La princesa cautiva
Una noche de bodas con el hombre que mató a su padre. Lo único que separaba a la princesa Serina del suicidio era el deber, pero...
El salón principal del palacio estaba totalmente a rebosar, repleto de gente conocida y desconocida, de invitados y sirvientes, de amigos y enemigos… La luz de las velas que se sostenían en lo alto por varias lámparas de araña bailaba al son de la música que inundaba el ambiente. Las paredes habían sido tapizadas convenientemente para la ocasión, de blanco y azul, los colores de la casa Asarien, y el rojo de los rosencraft. Se habían dispuesto numerosas tablas de madera colocadas sobre caballetes, así como bancos, para dar cabida a los más de quinientos asistentes. Éstos comían y bebían animadamente a la salud de los novios, mientras que los músicos tocaban desde las galerías superiores, uniendo en armonía violines, trompetas, piano y otros tantos instrumentos. Todo parecía alegría; todo excepto la propia esposa.
Serina Asarien contemplaba la sala desde el banco de honor, al lado de su nuevo marido y destacados miembros de la nobleza. Aún así, miraba sin ver, con los ojos perdidos en el infinito. No sonreía como debía ser propio de una novia feliz, pero tampoco lo era. A pesar de su afamada belleza, de pelo castaño, largo y sedoso, tez morena, labios finos, ojos vibrantes y un cuerpo sinuoso, aunque de escasa estatura, la falta de una sonrisa en el rostro hacía que todo aquello pareciera en vano. Incluso con aquel precioso y elaborado vestido blanco, con falda volada y escote triangular, con las joyas que lo adornaban resplandecientes y con el maquillaje cuidado, parecía un árbol marchito en medio del otoño.
No era para menos. Su padre había fallecido un par de meses antes de aquella boda. No hubiera supuesto un inconveniente tan enorme, aunque hubiera sido igualmente triste, de no ser por el hecho de que su nuevo esposo había sido la mano que le había atravesado de parte a parte con la espada en medio del campo de batalla. Los reinos que ambas familias gobernaban se habían enzarzado en una cruenta guerra después de que los Rosencraft atacaran varias caravanas de comercio procedentes del reino de Asar. En un principio habían intentado buscar una salida pacífica al conflicto, recurriendo a la diplomacia a pesar de que no había excusa suficientemente grande como para justificar aquellos actos. Su padre se había reunido en reiteradas ocasiones con representantes de los Rosencraft, aunque nunca acudió el rey Herman en persona. Aquello era casi un insulto, pero el buen Asarien supo controlarse y velar por los intereses de su pueblo. Sin embargo, no tardó en montar en cólera cuando el hermano de quien ahora se sentaba a su lado aseguró que Asar debería entregar todas las caravanas de mercancías que tuviera y aún así dar las gracias y rendir pleitesía a Calidor, el reino que gobernaban. Un rey no podía tolerar semejante desprecio hacia su pueblo, menos aún en su propia morada. Aún recordaba cómo se había levantado de su asiento, regio como sólo lo había visto a él, y había ordenado que prendieran al insolente. Éste comprobó asustado que su lengua le había perdido y trató de recurrir a la espada para salir del atolladero. Aquello sólo le sirvió para morir acuchillado por los guardias, que no dudaron ni un segundo en matarlo viendo la seguridad de su monarca en peligro. Ése fue el inicio de la guerra, pues los Rosencraft rechazaban cualquier responsabilidad sobre los actos de su emisario y exigían venganza.
Durante dos años los ejércitos de ambos reinos se batieron en numerosas batallas, saliendo uno y otro bando victorioso alternativamente. El campo quedó desolado y se perdieron cosechas enteras. Los aldeanos y burgueses de Asar fueron reprendidos con crueldad, siendo violadas mujeres y niñas por igual, sufriendo innombrables torturas y vejaciones los hombres, y matando a sangre fría a los pobres chiquillos que no tenían culpa de nada. Los hombres de los Rosencraft tenían orden clara de arrasar todo a su paso, y eso hacían. Ciudades enteras fueron engullidas por las llamas abrasadoras y enormes columnas de humo negro se elevaban altas hacia el cielo, como si sostuvieran la bóveda celeste, pudiendo verse desde prácticamente cualquier parte del reino. Las fuerzas de los Asarien no conseguían frenar aquella carnicería, pero tampoco dejaban que el enemigo avanzara mucho más territorio adentro.
De aquel modo se llegó hasta la última batalla de la guerra. El padre de Serina se había puesto al frente de un gran ejército y con él emboscó al temerario príncipe Evan, heredero al trono de Calidor. Todo parecía marchar bien para Asar, cuando un segundo contingente de los Rosencraft apareció por sorpresa atacando el flanco de su ejército. La trampa se había convertido en un caos en el que las tres fuerzas se entremezclaron, disputándose cada palmo de tierra en combate individual prácticamente. Así fue como él, Evan Rosencraft, llegó cabalgando hasta el rey de Asar. Sin darle tiempo a que reaccionara, descargó un fuerte golpe que hizo descabalgar al monarca, para luego ser pisoteado por los cascos del caballo. El osado príncipe no se quedó ahí, sino que abandonó su montura y atacó al indefenso Asarien, hasta que logró destrozar su armadura y abrirle sanguinolentas y mortales heridas, todo ello mientras reía como un desquiciado viendo a su enemigo agonizando.
Una vez se hubo corrido la voz de que el rey había muerto, sus “leales” súbditos no dudaron en darse a la fuga, muchos de ellos por orden de los principales señores y oficiales. Los calidorenses no dudaron en perseguir y aniquilar todo reducto de resistencia, quedando reducido el gran ejército a un montón de girones rotos al mando de señores tan cobardes como traidores.
Sabiéndose vencedores, los Rosencraft se dedicaron a saquear con paciencia todo poblado y ciudad que encontraban en su camino hacia Asarya, la capital del reino. Entre tanto, las mismas sabandijas que habían abandonado el cadáver de su padre a los cuervos, llegaron hasta Serina, quien se había quedado como regente provisional, con la oferta de paz que les había transmitido Herman Rosencraft. Las hostilidades cesarían únicamente si ella aceptaba tomar como esposo al mismo hombre que había segado la vida de su amado progenitor. Llena de tristeza por su pérdida, su primera reacción no fue otra que rechazarlo de pleno y hacer que encarcelaran a todos aquellos gusanos traidores. Se mostró muy enérgica, aunque lágrimas de ira, rabia y dolor manaban de sus ojos a la vez que daba la orden.
