La pulsera de mamá. (4)
Caray hijo, cómo te pasas.
Capítulo 4
Caray hijo, cómo te pasas.
El edificio en el que vivíamos era uno de esos modernistas de finales del XIX, y que se había reformado hacía unos pocos años. Al salir del ascensor estuve un rato mirando las molduras originales de yeso, en el descansillo, que aún se conservaban bien. La luz de la tarde entraba por la claraboya superior, una cristalera con motivos orgánicos y que iluminaba ampliamente el lugar en el que me encontraba, y que no era otro que delante de la casa de mi madre. En realidad todos aquellos detalles arquitectónicos me importaban un pito. Estaba haciendo tiempo porque me sentía aterrorizado de abrir la puerta.
Si el otoño se había aliado con la pandemia para teñirlo todo de una melancolía silenciosa, mi relación con mi madre no era muy distinta. En las últimas semanas había cambiado mucho y de igual modo tenía un aspecto crepuscular y de fin de la inocencia.
La transformación había comenzado por un juego. Un simple juego al parchís que nos llevó a mi madre y a mi a traspasar un umbral prohibido. Pero para nuestra sorpresa, toda aquella muestra de deseo nos pareció hermosa y profundamente natural. Abandonarse al otro fue una manera de expresar amor y no había nada reprochable en ello.
O eso debería haber sido, porque estaba claro que yo no había entendido nada en absoluto. Y me faltó tiempo para destrozarlo todo, dejándome guiar por un instinto de dominación mezquina y placer egoísta impropio de lo que allí se estaba fraguando.
Mi madre era hermosa. Pero su atractivo no provenía solo de aquel físico agraciado, sino de su porte, de su contenida elegancia. Esa falta de estridencia suponía un tipo de belleza casi moral que me abrumaba. Y ante semejante impacto uno tenía dos opciones. O intentar embarrar, ensuciar y vejar aquello ante lo que uno se considera muy inferior, que era la opción infantil por la que yo había optado. O muy al contrario, admitir la mediocridad y admirar esa raras cualidades que de vez en cuando uno se encuentra en la vida. Al fin y al cabo, no hay nada que otorgue más sentido a nuestra confusa existencia que la presencia de la belleza misma.
Plantado en el descansillo de la escalera, pensaba en todo esto. Cuando saqué la llave de casa tuve que respirar profundamente, porque me estaban temblando las piernas.
Nada más abrir la puerta vislumbré luz en el salón. Se escuchaba una música suave que no logré reconocer, y que parecía de un discípulo de Miles. En la mesa de centro había una copa con media cerveza y un móvil apagado a su lado. Mi madre estaba recostada en el sofá leyendo, con sus pies desnudos sobre los cojines. Llevaba un vestido ligero blanco, de vuelo, abotonado en el centro y que parecía hacerle sentir muy cómoda en aquel ambiente.
Levantó su mirada. Me observó en silencio mientras colgaba mi ropa de abrigo y me deshacía de los zapatos. Mientras me acercaba al sofá no dijo una sola palabra. A diferencia de mi respiración, la suya parecía tranquila como si hubiese estado esperando ese momento hacia muchos días.
Me senté en el otro extremo del sofá, donde permanecí mirando al suelo, buscando en los dibujos de la alfombra las palabras más adecuadas. Y entonces empecé a hablar, y no quise ahorrarme nada.
Le hablé de mi confusión y extravío. Le hablé de mis dudas y de mis frustraciones. Mis palabras iban saliendo con claridad y precisión. Intentaba explicarme lo mejor posible y hasta descubría muchas cosas en las que ni siquiera había pensado hasta ese momento. Le hablé de como me había sentido al mancillar nuestro vínculo, de como lo había echado todo a perder. Hablé de amor y de lealtad. Y también le hablé de pasión, de excitación y de deseo.
No sé cuanto tiempo estuve allí, hablando y parloteando. Puede que fuesen quince minutos. Puede que una hora entera. En ningún momento me interrumpió. Yo escarbaba y expulsaba toda la basura acumulada durante todas esas semanas y que tanto me había estado haciendo sufrir por haberla perdido para siempre. Dejé de hablar porque creía que ya no me quedaban más palabras. También porque me sentía, de repente, agotado.
Cuando la miré por primera vez, lo que me encontré no fue una mirada de desprecio, como había esperado. Tampoco de asombro o de duda. Me encontré una mirada de enorme e infinita ternura, que me observaba sin apenas pestañear.
Un coche pasó y murmullos inaudibles se escucharon por las aceras.
—Ven aquí —fue lo primero que dijo.
Con un poco de miedo me incorporé en el extremo del sofá y me senté cerca de sus pies desnudos. Dejó el libro que estaba leyendo en la mesita de centro y alargó un brazo en mi dirección.
—Acércate más—insistió.
Cuando estuve a su alcance, unos brazos rodearon mi cuello y me atrajeron hacia ella, hasta envolverme en un maravilloso abrazo. Cerré los ojos, y reposé mi cabeza sobre su pecho.
—Lo siento… —dije, completamente compungido.
—Ya pasó, ya pasó, todo está bien, cielo… —decía mientras acariciaba mi cabello y me besaba en la frente.
Notaba como me iba quitando la enorme presión de encima, como si volviese a entrar en una ensoñación maravillosa, y recobrase la energía perdida.
No sé cuanto tiempo estuvimos así, abrazados. Podía sentir su pecho respirar, el calor de su cuerpo, y deseé que ese momento no terminase nunca.
Levanté mi rostro y quedamos mirándonos a los ojos largamente. Así, tan cerca, se podía adivinar unas pequeñas pecas en su mejilla. Sus oscuras y largas pestañas te podían transportar sobre ellas, como en uno de esos cuentos de la Alhambra de Washington Irving.
Sonriendo, se acercó muy lentamente y me dio un pico en los labios y que no rechacé.
Tras el estremecimiento que me produjo, me envalentoné y se lo devolví, sólo que yo me demoré un poco más, encandilado por el tierno mullido de sus labios. Su mirada era hermosa, llena de afecto, expectante. Sus ojos brillaban. Volví a besarla, mientras mi madre seguía acariciando mi pelo. Pero en esta ocasión ella cerró sus ojos y yo mantuve mis labios mucho más tiempo sobre los suyos.
Uno de sus brazos rodeó mi cuello y su otra mano me acarició ligeramente la mejilla. El tacto de su mano era frío, y la sentí placentera, como cuando uno encuentra el lado frío de la almohada y hunde allí su cara. El beso se hizo ya prolongado y nuestros labios se fueron abriendo con lentitud.
