La pulsera de mamá. (3)
No puedo quitarme a mamá de la cabeza.
Capítulo 3
Tokio Blues
A la mañana siguiente me levanté más pronto de lo habitual, pero mi madre ya había salido. Me acerqué a su habitación. Todo estaba recogido, no había ni rastro del desastre de la noche anterior.
Me preparé un café mientras revisaba el correo y leía los mensajes del móvil. Vi que había unos cuantos de Sandra donde me informaba del cierre perimetral de la ciudad. Me comentaba que ella pensaba subir a Asturias antes de que le pillase en Madrid encerrada conmigo. Así lo soltó, encerrada conmigo. Imaginé que era una despedida. Me dio igual. Efectivamente me había convertido en un miserable.
Esa mañana las calles del Barrio de Salamanca estaban vacías y los comercios cerrados. Los cayetanos estaban guardando sus chalecos verdes mientras las cayetanas sufrían en el espejo descubriendo nuevas raíces blancas en sus melenas teñidas y que iban a tener que esperar.
Me tiré toda la tarde en la cama, viendo algún capítulo de una serie, aunque era incapaz de concentrarme. Cada vez que escuchaba el ruido del ascensor, se me paraba el corazón. Me daba cuenta de que me había pasado mil pueblos con mi madre.
Cuando llegó por la noche, me encontró viendo la tele.
Me saludó con un punto de indiferencia y se fue a su dormitorio.
Esa noche apenas dormí. Cuando me despertaba quería recordar los momentos excitantes que había vivido con ella y hacerme una buena paja, pero cada poco me venía a la cabeza lo de la noche anterior. Me entraba una cierta congoja, y se me cortaba el rollo. La había cagado, pero bien.
Todas las noches eran iguales al llegar mi madre. Lo único que cambiaba era sus flipantes modelos de ropa. Que si un vestido midi estampado, que si un traje chaqueta ajustado. Qué clase tenía. Me encantaba cuando venía con el pelo recogido en una coleta alta, le hacía parecer mucho más joven. Se descalzaba, colgaba su abrigo, pillaba algo de la nevera y se esfumaba.
Empecé a sentirme muy solo y tremendamente jodido. El jueves descolgué el teléfono y llamé al tipo que me ingresaba dinero mensualmente. Contestó una dulce voz femenina. Pregunté por mi padre.
—Ahora te lo paso.
Mi padre se sorprendió un poco al escucharme. Estuvimos charlando un rato más largo de lo habitual. La verdad es que pensaba que iba ser más difícil hablar con él, pero se veía que estaba contento y la conversación se me fue haciendo agradable.
—¿Puedo quedarme unos días en tu casa? —dije sin haberlo pensado siquiera, llevado por un impulso.
Se hizo un silencio algo incómodo, pero puede que fuese porque yo nunca le pedía nada.
—Claro que si, chaval, ven cuando quieras, tenemos habitación de invitados. —Bajando un poco la voz añadió — además así te alejas de tu madre, que a veces resulta asfixiante.
No dije nada. Pensé que no tenía ni puta idea de cómo era mi madre. Dije que estaría allí al día siguiente y colgué.
Cuando a la noche llegó mi madre y terminó de quitarse el abrigo y dejar las carpetas sobre la isla, se sorprendió de la empanada gallega que había comprado, para que al menos pudiera encontrar algo decente.
—Mañana me mudo a casa de papá. Voy a estar allí unos días— dije atento a su reacción.
Se giró para mirarme durante unos segundos.
—Haz lo que quieras, ya eres mayorcito— dijo dándose la vuelta, dejando allí la empanada y se metió en su habitación.
Todo se había ido a la mierda.
Del Barrio de Salamanca al de Chamberí hay una tirada andando, pero me apetecía estirar las piernas.
Llamé al interfono del portal y me abrieron rápido, como si me hubieran estado esperando. Al salir del ascensor me encontré con una chica en la puerta. La verdad es que era guapísima. Me dio dos besos y me ayudó con las cosas.
—Hola, soy Teresa. Tu padre está ahora en el trabajo. Pasa que te enseñase la casa y tu habitación —dijo con una linda sonrisa.
Teresa era la novia de Papá. Debía de estar en sus primeros treinta, y pese a todo tenía un rostro aniñado. Su pelo rubio y sus increíbles ojos azules te dejaban balbuceando. No me había imaginado una pijita así, pero estaba claro que la profesión de mi padre seguía teniendo tirón.
Mientras me enseñaba la casa pude fijarme en cómo vestía. Llevaba una de esa falditas cortas escocesas y un jersey de cuello alto negro. Y pese a estar por casa, calzaba unas botas negras de caña baja. Una monada.
Me dejó instalándome en la habitación y se retiró al salón, donde había colocado su pequeño despacho. Durante esos días de pandemia era normal trabajar desde casa, mediante tele-trabajo.
