La pulsera de mamá. (2)

Ahora sí que la he cagado.

Capitulo 2

Los Acantilados de Moher

La luz de la mañana se filtraba por la persiana, y se podían oír los coches y el bullicio del barrio.

Me incorporé en la cama y me bajé el pantalón del pijama. Efectivamente estaba todo sin un solo pelo y se sentía bastante fresquito ahí abajo. El pene se me empezó a excitar solo de recordar lo ocurrido la noche anterior.

Decidí refrescarme en el baño, a ver si se me bajaba un poco el empalme.

Mi madre estaba en el salón. Levaba una blusa blanca y el pantaloncito corto de anoche. Iba de aquí para allá ordenando y guardando cosas. Al verme me sonrió.

—Buenos días, cielo — dijo mientras sacaba una taza del armario y me preparaba algo para desayunar.

Cuando me sirvió el café aprovechó para acariciarme la nuca y darme un beso en la mejilla.

—Voy a salir esta mañana con Carla. ¿Nos vemos a la comida?  —preguntó mientras dejaba la cafetera en el fregadero.

—Claro que sí mamá, ni lo dudes… —respondí, viendo como se alejaba.

La mañana fue extraña. Estaba raro, como flotando. Salí a dar una vuelta por el barrio, pero era como si viviese en otra ciudad. Me quedaba mirando un escaparate, pero al continuar era incapaz de recordar lo que acababa de ver.

Recibí una llamada de Sandra para quedar a la tarde. Creo que notó algo raro en mi voz, pero le dije que todo bien y quedamos en vernos a las seis.

Las calles parecían haber cambiado de sitio. De repente me encontraba en una esquina y ni recordaba cómo había llegado hasta allí, estaba como perdido y decidí regresar pronto.

Cuando más tarde mi madre abrió la puerta de casa parecía muy animada. Mientras se quitaba el abrigo y dejaba las cosas, me hablaba de Carla, de lo que le había pasado a su marido, de dónde estuvieron comprando. Me enseñó algún trapo… A todo le decía que sí, que todo le quedaba muy bien, que qué bonito. Estaba atontado mirándola, sin creerme que aquella mujer había estado la noche anterior comiéndome el rabo.

Por la tarde Sandra supo que me pasaba algo inmediatamente. Yo le decía que era cosa del confinamiento nocturno, que era cosa de la pandemia, que me afectaba al ánimo. No sé si me creyó, pero la verdad es que ya me daba igual. Cuando me  propuso ir a su casa, una habitación de un piso compartido en el barrio de La Latina, no me sentía con ninguna gana de acabar follando y le dije que mejor en otro momento.

—Estoy harta de paseitos —contestó visiblemente enfadada—. Parecemos dos putos viejos. Si vas a estar así, prefiero irme a casa, tío muermo. A ver si sales un poco de ti mismo, que esta pandemia la sufrimos todos.

Llegué al portal de casa con las últimas luces de la tarde. Esto de la pandemia funcionaba muy bien como excusa. Los locales habían ido cerrando y apenas me crucé con gente por la calle.

Al entrar en casa vi luz en el salón. Mi madre estaba en el sofá, leyendo un libro, mientras sonaba lago de música. En la mesa de centro había una copa de vino. Cuando entré, se me quedó mirando fijamente durante unos segundos.

—¿Ya has llegado? —preguntó algo extrañada.

—No tenía muchas ganas de estar por ahí, está todo cerrando.

Sonrió y continuó leyendo el libro, como si tal cosa. Yo me quedé allí de pie, como un pasmarote, y decidí sentarme en el otro extremo del sofá. Al poco tiempo levantó la vista del libro, interrogándome con la mirada.

—Mamá, lo de anoche… —empecé a balbucear sin saber cómo seguir.

—Si, caray, ¡cómo bebimos! —empezó diciendo—, la verdad es que me lo pasé muy bien, cielo. Creía que esta mañana me iba a levantar con resaca, pero dormí de maravilla. ¿Tuviste resaca esta mañana?

—¿Eh?.. no, apenas. —me quedé callado, sin saber muy bien cómo tocar el tema—. Me refería a, bueno... ya sabes, lo otro…

Hubo unos segundos de un silencio incómodo. Cerró el libro y lo dejó en su regazo. No apartó su mirada.

