La puta de mi propio hijo (18)
Al fin el dramático y apoteósico final de esta serie llena de degeneración, lujuria y tragedia...como la vida misma.
(Domingo mediodía)
El domingo por la mañana desperté muy tarde y tardé en reconocer dónde estaba. Vi a mi alrededor a mi hijo y a su tía profundamente dormidos, y me fui a duchar. Desnuda me preparé un café y fui al estudio para encender el ordenador, quería consultar mi correo electrónico. La tía apareció en ese momento, dijo que la noche pasada había sido increíble, pero que tenía que irse, me besó en la boca y se fue. Mi hijo seguía dormido, y mi marido no estaba en casa. Tenía un correo de mi empresa del viernes anterior. Me daba miedo abrirlo, auque sabía perfectamente lo que contenía. Un texto muy formal y breve me comunicaba mi despido irrevocable por falta grave contra la moralidad, aunque descartaban denunciarme para evitarle a la empresa un escándalo. Bueno, era una buena excusa para tomarme unas vacaciones antes de buscar un nuevo trabajo. También había algunos correos de compañeras de trabajo y amigas; las noticias de lo que había pasado habían corrido como la pólvora e incluso habían llegado comentarios a algunas de mis amigas más íntimas, que también me habían escrito. Creo que lo más suave que me llamaban era degenerada. A pasos agigantados mi mundo se había reducido a mi hijo y yo, nada más, era difícil asimilar que en apenas un par de días todo mi mundo había desaparecido, tal y como lo conocía.
Mi hijo se levantó por fin cerca de la hora de comer y me pilló en la cocina vestida únicamente con un delantal preparando la comida. Jugamos un rato entre las cazuelas al fuego y los alimentos mientras se terminaba de hacer todo; nos besamos, nos tocamos, nos acariciamos; mi hijo era todo mi mundo, no había nada más allá, y sin importarme que yo en realidad no era más que una parte pequeña para él, sólo alguien con quien gozar y disfrutar, pero yo no pedía más, no podía hacerlo. Me sentía extraña en los brazos de mi hijo, sintiendo sus labios recorrer mi piel, como si como por alguna extraña razón intuyera el drama que se iba a desatar en tan sólo un rato. Un drama que debería haber intuido hacía ya mucho tiempo, y que incluso sí sabía que iba a pasar, pero me negaba a mí misma a aceptarlo, había cerrado los ojos a esa posibilidad, como el ciego que no quiere ver lo que no desea.
Mi marido llegó de la calle, dijo que había estado paseando, tomando el aire, intentando encontrar algún sentido a lo que estaba pasando. Su aspecto era lúgubre, totalmente corroído por los remordimientos, la culpa y la vergüenza. Pusimos la mesa y servimos la comida. Comíamos en la mesa grande del salón, quizá demasiado grande para sólo tres personas, pero había mucha más luz gracias a las grandes ventanas del salón y era mucho más cómodo poder tener todo en la misma mesa. Sin saber por qué, había puesto la vajilla que guardaba para las grandes ocasiones, como si ese día celebráramos algo especial, unos platos blancos con bordes dorados y copas también con bordes dorados, los cubiertos eran de plata, y había preparado un auténtico banquete, acorde con la vajilla. El ambiente era extraño, algo flotaba en el ambiente que costaba identificar.
