La princesa mancillada

Un breve relato que reúne numerosos clichés eróticos, algo de zoofilia, incesto y dominación. Ambientado en una edad media imaginaria, todos los datos son inventados. Res: La princesa Hilda es una joven con grandes necesidades, y su alta alcurnia no parece limitar el alcance de su lujuria, por ahora

“Cuando una persona tiene tanto dinero y poder como para poder llevar a cabo casi cualquier objetivo que se plantee, y además posee todo el tiempo libre que desee, ¿qué hace? ¿En qué invierte su esfuerzo? Normalmente, los objetivos que se propone recorren dos senderos: En el primero, la persona se dedica al autodesarrollo, arte y estudio. Algunos nobles han acabado siendo grandes sabios gracias simplemente a que no tenían nada mejor que hacer que leer. Es el sendero de la luz.

La otra alternativa, más común es la del placer personal. La persona se recrea en sus vicios, y los explota buscando nuevas sensaciones, nuevas emociones. Es el sendero de la oscuridad”.

Recordaba el rey tales palabras una vez más. Eran parte del discurso que tiempo atrás le dio su padre. En aquella época él se sentía perdido, sin saber qué debía hacer exactamente o qué se esperaba de él. Por supuesto, aquellos conceptos abstractos e idealizados no definieron su carácter, pero sí fueron un excelente comienzo. Ordenaron sus ideas cuando más lo necesitaba. Ahora era el momento de recordarlo, porque cuando se sentía perdido de nuevo, le bastaba con rememorar a su padre y sus dos caminos. El camino que te lleva a aprender, que mira hacia el futuro. Y el camino que te recrea en el presente, que enseguida se queda en el pasado. En la vida, casi todas las elecciones pueden dividirse entre esas opciones. Al menos, así había sido para el rey. Y con esa visión, las cosas le habían ido bien.

El rey tenía una vasta fortuna. Su reino era pequeño, pero casi totalmente autosuficiente. No había mendigos en las calles, y al pasear por los empedrados de su única ciudad grande, se podían oír las risas de los niños casi a cualquier hora. Al fin y al cabo, el rey era un hombre sabio, que había dedicado su vida al sendero de la luz. Gracias a eso, al heredar la corona de su padre, supo hacer de su reino un lugar maravilloso o al menos, así lo creían quienes allí vivían. Aquella era su edad dorada. Había buenas cosechas, numerosas fuentes públicas y baños, excelentes artesanos, los precios eran bajos en casi todos los productos, las calles estaban cuidadas y limpias, las enfermedades estaban aplacadas…

Pero el rey tenía una preocupación, solamente había una cosa que no había podido enderezar: Su hija.

La princesa Hilda era una bella muchacha de larga cabellera castaña rojiza, y mirada arrebatadora. La encantadora joven había robado ya numerosos corazones. Era inteligente, sin embargo al contrario que su padre, no se interesó por los libros y el arte. Por mucho que el rey intentaba que estudiara, no conseguía que la joven dama se centrara. La princesa estaba muy ocupada con sus “muchachos”. Y es que casi todos los mozos de la corte habían pasado en un momento o en otro por el adoselado lecho de la princesa, numerosas veces mancillada.

Aunque los revolcones eran mantenidos en secreto, los rumores corrían, y eran ya demasiadas las aventuras de la “dulce e inocente” princesita como para no llamar la atención del rey. Él no perdía de vista que su hija pasaba más tiempo tumbada con las piernas abiertas y las enaguas alzadas, que sentada. Ya le había dado el mismo sermón varias veces: “Para las personas como nosotros existen dos senderos: El de la luz y el de la oscuridad. Hija mía, no te desvíes por el sendero oscuro”. Pero o la joven era muy terca, o el deseo era superior a sus fuerzas, pues nunca funcionó. Entonces el rey tomó una decisión, y ya que la princesa no obedecía razones, reguló él mismo mediante órdenes explícitas el acceso de los jóvenes a palacio.

No sirvió de nada. Los ancianos mayordomos, el viejo bibliotecario y el gordo cocinero cayeron presas de las lujuriosas atenciones de la princesa. Tras verse obligado a despedir a varios de ellos debido a situaciones en extremo escandalosas (como cuando la duquesa de Solren encontró a la princesa fornicando con un anciano sirviente bajo la mesa donde estaba cenando con su majestad), el rey tomó una nueva decisión: Todos los criados de la corte serían mujeres. Doncellas bien educadas que se ocuparían de la cocina, la invaluable biblioteca y el cuidado de las habitaciones y dormitorios.

Pronto entendió el rey que era un error, pues los vicios de su hija se multiplicaban. Así lo percibió el sabio señor cuando halló tras un cortinaje del pasillo oeste, a su encantadora “hijita” arrodillada entre las piernas de una joven criada, que turbada mantenía la falda en alto, atendiendo los jugosos labios de la damita con indecentes gemidos de placer.