Al atardecer dejó lo que estaba haciendo y se dirigió a la cocina. Al igual que en casa de mi madre, se trataba de una cocina separada del salón por una isla. Mientras trajinaba, me estuve recreando en sus gráciles movimientos y en la maña que se daba con los cacharros. Se lo tomaba todo muy en serio. Cuando me miraba, evitaba sus ojos azules, bastante intimidado.
Mi padre llegó al anochecer y cenamos juntos. Nos anunció que iba a pasar una noche en Valencia al final de la semana. Teresa dijo que cuidaría de mi y que no me faltaría el Colacao. “—Ya te vale, preciosa—“ pensé.
Teresa era en extremo perfeccionista. Y le gustaba tener razón en todo lo que decía. Si la cosa iba a más, incluso terminaba retándote.
— Eso no es así, ¿qué te apuestas? —solía decir desafiante.
Mi padre, probablemente más acostumbrado, aceptaba todas las apuestas.
— Si gano yo me sacas a cenar cuando acabe todo esto —decía Teresa. O también —si pierdes te encargas de fregar los platos luego.
He inmediatamente se ponía a buscar por el móvil.
—¡Ves, ¡te lo dije! ¡Lo sabía! —solía decir dando palmaditas de alegría. La verdad es que me encantaba verla reír así.
Las jornadas eran muy agradables cuando no estaba mi padre. Teresa se pasaba currando a tope y yo casi siempre vagueando en el sofá viendo cosas en el iPad.
Cuando descansaba se acercaba un rato y charlábamos de todo tipo de asuntos. Compartíamos muchos gustos, le gustaban películas y libros parecidos. Con las series discutíamos, aunque luego yo acababa echando un vistazo a lo que me recomendaba y reconocía para mis adentros que tenía razón.
Un día sonó el teléfono y lo cogió mi padre, que estaba a punto de salir a trabajar. Por la manera de hablar supe inmediatamente que se trataba de mi madre al otro lado. Charlaron unos breves minutos y colgaron.
—Caray con tu madre — dijo —Es la primera vez que llama en meses. Quería saber de ti. Pero cuando le he dicho que te pasaba el teléfono ha comentado que tenía prisa y ha cortado.
Sentí un dolor profundo y me quedé en silencio, jodido. No quería ni hablar conmigo por teléfono. Descubrí a Teresa mirándome por encima del ordenador. No dijo nada y siguió con lo suyo.
A la tarde Teresa vino a sentarse conmigo, como hacía siempre. Habíamos empezado a llevarnos muy bien. Se descalzó y recogió sus piernas sobre el sofá. Hablamos de cosas triviales. Hasta que se hizo un pequeño silencio.
—Me vas a disculpar, porque no es asunto mío. Pero esta mañana, cuando ha llamado tu madre, te he visto luego muy distinto. — dijo mirándome con ternura.
— Eh… si, vaya. Cosas nuestras.
Teresa creyó que iba a continuar. Se moría de curiosidad. Pero al ver que no lo hacía, prefirió hacerlo ella.
— Una vez tu padre y yo entramos en un restaurante —comenzó diciendo—. Vimos a tu madre en otra mesa, al fondo. Desde donde estaba podía verla con claridad. Caray, es super guapa tu mamá. ¡Parece una actriz de cine! — dijo sonriendo por la ocurrencia.
—Tu sí que pareces una actriz de cine —dije casi sin pensar.
Se quedó algo sorprendida por mi comentario.
—Ah, ¿sí? ¿Y a quién me parezco, si puede saberse? —dijo sonriendo.
— A Teresa Palmer —contesté inmediatamente.
—¿Eh? ¿Y esa quién es?
Saqué el móvil y estuvimos buscando fotos de la actriz.
—Fíjate en esta, aquí sois casi iguales, y en esta otra de la película de zombis mucho más. ¡Pero si hasta os llamáis igual! —Comenté con entusiasmo. Ella se fijaba en las fotos que le iban mostrando, pero de vez en cuando notaba cómo me miraba de soslayo.
—¿Así me ves?. Pero si yo soy algo más mayor… Caray, eres un cielo —me dio un beso en la mejilla.
Me quedé mirando sus preciosos ojos claros.
—Tu sí que eres un cielo —respondí, embobado con aquella muestra de cariño—. Mi padre tiene una suerte de la hostia, el cabrón.
—Ja, ja, ja. No creo que precisamente a ti te vayan a faltar novias. —dijo Teresa divertida—. Eres un encanto.
—Lo digo en serio Teresa. Me avergüenza decir que me equivoqué mucho al juzgarte al principio.
—¿Ah, si?. ¿Y como me veías? —preguntó, cada vez más interesada.