La reacción de sus enemigos no se hizo esperar. En lugar de avanzar hacia Asarya para aplastar la poca resistencia que quedaba allí, tal y como esperaba la princesa, se lanzaron a la desolación de todo el país. Cada día llegaban noticias de aldeas arrasadas, cientos de personas asesinadas, más aún que llegaban en busca de refugio a la capital… Por mucho rencor que tuviera hacia aquellos viles calidorenses, tuvo que tragarse el orgullo y la sed de venganza; tuvo que actuar con responsabilidad, como se esperaba de ella, y aceptar finalmente la oferta de paz de los Rosencraft.
Y allí estaba, al lado de un hombre al que no amaba ni amaría jamás, ocultando el odio que sentía hacia él y todos los suyos en lo más profundo de su corazón, entristecida por su destino. Muchas considerarían que el príncipe Evan era un hombre atractivo. Era alto y fuerte, de pelo moreno y barba cuidada, con ojos verdes como esmeraldas y una sonrisa deslumbrante. Sin embargo, lo único que podía sentir por él era repulsión, asco y ansias homicidas. No se consideraba en absoluto afortunada y hubiera preferido la muerte mil veces; pero lo hacía por su pueblo, lo hacía por los miles de asaritas que confiaban en ella para que aquel tormento cesara. A pesar de todo, era incapaz de fingir felicidad o normalidad. De todas formas, aquello era algo que no le importaba demasiado a su recién esposo. Lo único que le interesaba era el título de rey que venía adjunto a su mano, rey de Asar y, por tanto, cuando su padre falleciera, soberano de los dos reinos.
No había probado ni un bocado de la comida, ni había bebido un sorbo del vino que los Rosencraft habían traído para la ocasión, el mejor de Calidor. A Evan no parecía importarle en absoluto y se dedicaba a charlar fanfarronamente, como solía, con los invitados. Hasta los señores asaritas que habían acudido a la celebración estaban contentos y hacían chanzas. Malditos fueran todos ellos. Aquello era como una burla demasiado grande como para que Serina pudiera soportarla mucho tiempo más. Apenas había terminado el banquete, incluso antes de que trajeran el pastel de boda, la princesa se incorporó y miró a su marido con severidad.
—Me encuentro indispuesta. Si no os importa, me retiraré a mis aposentos a descansar, alteza —dijo, intentando ahogar en su garganta el dolor y la ira.
—Como os plazca —la despachó él sin mucho interés, agitando una mano. Ya se estaba girando para retirarse, cuando añadió—: Estad descansada cuando acuda a vuestro lado. Aunque estéis indispuesta, quiero consumar el matrimonio hoy mismo.
—Como su majestad ordene —replicó intentando atenuar la nota de desprecio que acompañaba su voz.
Abandonó el salón por una de las puertas laterales, acompañada de Claire, su doncella, y un murmullo que se propagó como la pólvora por los invitados. No le importaba; nada le importaba ya realmente. Su vida se había reducido al cometido de seguir adelante para proteger a su pueblo. Cualquier otra cosa ya carecía de sentido. Aquellos pensamientos la acompañaron hasta la puerta de su dormitorio, haciendo que el trayecto pareciera muy corto. Ya abría la puerta para entrar, cuando la muchacha que la acompañaba comentó:
—¿No es extraño? Siempre hay un guardia frente a vuestros aposentos desde que el rey Evan llegó. ¿Dónde se habrá metido?
—No tiene importancia. Seguro que se estará emborrachando en la fiesta, como los demás. Eso le costará más que una reprimenda de su señor, pero… mejor para mí —repuso con desgana.
—Sí, seguro que tenéis razón, alteza —convino ella también.
Traspusieron la puerta y entraron en los aposentos reales. Estaba a oscuras, por lo que Claire se apresuró a encender unas velas con la que ella traía en la mano alumbrando el camino. Pronto las sombras empezaron a danzar al son de su crepitar, como si ellas también festejaran aquella farsa de enlace. La luz iluminó la amplia cama cubierta por las cortinas de seda del dosel. Los pilares y travesaños de éste eran de oro macizo y estaban labrados con sumo cuidado, simulando formas florales. A un lado de la cama estaba la coqueta, sobre la que el espejo reflejaba sus dos figuras en penumbra. Al otro, un gran armario de roble cubría casi toda la pared, excepto el hueco en el que una puertecilla daba paso al cuarto de baño. El suelo estaba alfombrado, de modo que era suave y cálido al tacto. Avanzaron hasta quedar cerca del guardarropa y Claire comenzó a desvestirla mientras hablaba.
—Sé que no sois feliz, mi reina. Se os ve en la cara desde que vuestro padre falleció a manos de… de… —parecía dudar sobre qué título darle.
—Puedes llamarlo asesino si te place —dijo Serina, sin darle mayor importancia, aunque con anterioridad no había dudado en llamarle rey—. ¿Y cómo podría estar después de que me obliguen a casarme con el asesino de mi padre?
—No os culpo por ello, majestad. Pero tened en cuenta una cosa: esto no tiene por qué ser para siempre —replicó mientras desataba los lazos del vestido. La princesa, ya reina desde hacía unas horas, aunque no se hacía a la idea aún, se quedó mirándola inquisitiva—. Igual que él mató a vuestro padre, puede que alguien lo mate a él.
—¿Insinúas que debería matarlo? ¿Y qué sería mejor? ¿El veneno o una cuchilla en el cuello?
—¡No, mi prin… reina! —se corrigió a tiempo, soltando una carcajada melódica—. No digo que seáis vos. Pero a Evan le gusta guerrear y en las guerras muere gente…
—Sí, pero hasta entonces… —Se llevó una mano al pecho, que había quedado cubierto sólo por el sostén blanco de encaje después de que la doncella empezara a retirar el vestido—. Siento una fuerte opresión en el pecho, Claire; como si no soportara ni un segundo más esta situación.
