La promesa (parte IV)

Las desgracias nunca vienen solas, y yo estaba a punto de descubrir hasta qué punto puede llegar a ser injusta la vida.

Me desperté de golpe y miré a mi alrededor. Había tenido una pesadilla y en ella me encontraba de nuevo en la celda, obligado a acostarme con Melian y violado una y otra vez por Albert. Me llevé las manos a la cabeza y revolví mi cabello. Sebastian aún estaba adormecido y yo me levanté de la cama y caminé hacia la ventana para sentir el aire de la noche en mi piel. La luna llena me recibió y yo sonreí. Normalmente a los vampiros no nos gusta la luna llena, pero yo era una excepción. Me encantaba el tenue brillo plateado que dejaba sobre la ciudad y me dejaba arrastrar por ella. No me importaban los licántropos, era y sigo siendo más fuerte que ellos.

Sentí unos brazos fuertes en mi cintura, abrazándome con suavidad. Era Sebastian, que solía hacer eso cada vez que me acercaba a la ventana. Durante los primeros días me asustaba y me alejaba de él, regresando a la cama sin dejar que me tocase. Sabía que eso le dolía, pero el miedo y el dolor que me habían dejado en el cuerpo era superior a mis fuerzas. Al final volví a acostumbrarme a sus tiernas caricias, y cada vez que me abrazaba cerraba los ojos dejándome llevar por su cariño.

-¿Has vuelto a tener pesadillas? -negué despacio-. Carlos, no soy tonto. He visto las marcas en tu espalda. ¿Qué te hicieron?

-Mejor que no lo sepas.

-Quiero saberlo.

Suspiré pesadamente, y asentí despacio. Recordarlo hacía que volviese a sentir el miedo en mi cuerpo, pero los brazos de Sebastian rodeándome conseguían calmarme.

-Tu me dijiste que solamente el fuego daña a los vampiros -asintió despacio-. Un látigo de acero al rojo vivo, eso fue lo que me hicieron. Querían que te olvidase, pero como me negué a ello se dedicaron a torturarme -cerré los ojos un momento-. Cuando eso pasaba pensaba en ti -lo miré sonriendo-, te recordaba abrazándome y susurrándome al oído "te quiero". Eso me daba fuerzas.

-Siento no haberte encontrado antes.

-Ahora estamos juntos de nuevo y eso es lo que importa. Nunca perdí la esperanza de que vinieses a buscarme, y ellos lo sabían -suspiré-. ¿Por qué no me hablaste de ellos?

-No quería asustarte, pero debí hacerlo. ¿Me perdonas?

-No tengo nada que perdonarte.

Cerré los ojos y me apoyé en su cuello, y el me acarició el pelo, enredando sus dedos entre las finas hebras. De todos aquellos a los que conocía Sebastian era el único al que le permitía tocarme el pelo.

-¿Recuerdas lo que te dije que te haría? -asentí, lo recordaba perfectamente-. Vamos a la cama, haré que te olvides hasta de tu nombre.

Me dejé llevar por él y me senté en la cama, apoyándome en la almohada. Me encantaba estar así, era muy relajante. Besó mi cuello suavemente, bajando por mi pecho. No podía evitar estar tenso porque no sabía qué iba a sentir, así que se acercó a mi y me susurró con esa voz que me encantaba.

-Relájate, te va a gustar.

Asentí y él siguió besándome, bajando por mi pecho hasta mi vientre, mientras de vez en cuando me mordía, sabiendo que eso me excitaba. Lo hacía a proposito y ambos lo sabíamos. Poco a poco se aproximó a mi polla, y al besarla me estremecí entero. Noté su lengua en el frenillo, rozándolo con cuidado, y poco a poco fue metiéndola entera en su boca, y cuanto más bajaba más excitado me sentía. Su boca se adaptaba perfectamente y su lengua hacía que me estremeciese entero. Gemía con los ojos cerrados, disfrutando de cada sensación. Se sacó mi pene de la boca y bajó a mis bolas, chupándolas despacio. Eso me hizo gemir con fuerza, y sentí unos fuertes latidos en mi miembro. No iba a aguantar más, y Sebastian lo notó. Volvió a meterlo en su boca y al lamerlo un poco más me corrí con un fuerte gemido. Era lo mejor que había sentido nunca, y acabé jadeando de puro placer. Cuando se separó de mi me miró y sonrió divertido.