—Pensé que eras una niña pija consentida, una antigua alumna de mi padre. Pero a no ser que finjas muy bien, eres muy legal. —Me quedé un rato pensando—. Aunque bueno, eres tan buena actriz que a lo mejor estás fingiendo.
—Jajaja —rió Teresa, entendiendo el doble sentido —No soy buena actriz. Y por esa película de Zombis que me has enseñado, no creo que Teresa Palmer lo sea tampoco. Guapa a rabiar, pero actriz…
—No te creas, ha estado con buenos directores… no sé —me quedé un rato callado —con Malick, por ejemplo.
—¿Terrence Malick?. Venga va —contestó Teresa un poco extrañada —créeme, a tu padre y a mi nos gusta mucho el cine y te aseguro que esa chica nunca ha estado en ninguna película de Malick.
—Y yo te digo que estás en un error —contesté
Poco a poco vi aquella mirada desafiante de Teresa.
—Me juego lo que quieras. Esa actriz no ha estado en ninguna de sus películas.
—Pues acepto la apuesta. Un beso.
—¿Eh?… ¿que quieres decir?
—Me juego un beso si tengo razón —contesté.
Teresa se llevó la mano a la boca, más sorprendida por el morro que le estaba echando que por otra cosa. Pero creo que las ganas de tener razón le empujaron a seguir adelante.
—¿Y si gano yo? —preguntó
—Me encargo de hacer la comida.
—Hecho.
Nos dimos un apretón de manos. Sacamos los móviles y empezamos a buscar como locos. Yo había visto una peli reciente, en la que Christian Bale tiene un racimo de novias superguapas a lo largo de la peli, entre ellas Teresa Palmer, en un minúsculo papel.
Cuando le enseñé el móvil con la respuesta, la cara de Teresa era un poema.
—Vale, hachazo. Tu ganas.
Sin que esperase un segundo, me acerqué a su linda cara. Con mis dos manos cogí su rostro y le di un beso en los labios, que mantuve los siguientes cinco o diez segundos, saboreándolos y acariciándolos con placer, lo más tierno que fui capaz.
Cuando me separé, vi sus ojos brillantes, algo desconcertada.
—Caray con el niño este —dijo algo sofocada. —Besas bien…— Se hizo una pausa, donde no dejó de mirarme, hasta que añadió —¿Sabes que acabas de besar a tu futura madrastra?.
Me quedé muy sorprendido. Primera noticia. Mi padre se iba a casar con aquella monada. Qué cabrón.
Estuve ayudando a hacer la comida, hablando y riéndonos. La verdad es que se estaba muy bien a su lado. Me contó que había sido alumna de mi padre en arquitectura. Pero luego había podido ayudarle como asistente, que es cuando habían empezado a salir. Mi padre le había dicho que ya estaba divorciado de mi madre, aunque luego descubrió que no era así. Típico de mi padre.
Lo que me quedó claro fueron dos cosas:
1.Teresa era muy meticulosa con todo y le gustaba tener la razón.
2.Estaba algo obsesionada con mi madre. Cuando podía me preguntaba cualquier cosa sobre ella: que cómo era, que dónde trabajaba… aunque yo tenía mucho cuidado de irme de la lengua.
Cuando sacó el tofu, puse mala cara.
—¿No te gusta? — me preguntó.
—Para nada, odio ese tipo de quesos.
—Esto no es un queso. —dijo Teresa burlándose de mi —esto es de origen vegetal.
—¿Qué dices? Ni de coña.
— Jaja, — rió Teresa— ¡Apostemos!
Inmediatamente saqué el móvil y me di cuenta de que me había equivocado.
—Caray, tu ganas. Pero no hemos llegado a apostar nada.
—Cómprame algo bonito para compensar tu caradura —dijo Teresa sonriendo. —Y dame un beso.
Esta vez me puso la mejilla. Me la hubiera comido allí mismo, incluso acompañada de tofu.
A la tarde salí a dar un paseo sin dirección alguna, para quitarme la postura de aquel sofá en el cuerpo. Acabé deambulando por calles sin rumbo fijo. Algunos comercios estaban abiertos, aunque otros tenían la persiana medio bajada y había que llamar para poder entrar.
Me vino la imagen de mi madre, en la que no podía dejar de pensar, aunque poco a poco Teresa fue ocupando su lugar.
Bajo ese extraño otoño que traía vientos cálidos, me sentí como uno de esos personajes solitarios de las novelas de Murakami, enamorándose de lindas japonesas universitarias mientras recorre las calles de Tokio. Sólo que Teresa había dejado de ser una universitaria hacía años. Joder, como me ponían estas mujeres mayores que yo.