—Mira cielo, lo sé, fue una locura, quizá si no hubiéramos bebido… —empezó diciendo—. Pero somos personas adultas. Eres mi hijo y confío plenamente en ti. Quizá me dejé llevar más de la cuenta  —pareció dudar—, pero no me arrepiento. Estabas super excitado y me encantó verte disfrutar de esa manera, cielo. Además así estarás mejor para Sandrita ¿no te parece? —me preguntó sonriendo finalmente mientras daba un sorbo a la copa de vino.

—Si, bueno… —dije, completamente confundido por su explicación —estuve con ella esta tarde, pero no ha llegado a ver… tu trabajo— dije sin saber como llamar a aquel afeitado completo.

Mi madre se quedó callada un buen rato.

—Te lo acabará viendo tarde o temprano —Hizo un silencio—. No deberías darle más vueltas a lo de anoche. A mi me quedará como un hermoso recuerdo con mi querido hijo  —dijo al tiempo que sonreía y volvía a abrir su libro.

Tema cerrado.

Me quedé unos segundos más, por si decía alguna otra cosa, pero al ver que no, terminé levantándome para irme a mi habitación y pensar en todo esto que me acababa de decir.

—Buenas noches mamá, que descanses.

Ya en la cama me fui convenciendo de que para ella fue una experiencia algo pasada de revoluciones, pero que se había dado de manera natural, y que no por ello se iba a repetir más. Como si hubiese sido una actividad doméstica excepcional.

Me acabé metiendo en la cama y me hice una paja con las imágenes de la noche anterior. No tardé ni tres minutos en correrme.

La semana comenzó igual que cualquier otra semana. Mi madre salía temprano a trabajar y no solía verla hasta la noche. Los martes y los jueves me encontraba por las mañanas, con Michuri, la chica que limpiaba y arreglaba toda la casa, pero el resto de la jornada era bastante solitaria.

Esa semana apenas vi a Sandra. Me mandó algún mensaje, pero estaba claro que yo no hacía mucho esfuerzo por querer verla. Iba a mis estudios y vagabundeaba por la ciudad hasta que llegaba la noche.

No quería admitirlo, pero a medida que se acercaba la hora de que mi madre regresaba a casa, empezaba a ponerme nervioso. Cuando oía el ascensor o las llaves en la puerta entendía perfectamente a esos perritos que se ponen histéricos mientras entra su dueño.

—¿Qué tal cariño?  —me decía al verme sentado en la cocina, mientras se quitaba los altos zapatos de tacón y se desprendía de la americana.

Yo disimulaba todo lo que podía. Respondía con desgana, como si estuviese pendiente de cualquier otra cosa. Pero por el rabillo del ojo me admiraba de lo buena que estaba mi madre. Me encantaba su larga y lisa melena. Sus ojos oscuros y almendrados que le daban un toque muy exótico. Su linda figura. Me di cuenta de que en realidad no sabía nada de ella. ¿Qué hacía todo el día fuera? ¿Habría tenido algún amante desde que dejó a mi padre? ¿Lo tendría ahora?. Por primera vez empecé a pensar en el misterio que era esta persona con la que convivía desde hacía tantos años.

—Me voy a la cama, cielo, que ha sido un día muy largo —acababa siempre diciendo tras acariciarme el pelo y darme un beso de buenas noches.

Solo en mi habitación solía hacerme una paja recordando lo que había pasado. Tenía muy presente todos y cada uno de los detalles de aquella noche: sus frías manos acariciando suavemente mi polla, como solo una madre sabe acariciar. Sus dedos rozando mi ano, sus labios en mi capullo, su lengua humedeciendo el tronco del pene para metérselo finalmente hasta el fondo.

A veces me venían a la mente pequeños detalles en los que no había reparado hasta ese momento. Se trataba de breves y minúsculos instantes a los que no había dado importancia, y que ahora me hacían correrme salvajemente en la cama. Por ejemplo cuando la primera gota de líquido preseminal cayó en su mano, mientras extendía la espuma. O el pequeño reguero de saliva que se iba escapando de su boca cuando más profundo se introducía mi polla. Recordaba perfectamente el instante en el que me introdujo el dedo en el culo y el inesperado placer que me había proporcionado al momento. Recordaba su pulsera, bailando rítmicamente en su muñeca mientras me hacía una paja a toda hostia. La verdad es que la colección de imágenes morbosas me hacían estar empalmado una y otra vez.

