La puta y la virgen

Un lector me envía esta perturbadora experiencia que, jura, es real. De cómo un hombre odioso y opulento decide aprovecharse de una mujer vulnerable.

La puta y la virgen

Siempre he disfrutado haciendo sufrir a las mujeres, qué se le va a hacer. Que nadie intente buscar el motivo en traumas infantiles o en desengaños amorosos, porque no está ahí. Ni yo mismo sé cuál es la razón por la que he cultivado esta afición, pero tampoco me importa. Puedo permitirme seguir disfrutando de este pasatiempo sin consecuencias, así que poco me preocupa averiguar por qué me resulta tan placentero.

Lo he tenido todo en esta vida: riquezas, salud, atractivo… y, por supuesto, mujeres. A pesar de que las trato bastante peor que a mis relojes o mis corbatas, siguen acudiendo a mí. Al igual que con los vinos, cada año hay una nueva cosecha de zorritas de dieciocho años que se creen que pueden aprovecharse de mi persona. Sucede al revés, claro: suelo dejarlas bastante jodidas. Aunque nunca he maltratado a ninguna de esas golfas físicamente por temor a la mala prensa que eso me pudiera ocasionar, sí me he asegurado de manipularlas, de dejarlas quebradas para siempre, de arruinar la experiencia del pringado al que le toque alimentarse de mis sobras.

Mi vida es la hostia, no lo voy a negar, y sé que la mayor parte de los hombres haría lo que yo si tuviera la ocasión.

Pero este verano, después de un magnífico trío con dos influencers que querían hacerse fotos en mi yate, me sentí algo vacío. No por querer el amor verdadero ni por esa clase de gilipolleces, sino por el hecho de que quería provocarles un daño más profundo, más evidente, y quería regodearme de ello. Aunque el dinero de mi familia no es nada desdeñable, y podría vivir bien sin trabajar durante el resto de mi vida, es mi trabajo el que me permite la mayor parte de mis lujos. Estaba seguro, por desgracia, de que la empresa me echaría si alguna zorra iba por ahí diciendo que me jactaba de cómo desde el principio la había manipulado para verla sufrir.

Ese pensamiento me atormentó durante algunas noches, me impidió disfrutar incluso de la coca y las copas. Pensé en todos esos asesinos y violadores en serie que habían tenido a mujeres a su absoluta merced, que las habían poseído en cuerpo y alma y visto cómo lloraban mientras las penetraban con su polla o con su cuchillo. Pensé en esos tipejos pobres, sucios, gordos, con ojos de sapo o narices ganchudas… que, sin embargo, habían conseguido lo que yo tanto ansiaba, sin tantas horas gastadas en el gimnasio ni tantos ceros a la derecha en la cuenta bancaria. Me sentí un puto cobarde, un auténtico impostor, a pesar de haberme metido entre las piernas de más de cien hembras.

Mi mente comenzó a trabajar, buscando una solución: no quería arriesgarme a violar o matar a nadie, aunque siempre había sentido curiosidad al respecto, pero necesitaba probar algo más extremo con discreción. Y… ¿quién es más discreto? Joder, la respuesta está clara que me siento un imbécil por haber tardado tanto en caer: las putas.

Nunca había recurrido a ellas, a pesar de mi riqueza. Dado que mi dinero y mi estatus habían atraído la atención femenina sin problemas, no había visto la necesidad hasta ese momento, pero siempre me llamaron la atención. Y, en este caso, la ventaja era evidente: ellas, como los psicólogos y los médicos, tenían secreto profesional. No estaba recogido en ningún código deontológico, pero en eso se sustentaba su éxito. Cualquier profesional del sexo mercenario que revelara datos sobre alguno de sus visitantes acabaría perdiendo clientela, estaba claro. Y eso me garantizaba que mis perversiones se mantuvieran en la clandestinidad.

Emocionado, supe que había hallado la solución a mis problemas.

Me planteé recurrir a prostitutas de lujo, pero acabé optando por las profesionales más humildes, aquellas que cobran menos de cien euros por hora. Mi razonamiento fue el siguiente, y tendréis que admitir que es bueno: cuanto más desesperadas estuvieran, a más humillaciones podría someterlas. Fascinado por esta posibilidad, busqué en un conocido portal de Internet a la puta barata con más faltas de ortografía. Y, decidido, llamé para quedar con ella.