En un escaparate vi una pulsera casi igual que la de mi madre. Un estremecimiento de mi pene me sorprendió. Aquella forma circular metálica se estaba convirtiendo en una especie de fetiche sexual para mi. Sin pensar en el precio, pulsé le botón de la joyería y a los pocos segundos me permitieron la entrada. Total, iba a pagarla mi padre.
Cenamos pronto en la isla de casa. Mi padre comentó que al día siguiente tendría que estar en Valencia. Allí las restricciones no eran tan severas, y con un permiso de trabajo podría salir de la comunidad de Madrid. Parece que las construcciones de Calatrava seguían dando problemas y nos contó anécdotas que a duras penas me hacía reír.
A la mañana del día siguiente mi padre ya se había ido y todo fue de lo más normal. Al llegar al mediodía me levanté para hacer la comida y vi que Teresa me miraba por encima del ordenador. No necesitó decir más, me lo agradeció con una sonrisa y pudo seguir trabajando.
Después de comer me quedé frito en el sofá.
Cuando abrí los ojos había perdido la noción del tiempo. Teresa estaba sentada a mi lado. Parecía que llevaba un buen rato mirándome.
—Buenas tardes —dije frotándome los ojos.
—Buenas noches, querrás decir. —Inmediatamente miré través de las cortinas y pude ver el crepúsculo de Madrid.
— ¿Ha sido provechosa la tarde? —dije, mientras Teresa se tumbaba en el sofá con su cuerpo pegado al mío.
— Bastante. He adelantado un montón de trabajo. No tener distracciones alrededor ayuda a poder concentrarse.
Alargué el brazo a la chaqueta que tenía colgada en la silla y metí la manos en uno de los bolsillos.
— Te he comprado una cosa — dije mientras le daba una caja cuadrada oscura.
Teresa la cogió sorprendida y cuando la abrió se encontró una bolsa de tela aterciopelada. Sacó la pulsera, un aro perfecto plateado, sin ningún tipo de marca. Se la quedó mirando entre sus dedos.
— No deberías… caray, qué sencilla. Tienes buen gusto —me dio un beso en la mejilla mientras dejaba que se deslizase por su largo brazo.
Allí tumbados, sin mucho que hacer, hablamos de cosas triviales, de esto y de aquello. Se estaba muy bien a su lado y deseé que aquella tarde no terminase nunca. Y no sé cómo, acabamos hablando de alemanes y de nazis, que es donde acaban todas las conversaciones tarde o temprano.
—Nada que objetar sobre los nazis —le estaba diciendo a Teresa— pero luego en Occidente no tenemos ningún problema con apropiarnos de sus logros.
—¿De qué logros estás hablando? —contestaba ya enfadada, apoyada sobre uno de sus codos—. Todo lo nazi es horrible y no queda rastro de ellos, al menos en el Occidente democrático.
—Eso es lo que tu te crees —le dije tajante, sin saber muy bien qué narices estaba diciendo.
—¿Cómo?. Dime uno, por favor. Un sólo invento nazi que haya sobrevivido hasta nosotros —dijo ya claramente alterada —Y no me hables de marcas de zapatillas o de automóviles…
Mi cabeza iba a mil por hora, repasando lo que había podido leer o haber visto en algún documental, y pensando al mismo tiempo en el jardín en el que me había metido.
—¡La antorcha olímpica!
Se hizo un silencio en la sala. Teresa me miraba entre atónita y ligeramente divertida, quizá por la tontería que acababa de decir.
—Ni de coña. Jajaja. —dijo ya, con aire triunfal—. No tienes ni idea de lo que estás hablando. Precisamente la antorcha olímpica, que simboliza la unidad de los pueblos y las naciones. Eso viene de Grecia, nene.
—Te apuesto lo que quieras a que estás en un error —dije desafiante.
Se lo pensó un momento. Pero ya viéndose ganadora, aceptó de buena gana. Pero yo no quería desaprovechar esa mínima rendija que se me acababa de abrir y se me ocurrió una locura.
—Muy bien, como tu quieras. Pero no creo que tengas valor para aceptar mi apuesta. —Me quedé brevemente en silencio, y lancé el órdago—. Y esta vez no te voy a pedir un beso. Si gano yo, quiero sentir tus manos tocándome…
Teresa se levantó como por un resorte.
—Pero qué estás diciendo. ¿Estás bien de la cabeza? ¡Tu estás mal, nene!. ¡Que voy a ser tu madrastra! —decía airada—. Para nada, para nada, no, eso no puede ser…
—Si ganas tu —dije interrumpiéndola —te cuento lo que me ha ocurrido con mi madre, y te lo aseguro, nunca vas a escuchar nada igual.
Durante unos segundos se quedó callada. Eso si que no lo esperaba. Vi el brillo de curiosidad en sus ojos, era fascinante presenciar su lucha interior, sus dudas.
