La regalo alemán
La persistencia de aquel hombre esbelto me sedujo y me llenó mientras yo gozaba de las caderas y muslos más ardientes del universo.
Le descubrí la primera vez y las sucesivas, aunque, como personaje sagaz, vestía siempre de manera diferente y se situaba en lugares distintos, intentando sorprenderme.
Nos conocíamos de aquella tarde en el metro con la pareja andina en que le ignoré por completo. Consiguió despertar mi interés con su persistencia.
Nos mirábamos simulando que no nos veíamos, pero él repetía siempre el mismo gesto provocador. Se cogía el bulto de la bragueta y me lo ofrecía con arrogancia. Yo le respondía con una indiferencia simulada.
Le eché de menos una de esas tardes en que no detecté su presencia en las inmediaciones. Me sorprendió en el andén, confundido entre la gente. Se dejó localizar fácilmente.
El vagón no se llenó como el día que coincidimos con la pareja andina, pero no llamaba la atención que los cuerpos permaneciesen pegados unos a otros. Guardó una distancia respetuosa hasta que el convoy se puso en marcha. Desde ese momento inició sus movimientos pendulares para refregarse con mi cadera y mostrar la vigorosidad que escondía en los pantalones.
- Quiero que me acompañes hasta la estación de la Verneda – dijo con un acento extranjero que deduje de procedencia alemana.
Era más alto que yo. Y de bastante más edad. Le calculé unos setenta años desde la primera vez y no me equivoqué mucho. Mantenía la silueta esbelta de deportista que se ha cuidado siempre. Sus manos eran enormes, aunque bien cuidadas, como el pequeño bigote blanco. Algunos vestigios de su cabello insinuaban que debió ser pelirrojo. También su piel apuntaba en esa dirección.
No le contesté, pero mi mirada de sorpresa le pedía, al mismo tiempo, alguna explicación.
- Vivo allí cerca y quiero presentarle a mi mujer. Le he hablado de usted – Añadió como aclaración.
Me limité a seguirle por los pasadizos del metro y luego por la gran avenida. Subimos a un ático amueblado son sobriedad.
Una mujer de piel clara y pecosa, con el cabello rojizo muy pálido y ojos verdes, apareció por una de las puertas quitándose el mandil. Llevaba una bata corta y ajustada. Tenía mi estatura, el torso normal, pero unas caderas y muslos gruesos y fuertes. Los pliegues de su piel alrededor de los ojos y su cuello manifestaban que su edad superaba de largo mis cincuenta años.
Se dijeron algo en alemán y ella me besó levemente en los labios al tiempo que me cogía de la mano y me llevaba por unas escaleras de madera a una terraza cubierta por una estructura de cristal. Hubiera parecido un invernadero, pero el mobiliario convertía la gran sala en un espacio relajante, que se imponía sobre el resto de los edificios y bajo la profundidad del firmamento.
Cogió mi rostro entre sus manos y me besó con dulzura, mirándome con profundidad. Reconocí con mis manos las caderas anchas, las nalgas abundantes y el principio de unos muslos tersos. Su vientre describía una pequeña convexidad que caía sobre la protuberancia pélvica cubierta por la braguita.
Entre besos y caricias me iba desnudando. Los besos me enardecieron por la levedad del roce y la calidez de su lengua, como si sólo pretendiese despertar un deseo insatisfecho entre su boca y la mía y arrastrarme al volcán del desenfreno. Su marido contribuía a despojarme de la ropa y besaba y acariciaba mi espalda y mi cuello.
Creo que perdí el conocimiento o mi consciencia entró en otra dimensión, al menos en otro campo de la realidad. La luz tenue de aquel espacio abierto al universo dejaba nuestra desnudez a la vista de las estrellas.
Exploré sus pechos y su silueta con mi manos, y me detuve en el recóndito espacio donde me esperaba el tesoro del placer. Encontré, bajo la fina tela de la braguita, un bosquecillo sedoso que anunciaba la proximidad de la maravillosa gruta con la que la naturaleza ha dotado a las mujeres.