Debo admitir que estaba nervioso cuando acudí a ese sórdido portal, mientras esperaba a que me abriera. Aunque estoy en buena forma física, la suciedad de ese barrio sugería peligro, y me preocupaba que alguien me reconociera. Ahora soy consciente de lo absurdo de esas preocupaciones, pero entonces me temblaban las manos, me latía el corazón a una velocidad que solo aumentaba mis ansias y mis expectativas. Mi erección, poderosa, aguardaba impacientemente algo que la satisficiera.

Cuando finalmente contestó y atravesé el portal, ni siquiera me digné a llamar al ascensor: corrí por las escaleras como un poseso, sin preocuparme de si alertaba a los vecinos, deseando gozar por fin de la humillación de una mujer que no tenía más remedio que satisfacer todos mis apetitos. Llamé a la puerta con el puño, sin acordarme de la existencia del timbre, y esperé de nuevo. Cuando abrió, comencé a salivar como un lobo ante el rebaño desprotegido de un pastor.

-Hola, guapo-dijo en voz baja con un guiño, seguramente temerosa de los vecinos-. Anda, pasa.

Era hermosa. No era una hermosura perfecta como la de las modelos que me había tirado, pero me gustó. A pesar de sus kilos de más, podían adivinarse unos glúteos fuertes a través de esas bragas rojas de encaje. Su piel del color del chocolate creaba un delicioso contraste con sus dientes blancos… pero, seamos sinceros, no me fijé demasiado en sus dientes. Las tetas que me miraban desde ese sujetador que apenas podía contenerlas me resultaron mucho más interesantes.

-Hola-saludé, con la sonrisa radiante que uso para cerrar acuerdos en la empresa. Supe, mientras me guiaba hacia su baño para que me limpiara la polla, que le sorprendió ver lo alto que era, cómo se me marcaban los músculos a través de la ropa. Paseando la mirada por esa casa limpia pero pequeña, me compadecí de los que, estaba seguro, formaban parte de su clientela habitual: hipopótamos o espantapájaros incapaces de follar sin poner pasta.

Bah, en verdad, no sentí lástima alguna.

Me limpié el nabo y, tras salir del baño, me guió hacia la habitación donde me la follaría. Impaciente, le di una cachetada en el culo, y ella respondió con una sonrisa traviesa pero también nerviosa. Eso me animó, hizo que mi miembro palpitara con sed de sangre.

El cuarto era como uno cabría esperarse: con una cama espaciosa, repleto de condones, plagado de consoladores, bañado por esa luz roja tan cutre que algunos creen que da mayor intimidad. El cuarto de una puta, vamos. Aunque he de admitir que la iluminación favorecía esos contornos amplios y sensuales de la puta en cuestión. Pero había algo en concreto que me llamó la atención.

En su mesita de noche, descansaba el retrato de una Virgen María. Esta parecía contemplarnos con una misericordia paternalista, su rostro gozaba de una calma que me pareció perturbadora. Sin embargo, tener aquella muestra de santidad en ese apartamento del vicio me hizo esbozar una sonrisa.

-¿Y esto?

Ella se mostró esquiva:

-Eso, pues… ya ves, la Virgen.

-Joder, pues tú de virgen tienes poco.

Ella se rió a regañadientes, lo que me permitió hacer una deducción: aquella mujer de belleza basta y voluptuosa estaba allí porque necesitaba desesperadamente el dinero, quizás por tener que ayudar a su familia en República Dominicana, quizás por una drogadicción, tal vez por deudas. Pero cada polvo que echaba y cada mamada que hacía era una traición a sus principios, y eso me hizo sonreír con malicia. Me lo iba a pasar bien.

Me quité la ropa, y ella paseó sus manos por mis abdominales, besó mi pecho.

-Pero qué guapo eres…

-Sí, seguro que soy mejor que los imbéciles que vienen aquí a diario.

Acto seguido, la agarré del culo de nuevo, asegurándome de mostrarle mi fuerza y de hacerle daño. Quería establecer mi superioridad desde el principio, que supiera que podría violarla si quisiera. Pero el tormento que estaba ideando era mucho más sutil.

-Pero qué malo eres…

-No lo sabes tú bien. Anda, deja que te dé la pasta.

Cien euros para una hora. Se los puse entre las tetas y les di un ligero manotazo. El modo en que botaron (pezones duros, grasa en movimiento) hizo que, cuando me quité los calzoncillos, mi miembro ya estuviera listo para la acción.

-Vaya, qué grande…-mintió. A ver, no la tengo pequeña, pero tampoco es para tanto.

