La puta de mi propio hijo (16)

Mi marido por fin descubre la relación salvaje e incestuosa entre su nuestro hijo y yo.

(viernes)

Mi hijo por fin llegó, a las 7 de la mañana; abrió la puerta del coche y me metí dentro. El calor del interior y lo cómodo del asiento fueron como un regalo del cielo y en seguida me quedé dormida. Me despertó mi hijo al llegar a casa y mientras subíamos me preguntó por la noche en el parque, y le conté todos los detalles, los clientes con los que me había acostado, qué había hecho con ellos, y cuánto dinero había ganado. Entramos en casa sin hacer ruido, mi marido estaba durmiendo profundamente, no se levantaba hasta las 8. Me dirigí al baño, pero mi hijo me cogió de un brazo y me susurró que podía mear o cagar si lo necesitaba, pero que no me lavara, quería que me metiera en la cama con su padre, desnuda y con todo el semen que llevaba en el cuerpo después de todo un día de sexo, tras follar con él en mi despacho y en la discoteca, tras la orgía en esa misma disco, y tras ser follada por tres hombres más en el parque.

Oriné y me metí en mi dormitorio, me desnudé y me acosté al lado de mi marido. No se despertó. Palpé mi cuerpo, lo sentí húmedo, con semen reseco por todas partes, dentro de mi coño y mi culo, en mi pelo. Con estos pensamientos me quedé dormida.

Ese día decidí no ir a trabajar; después de lo que había pasado el día anterior, de que me pillaran desnuda en mi despacho follando con mi propio hijo, no tenía muchas ganas de volver y mirar a la cara a todos mis compañeros, y después de todo, tampoco estaba segura de si podría volver o no. Sentí en sueños cómo mi marido se levantaba y se iba a trabajar, en silencio para no despertarme, sin sospechar nada; sin tener ni idea de que su mujer se había convertido en la más puta y degenerada que pudiera jamás imaginar, ni del día que había pasado con nuestro propio hijo.

El sol ya estaba alto cuando sentí a mi hijo deslizarse en la cama; él tampoco había ido a la universidad. Tumbado en el mismo sitio que ocupara antes su padre, empezó a acariciarme; abrí los ojos y le vi, desnudo, su polla ya erecta, brillante, maravillosa. Sin decir una palabra se echó sobre mí y presionó su miembro contra la entrada de mi ano.

-Apestas a semen, guarra, todo tu cuerpo huele a hombre ¿Es que acaso ayer hiciste algo que debas contarme, puta?

Empujó y su polla se introdujo dentro de mí; aferré la almohada con las manos con fuerza, mordiéndola, besándola, babeándola; mis tetas presionadas contra el colchón, flexioné las rodillas hacia mí, sintiendo más dentro de mi ano la polla de mi hijo. Aceleró el ritmo y empezó a darme fuertes culadas, mientras yo jadeaba y gritaba como una perra en celo.

-¡Grita más fuerte, mamá! ¡Vamos, grita, puta!, ¡que te oigan todos los vecinos!

Desde ayer ya no me importaba nada, ya no veía las consecuencias de ninguno de mis actos, solo deseaba gritar tan fuerte que me oyeran todos los vecinos, y todo el mundo supiera lo puta que era y que me sentía.

-¡Vamos, puta asquerosa! ¡Grita, hija de puta!

Estaba histérica de placer y lujuria cuando mi hijo se corrió, llenándome todo el ano de semen tibio y espeso. Quedamos los dos tumbados, jadeando y sudorosos. Me levanté y esta vez sí me duché, a conciencia, limpiando mi cuerpo de todo recuerdo de las últimas 24 horas. Salí de la ducha y desnuda como estaba, preparé el desayuno para los dos. Él se había duchado y vestido, pero quería verme desnuda por la casa, y a mí me excitaba; hasta ahora siempre me había hecho sentir incómoda y nerviosa, pero ahora no me imaginaba de otra manera que no fuera comportándome como una guarra.