—¡No desfallezcáis! ¡Los malvados nunca salen victoriosos al final!
—¿Eso lo has aprendido de los cuentos? Mi padre no era malvado y ahora está criando malvas quién sabe dónde. ¿De verdad piensas que no estoy condenada a una vida cautiva de ese malnacido? —se jactó ella de la ingenuidad de la otra. Claire no sabía que contestar a aquello—. No, Claire. Los malvados siempre ganan porque no les importa hacer cosas terribles para lograr sus fines.
—Me niego a creerlo —insistió la muchacha, tozuda—. Pero si ese es vuestro sino, yo estaré a vuestro lado para compartirlo y apoyaros, mi reina.
Serina apreció aquel gesto de amor y lealtad inquebrantables. Era algo que logró arrancarle una débil sonrisa de sus labios. Dándose por satisfecha con aquello, la doncella terminó de desvestirla. La mujer estaba cubierta sólo por su ropa interior blanca de encaje, confeccionada especialmente para la ocasión. Hacía un poco de frío, pero no demasiado. En cuanto se pusiera el camisón y se metiera bajo las cobijas, su cuerpo se templaría por fuera, aunque sabía que su interior seguiría temblando. Terminó de desvestirse y Claire extrajo la prenda del armario y le ayudó a ponérsela. Era una tela vaporosa, de un tono azulado, e insinuaba las curvas de la reina hasta la rodilla, donde su piel quedaba al descubierto. Ya lista para acostarse, Serina tomó el rostro de la joven por las mejillas y le plantó un beso en la frente.
—Gracias por todo, Claire.
—Estoy a vuestro servicio, majestad. Si necesitáis algo más… —replicó ella sonriente.
—Nada más. Puedes retirarte.
Mientras la muchacha se encaminaba a la puerta para marcharse a su cuarto, justo enfrente de aquel, ella retiró las mantas y sábanas para luego alojarse entre ellas. Se sentía cansada, cansada como nunca, como si reprimir todos aquellos sentimientos hubiera supuesto un esfuerzo inmenso. Casi se quedó dormida nada más tumbarse, quedando las velas encendidas.
No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo, pero un sonido repentino la despertó. Parecía el chirrido de una puerta al abrirse, pero al abrir los ojos, no vio ninguna luz procedente del exterior a través de las cortinas del dosel, aparte de la que proyectaban las velas. Eso quería decir que nadie acababa de entrar en el cuarto, portando su propio fuego. ¿Habría llegado ya su nuevo esposo mientras estaba inmersa en sus sueños y se habría estado acicalando en el baño? Era lo más probable. La idea tampoco es que fuera muy alentadora y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, empezando su corazón a latir con fuerza. Si ya le resultaba horrible aceptar el enlace, convivir con aquel asesino despiadado, mucho más lo era rendirle pleitesía en la cama. Nunca había estado con un hombre, a pesar de haber oído muchas habladurías sobre el tema, pero estaba segura de que con él no lo disfrutaría en absoluto.
Escuchó las pisadas sordas sobre la alfombra, cada vez más cerca, y alcanzó a discernir una figura en la penumbra, con la tenue luz de las velas bailando sobre su ropa. La silueta se perfilaba a través de las cortinas totalmente oscura, y su andar resultaba un tanto extraño para tratarse de Evan, aunque quién sabía los efectos que el alcohol podría haberle producido. Parecía caminar con sigilo, pero también era probable que se moviera con tanta lentitud a causa de la embriaguez. Vio cómo una mano se deslizaba entre las telas y apartaba la cortina con cuidado, muy cerca de ella. Sus ojos fueron directos a parar en los del rostro de aquel hombre y se percató de inmediato de que no se trataba de su marido. Vio la sorpresa al verla despierta reflejada en su semblante, escasamente iluminado, y como un acto reflejo se giró. De su garganta emergía un chillido agudo, con la intención de alertar a alguien, pero la mano del desconocido se posó sobre sus labios y le taponó con fuerza la boca. Notó que el otro brazo del tipo rodeaba su cuerpo por encima de las cobijas, impidiéndole alejarse. Sus gritos, insultos y amenazas quedaron ahogados en la palma áspera del asaltante nocturno, quien no cedió ni un milímetro.
—¡Shh! —siseó el hombre a escasa distancia de su oído. Aquello la desconcertó un poco, pero siguió revolviéndose, aunque con escaso resultado—. Sed una buena chica y calmaos, alteza. No os conviene resistiros —susurró con total tranquilidad, casi pareciendo amenazante. ¿Por qué actuaba así un asesino, un violador o lo que quiera que fuera? ¿Por qué no hacía lo que tuviera que hacer y ya está? El corazón le bombeaba desbocado, resonando como un tambor en sus oídos—. ¿Vais a ser una buena chica? Si prometéis no gritar y hablar en voz baja, retiraré la mano. Creedme, no intentéis engañarme o lo pagaréis…
¿Qué clase de trato era aquel? ¿A qué estaba jugando? ¿Pensaba que iba a ser una mujer sumisa mientras la violaba? No, no podía ser tan imbécil. Debí de tener otras intenciones. Podría haber aceptado y luego gritar hasta quedarse sin aire, hasta echar los pulmones por la boca, y obligarle a matarla. No le importaba morir; si lo hacía de aquella forma, nadie podría acusarla de haber roto el tratado de paz con los Rosencraft. Pero algo, tal vez la curiosidad, le hizo asentir y guardarse el alarido. El hombre apartó la mano como había prometido y acarició a la vez su cuello, haciendo que se estremeciera.
—Muy bien. Veo que sabéis lo que os conviene —susurró satisfecho.
—Decidme qué queréis ahora mismo. No creo que sea matarme o ya lo habríais hecho —exigió ella en el mismo tono bajo.
—Tenéis mucha curiosidad y perspicacia, majestad… —No parecía que fuera a complacerla y, aún de espaldas a él, no lograba verle el rostro de reojo.
—¿Quién sois? ¿Uno de los esbirros de los Rosencraft? ¿Un mercenario? ¿Uno de los traidores que abandonó a la muerte a mi padre?
—Nada de eso. Sólo un fantasma, alguien que no fue invitado a la boda —replicó él pausadamente, recalcando la palabra “fantasma” con un siseo inquietante.
