La que se viene
Los hombres del siglo XXII eran esclavos por naturaleza. No estaban forzados sino avasallados. Fisiológicamente y culturalmente hacían lo que siempre habían deseado...
LA QUE SE VIENE
Los hombres del siglo XXII eran esclavos por naturaleza. No estaban forzados sino
avasallados. Fisiológicamente y culturalmente hacían lo que siempre habían deseado
y su ridícula moral se lo impedía: servir a las mujeres.
A mediados del siglo XXII las cosas eran muy diferentes. Los cambios que surgieron a comienzos del siglo XX comenzaron a hacer su efecto y se mostraron en toda su magnificencia, o mejor dicho, en toda su brutalidad a partir del 2250.
Las mujeres fueron marginadas desde el principio de los siglos y sometidas al poder masculino. Los hombres recién ahora, al enfrentarse a la ferocidad de las mujeres, saben el porqué de esta sumisión. Hubiera sido mejor continuar como antes, pero ya era imposible. Ahora no pueden hacer más nada que añorar antiguas épocas.
Los movimientos sociales por dotar a la mujer de mayores derechos dieron sus frutos. Ahora son los hombres los marginados. Pero hay una sola diferencia. Las mujeres de antes tenían derechos, aunque estuvieran ocultos por el predomino del macho; pero los hombres del año 2250 no tenían ninguno. Eran simples objetos de cambio las mujeres los poseían y usaban a su servicio como un coche o un electrodoméstico. Cuando dejaban de cumplir funciones satisfactorias eran desechados. Se podía ver por las calles de una capital europea grupos de hombres marginados, sin una dueña que les diera sentido a sus vidas, reunidos en oscuras esquinas, agrupados al amparo de alguna fogata chupando por turno, como único alimento, zapatos de tacón de aguja, usados y tirados también como ellos, con fuerte olor a cuero, sudores y esperma de hombres vaciados.
Pero mientras tanto, antes de ser desechados, los hombres servían para muchas cosas. Eran mas útiles al servicio de las mujeres de lo que fueron éstas en su momento que, bajo la apariencia de una sacrificada sumisión, ejercían un poder disimulado. En dos siglos las mujeres se cobraron con creces todo lo que la historia les debía.
Los hombres de ahora, a diferencia de las mujeres de antes, eran esclavos de verdad No había apariencias. Solo faltaba un código legal que los reconociese como tales en vez de las hipócritas leyes que defendían sus inexistentes "derechos"
Este es un relato de los sucesos ocurridos hasta mediados del siglo XXII
Los cambios en la estructura social fueron muy sutiles y nadie podía esperar lo que realmente sucedió. Los avances femeninos se hacían bajo la bandera de la igualdad de derechos. Pero ellas alimentaban ocultas intenciones, una sed de poder inagotable. La naturaleza indómita de la mujer al final se impuso apareciendo de improviso, como una fiera agazapada, aunque todo el mundo sabía que estaba allí. Salió a la luz el salvajismo de las mujeres, que se exhibieron impunes y arrogantes en todo su poderío oculto por siglos. El predominio sexual sobre el varón seguía siendo al arma principal para someterlos, pero ahora ellas gozaban de infinitas maneras. Su cuerpo era una fuente inagotable de delicias y el poder que ostentaban le permitía estimularlo y satisfacerlo en todos los detalles. Se podía afirmar que estaban satisfechas aunque no estuvieran saciadas. Jamás lo estarían. Consumían hombres como cigarrillos; los chupaban, le extraían todo el placer que pudiera darles y, cuando quedaban agotados y exhaustos, los pisoteaban como una colilla.
En el siglo XXI muchas mujeres ocupaban cargos directivos de alto nivel y dirigían el destino de varios países. Los hombres actuaban dentro de su entorno pretendiendo que las mujeres continuaran con sus antiguos esquemas de poder, orden y protocolo. Ellas, digamos las presidentas, lo hacían con su habitual simpatía pero, en realidad, estaban aprendiendo la manera de instaurar el régimen de terror que se impondría en la próxima centuria. Hasta entonces la sonrisa femenina ocultaba la daga. A partir del próximo siglo el absolutismo femenino gobernaría al mundo y convertiría a los hombres en meros vasallos, sin disimulo.