Aquella vez era demasiado. Furioso, el rey restringió el movimiento a la princesa Hilda, prohibiéndole salir de su habitación salvo para visitar el jardín privado (al que sólo daban los dos dormitorios reales). La chica esa vez se mostró iracunda, y protestó a su padre duramente, aduciendo que tenía edad para tomar sus decisiones. Nada de lo que dijo le valió el indulto, así las cosas, el sabio padre se sentía dolido y abrumado ante su propia ineptitud, al haber tenido que recurrir a tan extremas medidas. Al fin y al cabo amaba a su hija más que a sí mismo, pero ella tenía que aprender a controlarse. “Algún día me lo agradecerá”, se dijo el bondadoso pero estricto monarca.

Al cabo de una semana, el aburrimiento y tristeza de la princesa eran tan palpables, que su padre empezó a preocuparse. Incluso la salud de la joven parecía resentirse. Profundas ojeras aparecieron en sus ojos, y apenas se movía de su cama, ni siquiera para comer. Desconcertado, el rey mandó llamar a un médico y (bajo estrecha vigilancia suya, claro) le permitió visitar a su hija. El médico fue claro: La chica sufría del mal de la melancolía. No podía seguir encerrada, necesitaba tratar con gente. El rey se negó. “Mi hija solo conoce una manera de “tratar” con gente, y aunque usa la boca, no es mediante conversación”. “Entonces”-contestó el médico-“consiga para la chica otro tipo de compañía. Un animal, por ejemplo, tal vez un can”.

Caviló el sabio la idea y finalmente decidió que eso era factible. Compró para su hija un gran perró de magnífica raza extranjera. Su imponente presencia y vitalidad eran maravillosos, y en el jardín podría estar cómodo. Se lo regaló a la princesa y le encomendó su cuidado.

Al principio apenas hubo cambios, pero poco a poco, la joven estaba más animada. Al final la chica volvía a estar risueña y parecía feliz. Aún no le gustaba estar encerrada, claro, pero su animal le hacía compañía. Tanto había mejorado la damita que el rey, satisfecho, estaba meditando la posibilidad de retirarle el castigo.

En esas estaba cuando hablando con Hilda descubrió el rey unos peculiares arañazos en los brazos. Eran arañazos del perro, así que le preguntó que si le había hecho daño. Pero era extraño, porque los perros no arañan como los gatos. Si quieren atacar, muerden.

La princesa respondió que se lo había hecho jugando. Al rey le pareció extraño pero lo dejó pasar.

Aquella noche el monarca no durmió bien. Obscenas imágenes invadían su mente. Despertó empapado en sudor. No podía ser. Su hija no sería capaz de semejante indignidad. Pero debía asegurarse. Debía saber.

Salió el rey de su dormitorio por el jardín que unía su habitación a la de su hija. Sintió un resquemor cuando no vio al perro en el jardín. “Pero acaso”-se dijo el rey-“mi hija, a pesar de mi consejo, deja a su perro dormir en su dormitorio. Eso es, y nada más”-concluyó. Pero aún así siguió acercándose y se asomó por la puerta de la habitación de la princesa.

Jamás vio el rey semejante escena, una dama en todo humana, tomada y copulada, como perra penetrada. El gran perro montado sobre la dulce muchacha estaba, la cual de felicidad lloraba, a cuatro patas postrada, desnuda y sudada. Los movimientos del animal eran hipnóticos y potentes, bestiales en cierto modo. El rey quería intervenir, pero algo se lo impedía. Era una erección lo que tenía. Se sintió sucio y repugnante, al encontrarse mirando a su hija mientras pecaba. Sin embargo, en verdad (reconoció en el fondo para sí), disfrutaba.

Tras lo que pareció una eternidad, el falo salió del interior del la joven, que empezó a juguetear con el perro suavemente. Le acariciaba por todas partes, su miembro viril recién usado incluido. No pasó demasiado tiempo antes de empezar a besárselo. El sabio y bondadoso rey habría vomitado si no estuviera tan absorto y excitado. Pronto la joven empezó a chupar el pene del can, y éste se volvió a empalmar. Tumbándose de espaldas y abriendo las piernas, la princesa dirigió al animal hacia una nueva cópula.

El rey miró sin perderse detalle, cómo las blancas piernas de su hija rodeaban el peludo y enorme cuerpo del perrazo, cuyo rojo falo empalaba a la princesa de nuevo, una vez, y otra, y otra. Y viendo aquello, algo se quebró dentro del hombre. Lloró silenciosamente por su hija. Y asumió una nueva determinación.