Me deleité besando su cuello y sus hombros. Me sentí orgulloso de comprobar que los suspiros y gemidos que emitía surgían del placer que le regalaba con mis labios.
Me abandoné a los deseos y mi boca se fundió con la suya en una danza parsimoniosa de nuestras lenguas y nuestros labios, acariciándose y atenazándose en un afán de posesión imposible.
Sus manos apresaron mis nalgas y sus dedos buscaron mi culo sin prisa. Acariciaron lentamente las rugosidades que rodean el ano condiciéndome a unos instantes de confusión entre los deseos de poseer y los de ser poseído. Las manos potentes del hombre acariciaban mis costados y mis caderas al tiempo que sus labios recorrían mi espina dorsal. Se entretuvieron en mis nalgas y se acomodaron un rato en mi ano. Las palpitaciones de mi agujero pedían a gritos que me poseyese. Justo en ese instante de perdición recibí el calor de un falo ardiente que se refregaba a la entrada de mi agujero hasta encontrar el perfecto acomodo entre mis nalgas. Un cilindro caliente con un grosor considerable.
La sensación de gozo me parecía insoportable. Los besos, las caricias, los frotamientos, los alientos y los suspiros nos convirtieron en un magma de placer incontrolable.
Como un solo cuerpo nos movimos imperceptiblemente hasta caer derrumbados sobre algo mullido, suave y acogedor. Las manos delicadas de la teutona empujaron mi cabeza hasta colocarla entre sus piernas. Le quité la braguita y mi boca se llenó del vello ensortijado impregnado del sabor de su sexo. Abrió las piernas completamente y mis labios se unieron a sus labios vaginales como si de otra boca se tratase. Mi lengua recorrió toda la raja deteniéndose unas décimas de segundo en la entrada de la vagina por donde se escapaba el néctar que producía el gozo. Tenía el sabor ácido y salado de los flujos vaginales, pero a mi siempre me han gustado los sabores fuertes.
El alemán se colocó detrás de mi. Sus dedos jugaban con mi ano y lo penetraron impregnados de alguna sustancia lubricante. Mi mente, sin embargo, elucubraba sobre el aspecto de un coño que no veía. Intentaba imaginar su forma. Gozaba desesperadamente del sabor, de la textura de los labios mayores de los que se escapaban dos pequeños pétalos impregnados de aquella sustancia viscosa y aromática. Los sonidos guturales de la mujer y sus dedos enredándose en mi ralo cabello me animaban a continuar la exploración. Llegué al clítoris y pasé la punta de mi lengua por las inmediaciones sin rozarlo. Esperé la reacción. Su mano delicada apretó mi cabeza sobre el coño. No sé el tiempo que permanecí jugueteando con el pequeño detonador de explosiones orgásmicas femeninas. Se retorcía, gemía, suspiraba, gritaba palabras que yo no entendía, pero no alcanzaba el orgasmo. Me aprisionaba la cabeza entre sus muslos y gritaba. Del interior de su vagina seguían manando pequeños regueros de flujo que mantenían húmedo todo el entorno. Mis dedos ayudaban a provocar más y más deseo.
Absorto en aquel sabroso coño, no fui consciente de las delicias que el hombre me introducía hasta la profundidad de mis entrañas. Mi polla babeaba. Inconscientemente, fluía un hilo de líquido. Hubo un instante contradictorio. La incomodidad que me producía el glande al atravesar mi esfínter, se compensaba con la ansiedad de querer toda su polla dentro de mi.
A partir de ese instante, a mi cuerpo se convirtió en un volcán de placer. No recuerdo el tiempo que estuvimos así. Besaba, lamía y chupaba el chocho de la alemana con ansiedad. Casi la misma con que deseaba que aquella polla que aún no había visto entrase y saliese de mi con fuerza.