La cosa cambió completamente cuando llegó el fin de semana siguiente.

Como siempre, los sábados no iba a trabajar, y coincidíamos en casa a todas horas. Entrábamos y salíamos haciendo recados, haciendo llamadas o preparando la comida del mediodía. A la tarde se quedó dormida en el sofá, mientras yo devoraba capítulos de la serie Banshee, donde además de darse palizas salvajes, cuando follan resulta salvaje.

Ya a la noche mi madre asomó por el marco de la puerta.

—¿Cenamos?

—Claro que sí mamá —contesté, mientras cerraba el capitulo en el que el policía se follaba a la sobrina del Amish, y salté de la cama.

Llevaba una blusa blanca, con las mangas remangadas y unos pantalones muy sueltos, de una tela especial que parecía danzar con cada uno de sus pasos. El culito que se le dibujaba me embruteció bastante.

Había encargado la comida, que era de ese exotismo oriental desesperante. —“De qué maldita revista sacará estas mierdas” —pensé para mis adentros.

—Para mi mejor una cerveza —dijo cuando me vio sacar una botella de vino blanco de la nevera.

No se por qué, pero me dio un bajonazo. Algo me había hecho pensar que la noche iba a ser como la del sábado pasado.

Mientras sonaba una suave música y cenábamos, mi madre me preguntó por la semana, por mis estudio, y también por Sandra. Cuando le conté que no nos habíamos visto mucho, puso cara de preocupación.

—Quizá estoy algo deprimido por lo de la pandemia —dije poniendo cara compungida.

—No cuela, muchachito.

Cómo me conocía mi madre. Era imposible conseguir engañarla.

La verdad es que la cena fue super agradable. Comer, charlar, reír, sentir complicidad. ¿Era necesario algo más? No cabía duda de que nunca más tendríamos una experiencia como la del sábado pasado. Habíamos tenido una noche loca de alcohol entre dos personas adultas que deciden disfrutar, y ya está. Nuestra relación estaba intacta y era especial. Nada la iba a estropear aquel vínculo tan singular y eso me puso realmente contento.

Al terminar de cenar me dijo que recogiera la mesa, mientras ella se retiraba ya a la habitación.

Envolví lo que había sobrado de cena y lo guardé en la nevera, aunque muy bien lo hubiera tirado a la basura. Metí los platos y cubiertos en el friegaplatos, limpié la mesa de cualquier resto que hubiera caído.

Apagué la música y las luces del salón y me dirigí a mi cuarto.

—Cielo, ¿me ayudas con esto? —preguntó desde el dormitorio.

Acudí a su habitación, que no estaba muy lejos de la mía. Pensaba que se trataba de algo que se había atascado en el baño del dormitorio o cualquier otra pequeña cosa. Pero al entrar me quedé petrificado. Me la encontré de perfil, con el pantalón desabrochado, inclinada mirando hacia abajo. Estaba observando debajo de sus braguitas, donde se adivinaban sus primeros pelos.

En una de sus manos tenía el mismo neceser de la semana pasada.

—¿Te atreves? —me dijo levantando la mirada y esbozando una linda sonrisa.

Un calor invadió mis mejillas y el corazón empezó a bombearme con fuerza.

—Caray, no sé si sabré. ¿Qué tengo que hacer? —pregunté con fingida humildad.

—Creo que lo mejor es hacerlo aquí en la cama, ¿no crees? Deja la luz del baño encendida —dijo mi madre—. Mira, me pongo aquí en el  borde de la cama y tu  puedes intentarlo desde la alfombra de rodillas. ¿Cómo lo ves?

Me alargó su mano, ofreciéndome el neceser.

—Creo que en el baño hay unas toallas para que puedas ponerlas debajo— añadió mientras dejaba caer el pantalón al suelo.

Las  toallas estaban dobladas cuidadosamente sobre un taburete. Eran de un color ocre cálido. Cuando regresé a la habitación ya había colgando el pantalón en el respaldo de la butaca, frente a la cama. Debajo del pantalón sólo llevaba unas bragas blancas super sexys. Se me quedó mirando fijamente mientras metía sus pulgares en los elásticos laterales.