—Si estás tan segura, no puedes perder —dije sonriendo, sabiendo que era un argumento definitivo.
Volvió a sentarse a mi lado. Notaba su pecho agitarse, su nerviosismo creciente.
—Eres un bicho —dijo con una ligera sonrisa— venga, adelante.
Saqué el teléfono y me puse a buscar la información. Teresa se apoyó en mi hombro, lo que me pareció un gesto amistoso, y pudimos centrarnos en la pantalla de mi móvil. No resultó difícil dar con la información.
—Aquí está —dije satisfecho— “invento nazi de propaganda en sus Juegos Olímpicos del año 36, inspirado en el mito de Prometeo. Nunca antes se había realizado algo así”…
Ella miraba incrédula la pantalla del móvil. Se levantó asustada.
—No, por favor, eso no puede ser…—decía una y otra vez.
Decidí guardar el móvil y esperar en silencio a que se tranquilizara. Se movía de un lado hacia otro del salón. Se llevaba la mano a la cara y me miraba. Luego seguía dando más y más vueltas. Al poco vino a mi lado. Se me quedó mirando a los ojos, resignada. Si algo ya sabía, es que mi futura madrastra siempre cumplía su palabra.
Esperé un poco más. Necesitaba que se fuese serenando. Acaricié su mejilla con ternura, evitando que se sintiese violenta. Vi una mínima expresión de asentimiento, ya más calmada. Al poco inicié un acercamiento de mis labios.
Tras el primer breve y suave contacto, los retiré para mirar sus ojos, que mostraron ciertos brillos, así que volví a besarla nuevamente, esta vez con más intensidad. Nuestras bocas se fueron abriendo y abriendo hasta que las puntas de las lenguas empezaron tímidamente a tocarse.
Sentí su mano en la nunca, y una ola de excitación recorrió mi columna vertebral.
—Cabrón, me encanta como besas.
Las lenguas se rozaban y se enroscaban, ya con cierta determinación, internándose en su boca o bien en la mía.
Cuando me mordió el labio inferior, aproveché para besarle el cuello.
—Oh, dios…—susurraba Teresa.
Había algo en aquel rostro tan hermoso, en aquella belleza lánguida, como de cuadro modernistas inglés, que me impedían parar.
Teresa metió su lengua húmeda y juguetona en mi oreja y descubrí una fuente nueva de placer que casi hace que me corra encima. —“qué cojones había sido eso”, pensé.
Mi mano fue recorriendo aquel cuerpo que parecía interminable, hasta que llegué a sus muslos. Podía percibir su debilitada resistencia ante mis avances. Empecé a acariciarlos por encima de las medias, acercándome al interior de su faldita. Teresa tenía los ojos cerrados, cada vez más entregada a los cariños. Percibía su pulso acelerado, escuchaba los suaves gemidos a mis caricias, que la estaban consumiendo.
En un momento dado se separó, claramente sofocada. Se notaba el calentón en su cara.
—Ven, date la vuelta y apóyate en mi —dijo suavemente, mientras me ayudaba a sentarme entre sus piernas, de espaldas a ella.
Se podía ver con claridad mi tremenda erección. Sus manos iniciaron un descenso por mi ropa hasta llegar a la cintura. Desató el cordón el pantalón del pijama, con el que llevaba desde la mañana y abrió la abertura de la bragueta como si fuese un libro. Mi pene y genitales dieron muestras de querer salir al aire libre. Introdujo sus manos a ambos lados y sentí por primera vez sus pulgares en contacto con mi piel. Levanté un poco las piernas para que pudiera sortear aquel saliente y conseguimos sacarlos por completo.
Lo siguiente que sentí fue el roce de una suavidad inusitada por la parte superior de mi pubis.
—Caray, que peladito tienes esto —decía, pasándome las puntas de sus dedos.
Cuando sus manos agarraron mi cimbrel, un escalofrío recorrió mi espalda.
—No vamos a follar —me anunció al oído en voz baja—. Pero de una paja sí que no te libras, guapito de cara.
—¿Estás segura de hacer esto, Teresa? ¿Quieres parar?
— Claro que no, bobito…—me dijo azorada.
Con un ligero movimiento de su mano derecha, consiguió bajarme el prepucio y descubrir mi glande, que estaba hinchado a reventar. Teresa lo rodeó con sus delicados dedos y lo sometió a una tortura perversa. Con las cinco yemas de su mano derecha empezó a moverlas circularmente, como si estuviese desenroscando una bombilla de su casquillo. Suavemente y sin ninguna prisa, recreándose en su forma esférica y cada vez más y más brillante. Su otra mano esparcía el líquido preseminal a lo largo del tronco, lubricándolo y llevándome poco a poco al delirio.