Para ellas la sexualidad seguía siendo el arma fundamental. Las malvadas sabían que, cuanto mayor era la violencia y el sadismo femenino, mayor era la excitación del hombre. No extrañaba a nadie que un individuo azotado, humillado y corneado estuviera exhibiendo una erección monumental. No podían controlarla. En ese punto las mujeres hacían con el pobre infeliz lo que se les antojara.
Esto creaba vacíos legales pues las mujeres sostenían que, ante la erección masculina, quedaba entendido que sus acciones eran consentidas y no había violación ni sometimiento a la esclavitud. Los jueces sentían un cosquilleo en la entrepierna mientras sus miembros, flácidos por años, comenzaban a erguirse frente a la dominación femenina. No aplicaban condenas a ninguna mujer por sodomizar a un hombre.
Ellas vestían provocativamente, usaban tacones en todo momento y utilizaban los fetiches que los propios hombres les habían dado en la creencia que se trataba de seres inferiores , meros objetos sexuales. El movimiento mundial que comenzó en los países de Europa y America se caracterizó por estos detalles. La abundancia de lencería erótica, medias sugestivas, maquillaje, tacones stiletto, era cosa de todos los días. En verano las mujeres salían por las calles casi desnudas luciendo sus tacones y sus cuerpos espectaculares. Los audaces diseños de la moda femenina permitían el rápido asalto al macho, que solo iba cubierto por una capa. Por las calles los hombres solían moverse poco y permanecían quietos, en exposición, mientras las mujeres caminaban acompañadas por sus sometidos maridos, que no dejaban de manosearlas en un solo instante. Ellas no vacilaban en detenerse ante cualquier hombre, levantarle su capa para meterle mano ante la impotente mirada de sus acompañantes. Se podía observar como las capas, que vestían los hombres, se elevaban mostrando la erección interna.
Las mujeres concurrían a los gimnasios y cultivaban sus cuerpos con mucha dedicación. El personal de servicio en los lugares destinados al cultivo del cuerpo femenino, eran hombres desnudos en erección permanente, listos para ser utilizados si alguna lo requería. El cuerpo cultivado en el gimnasio adquiría una sensibilidad extrema y el uso de juguetes eróticos en manos de los sirvientes era muy estimulante. Sencillamente ellas hacían lo que les daba en gana obligando al varón a cumplir sus órdenes, por más aberrantes que fueran, en público o en privado
El poder comienza desde el parto. El primer ser que conoce el niño es la madre. El recuerdo del cuerpo enorme de la madre, su poder omnímodo y su ferocidad quedan grabados en su personalidad por el resto de la vida. Las mujeres comenzaron por esclavizar a sus hijos varones. La educación era muy severa y estaba destinada a formar un individuo obediente para cumplir la tarea fundamental: satisfacer el cuerpo de la madre y de las mujeres que lo sustituyan en el futuro. El acto de mamar pasó de ser una acción de supervivencia, a una de sumisión frente a la madre todopoderosa.
A medida que el niño crecía era enviado a la escuela donde, si bien no había una separación legal, los varones se ubicaban en los fondos de las aulas ocupando los lugares más incómodos, mientras las mujeres se lucían en el frente donde los asientos eran mullidos y confortables. Las clases versaban, aparte de las ciencias habituales, sobre la supremacía femenina en todos los ámbitos de la vida. Los profesores ilustraban sobre la tremenda capacidad sexual de la mujer y la limitada respuesta del hombre. Los niños aprendían que debían actuar varios varones para dar satisfacción a una sola mujer.
Con semejantes escuelas y semejante madres sanguinarias los pobres varones eran educados como esclavos en países donde la esclavitud estaba abolida desde hacia muchos siglos. En los recreos las niñas sometían a los niños a burlas y escarnios sin pausa obteniendo su total sumisión. A pesar de ser su fuerza física mayor que la de la mujer, su formación cultural les decía que ella era superior. No podían usarla. Las mujeres aprendían que, estando el pene erecto, el hombre perdía la poca lucidez que conservaba.