—No me dan miedo los fantasmas —aseveró Serina con firmeza.
—Aparte de perspicaz sois valiente… Buenas cualidades para una reina —repuso él con toda confianza. Hizo una pausa y añadió—: Decidme, ¿cómo ha sido la experiencia de arrodillaros frente al altar al lado del asesino de vuestro padre, de compartir la comida y el vino con él?
La reina se giró bruscamente y sus uñas rasgaron el rostro de aquel insolente burlón. Notó rastros de una barba corta bajo sus dedos, pero no llegó a distinguirlo. Volvió a ponerla como estaba y sólo soltó una maldición en tono quedo, seguida de un siseo producido por el escozor de las marcas que le habría dejado. Puede que la tuviera en sus manos, pero no iba a dejar que la humillara de aquella forma.
—Así de doloroso, ¿eh? Me lo imaginaba… —dijo al final, como si le hubiera hecho gracia aquello.
—Sois un hombre con una lengua demasiado larga —espetó quedamente, casi mordiéndose el labio de rabia.
—Tenía entendido que ese era un rasgo muy apreciado entre las mujeres… Supongo que las reinas tienen un gusto algo… peculiar —bromeó, soltando una carcajada ahogada. ¿En qué demonios pensaba aquel individuo?—. Decidme, ¿cuándo queréis que muera ese bastardo de Rosencraft?
La pregunta le cogió totalmente desprevenida, de modo que los ojos se le abrieron como platos. ¿Un hombre misterioso se había colado por la noche en sus aposentos, la había intimidado de aquella manera, sólo para preguntarle cuándo quería que su nuevo marido muriera? Desde luego, como chanza no tenía precio, pero en aquel instante no le hizo ni la más mínima gracia.
—Si por mí fuera, ahora mismo —contestó secamente, destilando odio en cada una de sus palabras.
—Pero ahora mismo estoy con vos, alteza. ¿No podéis darme un poco más de tiempo? —repuso con una nota de humor, lo que acabó de colmar la paciencia de Serina.
—¡Ya basta! ¿Quién sois? ¿A qué demonios creéis que estáis jugando? —exclamó en voz baja.
—Sólo juego al malvado caballero que secuestra a la dulce princesa. Eso os gustaba de pequeña —respondió afable el otro, un poco más alto, lo justo para que su voz resultara reconocible.
No se lo podía creer. El corazón le dio un gran vuelco. Esa voz… Serina se dio la vuelta de inmediato, liberada por completo de la sujeción de su captor y se retiró para verle la cara en la penumbra. A la tenue luz de las velas, pudo distinguir los rasgos de Harlin Sowl, el escudero de su padre y un gran amigo de la infancia. Su pelo moreno, corto y rizado parecía haber sido descuidado en los últimos tiempos. Tenía una cicatriz en la frente que le subía hacia arriba, hundiéndose en el cabello, de modo que le clareaba una estrecha franja. Podía ver las marcas que sus uñas habían dejado debajo de su ojo derecho, entremezclándose luego con su barba descuidada de varios días sin afeitar. Seguía siendo alto y fuerte, aunque no era de los más corpulentos soldados que había visto. Vestía con una capa negra y ropas comunes, pudiendo haber pasado desapercibido como un plebeyo cualquiera, cuando en realidad era hijo de un pequeño señor cuyo castillo no quedaba lejos de Asarya. El hombre dibujó una sonrisa y ella no pudo evitar derramar algunas lágrimas, aunque procurando no hacer demasiado ruido con los sollozos.
—¿E-eres tú realmente, Harlin? ¡D-dijeron que habías m-muerto en la batalla, junto a mi padre! —exclamó incrédula.
—Luché junto al rey mientras tuve fuerzas, mi princesa. Lamentablemente un mal golpe de espada me impactó en la cabeza y desmonté, cayendo inconsciente en medio de todo aquel caos. Ya podéis ver que, de no ser por el yelmo, me habría quedado más que una cicatriz. —Se señaló la frente—. Lamento no haber podido auxiliar a vuestro padre, pero cuando desperté, todo había pasado y sólo los cuervos degustaban ya los despojos de nuestra derrota —explicó resumidamente.
—Oh, ¡dioses! ¡Gracias al cielo que estáis vivo! —Serina lo estrechó entre sus brazos sin poder contener la emoción ni un segundo más. Era increíble que durante el peor día de su vida, pudiera recibir una noticia tan grata—. Decidme, ¿cómo habéis podido llegar hasta aquí?
—Bueno, ya veis que me hice pasar por plebeyo. Colarme en palacio fue fácil conociendo los pasadizos secretos que vos y yo descubrimos durante nuestras correrías de chiquillos. Sólo tuve que ocuparme del guardia que custodiaba vuestros aposentos y esconderme en el baño hasta que llegarais.
—El guardia… ¿qué hicisteis con él? —inquirió intrigada.
—Reposa plácidamente en vuestra bañera de bronce, mi princesa. Descuidad, que no hay quien salga del sueño que tiene él.
—¿Lo habéis matado? —se sorprendió, sintiendo un escalofrío.
—Sí, mi princesa. ¿Os desagrada? —preguntó.
—No es eso. No soy vuestra princesa ya; ahora soy reina —recordó ella, dejando de pensar en el centinela fallecido.
—¿Reina de un rey al que no amáis y con el que os obligaron a casaros? Para mí seguís siendo la dulce princesa Serina, si os place; y si no, también —replicó con su típico genio.
—¡Sois un completo idiota! —Una risa se escapó de entre sus labios.
—Siempre me lo decís, pero este idiota sigue vivo —replicó él.
—¿Habéis venido sólo para verme?
—No, ya os lo dije: ¿cuándo queréis que muera? —reiteró.
—Lo decíais en serio. —Meditó durante unos segundos. Odiaba a Evan con todas sus fuerzas, pero de poco serviría matarlo. Si lo hacían, luego los ajusticiarían y después iría su pueblo, el resto de asaritas—. Es una completa locura. Acabaremos muertos y todo Asar será devastado.
—Confiáis muy poco en mí, mi princesa —dijo él fingiéndose ofendido. Por supuesto que sabía que Harlin no era un imbécil, pero, ¿hasta qué punto?