La mano que se recreaba con mi glande pronto recibió la ayuda de esta otra, y ambas comenzaron con un suave y electrizante trabajo a diez dedos. Era como si estuviese lavando con champú la cabeza de un muñeco en una pileta. Sus largos y delgados dedos toqueteaban aquí y allá, sin ninguna prisa, intentando ablandar una esfera que cada vez estaba más dura. Juntaba los dos pulgares y amasaba el glande, rozaba el anillo del prepucio con el canto del dedo índice, pasaba su dedo anular por el frenillo o rodeaba la corona como si fuese un objeto de seda delicada. Pero al darse cuenta de que había abandonado el tronco, recogía saliva de su boca y empezaba a impregnármela a lo largo, como si estuviese barnizando con un pincel una pieza de porcelana. All poco rodeó con su mano mi polla y empezó un estimable sube y baja con el que empecé a perder el sentido.
Cuando giraba mi cabeza para poder ver su expresión, ella se abalanzaba sobre mi boca, como un atracador que asalta una diligencia, saqueando todo lo que e encuentra en su interior, para luego volver a concentrarse en aquella paja cada vez más bestial, cada vez más enloquecida.
Sentía que debía guardarme aquel líquido blanco, evitar que mi futura madrastra tuviera una visión tan privilegiada de lo que se avecinaba. Pero sentir como aquellas manos recorrían todo mi mástil a lo largo y ancho, en idas y venidas cada vez más frenéticas, al tiempo que mis huevos recibían sus caricias suaves y tiernas, me estaba haciendo perder la razón.
Y al mirar abajo, de repente, tuve la sensación de que aquellas manos no eran las manos de Teresa. Vi la pulsera que le acababa de regalar, bailando al ritmo de su bestial masturbación, y me acordé de las manos de mi madre y de aquella noche en la que me ordeñó hasta sacarme la última gota de mis huevos. Y ya fui incapaz de poder aguantar un segundo más.
Teresa, consciente de que estaba apunto de estallar, le imprimió una cadencia enfurecida.
— Me corro Tere, me corrooooooo.…— anuncié para que Teresa metiese la quinta en un ritmo alocado, a toda hostia.
El primer chorro, salió como un disparo, y recorrió toda la distancia hasta la mesa del salón.
Más y más chorros salpicaron todo lo que se encontraba a su paso. Y en estos pocos segundos de placer, deseé que traspasasen la pared y llegasen a casa de mi madre y salpicasen su cara y su cuerpo, y sentirme abrazado por ella, y ya el gemido que había estado reprimiendo salió con todo su vigor
—Diosssssssssssss…
Y, al poco, me desplomé sobre su cuerpo, completamente derrotado, mientras iba disminuyendo sus movimientos en mi polla.
Teresa se giró para reposar su cabeza en mi hombro, y nos tumbamos los dos en el sofá.
—Me has llamado Tere —dijo con una risita.
Estuvimos un buen rato en silencio, abrazados.
Una ola de nostalgia me invadió, mientras sentía las caricias de Teresa y pensaba en cómo había llegado hasta aquel sofá. Me di cuenta de que aquella corrida con mi madre en el baño iba a ser la unidad métrica de placer para medir todas las corridas futuras que tendría en mi vida.
Y, sin darme cuenta, empecé a hablar.
Al principio parecía que le estaba contando una historia sin más, pero pronto se dio cuenta de que estaba hablando de mi madre.
Empecé a relatarle aquellos días extraños, intentando no detallar en exceso, pero en ocasiones me resultaba imposible. Miraba al techo mientras sentía como ella iba flipando más y más. En ocasiones me abrazaba fuerte, otras acariciaba mi cara y en alguna otra se removía en el sofá, recolocándose la ropa sofocada. No se perdía una sola de mis palabras.
No dejé momento que contar, y mi relato se extendió hasta el momento en que la conocí a ella.
Cuando dejé de hablar me miró con cara alucinada. Sus ojos brillaban. Nos quedamos un buen rato en silencio.
—Joder, nene… Estoy flipando. Ya os vale… Qué bien describes las escenas. Estoy alucinada con lo que me acabas de contar. Caray con tu madre…—dijo para sumirse en un profundo silencio —… me has puesto super húmeda… —soltó casi en forma de susurro, y se rió nerviosa.
Giró su cara y me dio un beso de agradecimiento por haberle confiado aquel secreto. Me giré para quedar cara a cara, y llevado por un impulso la besé nuevamente en los labios con fingida timidez, pero Teresa me atrajo hacia ella y empezamos a darnos lengua.
Nos estuvimos besando desaforadamente, comiéndonos los labios y mezclando nuestras salivas, como cuando dos ríos se encuentran y mezclan sus aguas.
Decidí liberar sus pechos con cautela. Fui levantando su jersey de cuello alto. Debajo llevaba un sencillo sujetador negro que contrastaba fuertemente con su piel blanca y que me ayudó a quitarlo.