Me quité el delantal y desnuda serví la comida y me senté a la mesa; mi marido me miraba sin saber qué decir. Mi hijo apareció también desnudo, se sirvió una cerveza y se sentó con nosotros. Mi hijo era el único que parecía comer con gusto y hambre, el único que parecía que necesitaba recuperar toda la energía derrochada la noche anterior. Había estado bebiendo cerveza desde que entrara en la cocina y parecía que se le empezaba a subir a la cabeza, hablaba mucho, y su dicción cada vez era menos clara y comprensible. Cada trago de cerveza aumentaba su deseo hacia mí; me miraba con lujuria en los ojos, la salsa y la grasa chorreando de su boca. Estaba comiendo como un cerdo, pero era muy consciente de su comportamiento, lo que quería era provocar. Estaba sentado frente a mí, casi sin hacer caso a su padre, su mirada concentrada en mí, en mi cuerpo. Mi marido le miraba en silencio, comiendo lentamente, casi sin hacer ruido, y me era imposible descifrar su mirada, ¿odio, vergüenza, desprecio? Mi hijo le hizo un comentario sobre la noche anterior, preguntándole mordaz si le había gustado que le abrieran el culo; se echó a reír y sin esperar una respuesta se levantó y se sentó a mi lado, me besó y acarició mis pechos. Cogió trozos de comida de mi plato con los dedos y los llevó a mi boca, pasándolos por mis labios antes de introducirlos suavemente en mi boca. Apoyé las manos en la mesa y me dejé alimentar por él, comiendo directamente de sus dedos, mojaba los dedos grasientos en la copa de vino y me la daba a beber. Poco a poco empezó a pasar los trozos de comida por mi cuerpo antes de meterlos en mi boca; los pasaba por mis tetas, frotándolos por mi piel, por mis pezones, y me los metía en la boca, y los tragaba con deleite, cada vez más excitada. Mojaba sus manos en la salsa y las pasaba por mi piel, por mi vientre, por mis brazos, por mis tetas, por mis muslos, embadurnándome de grasa. Cogía trocitos de comida y los frotaba en mi coño, los introducía, y luego me los daba a comer. Mi marido nos miraba en silencio, durante un momento nuestras miradas se cruzaron, y aparté la vista incómoda, pero vi sobre todo cómo miraba a nuestro hijo, y lo que vi me aterró, pero la lujuria de mi hijo y sus juegos captaban toda mi atención.
Acaricié a mi hijo y noté su polla dura y erecta, le besé y todo se apagó a nuestro alrededor, como si el mundo se hubiera apagado y sólo hubiera luz entre nosotros dos. Se levantó y me cogió de los brazos y antes de que pudiera entender lo que estaba pasando, me tumbó sobre la mesa, entre los platos, vasos, jarras y bandejas, se subió a la mesa conmigo, se tumbó sobre mí y me penetró. Nos pusimos a follar allí mismo, delante de mi marido, entre toda la comida y la bebida derramada, entre platos y vasos que caían al suelo y se hacían mil pedazos. Empecé a gritar sin poder controlar mi cuerpo ni mis instintos, me encontraba en tal estado de lujuria y excitación que me había olvidado por completo de mi marido, que no se había movido de su silla y nos contemplaba sin decir ni una sola palabra, mientras nuestro hijo cogía la comida de su plato y me la restregaba por todo el cuerpo. Su polla siempre dentro de mí, cogió una copa con vino que no había caído y bebió sin tragar el contenido, e inclinándose sobre mí echó el vino de su boca directamente a la mía, bebí ese vino y me supo a gloria. Algo se había desatado dentro de mí, y empecé a tener un orgasmo detrás de otro; no podía más de placer, gritaba y chillaba y mi hijo me insultaba y me llamaba las cosas más terribles sin dejar de follarme a lo bestia, como un animal salvaje, volcó toda la comida y bebida que alcanzó con las manos sobre mí, la mesa crujía bajo nuestro peso, y yo seguí inundándome de fluidos. Comida salpicó la cara de mi marido, que seguía observándonos en el más inquietante silencio, sin hacer caso a los restos de comida que resbalaban por su cara dejando regueros de grasa. Mi hijo se corrió, arqueando la espalda y aullando como un lobo, expulsando más semen que en toda su vida, pero no paró, siguió follándome, dándome tan fuerte que me dolía todo el cuerpo, mis piernas enroscadas casi hasta su cintura y presionándole para sentirle lo más dentro de mí posible, mis uñas clavadas en su espalda, sintiendo la sangre fluir de las heridas. Tras la eyaculación su polla no perdió ni un ápice de fuerza, y siguió follándome con la misma intensidad hasta lograr un segundo orgasmo, mientras mi cuerpo se derretía y me sentía un océano de semen y fluidos.