—¿Tenéis algún plan? —quiso saber.
—Puede que sí… ¿qué os parece si os lo cuento un poco más cómodo?
El escudero se desabrochó la capa y la dejó caer junto al armario con un suave susurro al rozar su cuerpo. Mientras tanto, Serina se incorporó, quedando apoyada sobre su codo, observando lo que el otro hacía con una ceja arqueada, con algo de desconcierto. Harlin siguió a lo suyo y lo siguiente de lo que se despojó fue del jubón sucio y desgastado que llevaba. Lo dejó caer también, quedando su torso desnudo ante la mirada incrédula de la reina.
—¿Se puede saber qué hacéis?
—No quiero ensuciar esas lujosas sábanas de satén con estos sucios harapos —contestó mientras se descalzaba las botas. Por último, se deshizo del cinto, del que sólo recuperó el puñal que pendía en su vaina, y dejó deslizarse hasta el suelo los calzones, quedando en ropa interior—. Esto me hará falta para el plan —comentó, pasando el arma de una mano a otra.
—No creo que esto sea adecuado —objetó Serina, aunque reconocía que el chico resultaba bastante atractivo.
—¡Vamos, princesa! ¡Nos bañábamos juntos de niños! ¿Qué diferencia hay? —repuso él, acercándose a la cama y atravesando las cortinas del dosel por completo.
—Ya no somos niños —apuntó ella cuando el otro apoyó las manos sobre el colchón, inclinado, con su rostro cerca del suyo.
—No… ¿eso os asusta?
—No me… ¡eh! —exclamó en voz baja cuando Harlin se introdujo entre las cobijas con agilidad.
—Si os preocupa la daga, puedo dejarla debajo de la almohada —dijo, haciendo justo aquello.
—¡No es la daga! No deberíamos yacer desnudos en la misma cama, ¡no somos esposos!
—vos no estáis desnuda, mi princesa —observó él, acariciando uno de sus muslos por encima del camisón. Aquel simple gesto hizo que se estremeciera—. Sólo quiero explicaros el plan…
—¿Sólo el plan…? —vaciló—. Está bien, adelante. Pero nada más, ¿de acuerdo? —consintió.
—Como deseéis, mi princesa —aceptó él—. He infiltrado a las fuerzas de mi casa en la ciudad y en el palacio. Me ha costado bastante, pero nadie tiene ni la más remota sospecha.
—No serán más de quinientos hombres. ¿Cómo esperáis vencer a un ejército de miles? —inquirió ella.
—Miles de enemigos borrachos y dormidos no son un gran problema, si me lo permitís. Cuando el banquete nupcial haya acabado, mis hombres atacarán. Se cernirán sobre los esbirros de Rosencraft como leones hambrientos. —Enfatizó la frase agarrando con fuerza el muslo de Serina, que soltó un leve quejido.
—Aún así son muchos miles borrachos. No conseguiréis vencerlos —insistió.
—Nosotros solos no, pero más les vale a esos cobardes que abandonaron a vuestro padre tomar partido por vuestra causa cuando vean lo que ocurre. De lo contrario, sabremos a quién debemos acariciar el gaznate con una buena hacha afilada.
Al decir esto, subió la mano desde la pierna de la joven reina, deslizándola a lo largo de su cuerpo por encima de la seda, para acabar pasando la yema de sus dedos por su cuello. Serina se estremeció de pies a cabeza al sentir el tacto suave y tierno del escudero, y sintió cómo un calor extraño nacía en ella, cerca de su vientre. Nunca se había sentido así y quería que Harlin dejara de jugar con ella. Pero por otro lado, no podía resistirse a la tentación de continuar con aquello para ver donde acababa.
—Sí, más les vale —coincidió, clavando sus ojos en los del otro—. ¿Y Evan? ¿Y los Rosencraft?
—Cuando concluya la fiesta, ese malnacido vendrá hasta vos para desfloraros, ¿me equivoco? —Esta vez bajó la mano hasta su cintura, pero no debió atreverse a seguir—. En cuanto asome la cabeza, confiado de encontraros a solas y dispuesta para la consumación, le rajaré la garganta con el puñal de oreja a oreja. —La caricia que le proporcionó en el lóbulo de la suya no hizo más que estimular aquella sensación.
—Cuando acabe la fiesta… ¿cuánto tiempo he dormido? —se interesó.
—Apenas pasó un minuto entre que Claire salió y yo vine hasta la cama —informó él.
—Entonces aún queda bastante para que termine… ¿Y estáis dispuesto a manchar mis sábanas de sangre de esa manera?
—De ésa y de otras, si os place, mi princesa… —Esta vez su dedo fue a parar a los labios de Serina, quien le plantó un beso en la yema.
—Me place —susurró.
Ninguno de los dos pudo aguantarlo más y ambos se fundieron en un tierno y apasionado beso. Era cierto que durante años habían sido amigos y compañeros de juegos, pero también había nacido en ella un afecto por el escudero que iba más allá de la simple amistad. Aún así, a pesar de ser un chico de noble cuna, su casa no tenía la importancia suficiente como para considerarse digno de desposar a una princesa, heredera de todo el reino de Asar. Así pues, había guardado su anhelo en secreto. Pero ya no importaba; ya nada importaba. Si el plan de Harlin salía bien, todos lo considerarían un héroe y nadie cuestionaría el enlace; si salía mal, ambos acabarían muertos y descansarían en paz. No tenían nada que perder.
Se estrecharon el uno contra el otro, sus manos deslizándose de arriba abajo por sus espaldas, mientras sus lenguas bailaban la danza del amor y la lujuria en el interior de sus bocas. Leves gemidos eran proferidos por uno y otro, ahogados en el interior de su pareja, mientras la princesa sentía la dureza creciente en el pubis del escudero. El hecho de pensar en la pérdida de su virginidad hizo que se excitara aún más, atrayéndolo contra sí con fuerza, apretando sus nalgas con las manos para notarlo con nitidez. Sus labios se separaron y ambos jadearon, presos de la pasión. Serina había escuchado muchas cosas sobre el sexo, pero hasta entonces no había tenido oportunidad de practicarlo más que en solitario. Pensó en alguna de aquellas cosas y un deseo ardoroso le vino a la mente.