Hacía no menos de una hora recorría las calles extraviado en este mundo incierto y hostil, y ahora todo lo que me envolvía era calor y suavidad.
Nuestras lenguas realizaron un breve acercamiento. La suya era fresca y húmeda, y se encontró con la mía, prudente y atemorizada. Pero fuimos cogiendo confianza y al poco estaban retozando juntas, enroscándose, y disfrutando de sus texturas. Una ola de calor invadió mi cuerpo, mi polla empezó a recibir la primera ráfaga de sangre, que entró como impulsada por un pistón, dándole suficiente firmeza como para que mi madre la sintiese y se riese, sin apartar por ello nuestras bocas.
Me retiré para poder mirarla unos segundos, visiblemente atemorizado por lo que sabíamos que iba a suceder. Sacó brevemente la lengua de su boca y yo hice otro tanto con la mía. Mirándonos a los ojos jugamos con sus puntas a la intemperie, fuera de casa, pero inmediatamente nos lanzamos ya a un beso profundo, intenso y fogoso.
Me comía sus labios, me interesaba por sus comisuras, lamía su húmeda boca y le mordía el labio inferior. Recorrí besando su hermosa cara, descendí por su barbilla y me entretuve en su cuello. Comencé a desabotonar aquel vestido blanco fino, mientras ella acariciaba mi cabeza viéndome hacer, con la respiración cada vez más agitada.
Cuando llegué a la altura de sus senos abrí el vestido, como quien separa el plástico de una bolsa de naranjas y allí estaban aquellos dos formidables pechos, que fui lamiendo y cubriendo de besos hasta llegar a los pezones. Me esmeré rozándolos con la punta de mi lengua, embadurnándolos de saliva y mordiéndolos suavemente hasta ponerlos duros como las puntas de un cruasán.
Sé que os vais enfadar mucho conmigo y que vais a valorar muy negativamente este relato. Pero es que lo que sucedió a continuación deseo reservarlo para mi exclusivo recuerdo, y no quiero compartirlo con nadie.
Ni se me ocurriría contar cómo terminé de desabotonar aquel vestido por completo, que se abrió como un lirio, dejando al descubierto el deseado cuerpo de mi madre que respiraba profusamente, subiendo y bajando su pecho maravilloso.
No quiero relatar como ayudé a deshacerse de aquellas braguitas de encaje blancas. O la manera arrebatada en la que me quitó los pantalones y calzoncillos, que arrojó lejos del sofá, para realizarme un trabajo bucal en mis pelotas y mi polla, sin mimos ni contemplaciones, embadurnándolos de saliva viscosa y que me hizo retorcerme de placer.
O cómo mi madre se desprendió por completo del vestido, para mostrarse en su absoluta y perfecta desnudez, colocándose a horcajadas sobre mi cintura, mientras entrelazábamos nuestros dedos, y nos besábamos, chupábamos y mordíamos con furia.
Nunca podré olvidar el momento en el que mi madre se puso en cuclillas, como esas diosas indias de la fertilidad, abiertas de piernas de par en par, ofreciéndose sin reservas a mi pasión.
No debería ni hablar de mi nerviosismo al ver cómo su mano derecha, la de la pulsera plateada, buscaba y agarraba mi pene, que estaba enormemente lubricado y resbaladizo, y lo iba frotando contra su vulva suavemente, una y otra vez, hasta encontrar la posición exacta de su entrada. Me quiero reservar en exclusiva esa imagen terriblemente morbosa de mi madre que, en perfecto equilibrio, empezaba a meterse mi inmensa polla dentro de ella, y daba comienzo a una lenta y agónica penetración.
Como aquel coño que yo había ayudado a depilar y que se me mostraba abierto, jugoso y brillante, iba bajando y bajando, centímetro a centímetro, engullendo mi polla y arrastrando a su paso regueros de saliva, flujos y restos de babas, como una avalancha de nieve que se lleva todo a su paso, en una caída lenta y devastadora, que me parecía no acabar nunca.
Ni debería dejar aquí escrito cómo sólo y tan sólo cuando su coño llegó al final de mi polla, se dejó caer, tragándose lo poco que ya quedaba, enterrándome por completo dentro de ella, y emitiendo un largo y profundo suspiro, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, sintiéndose llena por completo de mi.
Recuerdo que nos quedamos así un tiempo indefinido. Donde no se movió ni una mosca. Hasta que mi polla notó una oscilación de un par de milímetros, tal vez más, lanzándome descargas de placer, que me hizo entornar los ojos. O cómo a ese primer deslizamiento, se sumó otro. Y luego otro. Cada vez más gráciles y atrevidos.
Recuerdo la llamada de mi polla, anunciándome a gritos que la follada había comenzado. Y cómo mi corazón, que hasta entonces había estado paralizado de la emoción, empezó a latir con violencia, mientras sus manos se apoyaban en mi pecho, y acariciaban mi cara, introduciendo algunos dedos en mi boca, que chupé con fruición. Y aquel vaivén, que era suave y sin prisas, de atrás para adelante y sin brusquedades, empezó a cobrar vida. Al igual que esas locomotoras de vapor antiguas, que empiezan a desentumecer sus pistones, poco a poco, y van cogiendo más y más velocidad.
Debería callar cuando mi madre empezó a follarme cada vez más rápido, cada vez más fuerte, cada vez más intenso, y yo veía mi polla aparecer y desaparecer en una suerte de sube y baja, en un vaivén endiablado, con líquidos y fluidos blanquecinos que emanaban de su interior y se derramaban por el tronco y mis pelotas. Recuerdo que quería ver su cara de placer, su arrebato orgásmico, sin embargo sus ojos entrecerrados permanecían atentos a todas mis reacciones, mientras le daba un ritmo atroz a su cintura, que parecía moverse al margen del cuerpo.
Y cómo sentía mi orgasmo llegar y no pensaba guardarme una sola gota en mi interior, con la única obsesión de poder llenarla por completo, expulsando todo mi semen hasta que le saliese por todos sus orificios.
—¡Mamá, no pares. No pares por favor…! —empecé a suplicar entre gemidos desesperados mientras ella, muy lejos de parar, continuó follándome ya bestialmente, a toda pastilla.
—Diossssssss… mamaaaaaaá joderrrrrrr…— grité desesperado, cegado ya por un placer que creía imposible en este mundo terrenal. Empecé a expulsar litros y litros de semen por mi polla, que se internaban en las entrañas de aquella mujer que para mi ya era el centro del universo.