Sus pechos eran pequeños y redondos, sus pezones grandes y duros. Cada nueva lamida parecía derretirla un poco más. Ella sabía que debíamos parar ahí y yo también sabía que esto ya debería ir tocando a su fin. Pero estábamos quemándonos. Mucho, y nos encantaba.
Teresa, me volvió a comer el oído, poniéndome los pelos de punta, y me susurró:
—Hazme lo que le hiciste a tu mamá.
Ni me lo pensé dos veces.
Cogí fuerzas tomándome una buena cantidad de poción mágica de su boca y la levanté conmigo.
Sin dejar de besarnos se deshizo de la falda y las bragas y la levanté hasta depositarla en el saliente de la isla de la cocina, dejando sus piernas colgando. Dio un pequeño respingo al sentir el frío de la piedra, pero pronto se acostumbró. Teníamos fuego como para calentar esa mesa y el piso entero.
Bajé lentamente, recorriendo todo aquel cuerpo de modelo de Klimt, hasta arrodillarme entre sus muslos abiertas.
Su coño contrastaba fuertemente con su figura esbelta y era muy diferente al de mi madre. Sus labios vaginales eran grandes y tersos. El vello era claro, rubio y rizado, poco denso.
Mi primer contacto con su coño fue tierno y decidido. Pero cuando llevaba tan sólo tres segundos, recibí un impacto en mis pupilas gustativas que me hizo retroceder inmediatamente.
—La hostia ¡¡¿pero qué era ese sabor??! — dije para mis adentros, mientras levantaba mi cabeza, alucinado.
Teresa estaba a punto de morirse de la risa. Tan sólo levantó las cejas sin dejar de mirarme, como diciendo:
—“A que mola”—
En ese momento deseé que gilipollas como David Muñoz, que recorrían el mundo saqueando sabores que comercializar en su restaurante, nunca supiera de tan delicioso manjar.
Teresa se rió ya con ganas, y me di cuenta de que había hablado en voz alta.
Una de sus manos se enredó en mi cabello y lentamente me atrajo hacia ella, como diciendo, menos cháchara, y empieza a comer.
—“No te preocupes, preciosa. Esta va a ser la sobremesa más larga de mi vida” —pensé para mis adentros.
Estuve comiéndome aquella delicia durante un tiempo interminable. Los jugos habían encharcado toda la piedra de la mesa. Cuando miraba hacia arriba veía su cabeza inclinada hacia atrás, dejando que su melena rubia cayera como un pendón medieval sobre el decton oscuro.
Mis manos se habían apropiado de aquellos pálidos muslos. Acariciaba su interior con suavidad, y no perdía detalle de los labios abultados, que escondían un pequeño tesoro que se negaba a sí mismo a salir.
Con los pulgares inicié un masaje a la vulva, y estuve esparciendo aquella humedad a lo largo de la raja. Nada difícil, pues aquello parecía un expendedor de gel hidro-alcohólico de una cadena de supermercados, e inmediatamente mis manos quedaron resbaladizas y pegajosas.
Acerqué mi lengua para volver a saborear aquella delicia agri-dulce, que parecía sobrenatural. Podría pensar que llegaría a empalagarme tanta miel, pero era como una droga adictiva, que cada vez quieres una dosis mayor.
Finalmente conseguí que aquel tímido clítoris asomase su cabeza, y no dejé pasar la ocasión para atraparlo entre mis labios ante el regocijo de Teresa, que se estremeció echándose hacia atrás, apoyando los codos en la mesa, y dejando descansar sus piernas sobre mis hombros.
—No pares, por favor, no pares —susurraba en una especie de gemido agónico.
Jugué con su clítoris. Di vueltas y círculos alrededor de él. Decidí escribir su nombre, letra a letra, con la punta de mi lengua a su alrededor: t e r e s a … una a una y en minúsculas. Cuando estaba llegando a la “s” mi futura madrastra estaba convulsionando y su cuerpecito se agitaba de gozo.
Con uno de los dedos recogí todo lo que pude de aquella masa viscosa que se derramaba por la mesa y lo fui acercando a su pequeño ano, que acaricié con amor y muchos nervios.
Aunque noté un ligero respingo de sorpresa, se dejó hacer mientras me acariciaba la cabeza, agarrándome mi cabello e impedir así que me alejase de aquella fuente de dulzor.
Empecé a introducir la primera falange del dedo anular, y su enorme suspiro pareció absorber todo el oxígeno del salón.
Me animé a seguir lamiendo y jugando con su vulva mientras me introducía más y más.
—Ooooh, cómo os gustan los culos a la familia… — es lo único que dijo.
Me quedé algo confundido sin saber exactamente lo que había querido decir, y preferí olvidarlo.