—All final me vas a ver el chichi  —dijo divertida, mientras se las bajaba por completo.

Hay momentos en los que a uno se le  pueden doblar las rodillas de la impresión y este era uno de ellos. Su coño era pequeño y muy poco poblado para lo que me estaba esperando, la verdad. Nada que mereciese un trabajo de urgencia.

Se había dejado la camisa blanca con las mangas remangadas, se adivinaban los senos debajo, sin sujetador. Por lo demás estaba completamente desnuda.

Mi madre cogió una de las toallas que extendió sobre la cama. Luego se sentó encima y se dejó caer hacia atrás, flexionando las rodillas y abriéndolas levemente. Su coño se mostró con absoluta claridad ante mi cara de pasmado.

De repente se incorporó, apoyándose sobre los codos.

—Imagino que no es el primero que ves ¿verdad? —Se rió traviesa y se tumbó nuevamente sobre la cama.

Yo estaba muy nervioso. Claro que no era el primer chichi que veía, pero sí era la primera vez que veía el suyo. ¿A quién no le impresionaría ver el coño de su madre ofrecido con naturalidad a tan solo quince centímetros?. Las rodillas levantadas parecían dos montañas, y su chichi un valle secreto al que se me acababa de permitir el acceso.

Coloqué el neceser sobre la cama y puse un poco de papel de cocina debajo, como ella había hecho una semana antes.

Me arrodillé frente a su coño. Pude aspirar su olor por primera vez. Era embriagador, mi polla empezó a dolerme debajo del pijama.

Se volvió a incorporar sobre la cama, y con la mano derecha, la que llevaba la pulsera plateada, fue indicando a su peluquero privado cómo quería llevarlo.

—Creo que lo mejor es que esta zona la rebajes todo lo que puedas. Lo que más me molestan son los lados y los labios. Así que vas a tener que afeitar. ¿Crees que podrás, cielo? -dijo mirándome a los ojos.

—Si, sí, mamá. No es una superficie grande. Creo que se trata de hacerlo con mucho cuidado —contesté mirando donde me indicaba.

—Eso es cariño. —Me pasó la mano por la cara a modo de caricia, y volvió a tumbarse, mirando al techo.

Puse mis manos en sus rodillas y las abrí un poco. Entendió lo que quería y las separó incluso más. Era como ver una flor de loto abriéndose con la luz del sol.

Me acerqué con la tijera. En mi primer contacto con sus muslos interiores ya noté un ligero temblor del cuerpo.

Me centré en la parte superior. Se ve que le gustaba cuidarlo, se apreciaba una vaga forma triangular que me pedía delinear.

Los pelitos que cortaba los iba dejando sobre el papel. Lo fui rebajando hasta dejarlo cortito. Me esforcé especialmente por lograr la simetría perfecta del triángulo. Una vez rebajada me puse manos ala obra con los labios y los laterales. Esto sí que ya fue algo más complicado. Casi tenía que cortar uno a uno. Por suerte no eran muchos. Sin embargo, a veces, tenía que utilizar mis dedos para coger algún pelito rebelde que se había quedado pegado dentro del labio, ya que la viscosidad era cada vez mayor.

Cuando miraba hacia arriba, tan sólo veía su barbilla y los pechos, que se abultaban bajo la camisa blanca. Subían y bajaban en una respiración más agitada de lo normal. Conseguí hacer desaparecer todos aquellos pelitos durante los cinco o diez minutos siguientes que me demoré aposta.

—Ahora la espuma  —anuncié mientras agitaba el bote.

—Sí cielo…

Me eché una pequeña nube en la mano que fui extendiendo delicadamente por la zona lateral, los labios y la parte inferior del chichi, que estaba muy brillante. Un fluido trasparente y viscoso se mezcló con la espuma, haciéndola menos espesa.

Su respiración era ya claramente nerviosa. Y cuando empecé a pasar la cuchilla y tuve que tocar con la punta de los dedos, estirando un poco aquí y otro allá, mi madre se llevó un brazo a la cara y se cubrió con él.

Yo seguía afeitando con mimo, llevándome todo lo que sobraba y al cabo de unos minutos dejé aquello como un solar. Con una toalla, tal y como ella había hecho, fui retirando la poca espuma que quedaba hasta dejar aquello completamente limpio.

