La puta de mi esposa y sus alumnos
Con mi mujer disfrutamos del sexo siempre que podemos y no puedo dejar de reconocer que "la profesora" es una loba en la cama.
Marcela, mi mujer, es profesora de matemáticas y completa su trabajo en los colegios con algunas clases particulares que da a alumnos de secundaria y de la universidad. Ella tiene 28 años y está muy muy buena: es morena, de pelo largo, grandes tetas con pezones bien definidos y un culo delicioso.
De más está decir que disfrutamos del sexo siempre que podemos y no puedo dejar de reconocer que "la profesora" es una loba en la cama: no se cansa nunca, siempre está bien dispuesta a echarse un polvazo y en medio del asunto pide más y más. Yo trato siempre de complacerla, aunque hay veces que no doy abasto y las fuerzas me flaquean. Ella antes me lo recriminaba en broma, pero últimamente la cosa se ha puesto más seria. Sigan leyendo y se enterarán... Otro rasgo que me enloquece de ella es que, debido a que trabaja en un colegio católico, debe vestirse de manera muy recatada, es decir, faldas largas (nunca pantalones), blusas amplias y no ajustadas y sin maquillaje. Pero su venganza se manifiesta en su ropa interior (por así llamarla): diminutas tangas de encaje y sostenes que apenas mantienen sus tetazas.
Imagínense cuando vuelve del colegio y se saca su hábito monjil y empieza a dar vueltas por la casa con todos sus encantos a la vista... sí, es difícil resistirse! No es raro entonces que en esos mediodías nos demos un buen revolcón, aunque yo en seguida deba partir al trabajo y ella comenzar con sus clases. Una tarde estaba en casa (mi jefe me había dado el día libre) cuando llegó mi mujer con su vestimenta habitual y un brillo extraño en la mirada. Según me contó, en el autobús que la traía a casa, un hombre desvergonzadamente le había metido mano amparándose en la multitud de pasajeros que llenaba el transporte.
Esto enseguida me produjo una gran excitación, ya que es una de mis fantasías más corrientes, aunque nunca concretada. Tan excitado estaba que la conminé a que me siguiera contando sin saltearse nada. Según me contó, al principio se sorprendió y se sintió molesta, pero seguidamente el extraño -llamémoslo así- comenzó a acariciarle el culo de una manera tan excitante que prefirió dejarlo hacer antes que gritar en el medio del autobús. Al ver la poca resistencia que mi mujer ejercía, evidentemente se envalentonó y empezó a buscar más abajo.
Era tanta la gente en el autobús que nadie sospechaba nada y mi mujer hacía denodados esfuerzos por no gritar de placer o gemir como una perra. Uds. recordarán su atuendo, pero esto no impidió que este buen señor lograra llegar -falda mediante- a su humeda concha y restregarla un buen rato.
No contento con esto, apoyó su descomunal verga --esto dice ella, que es un poco exagerada-- y empezó a frotarla contra su culo. De pronto todo contacto cesó y sintió un movimiento a sus espaldas: su "amigo" se había retirado sin que ella pudiera identificarlo o ver al menos su rostro. Como imaginarán, mi mujer pedía a gritos que alguien completara el trabajo empezado y yo, es mi obligación y mi dicha, no me hice rogar y le dí cuanto pude, aunque -como antes les contaba- no fue suficiente para aplacar su sed. Tal era la calentura en la que la había dejado el desconocido que, visiblemente molesta, me regañó bastante por mi pobre desempeño (que no era tal, ya que al menos tuvimos dos orgasmos). Así es la vida, hay mujeres insaciables y la mía es una de ellas.
En el medio de la discusión sonó el timbre y mi esposa se acordó que había arreglado una clase con un alumno suyo, de unos 23 años, que no entendía ni jota de análisis matemático, aunque estudiaba economía y parecía bastante despierto. Contesté yo y le dí tiempo a que se vistiera. Tal era la prisa que no se colocó el sostén, aunque sí las bragas. Se colocó la falda "de colegio" aunque no pudo encontrar la blusa (que había desaparecido en nuestro combate amoroso) y se puso una nueva, mucho más ceñida, bastante escotada y de color blanco, todo lo cual le marcaba las tetas y translucía sus pezones. Cuando entró el muchacho, de nombre Diego, me retiré a la cocina y me dispusé a leer una novela que tenía empezada. Distraidamente escuchaba de tanto en tanto ese galimatías extraño de la matemática, tipo "x", "derivada", "integrales", blah blah blah (nunca fui bueno con los números, a pesar de mi mujercita).
Desde donde estaba podía verlos si me asomaba a una pequeña ventana que comunica la cocina con el comedor y que está cubierta por una cortina translúcida pero que permite una visión bastante nítida. Al no oír nada durante unos minutos se me congeló la respiración y vislumbré lo que estaba pasando. Mi mente sucia no se equivoca, y parecía que finalmente mi fantasía se cumplía.
Miré por la cortina y vi a mi mujer y a Diego besándose acaloradamente y sin tapujos. El muchacho comenzó a sacarle las tetas por la blusa y a pellizcarle los pezones, a lo que mi mujer gemía con aprobación. Acto seguido se los mordía y retorcía con los dedos y ella se estremecía de placer mientras buscaba con fruición en la bragueta una calma a sus ansias. "Dame tu pija" le ordenó con voz ronca y melosa, a lo que Diego no se opuso. Se bajó los pantalones y dejó entrever sus atributos que, me duele reconocer, no eran pocos. Mi mujer sin pausa tomó su pene en la mano y comenzó a acariciarlo, a besarlo, a morderlo y finalmente a chuparlo con gran deleite. El chico se moría... y yo también en la cocina. Mi miembro estaba por explotar, tal era la excitación que tenía...
Mientras tanto Marcela seguía chupando y lamiendo esa verga gigante que apenas le cabía en la boca. Después de un rato, se la sacó de la boca y la puso entre las tetas, dándole un masaje fenomenal, que apenas pudo resistir, ya que acabó sobre los pezones de mi mujer. Lo mejor es que la muy guarra se tragó la leche chupándose sus propias tetas. Lo que había visto era suficiente, pero hubo más. Diego sentó a mi mujer en la mesa, entre los libros de estudio, y le quitó su falda y las bragas. Con una mano acariciaba una teta y con la otra el coño de Marcela, al mismo tiempo que pasaba la lengua por su clítoris. Mi mujer gemía y pedía que se la follara, pero él no hacía caso y le decía que esperara.
Después de una buena chupada, le clavó un soberano vergazo en la concha que la hizo acabar enseguida, pero el muchacho siguió empujando hasta que ella volvió a acabar. Como uds. saben eso no iba a conformar a mi mujer que, una vez repuesta de la emoción, comenzó a acariciarle otra vez el pene buscando una nueva erección, cosa que consiguió con bastante rapidez con una delicada mamada y unos cuantos besitos sobre la cabeza.
En esta ocasión él se sentó en un sillón y Marcela lo montó arriba, moviéndose con energía y a un ritmo tan caliente que casi acabo al mirarlos. Y así siguiendo... creo que con esto ya tienen suficiente para saber de qué estamos hablando.