La puta de Marcela y Antonio.
Todos nos corrimos. Antonio en mi concha y Marcela en mi cara. Se quitaron pero sin desatarme. Me dijeron que para mí todavía faltaba. Yo les dije que ya no podía más pero me respondieron que ya se habían dado cuenta de lo puta que era y que seguirían otro rato.
Como todos los demás, este también es un relato ficticio de mis fantasías.
Al fin, después de mucho insistir, acepté la invitación de mi amigo Sergio de acompañarlo a un bar swinger. A mí no me llamaba la atención la idea, pero me decía que solo no lo dejaban entrar, que necesitaba que entrara con él un rato. Así que entramos, nos hicieron desvestir y cubrirnos con toallas. Al poco tiempo, mi amigo consiguió compañía y yo decidí sentarme en la barra a esperar que transcurriera la noche sin contratiempos.
El ambiente del bar era tranquilo, así que pasaron varias horas donde ocasionalmente se me acercaba alguien interesado, pero se iba al poco tiempo cuando se enteraba que no estaba interesada en sexo casual.
Un poco pasada la media noche una mujer pidió un par de bebidas junto a mí y me saludó. Le devolví el saludo, diciéndole cortésmente que sólo había ido a curiosear y que pronto me iría. Me contestó que me había visto sola en el bar desde hace rato, que si quería ir a sentarme con ella y su esposo, que ellos ya se habían divertido un rato y que estaría más segura y tranquila si estaba acompañada. Todavía no sé muy bien por qué, pero acepté su oferta y fui a sentarme con ellos. Estuvimos conversando y terminé contándoles que estaba allí sólo para que mi amigo pudiera entrar, pero que a mí no me interesaba el rollo swinger, que mi fantasía iba más por el lado de la sumisión.
Pasaba el tiempo, la pareja me hacía preguntas más personales sobre mi fantasía, que si me gustaba que me humillaran, que mi gusto por el dolor, que hasta dónde llegaría, y aunque era sólo una conversación, hablarles del tema me iba poniendo más caliente. En un momento, ella (se llamaba Marcela) me dijo:
- Entonces tu deseo es ser una perrita con Dueño.
Sin ser capaz de mirarla a la cara, bajé la cabeza y le respondí:
- Sí, Señora.
En ese momento, Antonio (así se llamaba su esposo) se acercó a mí y dijo:
- Estoy seguro que hablar de todo esto te ha excitado un poco. Quiero saber qué tan caliente puedes ser, así que voy a revisar tus pezones. Quédate quieta.
Sin saber por qué no lo detuve, dejé mis manos quietas mientras él me desataba el nudo de la toalla y la abría, para mostrarle mis pezones endurecidos a su esposa, mientras me decía:
- No te preocupes, sólo vamos a seguir hablando.
Ambos se acercaron hacia adelante y cada uno agarró uno de mis pezones entre sus dedos. Yo me dejaba hacer sin ser capaz de resistirme. Me ordenaron que así les siguiera contando de mis fantasías y deseos. Yo me iba excitando cada vez más, y les confesaba cosas cada vez más íntimas.
En un momento, ella se echó hacia atrás en el sofá y abrió las piernas y me señaló el espacio entre ellas, para que yo me sentara allí. Estaba tan caliente que ni siquiera lo pensé, me puse allí dándole la espalda y ella me hizo abrir las piernas mientras apretaba y pellizcaba fuerte mis pezones. Su esposo dijo que se me veía la concha encharcada y que me la iba a comer como nunca, que me iba a sentir realmente cachonda.
No sabía qué me pasaba y por qué me dejaba llevar. No me gustaban las mujeres, nunca había estado en un trío ni nada parecido, y ahí estaba gimiendo como una loca con ellos dos. Llegó un momento en que Marcela me hizo abrir los ojos y mirar. Mi amigo Sergio tenía una enorme cara de sorpresa al verme así, cuando yo sólo había ido a acompañarlo. Yo no podía atender nada más que no fuera mi calentura en ese momento, los pezones me dolían, pero no me importaba, nada me importaba de lo cachonda que estaba.
De repente, sentí que ya no me comían el coño y ya no me tocaban. Gemí un poco y pedí más, pero me dijeron que me iban a llevar a su casa, que me parara. Antonio había agarrado mi toalla y no me la devolvió, así que fui caminando desnuda con ellos hasta los vestidores. Me ordenaron vestirme sin ropa interior y eso hice. Sólo quería seguir, que me pusieran de nuevo como me habían tenido hacía unos momentos.
Fuimos hacia el estacionamiento y Marcela se sentó en el asiento del conductor. Antonio me dijo:
- Desnúdate y entra al auto.
Yo empecé a entrar en el auto pero Antonio me agarró del pelo y me dijo:
- ¿Qué haces perra? Te di una orden.
Le respondí que iba a entrar en el auto para desnudarme como me dijo, pero me respondió:
- ¿En qué orden te dije que hicieras las cosas?