Recuerdo espasmos y más espasmos de aquel orgasmo interminable, de aquel placer indescriptible mientras ella acompañaba cada nueva contracción con un golpe de cadera, que lograba ordeñar mis cojones, hasta que consiguió vaciarlos por completo.
Y cómo solo, cuando estuvo segura de que ya no quedaba una sola gota más que exprimir, se derrumbó sobre mi pecho, agotada, sudada, exhausta, con el pelo revuelto, dejando mi polla perdida en su interior, bagando libre por el espacio sideral.
No olvidaré nunca la sensación de fascinante plenitud que se apoderó de mi. Y que estuvimos en esa postura más de cinco minutos, recobrando el pulso, llenando los pulmones de aire para volver a la vida. Y al sacar mi pene, un reguero de leche salió de su interior y que ella no se molestó en ocultar.
Me llevaré hasta el final de mis días la imagen de mi madre, minutos más tarde, que como si estuviera despertando de un largo sueño abrió los ojos, y me besó en la cara, al tiempo que me daba pequeño pellizco en la mejilla.
—No sabes lo que te he echado de menos, campeón —dijo sonriendo.
Por la noche, después de ducharnos, nos tiramos en el sofá, envueltos en albornoces. Mi madre se apoyó en mi hombro y estuvimos comiendo de boles de cereales mientras fingíamos ver una película en la tele.
Toda la noche nos estuvimos acariciando y follando, hasta que nuestros cuerpos no podían más. Parecíamos aquellos duelistas prusianos, derrotados y exhaustos, arrastrándose por el barro sin apenas fuerzas para levantar el sable.
Estuvimos durmiendo hasta las cuanto o cinco de la tarde del día siguiente.
—¿Pero tu sabes qué hora es?— dijo mi madre alegre al despertar, mientras miraba acelerada los mensajes en su móvil. La luz crepuscular de las primeras farolas se filtraban por las persianas. El domingo se había ido, pero la semana no había hecho más que empezar.
Esos días fueron la hostia.
—
La mayoría del tiempo me lo pasaba en casa. Solía ducharme a mediodía y cambiarme de muda, pero el resto de la jornada consistía en dormitar e intentar leer algo o ver alguna película. Ese lunes recibí algún mensaje de Sandra desde Asturias. ¿Quién narices era Sandra? y también de colegas que enviaban memes sobre políticos y que yo no acababa de entender, más que nada porque no sabía quién era toda esa extraña gente.
También recibí un mensaje de Teresa, muy breve:
—¿Estás bien? —que me enterneció y a quien respondí de inmediato.
—Ya lo creo —y que me devolvió con un emoticono.
Por las tardes solía pasear un rato, para estirar las piernas, aunque las recomendaciones oficiales eran las de salir lo menos posible de casa. Muchas veces me acercaba al Parque del Retiro, a tomar un poco de aire fresco y encontrarme con la naturaleza. De regreso a casa conseguía diferentes alimentos para poder tener cenas saludables.
A la noche mi madre llegaba tras las jornadas de trabajo, y tras quitarse la ropa pasábamos un buen rato en la isla, charlando y comentando anécdotas de la jornada. Luego, tras realizar la higiene, nos íbamos a la cama a follar. Su única preocupación era que las mañanas del lunes y el miércoles fuese a mi habitación, ya que había que evitar que Maruchi pudiera sospechar mientras hacía la limpieza. Pero el reto de las noches dormíamos juntos. Después de hacer el amor en las posturas más diversas, caíamos agotados y mi madre se refugiaba en mis brazos, pegando su espalda a mi cuerpo, mientras entrelazaba mis dedos con los suyos y me deseaba las buenas noches.
—Hasta mañana, campeón —eran siempre sus últimas palabras antes de cerrar los ojos.
Una noche, mientras se desvestía, mi madre me comentó que había hablado con mi padre por teléfono y que le había informado que se iba a casar con Teresa.
—¿Tú sabías algo? — me preguntó mientras colgaba la ropa en el armario
—¿Yo? no, no tenía ni idea —mentí desde la cama, aunque no fui muy convincente.
Mi madre supo de inmediato que sí que lo sabía. Pero al cabo de unos segundos sonrió, probablemente imaginando que me lo había callado para no preocuparla.
—“Te salió bien, pendejo” —es lo único que me dije.
El viernes quizá fue la noche algo más inusual, pero creo que se debió a que antes de cenar nos fuimos tomando unos gin-tonics que se nos subieron demasiado rápido a la cabeza y acabamos follando salvajemente en el suelo del salón. Luego se nos hizo muy tarde en la cama, charlando y dándonos mimos, hasta que nos dormimos.
El sábado por la mañana me hice un poco el remolón, pero mi madre vino a levantarme sin miramientos:
—¿Piensas estar todo el día en la cama? —dijo. Como en los viejos tiempos.
El desayuno ya estaba servido en la mesa y estuvimos organizando el día y repartiéndonos las tareas. Me comentó que por la tarde iba a quedar con Clara. También que estaba muy feliz de que hubiese llegado el fin de semana, para poder pasar más tiempo juntos.
Pero esa noche no fue como ninguna otra noche anterior.
—
Cuando mi madre llegó de la calle me dijo que estaba molida de caminar. Se quitó abrigo, la chaqueta clara y se desanudó una especie de pañuelo o cinta ancha negra que rodeaba su delgado cuello y que contrastaba con el blanco de su blusa. Mientras se descalzaba las sandalias de tacón comentó:
—Uf, tengo los pies rotos. Voy a tomar un baño calentito. —Y tras una breve pausa añadió —¿Te metes conmigo?
Dí un salto del sofá, cogí su mano y tiré de ella en dirección al baño mientras se reía.
El baño era de esos antiguos, reformados. Muy grande y bonito. Habíamos dejado algunas luces indirectas encendidas.
Llenamos la bañera de agua muy caliente, y mi madre añadió algún tipo de gel y sales que lograron hacer un poco de espuma. Me desnudé a toda hostia y me metí de un salto, dejando la ropa tirada por el suelo. Pero tuve que esperar dentro, mientras mi madre la doblaba con cuidado y la dejaba sobre uno de los taburetes. Me dio un poco de vergüenza. Tomé nota para la próxima vez.