Cambiamos de postura y dejé escapar la polla de su marido. Ella se colocó debajo de mi y abrazó mi cintura con sus piernas. Mi polla se deslizó dentro de su coño, sorprendentemente estrecho. Nunca lo hubiese imaginado viendo la corpulencia de sus caderas y sus muslos. Volvimos a morrearnos mientras yo movía mis caderas para meterla y sacarla con un ritmo lento al comprobar que a medida que profundizaba le cortaba la respiración y le saltaban lágrimas. El morreo acabó de completar la fusión de nuestros cuerpos y nuestros deseos. Su marido nos miraba sentado frente a mi y mostrándome su instrumento maravilloso. Era gordo. Siempre tuve como referencia los tubos en los que envuelven el papel higiénico. La tenía aún más gorda. No muy larga, más o menos como la mía. Unos dieciséis centímetros. Deseé chuparla como nunca lo había deseado, pero estaba atrapado entre los muslos y los brazos de la mujer.
Llegué al punto álgido y abrasador del orgasmo que precede a la corrida. Inmerso y abandonado en aquellas carnes ardientes y blandas, estuve a punto de dejarme vencer. Pero me contuve. Resistí con la polla a punto de explotar y esperando que ella recibiese el fuego que desprendía mi capullo. Me miró a los ojos y me dijo algo que no entendí, pero que debió ser halagador porque cerró los ojos y se le escaparon dos lágrimas. Superada la primera embestida de la leche, continué el contoneo de mis caderas para que mi polla rozase toda su vagina. La besé de nuevo hasta que una mano fuerte me cogió por el poco pelo que me va quedando y levantó mi cabeza. Ante mi tenía la polla que deseaba. Un glande con una forma que no sabría describir, pero gordo, servía como avanzadilla de la dureza de la polla. Me la metió en la boca y saboreé el delicioso miembro. Cerré los ojos. Chupé el capullo, acaricié el frenillo con mi lengua, lamí todo el tronco hasta los huevos.
Quise compartirla con la mujer, pero él se negó. Me empezó a follar la boca mientras se justificaba.
- No puedo con mujeres. Se me baja la erección –me dijo sin parar de moverse.- No me excito. Sólo puedo follar con hombres desde hace unos años.
Disfruté chupando y lamiendo aquella polla enorme que cogía con mi mano para comprobar su dureza y suavidad aterciopelada. Me pareció que la mía era minúscula, aunque, paradójicamente, conseguía satisfacer a la mujer que tenía debajo.
Ella reclamó mi atención de nuevo. Se estremeció un instante y, a partir de ese momento, inició una serie de convulsiones como una posesa. Su columna vertebral se retorcía como una gata. Gritó y lloró. Rió y profirió palabras que me parecieron insultos. Sus piernas me abrazaron con tanta fuerza que tuve miedo. Su coño estaba completamente empapado y mi polla se deslizaba por su interior sin notar el roce.
Al fin se quedó inmóvil. Me tenía aprisionado y dentro de ella. Los flujos me mojaban desde mi ombligo a mis huevos. Era delicioso. El alemán aprovechó la quietud para darme de nuevo su polla. Y agradecí la oferta. Disfrute de nuevo del grosor y de la textura. Me extasié deslizando la piel de arriba abajo, arrancándole algunos gemidos. Acaricié con un dedo su ano al tiempo que chupaba con glotonería su capullo. Le gustó. Le introduje un poco del dedo y su polla, increíblemente, pareció endurecerse más. Su esposa me miraba y acariciaba mi cintura. Se movía imperceptiblemente. Apretaba el interior de su coño sobre mi polla y me provocó un nuevo acceso orgásmico con la boca llena de polla. Hubiese sido un buen momento para correrme, pero recordé que si dejaba escapar mi leche, si me rendía al clímax que me llegaba, se acababa el placer.