—Complace a tu princesa —le susurró al oído, a la vez que posaba las manos en sus hombros y lo empujaba hacia abajo.
Harlin no opuso mucha resistencia y enseguida desapareció debajo de las mantas. Ella se puso bocarriba y abrió sus piernas para acoger al valeroso escudero que había urdido tan osado plan para salvarla, demostrando con ello el amor que le profesaba. Notó el tacto de sus manos acariciándole las piernas, empezando cerca de los tobillos y subiendo lentamente. A la par iba besando su tersa piel, sintiendo ella cómo la barba corta le rascaba, aunque más que una molestia, parecía una delicia. Pronto el chico estuvo metido debajo del camisón de seda, lamiendo y mordisqueando sus muslos, haciéndola estremecerse y soltar algunos gemidos de gusto. Por fin alcanzó el pubis y le pasó la yema de los dedos lentamente a lo largo de las ingles. Serina se sentía tremendamente acalorada. Había empezado a sudar y sus mejillas estaban enrojecidas. Sin previo aviso, se despojó del camisón, dejándolo tendido a un lado. Retiró también las cobijas para poder ver con deleite cómo su apasionado rescatador besaba el lugar donde se ocultaba su tesoro. Harlin levantó entonces la mirada y le dedicó una sonrisa.
—¿Sabéis de qué me he dado cuenta? La expresión “a vuestros pies” debería ser “a vuestro coño” —comentó, haciéndola reír.
—Servid bien al coño de vuestra princesa, pues. ¡Es una orden! —bromeó ella.
No hizo falta repetirlo para que obedeciera. Su lengua empezó a deslizarse a lo largo de los hinchados labios de su vagina. Aquella sensación hizo que soltara un gemido de placer que intentó ahogar para no ser oída. Sus manos descendieron hasta la cabeza del chico y acariciaron su cabello negro, deteniéndose en aquella cicatriz.
—Mi pobre escudero, ¡cuánto has debido de padecer! Reposa ahora entre las piernas de tu dulce y amada princesa…
No respondió nada, pero su lengua pasó entonces a ocuparse de su botoncito, cosa que le produjo aún más placer. Se le escapó un gemido algo más alto de lo debido y enseguida escuchó el siseo del otro, advirtiéndole de que no levantara la voz. No era su intención, pero no podía evitarlo. Reprimió la liberación de aquel tremendo gusto y se limitó a jadear quedamente. Sus dientes también empezaron a juguetear pronto con aquel monte de Venus y sus dedos comenzaron a hurgar en su interior. Se deslizaron sin ningún problema, pues sus flujos habían lubricado ya sobradamente la zona hacía rato. Entraban y salían, primero lentamente, luego más rápido; primero uno, después dos y hasta tres. Se movían en círculos en su interior, haciéndole sentir el cielo allí abajo, mientras su boca no dejaba de proporcionar cariño a su botoncito.
—Oh, ¡sí! ¡Dioses! ¡Harlin, sí! —gemía ella extasiada, moviendo la cadera al ritmo que marcaba su amante.
—Mi princesa… —murmuraba él, con la voz ahogada entre sus labios mayores.
En aquel momento la puerta se abrió. Ambos se sobresaltaron y pararon durante un instante. Parecía que Evan había abandonado el banquete y el baile mucho antes de lo previsto. Escucharon su caminar pausado y pesado; seguramente había bebido más de la cuenta. Aquello era un golpe de suerte; de lo contrario, hubiera visto las ropas del escudero tiradas junto a la cama y todo hubiera salido mal. Harlin se dispuso a abandonar sus ocupaciones para tomar el arma y prepararse para cumplir su promesa. Sin embargo ella no le dejó hacerlo. Lo retuvo con una mano, apretándolo contra su sexo, y luego rodeó su cabeza con las piernas, cruzándolas por encima. El chico captó el mensaje al instante y, no sin titubear, continuó proporcionando placer a su princesa, quien no se privó de jadear y gemir débilmente.
—¿Serina? ¿Qué haces? —inquirió Evan con la lengua pesada, a quien las cortinas del dosel le impedían ver lo que ocurría.
—N-nada, majestad. S-sólo me estaba preparando p-para vos… ¡ah! —contestó ella, sacando la daga de debajo de la almohada y desenvainándola todo lo silenciosamente que le fue posible.
—Ah, ¿sí? Mucha cara de frígida durante el banquete, pero consumar el matrimonio te excita, ¿eh? —se jactó.
—Vamos, mi rey. Venid a la cama. Os espero ansiosa… ¡oh! —lo incitó con una voz sensual.
Evan no dudó en hacerlo, excitado por aquella nueva faceta que había descubierto de su reina. Se acercó con pasos torpes hasta situarse al lado de la cama, cerca de la coqueta. A la luz de las velas, Serina podía ver su silueta oscura acercándose, cada vez más cerca, mientras Harlin hacía las delicias de su vagina. El corazón parecía a punto de estallarle, pero se dijo que tenía que hacerlo. Por fin corrió las cortinas y asomó la cabeza, dejándole la escena que vio totalmente de piedra. Encontrarse a un desconocido entre las piernas de su esposa y a ésta gozando como nunca en su propia noche nupcial debía de ser bastante chocante.
—¿Q-qué… es esto? —consiguió articular por fin entre furioso y sorprendido.
—Esto… ¡oh! Es mi regalo de boda para vos…
Sin más dilación, el puñal voló hacia la garganta de Rosencraft y se hundió en la carne con un chapoteo sangriento. El grito que profirió fue ahogado por el propio líquido escarlata, convirtiéndose en un gorgoteo largo y agonizante, antes de caer redondo hacia atrás, con las manos aún tanteándose la profunda herida. Lo había hecho; había matado a su despreciable marido, vengando así la muerte de su padre; y no lo había hecho de cualquier forma. Era como quitarse un enorme peso de encima, toda una tonelada. Dejó caer el arma fuera de la cama y se relamió los dedos manchados de sangre, descubriendo su exquisito sabor metálico. Sintió cómo las emociones la desbordaban y su cuerpo se estremecía con fuerza, transmitiéndole un sinfín de placenteras sensaciones. Apretó con fuerza la cabeza de su amante contra su pubis y una riada de calor la invadió por dentro, mientras él seguía complaciéndola. Pronto la boca y los dedos de Harlin se vieron empapados de su corrida, después de un intenso orgasmo que la hizo perder toda precaución y gritar de placer.
