La Princesa y los Bandidos
Saffron, una arrogante princesa, debe perseguir y capturar a tres bandidos que asolan la región. Pero, ¿quién es el cazador y quién la presa?
-Están acorralados, mi señora. Se han internado en una gruta y los hemos rodeado. No tienen escapatoria.
-Excelente. Ya son nuestros.
Saffron sonrió con deleitación, dirigiendo altaneramente la mirada hacia la caverna que le señalaba el soldado. La joven mujer posó su mano sobre el pomo de su refinado estoque, en una estudiada pose de superioridad. Por fin tenía en sus manos a esos bellacos, los tres forajidos que había estado persiguiendo durante semanas por el espeso bosque del Drakwald y que se habían burlado de ella durante todo ese tiempo, escapando invariablemente de sus garras en el último momento. Aquellos insolentes villanos pagarían caras sus fechorías.
Saffron dejó que el viento arremolinara su larga cabellera morena, mostrando su imponente figura dentro de su ceñida armadura de cuero a los hombres que la acompañaban, haciendo caso omiso de sus cuchicheos a su espalda. Sabía que los soldados a su mando aceptaban a regañadientes que una mujer les comandase, a pesar de –o quizá por- tratarse de una de las hijas del mismísimo Thornblad, el Rey de de Tausen. No importaba. Obedecerían sus ordenes como soldados disciplinados, y una vez que lograra capturar a los tres bandidos, deberían admitir, ellos y el resto de estúpidos cortesanos, que ella era una líder tan buena como el resto de sus hermanos varones.
-Errr… Mi señora, insisten en que acudáis vos a parlamentar, sola y sin armas, y que sólo se entregarán a vos personalmente.
-De acuerdo, acudiré.
-Pero señora… No deberíais entrar sola. Podría ser una trampa.
La princesa bufó despectivamente al soldado que acababa de hablar.
-¡Apartaos! Ya soy bastante mayorcita para saber si es o no una trampa. Mi padre el Rey no me concedió el mando de esta unidad de Patrullas de Caminos sólo por ser su hija.
La mirada de los soldados parecía indicar que pensaban lo contrario, pero permitieron que su arrogante señora se despojara de su espada y penetrara en la caverna.
Saffron entrecerró los ojos mientras su vista se acostumbraba a la oscuridad. Pronto, dobló un recodo y se encontró cara a cara con los tres bandidos, en una amplia sala iluminada con antorchas. Era la primera vez que los veía cara a cara. Eran altos y de tez bronceada, como los recios villanos acostumbrados al sol y al trabajo duro, de brazos y piernas fornidas. Saffron no pudo evitar reparar en sus musculosos torsos desnudos. Los tres sonreían, lejos de parecer intimidados. Saffron vaciló, mientras intentaba que su voz no temblase. Se repitió que esos bandidos no se atreverían a tocarla un pelo. Ella era la princesa Saffron, la hija del poderoso rey Thornblad.
-Por fin sois míos. ¿Preparados para que el peso de la justicia caiga sobre vosotros, villanos?
Sus jactanciosas palabras fueron recibidas por risotadas de los bandidos. Uno de ellos, el más alto y moreno, habló.
-No tan deprisa, mi dama. Podríais estar armada. Debéis desnudaros.
Saffron casi chilló de indignación.
-¡¿Cómo?! ¿Pero cómo os atrevéis? ¡Debéis estar bromeando!
-En absoluta, mi señora. ¿Y si ocultáis una daga? Si queréis que nos rindamos, deberéis obedecernos.
Saffron dudó. Su sueño era llevar a esos hombres cargados de cadenas ante su padre, quien sonreiría de orgullo. Y su hermano Arlington dejaría de reírse de ella y tendría que tragarse sus palabras de que las mujeres no estaban hechas para el combate ni para dirigir a la soldadesca. A regañadientes, la princesa se quitó su ajustada armadura, quedando solamente vestida con una fina camisola que apenas ocultaba sus pechos y unas cortas enaguas.
-¿Contentos? Ya podéis ver que no estoy armada.
-Toda vuestra ropa, mi señora.
Saffron blasfemó mentalmente. Vaciló durante unos segundos y después, muy lentamente, terminó de desvestirse, quedando totalmente desnuda mientras su rostro enrojecía. Pensó en tapar su desnudez con sus manos pero sería mostrar debilidad ante esos zafios patanes. La princesa sintió la libidinosa mirada de aquellos lujuriosos hombres recorriéndola, acariciando su desnudo cuerpo. Su voz, aunque impregnada de rabia, no pudo evitar temblar al hablar.
-¿Y ahora?
-No es suficiente, querida. Podríais llevar armas ocultas en vuestras intimidades. Creo que debemos registraros concienzudamente, su alteza, ¿no creéis, muchachos?
-¡¿Qué?! ¡Estáis locos si…!