Intenté pedirle que me dejara entrar al auto primero, que no me hiciera desvestir ahí en el estacionamiento, pero empezó a sobarme la concha por encima del pantalón y a decirme que era más dócil cuando estaba caliente, que a lo mejor tenía que excitarme ahí para obedecerlo. Yo le dije que no era necesario, que lo obedecería. No quería ni imaginarme que me pusieran como en el bar allí en ese sitio.
Antonio entró primero al asiento de atrás, agarró mi ropa cuando me la quité y me dijo que me pusiera boca abajo sobre sus rodillas.
- Lo primero que debes saber es que tu palabra de seguridad será rojo. Dila y todo parará sin ningún problema. Lo segundo es que no nos gusta tener que repetir las cosas y debes obedecer a la primera. Esto es para que aprendas.
Mi posición era muy incómoda, una pierna a medias sobre el asiento y la otra medio escurrida, dobladas de manera extraña, pero no le importó. Tenía mis nalgas a su disposición y empezó a azotarme con la mano, suave primero pero luego fue aumentando la intensidad, mientras Marcela manejaba hacia la casa.
Yo sentía las nalgas calientes, me ardía y me dolía de los golpes que me daba, le pedía que parara, le pedía perdón, pero no decía la palabra de seguridad. Algo dentro de mí aceptaba su derecho a castigarme por desobedecer. Mientras tanto, él me decía que quería que fuera una buena perra, que debía ser obediente. A veces se detenía y me sobaba un poco la concha, pero sin dejar que me corriera, otra vez empezaban los azotes.
Al fin sentí que el auto se detenía. Escuché el ruido de la puerta automática de un garaje al abrirse. Nos bajamos todos del auto y Marcela me hizo seguir a la casa. Era amplia, lujosa. Decorada con buen gusto. Sin decirme nada, me agarró del pelo hacia atrás y empezó a besarme la boca, mientras con la otra mano me agarraba de nuevo un pezón, apretándolo. Nunca me había besado una mujer, pero me gustaba que fuera así, sometida, con fuerza, sin poderme oponer.
Me agarró de la mano y entramos los tres a la cocina. De la zona de ropas, Marcela agarró un par de pinzas y me puso una en cada pezón. Antonio agarró un pepino y empezó a follarme la concha mientras con la mano me sobaba el clit. A veces uno y a veces la otra me besaban en la boca, me apretaban las tetas, me jalaban las pinzas. Me dejaron tener un orgasmo pero me siguieron manoseando, diciéndome lo perra que era, lo caliente que me ponía. Al fin pararon y me dijeron que iríamos al cuarto.
Antonio se sacó su cinturón y me lo puso alrededor del cuello, como un collar improvisado, y me empezó a halar de él para llevarme al cuarto. Me dejaron el pepino dentro y las pinzas puestas y me dijeron que caminara así. Marcela también se sacó el suyo, un poco más delgado. Pensé que lo usaría para amarrarme las manos, pero me dejó caminar delante de ella y lo que hizo fue azotarme mientras caminaba.
Yo no entendía cómo había resultado en esa situación. Desnuda en la casa de dos desconocidos, caminando tirada de un collar con pinzas en los pezones y un pepino en la concha, y azotada mientras lo hacía. La palabra de seguridad se me atravesaba por la mente cada segundo, pero algo me impedía decirla. Quería seguir, quería someterme, dejarlos hacer, obedecerlos. Esta pareja había tocado en mí una fibra que nadie había podido antes.
Llegamos al cuarto al fin. Se me hizo eterno el camino. Era una cama gigante, con cabecero en madera. Al fin Marcela dejó de azotarme y le dijo a su esposo:
- Realmente es muy cachonda. Tal vez debimos haberla puesto a follar con varios en el bar swinger donde estábamos.
- ¡Yo no sería capaz de algo así! Ni siquiera entiendo por qué he accedido a todo esto– Le respondí
Su única respuesta fue quitarme las pinzas y besarme de nuevo, esta vez de manera más tierna, luego me acarició el cabello y me tranquilizó, diciéndome que sólo pasarían cosas que todos disfrutáramos mucho. Me quitó también el pepino, diciéndome que tenían muchas mejores cosas que ponerme en la concha.
En ese momento se desvistieron ambos, y Antonio empezó a acariciarme y calentarme más. Me besaba el cuello, me pasaba las manos por la espalda, me besaba la boca, me apretaba las nalgas.
- Ya estoy lista. Ven, siéntate aquí, putita.
Marcela estaba sentada en un sillón, completamente desnuda, con un strap on puesto. Yo no sabía qué hacer, pero las nalgas aún me dolían y me ardían, y no quería hacerla repetir, así que me acerqué a ella.
- Date la vuelta, siéntate y clávate esto en tu concha.
No lo pensé mucho. Eso era lo que quería, así que fui sentándome encima de ella, clavándome. Cuando lo tuve todo dentro, me abrió las piernas y me empezó a sobar el clit, mientras me decía.