—Oh, ¡sí, dioses! ¡Qué delicia!
Había estirado las piernas después de que el éxtasis fuera perdiendo intensidad, liberando así al cautivo que retenía entre sus muslos. Harlin relamió y degustó el dulce néctar de su princesa, y luego fue ascendiendo a la vez que besaba su piel suave y morena. Se entretuvo un poco alrededor del ombligo, haciéndole cosquillas a la joven, y luego continuó, pasando de largo de su busto por el canalillo, lamiéndolo hasta llegar al cuello. Finalmente llegó hasta los labios de Serina y ella, aún con el cuerpo como si acabara de correr una maratón, lo besó con lujuria y pasión. Notaba el sabor de su propio líquido celestial mientras su lengua danzaba en torno a la del escudero, quien la abrazaba con fuerza. Tras varios minutos así, al fin se separaron jadeando.
—No era necesario, mi princesa. Yo iba a matarlo por vos —dijo él, mirando el cadáver que yacía en medio de un enorme charco de sangre.
—Lo odiaba demasiado como para dejárselo a otro —replicó ella, acariciando la mejilla rasposa de su amante.
—No sabía que una princesa podía llegar a ser tan dura —admitió él, clavando la mirada en sus ojos con intensidad.
—Os sorprendería de lo que es capaz una princesa… —ronroneó en voz baja, hincando un poco las uñas en su piel.
Se quedaron así durante unos instantes, hasta que empezaron a escuchar el ruido de la refriega. Los hombres de Harlin debían de haber comenzado el plan. Se podía oír la lejana canción del acero y los gritos de los que iban sucumbiendo. Un resplandor tenue y rojizo iluminó levemente la estancia, procedente del exterior. Debían de haberse provocado incendios, quizás sobre las lonas de los pabellones que servían como refugio a los miles de soldados de los Rosencraft. Serina pensó que debía acudir al lado de los que combatían por ella, que vieran que no estaba ociosa mientras ellos se jugaban la vida. El escudero pareció adivinar sus pensamientos al instante. Bajó la cabeza y empezó a besar, lamer y mordisquear su cuello, haciendo que el calor que la había abandonado después del orgasmo volviera a llenarla.
—¡Harlin…! ¡No deberíamos…! ¡Debemos ir con vuestras tro…! ¡Ahs! —gimió al final, cada vez más excitada a pesar de los intentos por apartar al otro de encima.
—Tranquilizaos, mi princesa. Saben perfectamente lo que deben hacer. Será mejor que aprovechemos el tiempo, por si fracasan… Podría ser la última oportunidad que tengáis… —repuso.
—Pero… —Soltó un quejido al sentir los dientes del hombre clavarse sobre su seno izquierdo. La mente se le nublaba y los sentidos se le embotaban de placer—. ¡Sí, mi valiente escudero! ¡Venid a mi seno!
Abrazó la cabeza del chico contra sus pechos con actitud casi maternal, si no fuera por las intenciones lascivas que ocultaba detrás. Éste los lamía en círculos, de arriba abajo, de izquierda a derecha, amasándolos con las manos y apretándolos con los dedos. No era una sensación tan intensa como la que había vivido previamente, pero era igualmente gratificante. Aquello pareció cambiar de repente cuando su amante se centró en los rosados pezones que coronaban la cima de aquellos montes. Se estremeció de pies a cabeza, sintiendo de nuevo el ardor consumirla por dentro. Volvió a empezar a gemir, primero quedamente, luego más alto, sin reprimirse en absoluto. Harlin los chupaba, los lamía y los succionaba, todo a la vez. A veces tiraba de ellos como si quisiera arrancarlos y otras los engullía abriendo la boca todo lo que podía. Revolvió su pelo negro con dulzura y pasión, aprisionándolo como si no fuera a soltarlo nunca.
—Habéis crecido mucho, pero seguís siendo un bebé de teta —dijo entre jadeos, riendo después.
—Entonces debo de acabar de encontrar a mi madre —replicó él soltando un poco su presa, para luego volver con más fuerza.
A la vez que devoraba sus senos, el chico se movía cadenciosamente arriba y abajo, frotando la enorme dureza de su entrepierna contra la de Serina. Ésta, sin poder soportarlo ya más, deslizó una mano por la espalda del otro con suavidad hasta llegar a su trasero. Lo apretó brevemente fuerte contra ella, para luego seguir su camino y rodear sus caderas, cerrándose sus dedos en torno al miembro erecto que albergaba la ropa interior. Lo acarició con delicadeza, pasando luego a frotarlo con más fuerza. Aquello debió excitar al hombre, porque sus succiones y mordiscos se hicieron más frecuentes. Desató entonces los cordones que lo aferraban a su cintura y retiró luego la tela, liberando aquella enorme gloria viril.
—Ya veo que teníais otra arma además del puñal… —susurró ella entre gemidos.
La rodeó con los dedos y la acarició con ternura, notando cómo él se estremecía con su solo contacto. Pronto empezó a subir y bajar la piel, dejando al descubierto aquel capullo grande y rosado. Su reacción fue abrazarla con fuerza con ambos brazos, comiendo de sus pechos como si fuera lo último que hiciera. Ella aceleró el ritmo y sus gemidos y jadeos no tardaron en entremezclarse y apagar todos aquellos sonidos de combate que procedían del exterior.
—¡Mi princesa…! Oh, ¡qué sublime! —musitó él ahogado entre sus tetas.
—Sí, ¡mi fiel corcel…! —suspiró ella.
—¿Vuestro corcel…?
No le dio tiempo a procesar la frase. De un empujón se lo quitó de encima, echándolo a un lado, y luego se colocó a horcajadas sobre su cintura. Los senos le colgaban frente al rostro de Harlin, relucientes a la luz de las velas por la saliva acumulada. Él la contemplaba totalmente fascinado, mientras sus glúteos ejercían fricción sobre su polla, moviéndose muy lentamente.
—Mi cor-cel —silabeó, dejando clara la idea.