Pero Saffron no tuvo tiempo de reaccionar. Los tres bandidos avanzaron y sujetaron a la desnuda princesa, tendiéndola en el suelo mientras sus rudas manos manoseaban su piel y pellizcaban sus pechos y pezones. Saffron llevaba su sexo completamente depilado, a diferencia de los poblados chochitos velludos de las campesinas, y aquello debió llamar la atención de los sonrientes bandidos, pues no dejaron de tocarlo y pellizcar los labios mayores de su vagina.
-¡Unggg…! ¡Cerdos! ¡Deteneos o lo pagaréis muy caro! Ufff… ¡Yo misma os…!
Saffron calló cuando notó cómo uno de los insolentes dedos se posaba en la entrada de su orificio más estrecho. La princesa abrió desmesuradamente los ojos cuando el dedo comenzó a penetrar en sus entrañas, explorándola descaradamente. La fierecilla meneó sus caderas arriba y abajo, pero sólo logró que el dedo se insertara más y más dentro.
-¡Cerdos! ¡Soltadme ahora mismo! ¡No podéis escapar!
-Os voy a contar un secreto, mi señora. Al fondo de la cueva hay una salida.
Saffron miró furiosamente a los hombres que la apresaban, sin comprender.
-Pero entonces… ¿por qué no habéis escapado?
Los hombres rieron.
-Ya lo haremos. Pero no podíamos dejar pasar la ocasión de catar el delicioso cuerpo de una dama de tan alta alcurnia como vos.
Demasiado tarde, la mujer comprendió que había caído de lleno en la trampa. Intentó debatirse nuevamente pero estaba firmemente sujeta.
-¡Basta, puercos! ¡Soltadme o mis hombres os… glabs, glup… uofff… glub! –Saffron no pudo continuar gritando. Una gruesa y venosa verga ocupó todo su campo de visión y se introdujo en su boca, acallándola.
Los hombres se habían desnudado y la acariciaban impúdicamente, sobando su pálida piel y estrujando sus delicados pechos. Para su completa humillación, su indefensión a manos de esos viriles canallas, las grandes vergas entrando y saliendo viscosamente de su boca, restregándose y embadurnándola de saliva, efluvios y líquidos preseminales y las rudas manos sobándola expertamente comenzaron a excitarla visiblemente. Los hombres rieron complacidos cuando notaron que su depilado chochito se humedecía y sus pezones se endurecían. Pronto, los impertinentes dedos entrando y saliendo de su sexo y ano dieron sus frutos y un orgasmo sacudió a Saffron espasmódicamente, como una descarga eléctrica, teniendo que ser sujetada por los tres bandidos para no caer desplomada, las piernas agotadas y temblorosas por el fortísimo orgasmo. Dos dedos del bandido continuaron insertados en el ano de la princesa, notando entusiasmado cómo el esfínter se abría y cerraba sobre ellos, mientras Saffron jadeaba intentando recuperarse.
-Así, princesita, disfrutadlo. Se nota que os gusta.
Saffron bufó, sus mejillas rojas como la grana por la vergüenza, el esfuerzo y el orgasmo.
-Y ahora, vuestro real coñito necesita una buena verga.
-¿Qué? ¡Noooo!
Los dedos que se agitaban como culebras en su sexo fueron reemplazados por un grueso falo que se deslizó con facilidad por la encharcada rajita. La mujer sólo pudo jadear y morderse los labios para no gritar de placer, mientras era zarandeada rítmicamente por las embestidas que le marcaba el lascivo bandido. De pronto notó un duro mango posándose sobre la entrada de su ano. No tuvo fuerzas para protestar y sólo pudo gemir al ser empalada inmisericordemente, mientras la gruesa lanza de carne se incrustaba trabajosamente por sus entrañas. Saffron gimió lastimeramente, sintiéndose literalmente empalada.
-Ooohhh… Unnggg… Mi pobre culito…
-Tenéis unas nalgas deliciosas, mi señora. Sois increíble.
-Bufff… ¿De… de verdad?
-Ya lo creo, mi dama. Sois una diosa del amor, nacisteis para ser gozada.
Saffron no supo si se debió a los expertos toqueteos en su cuerpo, que la enervaban más allá de lo indecible, si fue por la dura verga que se abría paso por su esponjoso interior, en una tórrida comunión de carne o si fue por las palabras de aquellos hombres, pero un nuevo y arrebatador orgasmo la abrasó por dentro y se encontró respondiendo a los zafios labios de uno de los bandidos que la besaban rudamente.
Durante las siguientes horas, se entregó en cuerpo y alma a esos bandidos, una princesa siendo poseída por tres rudos hombres. Cada agujerito de su cuerpo fue tomado por un falo, mientras los flujos brotaban de su sexo como una fuente. Como en un sueño, lamió con avidez una verga que acariciaba suavemente sus labios mientras otro falo exploraba su mojada gruta, empeñado en darle placer y, como no hay dos sin tres, un último mango se restregaba por el interior de sus entrañas, ensanchándolas sin piedad.
Los ataques se sucedieron inmisericordes, como si se tratara de tres caballeros rampantes que asediaban una indefensa fortaleza la cual, ante la insistencia y poder de los envites, se veía obligada a capitular y rendirse oprobiosamente, quedando a merced y capricho de los sitiadores.