-Sí, lo que tú digas. Pero no te he pagado para que hables, sino para que me comas la polla.

No pudo ocultar una clara expresión de odio.

-Vale, túmbate en la cama y…

-No. Arrodillada.

Puso los ojos en blanco y, obediente, plantó las rodillas en el suelo. Sus manos suaves y oscuras agarraron mi pene y lo pasearon por sus labios mientras le daba cálidos besitos. Se notaba que la muy guarra tenía experiencia. Hizo gárgaras con la boca, impacientándome antes de dar comienzo a la mamada.

Y qué mamada, por Dios. No me extraña: al contrario que las niñatas con las que solía juntarme, esta mujer era una profesional que hacía eso a diario. Se metió la totalidad de mi polla en la garganta con facilidad, paseando la lengua por mis hinchadas venas, tomándose su tiempo para besar mis cojones. Su saliva cálida era celestial y esos ojos cansados y tristes no dejaban de mirar a los míos.

Durante ese trabajito, me aseguré de recordarle quién mandaba. La agarré de la cabeza, impidiéndole tomar todo el aire que habría querido y guiando sus movimientos. Así su pelo con tanta fuerza mientras dirigía esa comida de verga (arriba, abajo, abajo del todo, arriba de nuevo, repetir, arriba…) que le arranqué varios cabellos, algo a lo que la resignada fulana solo pudo contestar con un sollozo.

Me sentí el puto rey del universo: cuando estaba con otras pibas, normalmente tenía que comerles el coño para que estuvieran contentas y volvieran, pero ahora solo importaba mi placer. El desagradable sabor de mi capullo siguió castigando a esa ramera durante diez minutos más, sin que yo aflojara la presa sobre su cráneo. Su rostro se fue tornando rojo paulatinamente, asfixiada por mi brutalidad.

Tal fue su maestría en el arte de acariciar badajos que estuve a punto de correrme en ese corto tiempo. En ese momento, una bombilla se encendió en mi cabeza, y resistí la tentación de explotar en su boca. Había algo que quería intentar.

-Espera… espera, para un momento, preciosa…

Eso hizo, y yo la arrastré hacia la mesilla de noche mientras me acariciaba la polla, sin que ella sospechara nada. Seguí pajeándome, con un ritmo frenético y exaltado, y ella sacó la lengua pensando que eyacularía en su cara, seguramente como tantos otros. Pero, cuando llegó el orgasmo, dirigí la punta de mi nabo hacia otro objetivo.

Hacia el casto retrato de la Virgen María.

-Sí, joder…

Mi semen salió disparado después de aquella fantástica limpieza de sable, golpeando a esa mujer en su rostro dibujado. Contemplé, entusiasmado, el modo en que la puta ahogaba un chillido, la forma en que esa imagen religiosa, pura y esperanzadora se manchaba con los viscosos frutos de la depravación. Reí diabólicamente, porque su tormento no había hecho más que empezar.

-Ay. Ay, cariño, espera un momento, que voy a limpiarlo. Menudo… menudo accidente más tonto.

Antes de que pudiera hacer nada, la agarré de los hombros.

-No ha sido un accidente, querida. Y vas a limpiar tú el retrato… pero con la lengua.

No describiré la expresión de repugnancia que me dedicó porque desafía toda descripción.

-Oiga, usted se está pasando u… un poco. Me gustaría que me tratara con algo de respeto.

En ese momento, la agarré del cuello con fuerza y le di un azote.

-Te estoy tratando con el respeto que te mereces, zorra. Haces buenas mamadas, sí… pero una puta que no la chupe bien sería como un reloj que no da la hora. Yo quiero algo más y te compensaré por ello.

La solté, dejándola respirar. Temblaba de miedo, pero también con anticipación. Mientras yo metía la mano en los pantalones colgados en la percha, mi esperma se deslizaba hasta manchar el marco de ese retrato. Me empalmé de nuevo solo pensando en lo que iba a hacer.

-Mira, yo no te voy a obligar a hacer nada que no quieras. Si quieres, puedes ignorar lo que digo y limpiarlo con un paño. Pero, si me haces caso y me das un espectáculo, si te morreas con tu señora… tendrás esto.

Extraje del pantalón otros cien euros adicionales que hicieron que le temblaran las comisuras de los labios. Su incomodidad me dio la fuerza de un toro, la erección de un elefante. Esa patética mujer ya no pensaba en las vírgenes y en los santos, sino en los juguetes que podría comprarle a su hijo o en la cantidad de gramos de coca que adquiriría con la pasta. Si hasta San Pedro había negado tres veces al hijo de Dios, esa devota no resistiría mucho más la tentación.