Se fue desabotonando la blusa, soltándose el cinturón y deslizando los pantalones por sus tobillos. Todo lo iba doblando con mimo, tomándose su tiempo, y lo iba depositando al lado de mi ropa. Y por un instante tuve la sensación de no estar compartiendo baño con ella, sino presenciando uno de aquellos momentos secretos de intimidad, cuando yo era casi un crío y me moría por poder espiar lo que ocurría tras esa puerta.
Lo siguiente que se desabrochó fue el sujetador blanco, liberando aquellos pechos que me parecían hermosos, con sus aureolas oscuras y sus pezones duros como puntas de tacos de billar. Tras doblar las bragas blancas, quedó sólo con su pulsera plateada en su muñeca y que emitía reflejos lunares dentro de la penumbra de aquellos vapores.
Cuando empezó a introducir su pie dentro, ya tenía un empalme de caballo. Hice hueco entre mis piernas y vino rápidamente a acurrucarse en mi pecho. La abracé fuertemente mientras la besaba en la cara.
Ella me cogía los brazos que la rodeaban y no paré de besuquearla hasta que conseguí hacer que se riera.
—Para, estate quieto, pesado —dijo cariñosa.
Esos días habíamos follado todos los días. Nuestros cuerpos habían sido recorridos por nuestras manos una y otra vez, sin descanso. Uno podía acabar viendo aquella anatomía como el de una mujer preciosa, una milf de ensueño que despertaba deseos a su paso. Sin embargo a veces me sobresaltaba cuando recordaba que era mi propia madre la que yacía en el lecho. Que aquellas manos eran las que me llevaban al colegio de pequeño, que aquella boca era la que me echaba la bronca cuando traía malas notas en el instituto, que aquellos brazos eran los que me arropaban en mis primeros desamores. Y una ola de confusión y extrañeza, así como de un inmenso morbo, se apoderaba de mi.
Disfrutando del agua y del calor, mientras nos acariciábamos y besábamos como dos amantes clandestinos, decidí preguntar, armado de valor, lo que me había estado atormentando estos días.
—Te quiero preguntar una cosa, pero tengo miedo de que te puedas enojar —dije, mientras recogía su melena hacia un lado para poder besar su cuello.
—Pregúntame lo que quieras —se volvió para besarme— prometo contestarte.
—Tiene que ver con algo delicado, algo que me ronda la cabeza y que me mata de dudas desde entonces —dije cauteloso.
Mi madre se me quedó mirando a los ojos con la cabeza ladeada. La postura había dejado de ser cómoda, así que se dio la vuelta en el agua, como una sirena, para quedar boca abajo y apoyar su barbilla en mi pecho.
—¿Y qué quieres saber exactamente? —me dijo, mirándome a los ojos, a pocos centímetro de mi cara, mientras mi enorme erección se acomodaba entre sus pechos.
—La noche de aquel sábado, cuando me pediste que te arreglara el pelo de tu chichi, notaba que estabas disfrutando y sentías mucho placer. Sin embargo, cuando te quise acariciar… ahí abajo, te mostraste muy tajante. Y eso que ni siquiera había empezado a hacer nada. Y no creo que sean prejuicios, porque tú no tienes mayor problema al hacerlo conmigo— dije lo más cuidadoso que fui capaz.
—Sí, bueno. No tuve una buena experiencia antes, solo eso —dijo sacando un brazo del agua para apoyar su barbilla en él.
Y continuó.
—Te voy a contar algo muy privado que me pasó con tu padre y que no sabe nadie —dijo mientras yo apartaba el pelo mojado de su cara. —Con tu padre disfruté mucho durante la primera época, al poco de casarnos. Era un arquitecto que empezaba tener éxito y viajábamos mucho. Nos alojábamos en hoteles maravillosos y hacíamos el amor todo el día —noté que me atravesaba un sable de celos. —Estoy segura que en uno de esos viajes me quedé de ti — comentó, mirándome divertida mientras se estiraba un poco para darme un pico en los labios.
Continuó con el relato.
—Pero con el tiempo tu padre se volvió más posesivo y autoritario. Un día se le metió en la cabeza la idea de tener sexo anal. La verdad es que nunca lo había practicado, pero me produjo cierta curiosidad.
Se quedó unos momentos en silencio, como añorando viejos tiempos o pensando en lo que iba a contarme a continuación.
—Esa noche empezó muy bien. Nos abandonamos al deseo e hicimos todo tipo de cosas.
—Ya me imagino —dije con un punto de ironía.
—Tonto —dijo ella ignorando mis crecientes celos. —El caso que cuando llegó el momento, empezó a prepararme. Al principio fue muy suave y tierno. Iba tocando la zona, intentando que me relajase y lograr que se dilatase. Pero cuando intentaba meter su pene, pues vaya, que no podíamos. Al principio nos reíamos, pero poco a poco empezó a impacientarse y a enfadarse. Cuanto más se airaba, más notaba que se me iban quitando las ganas de todo aquello.
Cogí un poco de agua caliente de la bañera, y la deslicé por sus hombros para que no se enfriasen.
—El caso que llegó a tal punto que empezó tratarme mal. Yo le respondía y me defendía de sus insultos y su rudeza. La verdad es que nunca imaginé ese carácter en tu padre. En un momento dado me cogió fuerte y me aprisionó de tal modo que apenas podía moverme — dijo mientras yo empezaba a tragar saliva.
—Lo siguiente que noté es un chorro de uno de los lubricantes que estábamos utilizando, así, a lo bruto. Inmediatamente sentí su polla encima, empujar y empujar sin piedad, hasta casi lograr entrar, pero yo me resistía y lloraba… Recuerdo que me di la vuelta y le calcé dos bofetadas. Si hubieras visto su cara de panoli que puso tu padre. Creo que nunca le habían dado dos buenas tortas y se quedó muy contrariado. Finalmente me dejó. Los siguientes días esperé algún tipo de disculpa, pero ya le conoces, es muy arrogante. A partir de ahí nuestra relación empezó a deteriorarse.
Yo escuchaba atentamente.
—Seguimos muchos años juntos, pero nunca más le volví a dejar probar mi culo. Fuimos un matrimonio disfuncional que se soportaba cada año a duras penas. Cuando ya fuiste mayor, me alegró mucho que se marchara de una vez por todas.
—Mierda, que mal me siento —fue lo único que pude decir, imaginándome tan cabrón como mi padre.