Era media mañana del día siguiente. El gran rey llamó a la puerta de su hija, que abrió sorprendida por la cortesía de su padre. Él se mostró en extremo amable y afectuoso con su hija, que sonrió agradecida por el cambio. Su padre era un hombre bueno, pero con ella siempre era estricto y duro. No le recordaba así de amable desde… “Quizá desde que comencé a invertir mi tiempo en chicos”, pensó, nostálgica.

-          Hija mía, he decidido levantar tu castigo.

La chica abrió los ojos. Eso no se lo esperaba. ¡Era maravilloso! Casi había perdido las esperanzas. Su perro le servía bien, pero aún, en ocasiones, le hacía daño, y resultaba sucio. No le gustaba oler a perro todo el día. Los mozos humanos (o las doncellas) ofrecían un trato mucho más higiénico. Claro que eso no quería decir que fuera a abandonar a su querida mascota. Había creado un fuerte vínculo con el animal que no se rompería. Podría dormir con ella… ¿una o dos veces a la semana, tal vez?

Todas estas cosas pensaba, cuando se dio cuenta de que su padre esperaba una contestación. La mostró su entusiasmo.

-          ¡Gracias, papá! No te arrepentirás, te prometo que no traicionaré tu confianza.

-          Oh, de eso estoy seguro, querida –dijo el sabio hombre- ¿sabes por qué?

La sonrisa de la princesa Hilda flaqueó. Pasaba algo. Y no sabía qué.

-          ¿Por qué lo sabrás? –preguntó débilmente.

El anciano rey acercó su barbado rostro al oído de su hija y susurró:

-          Porque estaré encima de ti constantemente.

Ambos quedaron callados un momento. Y de pronto, el rey se arrojó sobre la joven, sobre su propia hija, y usó sus fuerzas para tratar de someterla. Tumbada en la cama boca abajo, la princesa Hilda trató de luchar con su padre, pero él era más fuerte. Pronto tenía sus muñecas sujetas y sus piernas abiertas. Su vestido, rasgado brutalmente, no ocultaba ya sus atributos femeninos, y pronto sintió la chica los dedos de su padre hurgar en su sagrado agujero.

Gritó, pero supo que era inútil. Era el rey, al fin y al cabo. ¿Quién se le opondría? Seguramente ya había dado instrucciones a quien hubiera cerca para que se alejara o no interviniera. Así, sintió por fin el miembro de su padre entrar en la vagina. La princesa calló casi instantáneamente.

-          ¿Qué? ¿Te gusta? ¿No es mejor que la de un perro? ¿Eh, puta?

La princesa quedó callada, sonrojada y humillada por su padre, mientras era penetrada por este en brutales acometidas.

-          Habla, puta. Porque no eres una princesa, sino una vulgar fulana. ¿No es verdad, furcia? ¡Dímelo! ¡Contesta! ¡CONTESTA! ¡¿ERES UNA PUTA O NO?

Aquella vez el rey se detuvo y la agarró del cuello, la zarandeó y la soltó. Gimiendo de dolor, la princesa al fin habló, mientras lloraba:

-          ¡S-sí! ¡Soy u-una p-puta! ¡Lo sé! ¡Lo soy!

Acto seguido sus sollozos se acentuaron, pero no hubo piedad. El rey no solo penetró su vagina, también sodomizó su ano. Al cabo de varias horas de entretenimiento variado, el rey desnudo se levantó de la cama. Su hija, también sin ropa, tenía las piernas entumecidas. No creía poder andar de momento. El rey era algo viejo, pero era muy vigoroso, y no había tenido cuidado con su hija. Ella tenía miedo. Le parecía que su padre se había vuelto loco.

-          Bueno, ahora me voy. Pero esta noche volveré. Y mañana, podrás vagar de nuevo por el complejo palaciego. Se te levantará el castigo. Pero te quiero aquí cada noche, con el culito levantado no para el perro sino para mí. Ahora eres mía.

-          S-sí papá –contestó la princesa Hilda asustada.

Mientras el hombre se iba, de pronto se detuvo en la entrada. Dándose la vuelta, miró a su hija, exhausta, desnuda y empapada en sudor y semen. El rostro del rey parecía ligeramente preocupado. Al hablar, su tono de voz era de nuevo suave y amable.

-          Espero que te haya gustado, yo… bueno, sé que estas cosas no son lo mío. Te vi con el animal ayer, y… esta es mi forma de pedirte disculpas por el castigo… a partir de mañana serás libre, y espero que tú y yo podamos mejorar nuestra relación como padre e hija… te quiero, cariño.

El bondadoso rey se marchó. Exhausta, la princesa se dio la vuelta para quedar boca arriba en la cama adoselada. Miró hacia el techo mientras se recuperaba de la sorpresa. Las lágrimas que habían escurrido por sus mejillas ya se habían secado. Sola en el dormitorio, sonrió tenuemente.

-          Sí, papá. Creo… que me ha gustado. Me ha gustado mucho. Y yo también te quiero.