Pasamos el día los dos juntos y solos en casa, disfrutando el uno del otro, jugando a mil y un juegos eróticos y lujuriosos, hasta cerca de las siete de la tarde, hora en la que solía llegar mi marido de trabajar. Cuando oímos la puerta, miré a mi hijo con intención y él me dio permiso para ir a mi habitación y ponerme una bata por encima que tapara mi desnudez. El resto del día fue anodino y sin incidencias, mi marido me veía vestida sólo con la bata, medio desnuda, y se extrañaba, pero no sospechaba nada extraño, nunca lo había hecho, jamás se le habría ocurrido dudar de mí, pero se excitó, y me susurró que ojalá le recibiera más veces así de provocativa y que esa noche, cuando nos acostáramos le gustaría que hiciéramos algo, ya sabía, él y yo. Incluso le daba vergüenza mencionar la palabra "sexo". Durante la cena me preguntó qué tal lo había pasado la noche anterior con mis compañeras, y si había llegado muy tarde, pues él no me había oído llegar a causa del sueño tan profundo que tiene. Mi hijo mientras me miraba todo el tiempo, sonriendo burlonamente y haciendo algún que otro comentario capcioso. Describí una imaginaria salida con mis compañeras de trabajo, unas copas y muchos cotilleos, que la cosa se alargó más de lo normal y que llegué a casa sobre las cuatro. Tras cenar y recoger, mi marido y yo nos fuimos al salón a ver la tele, sin saber que el drama en el que vivía inmersa no había hecho nada más que empezar.

Mi marido me besó muy acaramelado, excitado con mi cuerpo desnudo asomando bajo la bata, nos acariciamos y me prometió que esa noche haríamos algo en la cama. Apartándose suavemente se puso a ver la tele dejándome en un mar de dudas y de confusión; me levanté y me fui al dormitorio.

Estaba de pie frente a un espejo, mirando mi reflejo y reflexionando sobre mi vida, en mi hijo, en cómo los acontecimientos se estaban precipitando en los últimos días, quizá sólo en las últimas horas. Y como si hubiera leído mis pensamientos, mi hijo entró en el dormitorio.

Estaba desnudo, su miembro, jugoso, brillante y poderoso, brincando alegremente entre las piernas. Se acercó a mí, sin decir una palabra, se arrimó a mi cuerpo, por detrás, y me rodeó con sus brazos. Veíamos nuestro reflejo en el espejo, sus musculosos brazos rodeando mi pecho y mi vientre, sus manos acariciando la fina tela de la bata, sus labios suavemente apoyados en mi cuello. Lentamente subió las manos y deslizó la bata por mis hombros, dejándola caer a mis pies. Contemplé mi desnudez, y la suya; nos contemplé a los dos, desnudos, mi cuerpo envuelto en sus brazos y su calor, sintiendo su miembro apretado entre mis nalgas. Me di la vuelta y le besé. Nuestros labios se rozaron, nuestras lengua se tocaron, se abrieron las bocas y nos fundimos en un beso en el que estaba toda la lujuria que sentíamos el uno por el otro. Sus manos empezaron a recorrer todo mi cuerpo, mientras oíamos el sonido de la televisión que nos llegaba desde el salón.

Me echó sobre la cama y se tumbó sobre mí, cogiendo mis muñecas entre sus manos y llevando mis brazos a los lados de mi cabeza. En esa postura me penetró. Su polla entró como un misil; arqueé la espalda y solté un gemido.

-Quiero oírte, mamá… gime, jadea, grita.

Aceleró el ritmo y yo el volumen de mis gemidos. El mundo hacía ya algún tiempo que había dejado de existir, ya sólo estábamos mi hijo y yo; en mi mundo ya no había culpas, ni miedos, ni remordimiento, ni consecuencias. Mi hijo sabía cómo sacar lo peor de mí, y cómo llevarme al clímax más salvaje.

-Dime que me amas, mamá…dímelo, puta.

-¡Te amo!...¡Oh, Dios, no pares! ¡Por lo que más quieras, no pares!

Pero se salió de mí. Casi con lágrimas en los ojos le supliqué que siguiera, que no me dejara así. Era lo que él quería, verme rendida, humillada, suplicando, y saber que ya nada nos iba a detener. Se quedó de rodillas entre mis piernas, mirándome con su sonrisa más canalla.

-¿Deseas que te folle, puta?

-Sí…por favor, ¡sí!

-¿Eres mía, zorra?, ¿en cuerpo y alma?

-¡Sí! ¡Soy tuya! ¡Cabrón, fóllame! ¡Fóllame!

-No creo que a papá le guste, ¿no crees, guarra?

-¡Me importa una mierda! ¡Fóllame!

-¡Pues ponte a cuatro patas, como la perra que eres, que te voy a follar hasta reventarte, hija de la gran puta!

Me di la vuelta y me puse como quería, totalmente histérica de deseo, y por fin, de nuevo, volvió a metérmela en el coño, agarrándome de las caderas y dándome violentos empujones. La cama crujía y los dos gemíamos como animales. Por supuesto, al poco, cuando giré el cuello, vi a mi marido en la entrada del dormitorio, con cara de incredulidad, la boca abierta, sin explicarse ni creerse lo que sus ojos le decían que era verdad.

Mi marido salió de su estado de shock y se puso a balbucear.