—Cielo, esto no tiene nada que ver contigo— dijo consolándome. —Lo del otro día me trajo muy malos recuerdos y me sentí decepcionada. Pero créeme, tu eres muy diferente a tu padre. Después de lo que pasó volviste arrepentido. Te abriste poniendo todo tu corazón en mis manos. Para hacer eso hay que tener mucho valor, y yo vi amor. —dijo mirándome con cariño. —Además te voy a confesar algo que he estado pensado estos días. Y es que si algún día me decido a dar ese paso, me gustaría que fuese contigo— comentó con una traviesa sonrisa.
En ese momento la polla, que había estado apagándose lentamente bajo el agua, empezó a removerse.
—Mamá, yo haré todo lo que me pidas, ¡como si no lo hacemos nunca!. Pero si quieres hacerlo, te prometo que pondré todo el cuidado. No hay prisa. Mañana, dentro de un mes o cuando quieras.
Se hizo un silencio, que ninguno quería romper.
—¿Quieres que lo intentemos…ahora?— dije con timidez.
—¿Eh? … No, cariño no. —se rió ligeramente nerviosa y noté como titubeaba.
Pasé la esponja por sus brazos y besé con suavidad su frente.
—¿Ahora…? —volvió a repetir. Notaba sus crecientes dudas internas.
Se hizo un largo silencio que se rompió cuando dijo:
—Uff, que narices, nene. Vamos a intentarlo ahora ¿te parece? —mientras se incorporaba de la bañera ante mi cara de estupefacción—. No sé si me va a gustar, pero por favor, vete con cuidado.
—Te lo prometo mamá. Me vas avisando y paramos cuando quieras— dije muy nervioso.
Estábamos en el baño principal, que apenas se utilizaba. Cada uno tenía el suyo en su habitación, y éste había quedado para raras ocasiones, como aquella primera vez que me depiló por completo. La enorme bañera y su amplitud resultaba excesiva para los usos habituales. De este modo, con el tiempo, este baño se había llenado de objetos decorativos. Alrededor de la bañera había una superficie suficientemente amplia como para que cupiesen todo tipo de cosas. Incluso había una planta en una de las esquinas y una escultura de un caballo de terracota, sujeto con un hierro a una peana. El caballo no tenía patas delanteras, y parecía una réplica arcaica de una cultura micénica, griega o lo que carajo fuese.
Mientras mi madre había salido de la bañera para coger algunas cosas de uno de los armarios del baño, aproveché para agarrar el caballito y dejarlo en una esquina del baño y que no se mojase. Siempre me había gustado esa pieza, pero opté por taparle los ojos y no dejar testigos en caso de fracaso.
Mi madre extendió una toalla en toda esa gran superficie, donde había estado la figura. Dejó también al alcance de la mano diferentes tipos de geles, aceites hidratantes y vaselina líquidas.
Hacía calor, nuestros cabellos estaban completamente húmedos. Mientras me miraba con curiosidad, mi madre aprovechó para peinarse, llevando toda su fabulosa melena oscura hacia su espalda. Luego volvió a entrar en la bañera de espaldas a mi, y se arrodilló. Se tumbó sobre la toalla, con su cabeza apoyada en los brazos, como si estuviese tomando el sol asomada a un balcón. Sus pechos reposaban sobre la toalla, y sobresalían a ambos lados, apretados por el peso de su cuerpo. Su cinturita contrastaba con sus caderas de mujer adulta. Su precioso culo se ofrecía ante mí.
—¿Vamos allá? —dijo mirándome sin levantar apenas la cabeza. Abrió ligeramente las piernas invitándome a empezar.
Con toda aquella operación yo tenía la polla dolorida de tanta excitación. Sin embargo le mandé un msm, que mi polla recibió a regañadientes, en el que le pedía paciencia. Pensaba tomármelo con mucha calma. Esta vez no iba a precipitarme y pensaba estar atento a la mínima señal adversa.
Mi experiencia en este tema era prácticamente nula. Confiaba en que mis lecturas de esta página hubiesen sido lo suficientemente instructivas y la peña hubiese sabido realmente de lo que estaba hablando. Tenía clara la primera lección; para empezar a dilatar un ano, lo primero que había que hacer consistía en ignorar el ano.
Mis manos cogieron agua caliente, un poco de espuma, y humedecieron sus muslos con suavidad. Luego con la esponja eché un poco de gel, y empecé a frotar con delicadeza a lo largo de aquellas piernas torneadas. Primero la izquierda, arriba y abajo, con mucha calma, y luego la derecha. Cuando terminé de enjabonarlas por fuera, comencé a pasar por el interior de los muslos. Iba subiendo todo lo que podía, pero me esforzaba por no llegar nunca a contactar con su depilada vagina, que parecía preguntarse por qué a ella no.
Enjaboné con mimo, como mi madre había hecho cuando yo era pequeño, y se demoraba tanto en mi espalda. Me estaba encantando verla sufrir.
Vi como mi madre cerró por completo los ojos y se iba relajando más y más, sonriendo satisfecha del camino que mis manos habían decidido tomar.
Cuando pasé la esponja, con un mínimo roce, por su chichi, noté como dio un breve brinco, y que se fue convirtiendo en ligeros estremecimientos tras cada nueva pasada. Estar completamente depilada hacía que la piel estuviese muy sensible y que cada poro fuese partícipe de las caricias. Continué jugando con la esponja. Con más cuidado que nunca la fui llevando hasta la entrada de su ano, donde daba pequeños toques, como si estuviese limpiando con algodón una pequeña pupa en el dedo.
—Mmmmm, cielo, me encanta lo que estás haciendo —susurró mi madre mientras se mordía el labio inferior.
El jabón y la espuma se derramaban por sus piernas. Y que yo recogía para volver a soltarla sobre su anatomía, para que sintiese el agua caliente aclarando la zona. Dejé la esponja a un lado y decidí iniciar el trabajo de mis dedos. Tras una pausa que generaba suspense, pasé el dedo indice por toda la raja de su coño, que noté humedecido y viscoso.
Por cada nueva pasada mi madre iba soltando breves suspiros, mientras seguía mordiéndose el labio inferior. Pequeñas gotas de agua que perlaban su rostro y acababan deslizándose por su hermosa cara.
Con el dedo indice y anular me aproximé al clítoris, que se sintió rodeado como el general Custer de los indios. Pero a diferencia de aquel, éste parecía de antemano rendido a mi presencia y permitió sin oposición que el dedo pulgar empezase a acariciarlo como quien comprueba un tejido oriental.
—Ufffff… —mi madre soltó un largo bufido, como avergonzada.