Mi dedo se resbalaba con fluidez en su culo. Era tierno y amistoso, sin duda no era la primera vez que allí se internaba algo. Podía enterrarlo en toda su extensión y volver a sacarlo sin mayor problema. Mientras tanto mi boca se había aferrado a su vulva, que devoraba ya sin compasión. Intentaba introducir toda mi lengua para rebañar de las paredes más y más de aquel néctar excepcional.
—Ya, ya , ya ,ya…—decía Teresa agarrándome con las dos manos la cabeza y a punto de fallecer.
Cuando se empezó a correr, su cuerpo se arqueó como si un enorme tiburón acabase de clavarle sus colmillos. Inmediatamente sus muslos empezaron a temblar sobre mis hombros en espasmos eléctricos incontrolables, y un gemido gutural y extraordinario salió de su preciosa boca.
—Ah, ah, ah, neneeeeeeeeeeeeeeee!…—gemía en pleno éxtasis sin que por ello abandonase mi tarea deabsorver aquella ola de fluidos que salían de su interior.
Cuando se derrumbó sobre la mesa, como desmayada, pude tomar una bocanada de aire e incorporarme. Teresa estaba como inconsciente, aunque no dejaba de transpirar fuertemente. Al sentir mi presencia a su lado, se abrazó a mi cuello y aproveché para cogerla en brazos y llevarla conmigo al sofá, donde la deposité conmigo al lado. Fui retirando aquel cabello rubio que tapaba su rostro. Iba recuperando la respiración y estaba sumida en una especie de sueño feliz.
CODA AL CAPITULO 3
Cuando recuperamos el pulso, Teresa abrió los ojos y nos quedamos mirándonos largamente.
—Me encanta como chupas—dijo al cabo de un rato, todavía algo alterada.
—Nunca se lo había hecho con una estrella de cine —dije, arrancándole una sonrisa.
—Creo que me estás empezando a gustar, nene. Y mucho.
—Se agradece.
Se incorporó del sofá enfadada, sin dejar de mirarme.
—Eres un idiota. ¿Qué tipo de contestación es esa?….
—Es que no quiero que sepas que me he empezado a enamorar de ti.
—Eso está mejor —dijo sonriendo, fingiendo que me creía.
Nos levantamos y empezamos a recoger la ropa tirada por el suelo y a poner orden en todo aquello. Quizá lo más difícil iba a ser la corrida en la mesa de centro y en la alfombra, que amenazaba con dejar mancha. Fui a la cocina a por papel y un poco de agua y jabón y me puse a limpiar lo mejor que pude aquel estropicio. Teresa se metió en la cocina, ya vestida, y fue preparando algo para cenar sobre aquella mesa que antes habíamos usado para el sexo.
—Mañana llega tu padre — empezó diciendo—. Me va a resultar algo incómodo estar compartiendo con dos amantes la misma casa.
Me quedé pensando lo que estaba intentando decirme.
—¿Has pensado en hacer las paces con tu madre? —me soltó de golpe.
Me lo pensé unos segundos.
—Uff, no me va a perdonar en la vida. No sé cómo va acabar esa historia.
—Ya sabes lo que dicen —comentó Teresa, como si tal cosa—. Todas las historias de amor acaban igual.
—¿Ah, si?, ¿Y cómo?
—Mal
Me quedé unos segundos parado, pensando en sus palabras, antes de continuar con la limpieza.
—Creo que no hay mujer en el mundo que llegue a perdonar tu manera de comportarte —empezó diciendo—. Excepto una madre. Créeme, las madres lo perdonan todo.
Aquella nueva perspectiva hizo mella en mi. Puede que Teresa tuviera razón y quizá nada estuviese irremediablemente perdido.
Después de la cena recobramos fuerzas y estuvimos besándonos hasta caer dormidos abrazados. A la mañana siguiente guardé mis cosas y dejé la habitación como la había encontrado cuando llegué.
Mientras Teresa terminaba los informes, cociné para los dos y hablamos y reímos como si ninguno supiera lo que iba a venir a continuación. A primera hora de la tarde, antes de que regresase mi padre de su viaje, nos dimos un pequeño beso de despedida.
Efectivamente, todas las historias de amor acaban mal.
Las calles estaban casi vacías, excepto algún barrendero recogiendo hojas secas y mascarillas quirúrgicas sucias tiradas con desgana.
Entré en el barrio de Salamanca, el barrio más pijo de la ciudad. Pensaba en estos últimos días, en mis últimas tardes con Teresa. En este barrio yo podría ser un pijo, pero estaba claro que era un pijo-aparte.
Cuando alcancé el portal de la casa de mi madre saqué las llaves.
—Por favor, tío, no la cagues otra vez —me dije mientras llamaba al ascensor.