La promesa (parte VI)

Tuvimos que irnos lo más rápido que pudimos, una Diligente vino a ayudarnos

El amanecer nos despertó a los dos. Me había quedado dormido cerca de las cinco, mientras que él se durmió poco después de taparse con las mantas. Estaba muy cansado, y en parte era culpa mía. Hacía tanto tiempo que no deseaba a alguien que había hecho prácticamente lo mismo que Sebastian, pero no quería que corriese ningún riesgo, así que decidí transformarlo cuando él me lo pidiese, si quería que lo hiciese. Todavía dormía cuando yo abrí los ojos, y lo primero que hizo fue besarme y a pesar de que le había pedido tiempo, accedí a ese beso. Aevar sintió mi tristeza y se apartó de mí.

-Lo siento -suspiró-. Me gustó tanto que alguien estuviese mirándome al despertar que olvidé lo que me habías pedido.

-Tranquilo, está bien.

Se levantó de la cama, se vistió y salió de la habitación. Yo quería compañía, pero necesitaba tiempo. Me levanté poco después de que él lo hiciese, cuando el olor de las tortitas recién hechas me llamó. Reconozco que me gusta el olor de la comida, aunque me sepa a cenizas. Me puse los boxer, los vaqueros y la camisa, aunque por pereza no la abroché.

Cuando bajé Aevar había servido ya las tortitas, aunque no pudo dar ni un bocado antes de que alguien llamase a la puerta. Fue a abrir, y entró una mujer asiática, de largo cabello rojizo y despeinado, con gesto de preocupación y miedo. Me miró y fue a abrazarme. No la conocía de nada, pero Aevar la miró con odio y celos, a pesar de la sonrisa amistosa que le mostró. Cuando se separó de mí estaba a punto de llorar, y sus lágrimas eran de sangre.

-¡Tienes que marcharte de aquí! Los dos tenéis que iros.

-¿Quién eres? -preguntó Aevar.

-Me llamo Ah-Kum Xing.

-He oído hablar de tí. La única vampira de China que pertenece a Los Diligentes.

-Y la única que no busca matarte.

-¿Y por qué iban a hacer eso?

-Porque creen que lo has transformado.

-Primero, es humano, y segundo le prometieron a él que...

-¡Les da igual! No les importa si le has transformado o si se lo juraron, a pesar de las consecuencias, a pesar de que la Gran Sacerdotisa les torture hasta que deseen la muerte.

-¿Y por qué has venido hasta aquí?

-Cuando te torturaron yo estaba allí. En mi vida vi nada más cruel. Tenéis que iros.

-¿Y qué pasará contigo?

-La Gran Sacerdotisa es quién me ha enviado, no pueden tocarme -me dió una frasco con un líquido de color azul-. Cómete eso, te sabrá a ceniza pero podrás aguantar cuatro horas bajo el sól.

-¿Qué es?

-Algo de la Gran Sacerdotisa. Id a verla, ella os protegera.

-¿Y dónde vive? -preguntó Aevar.

-En el jodido centro de Groenlandia -suspiré-. Aevar no soportará el viaje.

-En cuanto os subáis al barco de camino a Groenlandia, transfórmale. La Gran Sacerdotisa te ha concedido esa autoridad.

-Aevar -lo miré-, no nos queda alternativa. Si no lo hago te matarán, y jamás podría perdonármelo.

-Dejáos de sentimentalismos y largáos de una vez. Ellos no saben que he venido, pero en cuanto me vean sabrán que me envía la sacerdotisa -me mostró un colgante con la forma del ojo de Orus-. No te preocupes por mí, solo llévatelo de aquí.

Y eso fue precisamente lo que hice. Ah-Kum Xing nos dió dinero para el viaje y me hizo jurar que no se lo devolvería. Nos marchamos solo media hora de que hubiese llegado, cubiertos por el bosque. Me tomé lo que llevaba el frasco y caminamos sin parar hasta encontrar un tren que nos alejase de Balestrand, y de Noruega. Cuando llegamos a la estación de Myrdal, un lugar lleno de casas de madera ligeramente parecidas a la de Aevar, el tren estaba a punto de salir. Tuve que pagar bastante por los pasajes, pero me dio igual, primero porque teníamos dinero de sobras, y segundo porque habría dado cualquier cosa con tal de ponernos a salvo, con tal de llegar al mismísimo centro de Groenlandia.

No paramos hasta llegar a Sandnessjøen, una ciudad marítima, con un gran puerto comercial. Íbamos a tener bien difícil subirnos a un barco, pero siempre tuve cierta capacidad de convicción, y no me costó demasiado encontrar uno... solo que se dedicaba a pescar, y hacía ruta desde Sandnessjøen hasta Reykjavík. No sabía el tiempo que tardaríamos, pero era eso o dejar que nos matasen a los dos. Ya había perdido a alguien que amaba, no volvería a pasar.