-Pe…pero….pero…¿qué demonios está pasando aquí?

-Creo que es obvio, ¿no te parece, papá?, me estoy follando a la puta de mi madre, ¿y sabes qué?, folla como una verdadera profesional.

Mi hijo gemía mientras hablaba, disfrutando tanto como yo de aquel polvo. Miré de soslayo a mi marido y pude ver la incomprensión, la rabia, la impotencia en sus ojos; siempre había sido débil, no tenía una gran personalidad, y lo que contemplaba le había dejado totalmente desarmado. Vi lágrimas correr por sus mejillas, y la boca temblarle. Mi hijo se echó sobre mí y tirándome del pelo con fuerza hacia atrás me besó con lujuria en la boca. Era casi como si su lengua intentara violarme la boca, y yo quería dejarme violar por él, toda.

-¡Vamos, cabrón, dame más fuerte! ¡Reviéntame!

Mi marido nos miraba llorando, gimiendo de agonía, –Por favor…no hagáis esto…por lo que más queráis

Mi hijo le miró sonriendo burlonamente, las manos agarrando mis caderas y sacando la polla de mi coño lentamente y metiéndola con violencia, -Obsérvanos, seguro que aprendes mucho. Venga, puta, vamos a enseñarle a papá cómo se folla.

Y me la clavó una vez más, de un solo empellón, arrancándome un grito de placer. Me folló de forma salvaje, dándome violentas culadas, golpeando su pelvis contra mi cuerpo cada vez de forma sonora, insultándome, gritando los dos, gimiendo, mientras mi marido miraba encogido apoyado en el quicio de la puerta, llorando, viendo ahora claro y comprendiendo tantas cosas que antes nunca se había parado a considerar, y comprendió lo que era yo, lo que había sido siempre, y lo que nuestro hijo suponía para mí. Pero igual que se ve una película de terror, sufriendo, pero sin poder dejar de mirarla, mi marido nos miraba, hipnotizado, sin poder apartar la mirada de nosotros, ni dejar de escuchar nuestros jadeos, nuestros gritos, nuestro vocabulario, y nuestras burlas hacia él. Hasta el grito final, al llegar al clímax simultáneamente mi hijo y yo. Se separó de mí jadeando, me dio una sonora palmada en las nalgas, alabó mi buen hacer, como siempre, y se fue a lavarse, pasando al lado de su padre, mirándole sonriendo.

Me quedé gimiendo suavemente, aún a cuatro patas, giré la cabeza y miré a mi marido. No me sentía avergonzada, ni culpable; no sentía nada y eso me asustó; sólo placer por el polvo que me acababa de echar mi hijo. Mi marido ofrecía una imagen patética, llorando sin emitir sonido alguno, la cara reflejando todo su dolor e impotencia, su humillación, y sus pantalones un gran bulto en la entrepierna. Se dio la vuelta y sin decir nada, salió del dormitorio. Oí que se metía en la cocina y cerraba la puerta.

Mi hijo había ido al baño a lavarse y luego oí que se metía en su dormitorio. No sabía qué hacer, mi hijo en menos de dos días había destrozado por completo toda mi vida, mi trabajo, mi matrimonio, todo. Y no sentía nada, sólo pensaba en su polla clavada dentro de mí, follándome una y otra vez, en miles de hombres follándome, violándome… Lentamente me levanté y me dirigí al baño. Cuando volví al dormitorio mi marido ya estaba allí, apestando a alcohol. Estaba oscuro, mi marido dormía o eso parecía, sabía que en realidad no podría dormir, pero ya no había nada que hablar entre nosotros, le oía llorar en silencio. Me acosté desnuda a su lado. Por la luz que entraba por la ventana se le iluminaba una erección como hacía años que no le veía, y me pregunté si aquello le daría placer o le haría sentirse aún más humillado. Se la acaricié y él se dejó hacer, sin decir nada, sin moverse, casi conteniendo la respiración; gimiendo levemente mi marido se corrió en mis manos, y nos quedamos allí los dos, quietos, en silencio, en la oscuridad. Intentó hablar, pedir razones, explicaciones, intentar comprender, pero no pude decirle nada. Se giró y me dio la espalda. Seguí con los ojos abiertos, no podía dormir, estaba quieta, mirando al techo sabiendo que mi marido tampoco dormía, pero ninguno de los dos hablaba. No habría pasado ni una hora cuando mi hijo entró de nuevo en la habitación, desnudo; rodeó la cama y se acostó junto a mí. Le recibí con los brazos abiertos, le acaricié, le besé, e hicimos el amor toda la noche junto a mi marido, oyéndole gemir y llorar de dolor y humillación en silencio.

(continuará)