Los arietes penetraban, ahora por boca, ahora por vagina, ahora por ano. Y cada uno de ellos arrancaba un gemido de placer a Saffron, que perdió la cuenta de los orgasmos que alcanzó. La caverna se vio invadida por los sonidos de gemidos y jadeos y por el rítmico golpeteo húmedo de la carne contra carne.
Cada poco tiempo, los hombres se turnaban en sus posesiones, para gozar de todos sus agujeritos. Saffron sintió como la verga del hombre que la poseía por detrás abandonaba viscosamente su ano y se restregaba por sus mejillas y nariz, posándose finalmente sobre los labios de la princesa. Saffron, como en un sueño, abrió sus labios para aceptar la poderosa verga, degustándola y paladeando el sabor de su propio ano sobre el falo del bandido, mientras notaba cómo otra verga invasora se deslizaba por su coñito y otra más por su ya más que dilatado ojete.
Tras un rato considerable, escuchó gemir al hombre de su espalda, y pronto se vio recompensada con gruesos chorros de espeso puré que brotaron de la verga insertada en su ano y que rellenaron sus doloridos intestinos de la cremosa esencia del bandido. Saffron apenas podía ya sostenerse y se mecía con los ojos entrecerrados y la saliva escapando de la comisura de sus labios, como una muñeca rota ante las poderosas embestidas de los villanos, sujeta por sus generosas caderas y por sus sudados brazos. Un nuevo gemido llegó hasta sus oídos y la verga en su boca descargó su ración de leche, obligándola a tragarlo como una hambrienta gatita y, aún así, desbordándose por labios y barbilla. Apenas tuvo que esperar mucho tiempo hasta que un nuevo gemido anunció el clímax del último bandido y notó la calidez del semen del hombre llenando e inundando su maltrecho sexo.
Los tres bandidos y la princesa quedaron tendidos en el suelo, jadeantes y exhaustos, entrelazados en una masa de brazos, piernas, muslos y sexos húmedos y chorreantes. Tumbada sobre aquel lecho de carne, Saffron fue invadida por una pesada somnolencia, mientras todavía alguna mano ocasional apartaba suavemente un húmedo mechón de cabello de su empapada frente, o amasaba firmemente sus pechos o metía un par de dedos en su entrepierna, jugueteando entre la humedad y los efluvios de su rajita con su escocido clítoris.
Unos gritos ahogados arrancaron a la princesa de su placentera duermevela. Saffron despertó bruscamente, desconcertada y aturdida. Estaba sola. Los bandidos habían desaparecido, sin duda huidos por la salida del fondo de la gruta. Pero sus ojos se abrieron como platos cuando descubrió que, realmente, no estaba sola. Frente a ella, la contemplaban con ojos desorbitados los boquiabiertos soldados de la patrulla de caminos que ella lideraba que, finalmente, se habían internado en la caverna, inquietos por la tardanza de su jefa.
Saffron fue súbitamente consciente de la situación, mientras sus sonrosadas mejillas se volvían carmesíes. Los asombrados soldados contemplaban a la desconcertada princesa, tumbada desnuda en el suelo, cubriéndose como podía con sus manos, con el pelo sudoroso y alborotado y totalmente empapada y cubierta de semen de sus adversarios.
Saffron chilló, queriendo que la tierra se abriera bajo sus pies y la tragara.
Saffron se incorporó bruscamente. ¿Había chillado? Miró a su alrededor, totalmente confundida. Cuando su mirada se acostumbró a la oscuridad, pudo ver el dosel de su cama. Su jadeante respiración fue normalizándose poco a poco. Estaba en su habitación. Todo había sido una espantosa pesadilla. ¿Cómo es que había soñado que ella, la princesa, era poseída por unos rudos gañanes y que había disfrutado como nunca? Imposible. Absurdo.
Con cuidado se levantó su camisón y se rozó su sexo. Estaba completamente encharcado. Sus dedos permanecieron más tiempo del debido, acariciando sus sensibles y húmedos labios hasta que rozaron su hinchado clítoris. Sí, todo había sido una maldita pesadilla. Saffron recordaba cómo el día anterior, su padre el rey le había concedido el mando de una patrulla de caminos y le había encomendado la misión de dar caza a aquellos tres detestables bandidos. Y ella partiría en cuanto despuntara el sol y cumpliría su cometido, costara lo que costase.
Saffron vaciló, mientras los dedos comenzaban rítmicamente a entrar y salir de su sexo, arrancando un gemido de su deliciosa garganta. Sí, cumpliría su cometido como princesa de Tausen. Pero ¿y si fallaba? ¿y si no los capturaba? ¿y si acorralaba a esos musculosos villanos en una caverna y entraba sola y desarmada a arrestarles? ¿y si ellos la reducían y la sujetaban y la…? Saffron gimió mientras mordía sus labios para no gritar y oleadas de placer la sacudían una tras otra, arqueando la espalda como si fuera a romperse. Afuera, el viento azotaba los postigos de las ventanas y un solitario perro ladraba en la oscuridad. La princesa comenzó a dormirse, con su mano todavía rozando su sexo.