Con el segundo orgasmo mi hijo se irguió, sus manos apoyadas en mis irritados pechos, rojos de tanta fricción, sudando a chorros, y jadeando, dándome los últimos empujones para sacar de sus entrañas hasta la última gota de semen.
Y entonces llegó el relámpago, un brillo pasó por encima de mí, tan rápido que no pude distinguirlo. El sudor de mi hijo había caído sobre mi cara cegado mis ojos, cuando mi vista se aclaró no entendí lo que vi, no parecía real. Mi hijo seguía erguido sobre mí, con su polla aún dentro de mi coño, las manos apoyadas en los muslos y la espalda recta, y algo sobresalía de su pecho. La incomprensión se volvió horror cuando me di cuenta de que era el mango de un cuchillo lo que asomaba de su pecho, y casi a continuación una gota roja brotó de la herida y resbaló por su pecho, por su vientre, hasta perderse en el bello de su pubis. La cara de mi hijo era también de incomprensión, de extrañeza, el shock le impedía notar dolor alguno, y mirándose el mango del cuchillo asomando de su pecho se salió de mí, su polla aún erecta y húmeda, se cogió el cuchillo con una mano y tiró de él. Al sacarlo un chorro de sangre me salpicó entera y antes de recuperarme de la sorpresa y el horror mi hijo saltó por encima de mí hacia su padre, con el cuchillo en la mano; cerré los ojos y oí un grito ahogado.
Tardé mucho rato en abrir los ojos, y cuando por fin me atreví a hacerlo, hacía rato que todo estaba en silencio. Me incorporé lentamente y bajé de la mesa, sin saber que me esperaba. No se escuchaba ni un sonido, los únicos eran los producidos por mi respiración y por mis pies descalzos sobre el suelo. Avancé lentamente hasta donde había estado sentado mi marido, y al que ya no veía; en realidad no veía a ninguno de los dos. Por fin me atreví a mirar, y allí estaban los dos, tirados en el suelo uno sobre el otro, sangre aún fluyendo del pecho de mi hijo y de una gran herida en el cuello de mi marido, producidas ambas por el mismo cuchillo. Me quedé mirándoles, como hipnotizada, viendo la sangre que empapaba el suelo, y las caras de mi marido y mi hijo; estaban en paz, parecían serenas, como si por fin hubieran encontrado la calma que buscaban, y me pregunté si aquello no sería lo mejor que podía haber pasado para acabar con toda aquella locura. Una locura para terminar con otra aún mayor. Contemplé el caos de la habitación, todos los objetos que llenaban la mesa tirados sobre ella y esparcidos por el suelo, todo manchado y mojado de restos de comida y bebida, un gran charco de sangre que se extendía lentamente debajo de los cuerpos de mi hijo y mi marido. Todo era una imagen dantesca.
Lentamente me dirigí al baño, me duché y fui a mi habitación para vestirme. Cogí una maleta y la llené con toda la ropa que pude, y cualquier cosa que pudiera necesitar. Cogí el bolso y lo llené hasta arriba, incluido mi pasaporte. Ya nada me ataba a esta casa, ni a esta ciudad. No tenía nada, ni familia ni trabajo ni amigos, todo se había evaporado en apenas unos días. Pero no me sentía triste, ni arrepentida, ni avergonzada, sólo quería empezar de cero, mudarme de ciudad, quizá de país y comenzar una nueva vida, lejos de todo, y olvidarme de los últimos meses y en especial de los últimos días. Me puse el abrigo, cogí la maleta y el bolso y me dirigí a la puerta. Eché una última mirada a mi familia, a sus cuerpos, a la sangre; una lágrima resbaló por mi mejilla. Me despedí en silencio de ellos, abrí la puerta y me fui.
(fin)