Dejé los bártulos en el neceser, retiré el papel con los pelos e hice una bola que arrojé en dirección al baño. Luego saqué el tubo de crema del neceser.

—Voy a hidratarlo un poco, mamá. —Sin embargo esta vez no recibí ninguna respuesta. Su respiración estaba ya claramente alterada.

Cuando empecé a esparcir la crema por la parte superior y laterales del coño, utilizando las yemas de los dedos, mi madre se agarró fuertemente las sábanas. Mi polla volvía a ser de cemento armado. Pero esta vez yo no era el que más cachondo estaba.

Su coño se había abierto y estaba húmedo y jugoso, de un color rosa clarito. El clítoris había salido de su guarida para darme la bienvenida, y se mostraba brillante y orgulloso.

Sin que ella se diera cuenta, me fui aproximando. Saqué la lengua y me atreví a tocar con la punta aquel prohibido botón. Necesitaba probar su sabor, y puede que nunca más encontrase una oportunidad como aquella. El primer toque hizo que mi madre se retorciese brutalmente en la cama. Pensé que se iba a levantar y parar aquella locura, pero me dejó continuar. Los nudillos de sus dedos se agarraban tanto a las sábanas que se pusieron blancos por la presión.

Mi lengua siguió dando pequeños toques a aquel pequeño saliente rosa. Con miedo, iba tanteando el terreno. Así estuve durante unos largos segundos antes de hundirme en las arenas movedizas. Este coño era una flor venenosa que esparcía su aroma para atraer al primer insecto incauto que pudiera atrapar. Y ese insecto era mi lengua.

Mis manos se pusieron a ambos lados de sus piernas, acariciando el exterior de sus muslos, para dejar claro, por si quedaban ya dudas, de que todo era un trabajo exclusivo de mi boca. Acerqué mis labios a aquellos pliegues brillantes y le di un repaso de arriba abajo por toda la raja.

Cuando retiré mis labios, un hilo de flujo denso, como de miel del Jerte, quedó unido entre nosotros, como si fuese un puente colgante de difícil equilibrio.

Mi madre estaba respirando ya muy fuertemente. Y con cada nueva chupada gemía más y más. Se retorcía como una lagartija en las garras de un buho.

Su sabor era suave y algo salado. Inmediatamente me vinieron sensaciones marinas. Como aquel viaje que habíamos hecho a Irlanda, tras la separación. De cómo habíamos visitado los Acantilados de Moher. Recordaba su mano entrelazando la mía por miedo a aquellos precipicios, y como cuando la atraje hacia mí no dudó en enterrarse en mi pecho. Nos recuerdo esa noche cenando ostras en Galway. Reía feliz con mis ocurrencias, mientras yo cazaba alguna mirada de deseo de los tipos que allí compartían ostras con sus mujeres.  Pero esta ostra que me estaba comiendo era solo para mi y pensaba devorarla durante toda la noche.

Sus pechos subían y bajaban furiosamente bajo la blusa.  Su cuerpo se convulsionaba, pero no pensaba parar ni un segundo mi tarea. Sus gemidos era contenidos, como negándose a admitir el placer que la estaba devorando por dentro.

El flujo, unido a mi saliva, se iba derramando hacia abajo, perdiéndose en su culito, empapando las sábanas.

Los dedos de su mano derecha dejaron de sujetarse a las sábanas, y se metieron entre mi cabello para acompañar los movimientos de mi cabeza sobre su delicioso coño.

La pulsera oscilaba en su muñeca con cada nueva pasada que le daba.

—Amor, amor, amor …- susurraba entre gemidos.

Junté mis manos a ambos lados de su coño, como si quisiera adorarlo. Y con los dedos pulgares empecé a acariciarlo arriba y  abajo. Al principio mis dedos realizaban un masaje acompasado, pero luego iniciaron movimientos pendulares: cuando uno subía, el otro bajaba. Era la hostia ver las reacciones de su piel con cada cambio de ritmo, con cada nueva caricia.

Y de repente empecé a creer que podía ir mucho más allá, y mi corazón empezó a galopar con nerviosa furia. Ya no se trataba de dar placer y hacer que disfrutase. Se trataba de algo más, prohibido. Sería un pequeño gesto, pero de inmensa carga simbólica. Quise, aunque sólo fuese por un breve espacio de tiempo, lograr penetrarla e introducirme en su interior.