-Vaya, no pensaba que era tan bueno.

-Si llego a saber lo bien que me iba a sentir te lo hubiese pedido.

-Eres un pervertido.

-Y tú mi maestro.

Me sonrió divertido y se acercó a mi para darme un dulce beso al que yo correspondí cerrando los ojos. Después acabé tumbado en su pecho y él me acariciaba el pelo como si yo fuese su tesoro.

Al día siguiente recibimos una visita que ojalá nunca hubiese llegado. Los tipos que me habían secuestrado habían entrado en casa, y Sebastian y yo acabamos acorralados en nuestra habitación, sin saber cómo escapar de ellos. Tardaron muy poco tiempo en encontrarnos y entraron a la habitación sin decir ni media palabra. Avanzaron hasta quedar a unos metros de nosotros y miraron a Sebastian a los ojos.

-Devuélvenoslo -dijo Melian.

-Jamás. Marchaos de mi casa.

-No seas estúpido Sebastian, no podrás protegerle siempre.

-Podré, con mi vida si es necesario.

-¿Cón tu vida? -preguntó Albert-. Lo dejaremos vivir tranquilo si das tu vida por él.

Albert sabía bien cómo hacerme daño, era lo que buscaba desde el principio. Si lo había entendido bien Sebastian dejaría que lo matasen a cambio de mi libertad, y esa posibilidad, el perderle... nunca había tenido tanto miedo en toda mi vida.

-Sebastian -susurré-, por favor, no.

-Acepto.

-No me hagas esto.

-Con una condición -miro a Albert fijamente-. No le pondréis una sola mano encima, lo dejaréis vivir en paz para siempre.

-Como quieras.

-Júralo.

Los juramentos de los vampiros son eternas, romper un juramento significaba un destino peor que la muerte, y creeme cuando te digo que siempre hay algo mucho peor que la muerte.

-Está bien, lo juro -entrecerró los ojos-. Ahora ven.

-Albert, deja que me despida de él, por favor.

Suspiró pesadamente y nos miró. ¿Iba a rechazar algo así aún sabiendo que estaba a punto de perder a Sebastian para siempre? Sin embargo asintió y Sebastian me abrazó.

-Carlos, quiero que me prometas una cosa -asentí intentando no llorar-. Vive.

-No puedes pedirme eso. Te necesito.

-Habrás de aprender a vivir sin mi. Vive, te lo suplico. No te dejes vencer, encuentra de nuevo el amor y no dejes que desaparezca de tu vida.

Esas palabras me hicieron acceder, y asentí llorando. No quería mirar, no quería ver cómo me lo arrebataban, pero Melian me agarró y me obligó a verlo todo. Albert le partió el cuello y su cuerpo cayó al suelo, y yo me desmayé.

Un olor fuerte me despertó. Anna María había empapado un trapo en vinagre para lograr que me despertase, y al mirarla me sentí confuso, triste y mareado, pero sobretodo muy solo.

-¿Dónde está?

-Se lo han llevado -asentí intentando no volver a llorar-. Carlos, mírame -obedecí casi como un autómata-. Pasará, te lo prometo.

-¿Cómo estás tan segura?

-Mi hijo más pequeño murió a los dos años. Pensé que nunca lo superaría, pero el tiempo y la distancia hizo que todo ese dolor fuese desapareciendo.

-¿Qué voy a hacer ahora?

-Márchate. Vete lejos, recorre el mundo, busca tu lugar.

-Pero él...

-Sigue contigo -me sonrió con ternura y apoyó una mano en mi pecho-. Está aqui, contigo, a tu lado. Mientras pienses en él siempre estará a tu lado, pero no te olvides del presente.

Asentí y la abracé, tratando de no llorar. Al día siguiente me marché a Francia, y no volví nunca más a Madrid. Quería encontrar mi lugar, pero si seguía en España moriría de pena.

Así que ya lo sabes, esa fue la promesa que me enterró en vida. Sin embargo no es el final de esta historia.