Las caderas femeninas iniciaron de nuevo la danza sexual y me indicaba que continuase chupando polla. Sus ojos se giraban en los arrebatos de gusto que recibía y su cara de viciosa provocaba mi locura.
Nos colocamos a gatas. Quería tener ante mi aquellas caderas inmensas y las nalgas voluminosas. Quería perderme entre ellas y meter mi polla en su coño desde atrás. Meterla en su culo. Ser absorbido por uno de aquellos agujeros tan ardientes. Jugar a meterla y sacarla en uno y otro. Colocados así, pude continuar la deliciosa mamada durante unos minutos, pero prefirió metérmela de nuevo aprovechando mi colocación. Sus acometidas eran largas. Sacaba su polla hasta dejar el capullo justo en el punto de cruzar el esfínter y la metía toda hasta que sus huevos chocaban con los míos. Me pellizcó los pezones con sus dedos y sus embates me empujaban a mi a meterla toda en aquel coño del que continuaban manando chorros de flujo y mojando la superficie de terciopelo sobre la que nos dedicábamos a la deliciosa misión de provocar placer al prójimo.
La alemana se acariciaba el clítoris. Se arrancó varios orgasmos, cada cual más convulso e intenso. Tuve que hacer un esfuerzo titánico para resistir. Sufrí cada una de esas deleitosas convulsiones. Mi culo estaba completamente dilatado. Ya no sentía ninguna incomodidad. Lo tenía completamente rendido. El roce me daba cada vez más gusto.
- Te voy a llenar el culo de leche –me confesó mi follador apretando con fuerza mis caderas.
- Lléname –le respondí y sentí que mi resistencia a correrme se debilitaba.
Me embistió vigorosamente varias veces. Luego con más suavidad. Y, al final, se quedó pegado a mi. Su erección le abandonó y la polla se escapaba de mi culo. Su leche empezó a resbalar por mis nalgas, pero el la recogió con sus labios. Su lengua lamía mi culo y aprovechaba para no dejar caer ni una gota.
Su esposa se había quedado inmóvil hasta que acabó su marido. Se deshizo de mi penetración. Se giró y me besó en los labios. Ambos permanecíamos de rodillas. Me besó en la boca y luego en mis pezones, rojos y doloridos por los pellizcos del alemán. Me hizo incorporarme y mi polla quedó a la altura de su cara. Me la chupó lentamente durante una eternidad. La lamió toda, por todas partes; su lengua jugó con mis huevos; sus dedos acariciaron mi ano sensible. Gemí, suspiré, sollocé y balbuceé fuera de mí. Podría haber soportado aquel gusto infinitamente. Mi polla podría resistir sin correrse muchas horas. Pero el objetivo no era ese, si no perder la noción de la vida, enajenarse de la realidad, abandonar toda la fuerza, dejar escapar la energía vital en ese momento en que el primer chorro leche sale disparado del glande. Ella lo adivinó y aplicó sus labios al capullo y lo friccionó lubricado con su saliva y lo abrasó con su experiencia. Me entregué. Le entregué el primer chorro y se atragantó, pero continuó y le envié el segundo y un tercero. Se apaciguó mi ímpetu, pero sus labios extrajeron más y más leche de mi interior, hasta que salieron, débilmente, las últimas gotas. Mi polla se quedó flácida e insensible. El mundo se había acabado.
La mujer se incorporó y, esbozando una sonrisa, puso sus labios sobre los míos. Instintivamente saqué la lengua para buscar la suya y, en esos momentos, me regaló parte del néctar que extrajo de mi polla. Nos besamos y compartimos le leche que había reservado para goce de los dos.
El alemán pegó su cuerpo al mío sin decir nada. Dejó un beso en mi cuello y se alejó. Quedamos ella y yo abrazados. Los latidos de nuestros corazones se acompasaron.
- Vuelve – me susurró al oído con un acento extranjero que casi no entendí.