A pesar de ser tradicionalmente egoístas y celosas, las mujeres educaban a sus hijos para la esclavitud, a sabiendas que su vecina también lo hacia. Los varones eran preparados para servir de alimento. Siempre encontraría un ama que lo devorara.
Fue entonces cuando las madres azotaban a sus maridos en presencia de los hijos para dejar, bien en claro el poder femenino que se avecinaba. La relación con los hijos varones era muy distinta que con las mujeres. Éstas asumían un poder sobre sus hermanos desde el primer momento y los obligaban a servirlas mientras los humillaban. Eran apoyadas por la madre dándole bofetadas al padre, un ser insignificante que recibía los golpes y nadie lo tenía en cuenta. No se esperaba del hombre más que una absoluta sumisión.
Ni siquiera la inteligencia masculina era valorada puesto que las mujeres, disponían de un poder vaginal muy superior al que un hombre podía exhibir con su inteligencia. Era dominado sin consideración. Cuando ellos obedecían una orden femenina lo hacían piadosamente con la mayor destreza e inteligencia.
En lo sexual ellas eran omnipotentes. Los penes de los hombres se ponían erectos de solo intuir su presencia dominante. Las miradas de las mujeres que recorrían un cuerpo masculino milímetro a milímetro los ponía locos de excitación. El control era siempre de ella que podía atarle las manos, ponerlo de rodillas y humillarlo de tal forma, que el pobre infeliz no soportara más y eyaculara su semen, sin ser tocado, a la vista de su dueña, que de inmediato pisoteaba el fluido derramado en el suelo con sus zapatos de tacón y limpiando la suela sobre el cuerpo del hombre. Luego continuaba implacable excitándolo para obligarlo a una nueva eyaculación hasta que el pobre se desplomaba exhausto. Esta escena podía suceder incluso en la vía pública. Ella pasaba sobre el cuerpo del individuo desfallecido y continuaba caminando acompañada de sus maridos, que presenciaron la escena y que, no solo no podían hacer nada por la víctima, sino que en ellos mismos surgía una potente erección y el deseo de ser victimizados de la misma manera. Solo podían avisar a la ambulancia para que venga a recoger el cuerpo exánime del inmolado. Si bien la vida del hombre continuaba bajo protección de las leyes, la realidad era que un individuo, abandonado por su dueña luego de ser estrujado, exprimido y devorado, no podía recomponerse jamás. Los recuerdos lo atormentaban de tal manera que ofrecía su vida a cambio de un pisotón. Para estos pobres desgraciados la muerte era la única manera de escapar de las cadenas invisibles impuestas por las mujeres.
El hombre no podía hacer nada frente al salvajismo femenino. Deseaba fervientemente ser sodomizado, humillado, golpeado y esclavizado por la todopoderosa mujer. La imagen de la madre, vociferando órdenes y castigando al padre, el cual, no solo no se rebelaba, sino que se postraba de rodillas a la espera de ser ordeñado de la manera más humillante, estaba presente en sus mentes. Las mujeres hacían un verdadero despilfarro de hombres y de semen masculino. Dominaban a sus maridos ya sean ministros reyes o presidentes.
Era habitual recurrir a la esposa de un ministro para obtener un privilegio o la firma de un documento. Los funcionarios del palacio escuchaban sus tacones cuando ella se introducía en el despacho privado del ministro y lo encaraba con órdenes y palabras humillantes. Se escuchaban golpes y bofetadas. Algunos que espiaban por la cerradura veían como el poderoso ministro se arrodillaba, luego de ser vejado, y besaba los pies de su mujer. Luego firmaba el decreto en el suelo. Ella permanecía de pié triunfante, apoyando sus tacones haciendo presión en el cuello. En la intimidad del poder político se las obedecía aunque no todas tuvieran cargos oficiales. La figura dominante de la mujer comenzaba a ser temida. Estos episodios, todavía aislados, fueron el comienzo del terror cercano.