- Estas son las reglas: Dentro de esta casa tienes terminantemente prohibido el uso de cualquier prenda de vestir a menos que mi esposo o yo te lo permitamos expresamente. De ahora en adelante tu nombre para nosotros será putita y vas a obedecernos. Cualquier desobediencia será castigada. Si en algún momento deseas parar, tienes el poder en tus manos. Sólo debes decir “rojo” y será suficiente. ¿Entendido, putita?
- Sí, señora – Dije entre gemidos.
Sus manos hacían maravillas en mi concha. Hubiera aceptado cualquier cosa con tal que siguiera. En ese momento Antonio se puso frente a mí con la verga muy dura y me ordenó que abriera la boca, para ponerme a chupársela. Yo lamía, chupaba, él me movía la cabeza del pelo mientras Marcela me clavaba en la concha, me apretaba los pezones, me sobaba el clit. Yo me sentía como un juguete sin voluntad y era una sensación deliciosa.
Luego me llevaron a la cama y me pusieron bocarriba. Me pusieron unas tobilleras con argolla. Supongo que por tanto tiempo de ser swingers ya tenían varios juguetes listos en casa. Me dejaron las piernas amarradas en V a unas argollas del techo. Antonio me clavaba por la concha mientras Marcela se sentaba a horcajadas sobre mi cara para que le comiera la concha. Yo nunca había hecho algo así antes, pero sacaba la lengua y la movía lo mejor que podía. Me decían lo perra y puta que era, los muchos orgasmos que ya había tenido y cómo seguía caliente y pidiendo más.
Todos nos corrimos. Antonio en mi concha y Marcela en mi cara. Se quitaron pero sin desatarme. Me dijeron que para mí todavía faltaba. Yo les dije que ya no podía más pero me respondieron que ya se habían dado cuenta de lo puta que era y que seguirían otro rato. Me pusieron en los ojos un antifaz de los que se usa para dormir y escuché que abrían cajones. Sentí que algo presionaba en la entrada de mi ano e intenté negarme, pero me dijeron que no serviría de nada, que mejor me relajara. No era algo grande y además lo habían lubricado bien, así que no hubo mucho esfuerzo para que entrara y no dolió. Sentí también que algo entraba en mi concha.
De repente, lo que había en mi culo empezó a vibrar suave, las manos de ambos me acariciaban suave el estómago y los senos y el cuello. Lo de mi concha también empezó a vibrar. Solté un grito suave y ambos se rieron.
- ¿Ves? Te dije que se iba a poner caliente otra vez, es que es muy puta. Esta vez no te vas a correr sin que te demos permiso, a ver cuánto aguantas.
Además de los dos vibradores, sentí que ponían algo sobre mi clit, que también encendieron y vibraba. Era demasiado. Eran descargas de energía que no podía controlar. Intenté zafarme, mover las piernas, pero no podía. También ataron mis muñecas a la cabecera de la cama. Yo sólo suplicaba que me dejaran correr, pedía por favor, rogaba.
- Seguro estás tan caliente que te correrías con cualquiera de nuestros amigos que te clavara la verga, ¿no, perra?
- ¡No! – Me negué - ¡No sería capaz! Se los ruego, se los suplico, sólo un orgasmo.
Ellos seguían, cambiando las velocidades, presionando sobre mi clit y burlándose de lo caliente que estaba, de lo puta que era, de cómo me gustaba ser sometida y usada.
- ¡Por favor, haré lo que quieran, sólo déjenme correr!
- Así está mejor, obediente y dócil y ofrecida. Tienes permiso.
No fue sólo uno sino cuatro los orgasmos que llegaron. Al final casi no podía ni respirar de lo agotada que estaba. Me quitaron los vibradores, me quitaron el antifaz y me soltaron las piernas, pero me dejaron las muñecas atadas. Se acostaron a los lados y empezaron a acariciarme suave y a decirme que estaban orgullosos de mí, que les había gustado mucho cómo me había portado, y que me durmiera, que ellos seguirían haciendo uso de mí.
Pensé que no podría dormir con las manos atadas, pero el cansancio pudo más y me quedé dormida. En la mitad de la noche, me despertaba porque uno u otro me estaban tocando o manoseando, sin que yo me negara, como si fuera un objeto a su disposición. Antonio me folló dos veces más, mientras que Marcela era un poco más cruel. Además de manosearme o hacer que le comiera la concha, se complacía en pellizcarme y darme palmadas.
Cuando me desperté ya estaba entrada la mañana. Estaba sola en la cama y mis manos estaban libres. Me dolían las nalgas y los pezones de los azotes y pellizcos. La concha y el culo de todo lo que me clavaron, los brazos por la posición en que dormí. Estaba hecha un desastre pero me había encantado. Mi ropa no se veía por ningún lado, así que me levanté y me envolví en una sábana, y bajé al primer piso, donde escuchaba las voces de Antonio y Marcela.
(Continuará…)
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