-No sé, es… ay, es que…

Le acaricié ese sedoso cabello negro con los dedos y situé mi rostro entre esos dos pechos grasos y generosos. Los palpé, los chupé, hice que mi lengua diera vueltas en torno a esas aureolas y comprobé satisfecho cómo se endurecían sus pezones. Los mordí, salvaje, sabiéndome el vencedor de aquella batalla moral.

-Venga, guapa-susurré, en un tono meloso-. Dale un buen meneo a la pobre, que no ha follado en su vida, y luego te confiesas.

Ella asintió, aturdida por la propuesta, con las tetas aún erectas. La agarré de la cintura y la guié hasta ese retrato manchado de blanco. Se agachó, temblorosa, seguramente recordando lo bien que se lo había pasado en la catequesis de pequeña, lo mucho que la había apoyado esa amiga invisible y celestial en sus momentos de dificultad. Y yo estaba a punto de acabar con todo eso, de darle un recuerdo en el que tendría que pensar siempre que se imaginara a la virgen María. De destrozar sus sueños infantiles.

-Si quieres el dinero, empieza ya.

Obedeció, reprimiendo un gemido, y sacó esa lengua fuerte y húmeda. La aproximó poco a poco al retrato, y me excité al ver cómo temblaba. Le bajé las bragas, contemplando ese superlativo culo y su coño amplio y acogedor. Y, finalmente, cuando le metí mi polla venosa y dura como el diamante, besó la boca de esa pura mujer.

La agarré de las nalgas, azotándola mientras hacía una demostración de destreza amatoria. La penetré con tanta brutalidad como pude, no solo como una acción estratégica en esa guerra contra su alma, sino también por estar poseído por el entusiasmo. Observé, completamente desatado, cómo daba rápidos besitos a la madre de Dios, manchándose la boca con mi semen, ensuciando todas sus creencias. Su interior, caliente y mojado como una sauna, provocaba una fricción con mi capullo que estuvo a punto de hacer que me corriera otra vez. Por ello, aminoré la marcha, apoyándome en su espalda, salivando sobre su nuca y susurrándole al oído:

-Imagina lo que pensaría el cura de tu pueblo si te viera ahora… e imagina si te vieran tus padres. Seguro que llorarían.

Le di otro azote, mucho más fuerte, al decir eso. Ella no respondió y, al asomar mi rostro para contemplar el suyo, pude ver que una lágrima solitaria caía de su ojo derecho. Con delicadeza, sin dejar de cabalgarla, se la sequé con el dedo índice y me metí en la boca el salino sabor de su derrota. Continué hundiendo mi miembro en ese usado pero prieto interior, gozando con el ruido de sus nalgas entrechocando mientras movía el culo en un vano intento de que me corriera antes.

Duré diez minutos más, durante los cuales su lengua limpió concienzudamente el retrato con movimientos lentos y sensuales. Tal vez por el efecto Kuleshov, la expresión de la Virgen me pareció más severa, triste, incluso decepcionada. Cuando noté que mis huevos estaban dispuestos a vaciarse otra vez, la agarré del cabello y la embestí con vehemencia, gruñendo sobre sus oídos, escupiendo en su cara. Mi corrida fue explosiva, sucia, abundante. La mejor eyaculación de mi vida.

Me despedí con una sonrisa arrogante después de vestirme, y ella me informó entre lágrimas de que me bloquearía en los contactos de su móvil de trabajo.

-Es justo-dije, acariciándole la mejilla. Me enorgullece decir que tiritó de terror, que esas tetas enormes temblaron por lo yo le había obligado a hacer. Habiéndole hecho renunciar a sus principios, me alejé de ese lugar sin el miedo con el que había llegado, caminando ufano por las calles de la ciudad y sintiéndome de nuevo el dueño del mundo.

Desde entonces, sigo pasándomelo bien con las putillas arribistas que intentan aprovecharse de mi pasta o con las mujeres de fracasados amargados que deciden pasar un buen rato conmigo. Pero, de vez en cuando, recurro a las profesionales indefensas y demonizadas por esta sociedad hipócrita, usándolas para dar rienda suelta a mis instintos más vomitivos. Como decía el poeta, hace mucho el dinero (incluso condenar almas), y a mí no me falta.