Mientras tocaba y rozaba con delicadeza toda su preciosa vulva, con mi otra mano fui abriendo una botellita de lubricante aceitoso. Desde unos diez centímetros de altura dejé caer un pequeño hilo que se derramó sobre la parte más alta de la raja de su culo. El líquido dorado, un tanto espeso, hizo contacto con su piel y fue siguiendo el curso descendente. Pasó por encima de su ano sin prestarle mucha atención, y continuó hasta el coño, que yo seguía tocando y acariciando.
Mi dedo pulgar sobre el clítoris también procuraba hacer pequeñas incursiones para adentrarse en la vagina, pero sin traspasar ese umbral.
Inesperadamente mi madre dejó la postura en la que estaba. Sin abrir los ojos, se incorporó apoyándose sobre sus codos. Cruzó ls dedos de sus manos mientras escondía el rostro sobre su pecho. Parecía que se había puesto a rezar, y no me pareció una mala imagen, si lo que pretendía era acercarse a una experiencia religiosa.
Mi otra mano empezó a tocar el interior del muslo. Pero tocar no sería la palabra más correcta, ya que me imaginé que aquella diosa tenía un halo alrededor. Y mi mano empezó a tocar ese halo a un milímetro de su piel, como esos aeroplanos que rozan la hierba sin llegar nunca a tocar el suelo. Recorrí todos y cada unos de los muslos, mientras iba ascendiendo, como llevado por una corriente eólica, hacia aquel culo perfecto que brillaba por la humedad y el sudor. Cuando decidí tomar tierra, tan sólo necesité un pequeño roce a lo largo de la raja del culo, y que mi madre respondió con un estremecimiento difícil de ignorar.
Mientras la paja que le estaba propinando a su coño ya era muy evidente, un dedo de mi otra mano empezó a tomar posiciones en el perímetro del ano. Primero fue alrededor, acariciando con mucho cuidado, acercándome con cautela.
El primer contacto con el ano fue breve y cariñoso. Como saludando y presentándome. Luego empezó a ejercer un poco de presión, sin dejar de hacer pequeños masajes circulares a tan pequeño y magnífico lugar.
—Joder nene, joderrrrrr —dijo mi madre sin poder encontrar las palabras exactas.
Dejó la postura en la que estaba y se volvió a tumbar, aplastando sus pechos sobre la toalla. Solo que esta vez echó sus manos hacia atrás y se abrió el culo todo lo que pudo, para que yo pudiera trabajar cómodamente. Seguía con los ojos cerrados y su rostro parecía como en otro lugar, aunque era difícil de ver porque el pelo húmedo tapaba su cara aquí y allá.
Aproveché ese cambio de postura para coger algo de gel lubricante y echármelo en las manos. Aunque eso no fue lo único que hice. Me di la vuelta y me puse boca arriba, de modo que podía muy bien empezar a pasarle mi lengua por aquel suculento fruto mientras mis dedos se ponían a la tarea. Mi lengua dio un repaso a toda la raja, llevándome las humedades salinas que había acumulado. Y luego, tras un par de chupones, empecé a devorar, con mucha calma, todo aquella maravilla que era su abierta y chorreante vagina depilada.
Lo primero que probé, después de unos minutos masajeando, fue a introducir la yema de un dedo. Lejos de lo que pensaba, no noté ningún cambio relevante, ni reacción en su cuerpo, excepto una respiración cada vez más agitada, probablemente fruto del nerviosismo al saber que había llegado el momento.
Mi lengua trabajaba ya la zona sin recato y mi boca comía hambrienta aquel coño tierno y babeante, que empapaba mi cara.
Fui introduciendo más y más el dedo dentro de su culo, que apenas encontró resistencia. El lubricante era viscoso y muy resbaladizo y sus manos abriéndome aquella puerta facilitaba la inserción. Dentro se notaba algo prieto y caliente. Cuando llegué al final del dedo, lo dejé unos segundos dentro, antes de volver a sacarlo. Esta vez con desesperante lentitud.
Mi madre no decía nada. Respiraba agitadamente mientras sus manos seguían abriéndome más y más aquel culo de Afrodita.
Volví a meter el dedo y a sacarlo varias veces sin perder por ello la cadencia lenta. Pero en cada nueva ocasión procuraba dilatarlo hacia los lados milímetro a milímetro, para ir haciendo espacio al segundo dedo. Cuando este quiso empezar a hacerle compañía, sí que noté ya algo de resistencia por parte de mi madre. Lo intenté varias veces, pero había algo de dificultad. Tuve que dejar la posición en la que estaba y salir de allí abajo. Pero mi madre metió rápidamente una de sus manos y continuó masturbándose.
Así, nuevamente de rodillas. Me unté la mano con abundante gel lubricante y mientras una de sus manos seguía separando un cachete, mi otra mano abrió el otro y empecé con paciencia de monje tibetano a acariciar y dilatar ese ano hasta conseguir introducir la punta de los dos dedos. Me tomé mucho tiempo trabajando la zona. Metía y sacaba con suavidad las falanges de los dos dedos. En cada ocasión ejercía una mínima presión separándolos, a modo de tijera, para ir ablandando y abriendo aquella madriguera que se iba rindiendo a mi tenacidad.
Lo más extraordinario es que, cuando consideré que era el momento de ir a por el tercer dedo, éste entró ya alegre y sin mayor problema, como si hubiese llegado a una fiesta como invitado de honor.
—Dios mío, dios mío, amor mío… —decía aquella mujer por la que tanto había sufrido las últimas semanas
Tres dedos ejercían ya una buena presión, y su entrada era ya tierna y receptiva, de modo que podía sacarlos y enterrarlos con relativa facilidad, mientras mi madre no dejaba de masturbarse frenéticamente emitiendo breves gemidos.
Pero como si hubiese sonado la campana del ring, paró de repente en seco. Saqué los dedos y sin siquiera mirarme se incorporó.
—Siéntate en la toalla —me dijo de pie.
Intercambiábamos el sitio sin perder un segundo. Me senté donde me decía, con las piernas abiertas, y mi polla quedando vertical, inmensamente dura e imponente, como si fuese la Torre Gálata emergiendo entre las casas de Estambul. Mi madre se puso justo encima, de espaldas a mi, y pude ver entre sus piernas como su pulsera emitía un tenue reflejo en el momento que su mano cogía mi polla para colocarla en la entrada de su ano.