El capitán un viejo conocido que me debía un favor enorme, y en cuanto le expliqué la situación nos ofreció su propio camarote, alegando que él dormiría con el segundo de a bordo. A las nueve de la noche embarcamos, y dejamos atrás Noruega. Poco después de alejarnos del puerto entramos al camarote, un lugar espacioso, con una sola cama y objetos antiquísimos. Casi todo lo que había allí dentro era de madera, era como estar en el camarote de un barco pirata, y a Aevar le encantó. A penas tocaba nada, y cuando algo le gustaba lo trataba como si fuese del más delicado cristal. En cierto momento encontró una botella de cristal con un barco dentro, un precioso buque que recordaba ligeramente al Titanic, pero no lo era. Había estado en ese barco, y ni el de la película ni ese se parecían en nada. Para empezar el barco no era negro, sino gris oscuro, y no funcionaba una sola chimenea, lo hacían todas.

-Precioso, ¿verdad?

-Igual que tus ojos.

-Mis ojos no son de cristal, y tampoco del color de ese barco.

-Tienes razón -dejó la botella en un expositor de madera-. Tus ojos son como el mar -me abrazó por detrás, rodeándome con sus brazos a la altura de la cintura-, rebeldes, fríos, profundos y sinceros. Nada puede pararlos, atraviesan cualquier muro de silencio o de hielo.

-¿Por qué dices eso?

-Porque antes de mirarte yo no confiaba en nadie, creía que todos me harían daño... antes de ver tus ojos -se puso delante de mi-. Hazme como tú.

Se acercó a mi y me besó suavemente, como si a penas rozase mis labios. Ese fue el beso que hizo que me enamorase de él como un tonto.

-Podrían matarte.

-Lo harán de todos modos.

-¿Estás seguro?

-Sí.

Le pedí que me esperase y le comuniqué al capitán mis planes, omitiendo el transformarle. Le dije que estábamos en algo parecido a un viaje de novios, que acabábamos de casarnos y aunque nos pasábamos todo el tiempo viajando, queríamos estar a solas un momento. Me sonrió divertido y me dijo que, mientras no hiciésemos ruído, podíamos hacer cualquier cosa.

Volví al camarote y lo miré sonriendo dulcemente, cerré la puerta, y él me abrazó sin siquiera dejar que me separase. Me necesitaba tanto como yo le necesitaba a él. Me besó como di estuviese desesperado, y yo mordí su labio con cuidado, sonriendo travieso.

-Parece que tienes prisa, pero no podemos hacer ruido.

Me llevó a la cama y me arrancó la ropa. Si, se podría decir así, estaba como loco y me deseaba tanto que todo le daba igual. Ni me preparó siquiera, simplemente tapó mi boca con su mano y me la metió de golpe. En toda mi vida nada me causó más dolor y placer al mismo tiempo. Era como estar en el cielo, y al mismo tiempo en el infierno. Se movía muy deprisa y no me dejaba gemir. Si no eran sus dedos dentro de mi boca, lo cual es muy excitante, eran sus besos. La cuestión era que nadie nos oyese, o podríamos tener problemas el resto del viaje.

Su polla crecía dentro de mi, se abría paso revoltosa en mi culo y me llevaba a límites que Sebastian nunca consiguió, aunque sabía que Aevar nunca podría hacerme sentir lo que sentía con él. Eran formas distintas de follar, cada uno a su manera. En toda mi vida solo dos personas consiguieron hacerme perder la cabeza. Uno fue Aevar, y el otro Sebastian. Cada uno a su manera.

Me agarró el miembro y sacó sus dedos de mi boca. Tuve que aguantarme varios gemidos porque era delicioso. Era muy rudo, por eso me recuerda un poco a Albert, pero me amaba, y lo sigue haciendo. Su polla latió dentro de mí, y me besó con tanta pasión que creí derretirme. Sé que lo hizo para que mis gemidos no se oyesen, para que nadie se enterase de lo que estábamos haciendo. Cuando se separó de mí, sus ojos delataban amor, y eso fue lo que consiguió que le mordiese. Me incorporé sin dejar que se separase de mí y le mordí. Para un vampiro no hay nada más excitante, y mientras tomaba su sangre, me corrí entre los dos. Tenía que dejarle casi sin sangre y fue algo que me costó mucho porque su sangre era adictiva, y era la última vez que podría disfrutar de ella, pero sabía cuándo parar. Su cuerpo fue perdiendo fuerzas, y cuando llegó el momento, me separé de él, mordí mi muñeca y le obligué a tragar mi sangre, tal y como Sebastian hizo conmigo.

Fue su noche más larga y dolorosa, pero cuando terminó y abrió los ojos sonreí feliz. Se habían vuelto rojos y tenían una belleza salvaje, algo que me encantó. Le besé, y él me abrazó con cariño.