Unas pocas décadas atrás había cruzado aquel umbral con dolor, y ahora que había regresado, la puerta se abría nuevamente para mi y pensaba compensarla con todo el placer del mundo.

Con mucho cuidado fui abriendo aquellos labios tiernos y cálidos, e introduje mi dedo anular con enorme temor. La viscosidad era tan brutal, que no tuvo el mayor problema para colocarse dentro. Percibí cómo todo su cuerpo entraba en el delirio sin reproche alguno y me llené de alegría, animado  para continuar. De modo que, tras acariciar las paredes con suavidad, decidí internarme un poco más hacia el fondo, cosa que hizo que mi madre emitiese un gemido largo y sostenido.

Sin dejar de moverlo dentro de ella, volví a atacar con mi boca aquel botón rosado, mientras, ya envalentonado, mi otra mano bajó por su interior, siguiendo el cauce de aquella viscosidad casi lechosa que se escurría hacia su ano.

Sin embargo, cuando mis dedos llegaron a tan estratégico lugar, cuál fue mi sorpresa al sentir su mano apartándola suavemente.

Seguí uniendo mi boca a sus eróticos labios, moviendo mi dedo con suavidad enfermiza dentro de ella, recorriendo con mi lengua arriba y abajo aquel charco de deseo, bebiendo aquellos jugos salados que no dejaban de manar mientras mi madre resoplaba y gemía.

Volví nuevamente a iniciar mi maniobra. Los mismos dedos fueron bajando, poco a poco. Pero otra vez me encontré con su mano impidiéndomelo, esta vez sin tanta suavidad.

Reconozco que me mosqueé un poco. Hacía no más de una semana yo me había entregado por completo a ella. No entendía que me pusiese impedimentos por querer hacerle lo mismo.

Me solté de su mano y ya sin contemplaciones volví a su ano. Me la apartó ya de mala manera.

Así que cuando por cuarta vez volví a intentar meter un dedo en su culo, mi madre de se incorporó de un salto en la cama.

—¡¡Que te estoy diciendo que no!!— gritó tajante.

Me quedé parado y desconcertado. Desde allí abajo la veía mirarme muy seria. Tenía el pelo revuelto, y estaba sofocada, pero su mirada era firme y algo intimidante. Yo seguía de rodillas, bastante cortado.

No sé muy bien lo que debería haber hecho.

No sé muy bien lo que debería haber dicho.

Pero sé muy bien lo que me pasó en mi interior.

Estaba salido como un puto gorila de la selva africana y no iba a dejar que esta mierda, que acababa de suceder, me cortase el rollo.

—¡Una puta mierda! —es lo único que salió de mi boca antes de ponerme completamente en pie y abalanzarme sobre ella.

Al principio se quedó con los ojos abiertos, asustada. Pero inmediatamente empezó a empujarme intentando quitarme de encima. Pero yo era más fuerte, así que me puse en horcajadas sobre ella, le agarré las muñecas, mientras le lamía la cara e intentaba introducir mi lengua dentro de su boca.

Ella se resistía, giraba hacia un lado y hacia otro. Los ojos los tenía cerrados muy fuertemente. Yo había perdido la razón y el control. Era un puto Neanderthal.

De un movimiento brusco me subí todo lo que pude sobre ella, atrapando sus dos brazos bajo mis rodillas. Logré que su cabeza quedara justo debajo de mi bragueta. Como pude, desaté el cordón de mi pantalón, abriéndolo por completo, liberando mi excitada  polla, y mis huevos, que cayeron sobre ella.

Desde arriba podía ver sus ojos, mirándome directamente, descolocada. Su boca estaba justo debajo de mis pelotas.

— Vete comiéndotelos —ordené.

Tras unos segundos de indecisión, sentí el primer contacto de su lengua en mis huevos lisos y pelados. Me recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral mientras comenzaba a chuparlos con sus labios y humedecerlos con la lengua. Agarré mi polla y empecé a cascármela a lo largo y ancho, embadurnándomela de líquido preseminal.

Me giré un poco hacia atrás para abrirle la camisa y poder manosear a gusto aquellos globos esféricos, mientras seguía cascándomela.