Así, con sus piernas ligeramente abiertas y arqueadas, sujetándose en la barra de la pared, fue ejerciendo presión descendente, intentando que mi capullo consiguiese derribar, de una vez y para siempre, aquella puerta prohibida.
Yo estaba transportado, llevado a otro nivel de conciencia. El mundo estaba en plena pandemia, la geo-estrategia amenazaba con cambiar el orden mundial, pero a mi me daba todo igual, porque estaba habitando desde hacia una hora, en un mundo paralelo. Aquel caballo de terracota se me antojó el caballo abandonado tras ganar Troya, y como si fuese Odiseo, me había rendido a los encantos de Calypso en la isla del olvido y el placer.
Cuando el glande logró abrirse paso y dilatar el anillo de la entrada, hubo un respingo general y mi madre se quedó como quieta, antes de sacarla por completo. Pero no íbamos a desistir llegados a este punto. Volvió a recobrar la postura y a colocar el capullo en su culo. Tomó aire, e inició el descenso… y esta vez sí entró. Lenta, inexorablemente, su culo empezó a ser penetrado por mi polla.
Lo que vino a continuación desearía no olvidar en mi vida, y que antes de morir fuesen una de esas imágenes que regresaran a mi mente antes de espicharla.
Su culo empezó a descender muy lentamente, como saboreando mi polla, como recreándose en cada centímetro que se había ganado con tanto esfuerzo. Mis manos estaban en su cintura y acariciaban su espalda o los laterales de sus pechos que asomaban a los lados. Aquel culo descendía arrastrando flujos, y babas, y lubricante, mientras mi madre no dejaba de masturbarse y resoplar. Cuando ya había llegado un poco más de la mitad, hizo una pausa, como para tomar aire, y entendí que necesitaba un poco de ayuda. Esperé un largo momento mientras mis manos descendían hasta sus glúteos. Una vez allí los abrí todo lo que pude, como quien abre una hogaza de pan. La imagen de mi polla ensartada en su redondo ano me resultaba brutal y maravillosa.
Mi madre continuó el descenso, agradecida por la ayuda, hasta que sus glúteos acabaron tocando la base.
—Ooooooooooooooooohhh—se le escapó en un largo bufido mientras se derrumbaba sobre mi pecho, apoyando su cabeza en mi hombro, como desmayada, mientras respiraba agitadamente.
Yo aproveché para besarla, abarcar con mis manos los senos que empecé a acariciar. Ella resoplaba y se dejaba hacer con los ojos aún cerrados, transportada a una dimensión paralela de los sentidos. Al cabo de unos minutos, acostumbrada ya a mi polla insertada en su interior, consiguió abrir sus ojos y mirarme. Su expresión era magnífica, fascinante. Sus ojos brillaban y el deseo y la excitación parecían salírsele por el iris. Una sonrisa iluminaba su cara.
—Te quiero, mi cielo —me dijo mientras nos fundíamos en un húmedo beso.
La postura me permitía tocarle el coño. Ella se dejaba hacer mientras seguíamos dándonos lengua. Su chichi parecía una esponja saturada de gel, de lo humedecido y resbaladizo que estaba. Resultaba extraño sentir la presión en mi polla y al mismo tiempo estar tocando un chichi libre de penetración.
Se volvió a incorporar nuevamente sobre mis piernas, y comenzó un movimiento, ligero y tímido al principio, como tanteando el terreno, y que se fue convirtiendo en algo más intenso. Se iba balanceando adelante y atrás, pero pronto empezó a subir y bajar. Primero era un centímetro lo que se levantaba, antes de dejarse caer. Pero al poco tiempo fueron dos centímetros. Luego, tres, cuatro… Y sin que me diera cuenta estaba botando, subiendo y bajando a lo largo de toda mi polla, como si no hubiera un mañana.
Veía sacarse casi por completo mi polla de aquel delicioso ano, que hacía media hora había sido completamente virgen, para luego dejarse caer a plomo sin contemplaciones. Subía y bajaba, subía y bajaba. Era como si me estuviese haciendo una paja con toda su furia, cambiando de ritmo, de lento a rápido, hacia delante y hacia atrás, suave y muy lentamente a veces, para de repente pasar a cabalgarme como si no pudiera ya esperar más. Bufábamos y gemíamos sin recato. Mis manos en su cintura o abriéndole los glúteos. Ella masturbándose frenéticamente o trabajándome los putos huevos. Cuando podía mirar hacia abajo podía ver mi polla aparecer y desaparecer como por arte de magia: ahora esta, ahora no está. Una dos tres, una dos tres..
El ritmo ya era endiablado. El agua agitada lo salpicaba todo y el vapor y condensación empañaba nuestro juicio.
Chof, chof, chof, chof, chof.. era el único sonido que retumbaba en aquel baño y que se incrementaba a cada segundo. Mi madre era toda una máquina de follar.
—Mamá, me voy a correr, me voy a correrrrrrrr…—dije sintiendo la ardiente lava de ascenso.
Mi madre hundió toda mi polla en su culo y su cuerpo se tensionó brutalmente, echando su cabeza hacia atrás. Sus piernas comenzaron a experimentar un calambre eléctrico salvaje que la agitó en convulsiones deliciosas. Toda la enorme corrida que había estado guardando desde que nos metimos en la bañera salió a borbotones, una catarata que escupía todo su caudal acumulado y que rellenaba su interior.
—¡Hijooooooooooooooooooooooooooooo …! —gritaba desconsoladamente.
—Mamaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaá… —respondía borracho de placer.
Y de repente, en lo más álgido de nuestro orgasmo, ocurrió la epifanía. Nuestros cuerpos se quedaron paralizados en lo más alto, en un punto indefinido del tiempo y el espacio. Como la nave de Neo y Trinity, que tras salir de las nubes, por un segundo, descubren maravillados los cegadores rayos de Sol… antes de volver a las tinieblas.
El aire entró fuertemente en nuestros pulmones. Mi madre se dejó caer en mis brazos que la sujetaron fuertemente, al tiempo que nos resbalábamos por el borde de la bañera hasta sumergirnos en el el agua vaporosa.
Había sido una corrida gloriosa.
Permanecimos varios minutos en aquella posición, envolviéndonos del calor del agua, medio atontados. Notaba mi pene dentro de su culo, en sus ultimas palpitaciones reflejas, que no quería perder su rigidez.
Cuando, como saliendo de un trance, mi madre llevó una de sus manos hacia atrás para acariciar mi cara, supe que estaba regresando de un lugar muy lejano. Me dejé tocar el rostro y chupé sus dedos.