Así comenzó todo el proceso, que fue imposible de detener cuando se tuvo conciencia de la que avecinaba. Las mujeres mandaban en todo. Su autoridad salió del hogar para hacerse ver en todas las esferas. No era fundamental que ocuparan cargos oficiales, bastaba con dominar a quienes lo ocuparan, era lo más sencillo para ellas. Lo más trágico sucedió entonces.
Las mujeres comenzaron a mantener a sus maridos, siervos o empleados. Los hombres dejaron de tener trabajos remunerados y de ocupar cargos directrices. Ya no quedaba ninguna duda que eran verdaderos esclavos. Todo el dinero estaba en manos de las mujeres. Los universitarios, técnicos, abogados, ingenieros, científicos fueron saliendo de escena lentamente siendo reemplazados por mujeres. No importaba si una mujer no entendía de ingeniería, era suficiente dominar al ingeniero para que éste la obedezca en todo. Los pasillos de las grandes empresas estaban marcados por el filo de los tacones de aguja, que resonaban en todo el edificio con el paso de las mujeres y llenaban de espanto a los empleados. Ya se disimulaba muy poco. Las ordenes y gritos femeninos se escuchaban en todas partes. En los despachos era común ver a los técnicos trabajar con los zapatos de su dueña atados a su rostro, o vestidos con ropa femenina, desnudos y algunos hasta sodomizados mientras trabajaban. A la hora del cierre, los empleados debían limpiar y ordenar los numerosos dildos, que les ponían las mujeres mientras trabajaban. La cantidad de esperma derramado en el suelo era impresionante.
Finalmente la violencia y agresividad femenina hizo que todo se diera vuelta. Las parejas tradicionales desparecieron y fueron sustituidas por clanes que se formaban alrededor de una mujer dominante. Ésta podía llegar a acumular mucho poder porque un clan absorbía a otros y finalmente se formaba castas que participaban en el gobierno del país.
El clan fue el primer estamento del poder en reemplazo de la familia tradicional. El matrimonio dejó de existir. La población se aglutinaba alrededor de una mujer dominante que ejercía las funciones de "madre" o ama. El sistema no era bondadoso, se debía rendir culto al ama que, a su vez, brindaba protección frente a la complejidad de la vida en sociedad plagada de normas y reconvenciones. Como no todos tenían el valor de afrontarla, preferían entregarse a la autoridad del ama. Los integrantes cedían sus ingresos recibiendo una serie de vales que le permitían viajar, comer y vestirse con comodidad. Los clanes eran como los conventos con la sola diferencia que se rendía culto a la nueva diosa. Todos vivían bien. No se podía considerar a la esclavitud masculina como una desgracia ni como una ilegalidad puesto que los mismos hombres lo deseaban. El machismo ahora consistía en exhibirse como un siervo cornudo y sumiso. Los diversos clanes y sus dueñas formaban el Circulo del Poder que gobernaba el país.
Las mujeres controlaban el dinero y mantenían a sus hombres. Éstos, esclavizados, permanecían en casa o en el trabajo cumpliendo tareas destinadas al placer femenino. Las violentas palizas maternales dejaron su personalidad estragada y solo atinaban a obedecer.
Una mujer podía en su clan acumular muchos hombres. No necesariamente debía acostarse con ellos. Lo hacia con quien le daba en gana. Los sementales elegidos eran encargados de adiestrar a cualquier sustituto sobre la mejor manera de complacer al ama.
Los varones eran un objeto de propiedad. No había esclavitud oficial y se los consideraba aún como seres libres. Pero la realidad no era así. Los hombres dejaron de ser personas para ser meros objetos de intercambio en manos de las mujeres, que los acumulaban para regodearse con ellos.