Cuando miraba hacia abajo la veía trabajándome las pelotas con suavidad y dedicación. Pero sus ojos no tenían expresión alguna.

Esta paja que me estaba haciendo no era una paja muy diferente a las que me hacía en la habitación. Lo diferente era saber que mi madre estaba debajo de mi, proporcionándome un placer inaudito.

En un momento dado me detuve y estuve jugando con su boca, intentando probar y ver si le cabían mis dos huevos al mismo tiempo. Meter el primero no resultó un problema, pero los dos a la vez ya fue un poco más complicado. Trataba de forzar aquellos lindos labios, pero era imposible: cuando lograba meter un huevo, acababa saliendo el otro. Juro que lo intenté varias veces, pero cuando vi una lágrima derramarse por el rabillo de sus ojos, decidí desistir, antes de volver a pedirle que me los siguiera comiendo.

Su lengua era la hostia. Rodeaba, mecía, acariciaba, masajeaba. Cuando terminaba con una pelota, pasaba a la otra. En ocasiones ella cerraba los ojos y se escurría debajo de mi, lo poco que podía, para poder lamerme el perineo. Luego regresaba, como saliendo de una inmersión acuática, y continuaba saboreándolos alternativamente, succionándolos, relamiéndolos. Cuando volvía a abrir sus lindos ojos, no lograba encontrar la misma mirada sensual de la semana pasada.

No tarde mucho en sentir la corrida.

—Dios, sigue así, mamá, qué bien lo haces, estoy a punto, por favor no pares ahora… —le decía suplicante cascándomela ya violentamente.

Y sentí llegar la erupción volcánica. De un pequeño salto me retiré un poco y apunté mi polla a su cara.

—Mamaaaaá me corrooooo —grité entre espasmos, mientras empecé a escupir y escupir mi corrida lechosa sobre su precioso rostro.

Ella tenía los ojos cerrados y también la boca. Los latigazos de leche eran abundantes, le cruzaban la cara en diferentes direcciones como si fueran estelas de aviones recorriendo el cielo un día de verano. Se acabaron formando charquitos de semen aquí y allá, mientras yo gemía como un primate descontrolado.

Cuando terminé de vaciarme completamente, estrujé el pene para dejar que la ultima gota cayese sobre su boca, que seguía cerrada, y me derrumbé a su lado con un gran suspiro.

—Joderrrrrr… qué bueno…

Casi al momento mi madre se incorporó de la cama. Se quedó sentada, con una mano en la frente, mirando hacia un punto indefinido en el suelo. Estuvo así unos segundos antes de levantarse y entrar en el baño de su cuarto.

Permanecí tirado a lo largo la cama, después de una corrida de campeonato, con las pelotas brillantes y el pene colgando sobre el pantalón de pijama.

Escuché el grifo abierto del lavabo y a mi madre probablemente quitándose la corrida de la cara.

A los pocos minutos vi su silueta en la puerta. Seguía desnuda de cintura para abajo. La blusa estaba toda arrugada y pringosa. Se limpiaba y frotaba con una toalla. Me miró desde el quicio del la puerta.

— Vete a tu habitación — dijo con tono duro antes de volver a meterse en el baño.

Algo me hizo temblar, como si acabase de entrar una ráfaga de viento frío por la ventana. Me quedé un poco aturdido.

Cerró con fuerza la puerta del baño. La habitación se quedó semioscura, tan sólo iluminada por una lámpara en la esquina del dormitorio. Me levanté de su cama y pasé por encima del estropicio en el suelo. El neceser tirado de cualquier manera, papel, espuma, la cuchilla de afeitar debajo del tocador.

Oí el grifo de la ducha. Me agaché para recoger un poco todo aquello.

Cuando el grifo se cerró me retiré rápidamente a mi habitación, no quería que me encontrase allí.

—“Joder, ¿qué coño acababa de hacer?”

Me tumbé en mi cama. Probablemente acabase de cometer el mayor error de mi vida. Un pensamiento empezó a tomar forma en mi cabeza, y no me gustó. No me gustó nada.

“Soy un crío, un animal, un gilipollas”. Pero si había una palabra que resumía al mismo estas tres, era una sola que me dije en la oscuridad de mi habitación:

—Soy un mierdas.