Luego hizo un movimiento para poder sacarse el pene, que con cuidado fui extrayendo de su culo. Y ya sí, en el momento que estuvo fuera, se dejó caer sobre mí pecho, viendo su rostro con una maravillosa expresión de felicidad.
—Eso estuvo bien—es lo único que atinó a decir.
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CODA al capítulo 4
Apenas hablábamos, de vez en cuando se giraba y nos besábamos. Sonreía y volvía otra vez a abandonarse en mis brazos.
—Ha sido bestial —atinó a decir.
—¿Te lo imaginabas así? —pregunté, mientras acariciaba aquellos pezones como moras negras.
—Para nada. Me he sentido completamente llena de ti. Ha sido peligroso.
—¿Peligroso?
—Peligroso, porque creo que esto puede ser terriblemente adictivo.
De vez en cuando sacaba uno de sus brazos y se lo frotaba con un poco de agua, como si estuviese limpiando restos de la batalla. Se miraba las manos, entrelazaba sus dedos con los míos. En esa tenue luz del baño, su pulsera era lo único que emitía reflejos. Nunca le había preguntado por ella.
—¿Desde cuando llevas esa pulsera? Creo que nunca te he visto sin ella —pregunté con curiosidad.
—Sí, es cierto, nunca me la quito —comentó mientras sacaba el brazo del agua y se la quedaba mirando. —Lleva conmigo desde que tenía tu edad.
—¿Te la regaló papa?
Se giró brevemente sonriendo.
—Noooo, que va. Fue otra persona. Prometí que la llevaría siempre conmigo.
Desde luego yo no tenía ni idea de quien era esa mujer. Su pasado parecía lleno de aventuras misteriosas y yo me moría de curiosidad. Con la mano izquierda se la fue sacando lentamente, hasta que la tuvo entre sus finos dedos. Nos quedamos los dos mirándola. Así como la parte exterior era curva, en el interior era lisa, pero no fui capaz de encontrar ninguna inscripción.
—Creo que no hay mejor manera de representar la perfección que un circulo puro —dijo como pensando en voz alta.
Después de unos segundos volvió a introducírsela y dejó que se deslizara lo largo del brazo.
—Sí —añadí. Además te queda supersexy — dije mientras hacía notar mi pene creciendo debajo del agua.
Se sonrió, mientras movía la mano juguetona con el agua y juntaba la poca espuma que ya quedaba en la bañera.
—Me costó un montón encontrar una parecida para regalársela a Teresa —dije sin pensar en lo que estaba diciendo.
De repente noté una tensión en su cuerpo. Se hizo un silencio muy incómodo y se giró para mirarme.
—… ¿y por qué le has regalado una pulsera a Teresa?
Se separó de mi pecho para mirarme fijamente. Se hizo un largo silencio en el que no moví un solo músculo.
—¿No te la habrás tirado?
Supe en ese momento que había cometido una equivocación. Que me quedaban millas de vida para aprender de una vez por todas a cerrar el puto pico. Aquellos cuatro o cinco segundos, en los que no sabía qué decir, fueron suficientes para que ya no fuese una pregunta, sino una confirmación:
—¡Te las has tirado!- exclamó mientras se ponía de pie en la bañera.
Empecé a balbucear cosas absurdas, que no, que si, que si no se qué…, mientras ella cogió una toalla y salió a la alfombrilla del baño.
No puedo saber de donde saqué el coraje. Esas semanas había descubierto que si vas de cara cuando toca ir de cara, es muy difícil que, si bien no salgas del todo airoso, al menos evites acabar arrastrado por el fango. Mientras ella se cubría con el albornoz, empecé a hablar de corrido:
—Mira mamá, sí. No follamos, pero es cierto que tuvimos una relación sexual. La verdad es que estaba desesperado y Teresa, sin conocerme de nada, consiguió que me sintiera a gusto y protegido. Tú no la conoces. Le he cogido mucho cariño. No dejaba de pensar en ti a todas horas y estaba muy jodido. Salí un día a despejar la cabeza y en una joyería vi una pulsera parecida a la tuya y se la compré. Necesitaba sentir e imaginar que aquellas manos que me tocaban no eran las de ella, sino las tuyas . Que eras tú quien me acariciaba. No sabes lo que te te echaba de menos, cuánto te deseaba. Sé que es una locura, pero no he podido dejar de pensar en ti mientras estaba con ella.
Aquella confesión la detuvo en seco. Se quedó mirándome, como calibrando si lo que estaba diciendo era verdad o una trola para salir del paso. Pero lo que acababa de decir tenía un cierto sentido y sonaba a sincero. Una ligera sonrisa apareció en la comisura de sus labios.
—Que se joda tu padre —dijo mientras pasaba su mano por mi nuca y me daba un beso en la mejilla.
Luego se estuvo peinando el pelo durante un buen rato, mientras parecía canturrear por lo bajo. Recogió su ropa, pero antes de abrir la puerta se detuvo en seco, con el pomo de la puerta en la mano.
—¿No sabrá Teresa lo nuestro…?
Me quedé mudo, callado. Dijera lo que dijera me iba a meter en problemas. Haberle contado lo nuestro a Teresa no había sido una idea brillante, pero por aquel entonces me sentía tan desconsolado que sí me lo pareció. No dije ni una sola palabra. En boca cerrada no entran moscas y todas esa mierdas… pero sin responder ya estaba respondiendo.
—Joder hijo, cómo te pasas.
Cenamos en la isla de la cocina. Pedimos algo oriental por teléfono. Había empezado a cogerle el punto al sushi, al ramen y ese tipo de basuras. Allí sentados, mientras dábamos buena cuenta de aquellos platos, no dejaba de pensar que ella llevaba mi corrida dentro, guardada en su interior más profundo.
Cuando ya estaba recogiendo las cosas para ir a la cama, mi madre comentó desde su dormitorio, como lo más normal del mundo:
—Voy a invitar a Teresa a tomar un café. Ya que ahora va a ser tu nueva mamá, creo que es buena idea que nos vayamos conociendo un poco.—dijo desde su habitación—. ¿Cuento contigo el próximo sábado?
Apagué las luces el salón y fui al dormitorio donde mi madre ya se quitaba el albornoz. Me acerqué por detrás y la abracé fuertemente, mientras le daba un beso en el cuello.
—Cuenta conmigo. Pero no lo olvides nunca: tu eres mi única madre— le dije al oído.
Aunque giró su cara, pude ver como sonreía feliz.