En los clanes se vivía bien. Los hombres debían hacer todas las tareas y servir a las mujeres que ocupaban el tiempo en ordeñarlos y cultivar el cuerpo. El ama era la jefa absoluta, su palabra era la ley, aunque de un capricho se tratara. Los que deseaban ingresar acudían humildemente a ponerse a disposición de la sacerdotisa del clan, que los interrogaba y evaluaba para finalmente presentarlos al ama, que tenía la última palabra. En la ceremonia de ingreso se debía jurar fidelidad al ama, no solo los nuevos aspirantes, sino todo el clan en pleno se acercaba a besar los pies de la diosa, entregándole sus ingresos y sus bienes, que se los quedaba ara sí a cambio de darles protección frente a reglamentos cada vez más complejos.
En la cúspide del clan estaba el ama: bella, cuidada y elegante, gozando del esfuerzo de sus siervos, luego las secretarias y administradoras, las mujeres comunes y por último los hombres. El ama organizaba orgías destinadas a un solo efecto: hacerla gozar en medio de un enjambre de siervos y siervas. Su cuerpo se entregaba al placer de ser manoseado, besado y masajeado por los miembros de su clan y bañándose en el esperma derramado en su honor.
Una mujer podía acumular mucho poder según sea el número de piezas humanas que posea. A veces el ama ni siquiera conocía a sus siervos. Para éstos llegar tan solo a ver la figura esplendorosa del ama era suficiente premio. Los caros zapatos del ama, usados una sola vez, eran fraccionados en múltiples pedazos para darlos a la plebe como premio a sus servicios. En las ceremonias de adoración el ama premiaba al que ofrecía la mayor cantidad de semen pisoteándolo en público. Excitaba de tal manera a sus acólitos que, estas ceremonias, terminaban en impresionantes efusiones de esperma para placer de ella y desolación de las víctimas. Un esclavo juntaba las palmas haciendo un hueco para recibir allí la eyaculación de varios siervos. Luego masajeaba la piel del ama con este ungüento masculino pues era beneficioso para nutrirla. Los jugos de los hombres, su esencia, nunca se agotaba.
Las mujeres podían levantar la capa de los hombres en plena calle para evaluar sus aptitudes. Si eran apetecibles los devoraban allí mismo. No había violación. La ley estaba a salvo. Podía hacer lo que quisiera. También, si el tipo le gustaba, solicitaba el traslado a su clan que era concedido de inmediato. Pero su anterior dueña lo entregaba desahuciado luego de muchas extracciones de esperma, obligando a la nueva dueña a someterlo a un proceso de recuperación y privarse uno o dos días de sus servicios sexuales. Como había tantos especímenes masculinos en oferta, el pobre idiota era olvidado y terminaba ingresando al clan por los estratos inferiores. Así se trataban las amas entre ellas.
La fecundación era un acto avasallante. Al macho se lo utilizaba y desechaba como a un zángano. Las hembras se inseminaban con el esperma elegido, ya sea de un individuo de carne y hueso, un marido por decir así, o de un banco de esperma. Era posible que una mujer con cuatro o cinco maridos terminara eligiendo su esperma en un banco, lo cual provocaba una humillación que los volvía más excitados y serviciales. El semen del hombre extraído en el momento de mayor excitación era muy abundante y fructífero. Toda humillación era retribuida con una impresionante excitación. Las mujeres se deleitaban ordeñando a los machos. Algunas se bebían el esperma y otras lo arrojaban al suelo o lo daban a beber a los otros maridos. Una mujer solitaria podía andar por la calle y acercarse a un grupo de hombres marginados, levantarles la capa uno a uno y divertirse con ellos ordeñándolos a su placer.
Cuando elegían un padre entre sus pertenencias, solían exprimirlo varias veces para fecundarse. El futuro padre estaba aterrado porque ya sabía su destino que no podía evitar. Ella lo montaba reiteradamente para extraerle el jugo reproductor con juegos, humillaciones y diversiones varias. La principal estimulación eran los otros maridos, que la rodeaban manoseándola y mostrándose como sucesores en caso de que el elegido no sirviera. Esto lo volvía loco y aun, a sabiendas de que le esperaba la expulsión del clan, se desesperaba por eyacular una impresionante cantidad de fluido.