Elevó un poco sus caderas y se dispuso para la penetración. Cuando notó el glande justo en la entrada de su vagina, miró con lascivia a su amante, acariciándole el pecho, lleno de pelo rizado y suave. Entonces fue descendiendo muy poco a poco, recreándose en aquella deliciosa sensación. El coño de la joven fue engullendo aquel duro falo sin problemas, abundantemente lubricada como estaba. Sólo se detuvo cuando su virginidad le fue despojada, soltando un quejido amargo, aunque pronto el placer volvió a neutralizarlo. Finalmente sus labios vaginales contactaron con la base del pene, haciéndola soltar un gran y sonoro suspiro.
—Oh, ¡dioses! Me siento… ¡¡me siento totalmente llena! —exclamó.
—Sabéis montar, sí… pero, ¿sabéis galopar? —replicó él con una sonrisa llena de burla y lujuria.
—Ahora lo veréis. —Empezó a moverse de adelante a atrás, sintiendo cómo aquel miembro presionaba cada una de sus paredes internas—. Antes de ir al galope, hay que ir al trote. Si no, el caballo puede extenuarse demasiado pronto…
Diciendo aquello se inclinó sobre él y lo besó lentamente, mordiendo sus labios levemente, con lascivia, provocándolo. Harlin la rodeó con los brazos y deslizó las manos a lo largo y ancho de su espalda, llegando hasta el culo y el cuello. También se meció al ritmo que marcaba Serina, procurando no hacerla “desmontar”. Tras un rato, la princesa separó sus labios y se retiró un poco, acariciando el cuello del chico de forma que lo excitó aún más.
—¿Está preparado mi corcel para la carrera? —ronroneó.
—Vuestro caballo salvaje siempre está listo, mi princesa —replicó él, jadeando de gusto.
Serina empezó a levantar y bajar las caderas cada vez con más velocidad e ímpetu, apoyando las manos a los lados del chico. Los gemidos de placer de uno y otro empezaron a inundar la sala, hasta que fueron conscientes de que debían de escucharse en toda el ala del palacio. Aquella polla entrando y saliendo de ella, una y otra vez, era lo mejor que había sentido en toda su vida. La quería más y más fuerte, más y más adentro, cosa a la que ayudaba su amante con movimientos acompasados de cadera. Él se retorcía de gusto a su vez, con las manos recorriendo lujuriosas sus muslos y nalgas.
—Ah, ¡sí! ¡Ojalá cabalgar fuera tan placentero! —exclamó ella, mirando al techo.
—Ah, ¡montáis muy bien, mi princesa! ¡Oh!
Los gritos y gemidos parecieron ser lo único que había en el mundo, aparte de sus cuerpos calientes y sudorosos. Serina bajó la mirada, clavándola en los ojos de Harlin, y apoyó las manos sobre su pecho. Se movió entonces todo lo rápido que fue posible, sintiendo cómo cada vez el estallido estaba más cercano. Por la cara del chico y las palpitaciones de su pene, su culmen también estaba próximo. Gritó cuando sintió una descarga inmensa de placer recorrerle todo el cuerpo, naciendo de su pubis, a la vez que la caliente semilla del escudero se derramaba en su interior a ráfagas. Se la dejó hundida entera en ella, disfrutando con cada espasmo del miembro en clímax. Sus propios fluidos no tardaron en cubrirla entera, cayendo sobre la cintura de su amante y a lo largo de sus muslos, entremezclados con la leche de la vida.
—¡Ha sido estupendo! —suspiró, jadeando.
—Espero haberos complacido, mi princesa —replicó él, también exhausto, antes de que la joven se dejara caer sobre su torso, con la polla aún alojada en su vagina.
—Claro que habéis complacido a vuestra reina, mi rey… —susurró ella al oído, plantándole luego un beso en los labios, esta vez tierno y pausado, cargado de amor.
Los brazos del hombre la rodearon y la hicieron sentir reconfortada. Era cálido y agradable estar allí junto a su amado Harlin, querido desde la infancia. Serina hizo lo propio y cerró los ojos, descansando sobre el cuerpo del otro. Toda preocupación parecía lejana y nimia, pero poco a poco la nube del éxtasis fue dejando paso a la sombra de la realidad. Miró de cerca a su acompañante y preguntó:
—¿Qué habrá pasado? Sigo escuchando tumulto, pero, ¿cómo marcharán las cosas?
—Si fuesen mal para nosotros ya nos habríamos enterado. Algún oficial medio ebrio habría acudido a alertar a Evan de lo que sucedía. Tranquilizaos, todo irá bien… —dijo, acariciando sus largos cabellos castaños con dulzura.
En ese momento la puerta se abrió. El corazón les dio un vuelco a ambos, casi como se parara al instante. Harlin había sido demasiado optimista, demasiado soñador. Ella lo sabía, se lo había dicho a Claire antes de que todo aquello ocurriera. “Los malvados siempre ganan porque están dispuestos a hacer cosas horribles”. ¿Cómo había podido olvidarlo? Era inútil luchar, absolutamente en vano. Escucharon entonces un grito agudo y ahogado, síntoma de que quien fuera que fuese acababa de ver el cadáver de Rosencraft en el suelo.
—¡Mi reina! ¡Mi reina! ¿Estáis bien? —escucharon llamar a Serina.
—¿Claire? —se sorprendió ella, sintiendo que el corazón le volvía a latir—. Sí, estoy bien, tranquila.
—¡Gracias a los dioses! ¡Todo el palacio está en ebullición! No me atrevía a salir de mi cuarto, pero creí escucharos gritar y vine a comprobar que estabais bien. —Aquel gesto conmovió a la princesa; era una sirvienta leal, sin duda. Vio cómo se acercaba a la cama por el lado contrario al del cuerpo ensangrentado—. El asesino, Evan… ¿Qué ha ocurrido? —inquirió, justo antes de correr la cortina y encontrarse con los dos amantes desnudos y aún profundamente unidos. Se ruborizó al instante, desviando la mirada casi como acto reflejo—. ¿M-mi señora…?
—Seguí tu consejo; lo maté. Tenías razón, todos los hombres mueren tarde o temprano… y no siempre ganan los malvados… —replicó, antes de besar intensamente a Harlin.