald (apodado “el despiadado”) murió en combate en Inglaterra cerca del año 1000. A su muerte comenzó la cristianización de los reinos vikingos. Eso sí, era rey de Noruega, no de Jutlandia (Dinamarca).