Luego de la concepción el padre seguía siendo utilizado, todavía podía rendir beneficios antes de abandonarlo completamente vaciado. Era un zángano perfecto consumido por la abeja reina. Podía ver como avanzaba la gestación de su hijo en el vientre de la dueña. En el momento del parto era desahuciado el mismo día. No alcanzaba a ver a su hijo. Se le permitía escuchar el llanto del bebé antes de irse para siempre expulsado del clan. Nunca vería a su propio hijo. El pobre desesperado andaba por las calles en busca de un ama que lo acepte en su clan. Se sabía que fue padre pues llevaba una marca indeleble puesta por el ama anterior, la madre de su hijo. Las nuevas amas lo aceptaban como semental en condiciones avasallantes. Nuevamente sería exprimido y expulsado sin saber jamás el nombre o el sexo de su hijo.
A pesar de este sadismo de las mujeres los incautos hombres peleaban entre si para obtener el cargo de Limpiador del Lavabo o Servidor de Zapatos, Lavador de Bragas, Alfombra de Pies. Los cargos eran muchos: Masajeador del ama, Cuidador de sus Pies, Cocinero, Lacayo, Planchador de sus prendas, Lamedor de Menstruación El más codiciado de todos era el de Bebedor de Fluidos, que suponía estar a su lado de manera permanente, listo a poner la boca cuando ella tuviera deseos, en cualquier lugar y sin dejar caer ni una gota al suelo. Las desalmadas mujeres sustituyeron este cargo único por tres lacayos para el mismo servicio. Pronto se vio que no era tan necesarios puesto que la mujer podía orinar donde le viniera en ganas, ya sea tomando a un hombre por los cabellos y obligarlo a beber sin derramar ni una gota, como mear a un grupo de maridos sin tener en cuenta su vestimenta. Esto, aunque parezca una ofensa, era un regalo muy apreciado. Los hombres imploraban ser meados por sus amas. Una mujer que orinaba a un grupo de hombres, aún en su propia casa y salpicando por doquier, disfrutaba viéndolos disputar entre ellos por lamer todos los lugares rociados. El lugar quedaba inmaculadamente limpio.
Por las calles de las ciudades europeas las mujeres dejaban gotear su menstruación. Los esclavos que las seguían se apresuraban a lamer las gotas de sangre en el suelo o bien, si estaban sentadas, esperando a que se pongan de pie para lamer el asiento.
La principal dificultad de estos años de superioridad femenina era como castigar a un hombre. Todos los vejámenes provocaban una erección y pedían ser azotados para eyacular en pleno escarmiento. Las mujeres optaron por mostrar una indiferencia total cuando deseaban aplicar un correctivo. Ser ignorado por el ama, que los privaba de sus tacones y sus meadas era la condena máxima.
Los grupos de hombres sin clan que deambulaban por las calles se juntaban en algunas esquinas para ofrecerse a las mujeres que pasaban en busca de diversiones. Ellas elegían alguno para solazarse unos momentos y luego era despreciado sin ninguna recompensa. Podían tener relaciones en plena calle si estaban muy ansiosas. Quizás vendrían de alguna orgia con muchos hombres pero les quedaba el capricho de someter a uno más. El elegido era acicalado en plena calle por los donceles de servicio más comúnmente llamados maridos, y preparado para disfrute de la mujer que, siendo un desconocido, no escatimaba su salvajismo y lo sometía a crueles torturas, ayudada por sus esclavos. Nadie decía nada.
Si alguno caía agotado y perdía la vida venía la policía y discretamente retiraba el cadáver... Las leyes condenaban estas violaciones aunque el hombre estuviera de acuerdo en ser sodomizado. Los policías no hacían preguntas. Las veces que lo intentaron fueron sometidos a crueles escarnios. Todos ellos, desde el jefe máximo, eran siervos avasallados por sus mujeres.
Los hombres del siglo XXII eran esclavos por naturaleza. No estaban forzados sino avasallados. Fisiológicamente y culturalmente hacían lo que siempre habían deseado y su ridícula moral se lo impedía: servir a las mujeres.