La primita madura que vino del frío
Una prima hermana de mi madre, prima segunda mía, recién venida del frío pueblo de mis ancestros, trabajó para mí como empleada doméstica y un día la pillé desnuda sobre mi cama masturbándose como una posesa. Tuve que intervenir para que no se quedara a medias.
Matilde es una mujer común, ni gorda ni flaca, ni alta ni baja, ni guapa ni fea. Podría ser bastante atractiva a poco que cuidara su imagen, pero ella no está por la labor. Tiene sólo cuarenta y nueve años y parece que tuviera sesenta. Es una prima hermana de mi madre recién venida del pueblo de mis ancestros, donde hace un frío casi polar. Está casada con Felo, más conocido en el pueblo como «El Pera», y es madre de una hija ya emancipada que vive en Italia... Yendo al grano les diré que la idea que acaba originando esta historia no fue mía, sino de mi madre:
—Deberías buscar a alguien para que te limpie el piso y te lave y te planche la ropa. A mí me gustaría ayudarte personalmente, pero sabes que no puedo porque estoy fatal de la espalda.
—Lo sé, mamá, lo sé. No te preocupes.
— ¿Qué no me preocupe, Berto? ¡Pero si no doy crédito a lo que veo! Desde que rompiste con tu pareja tienes el piso que parece un chiquero y vistes como un mendigo.
—No exageres, anda, que ya nos conocemos.
—Eres técnico químico en una fábrica de jabones y ganas una buena pasta, ¿tanto te cuesta gastarte unos euros para hacerte con los servicios de una empleada doméstica?
—No es un problema de dinero. Sucede que no me fío de la gente que me han recomendado.
— ¡Pues contrata a la prima Matilde! La pobre se vino del pueblo con una ilusión tremenda y ahora resulta que no encuentra trabajo. Empleándola solucionarías tu problema y de paso ayudas a resolver el suyo.
Esa conversación con mi madre la mantuve un viernes, y al lunes siguiente ya la tal Matilde —prima segunda mía a la que no conocía— empezaba a trabajar en mi casa. Quedamos en que se ocuparía de todas las tareas domésticas, excepto la de cocinar, pues suelo comer en el comedor de la fábrica. Le di una llave de la casa y le dije que no le pondría horarios, sino que ella misma se organizara y decidiera hasta el número de horas que serían necesarias.
A la semana o así ya tuve claro que la idea de emplear a Matilde había sido de lo más acertada. La buena mujer se hizo con el piso en un pispás y me lo tenía siempre super limpio, y encima yo por fin volvía a ir al trabajo de punta en blanco, como es debido. Rara vez coincidíamos porque ella hacía sus tareas por las mañanas, pero las pocas veces que vino por la tarde pude comprobar que era una mujer muy hacendosa que además trabajaba de manera entusiasta, feliz, como si lo hiciera por voluntad propia y no por dinero.
Un día, cuando ya Matilde llevaba dos meses a mi servicio, sufrí una caída en la fábrica, más aparatosa que grave, pero me di un buen golpe en la cabeza y el director de la empresa, preocupado por mi salud, me mandó a casa para que descansara el resto del día. Llegué a eso de las diez de la mañana y entré sin hacer ruido para darle una sorpresa a mi madura primita, pero resultó que fui yo quien se quedó perplejo al encontrármela echada sobre mi cama, desnuda, y masturbándose como una posesa mientras visionaba una de mis pelis porno. Oculto tras la puerta, que se hallaba entornada, pude gozar de la escena con toda riqueza de detalles y lógicamente me provocó una erección inmediata. Contemplar cómo Matilde se friccionaba el clítoris y se pellizcaba los pezones era para mí algo alucinante. Nunca me había fijado en ella como mujer, pero viéndola en cueros y abiertita de piernas descubrí que la jodida iba sobrada de encantos ocultos. Su cuerpo ahora me parecía bien modelado, de carnes prietas, y tenía unas tetas ricas y tersas de granes pezones y anchas areolas, así como un coño extra peludo de labios rojizos y bien carnosos.
Aquel panorama me causó tal grado de excitación que ya me fue imposible seguir escondido y entré de improviso en la habitación. Cuando Matilde me vio casi le da un yuyo. Ruborizada e incapaz de mirarme a los ojos por la vergüenza que sentía, mi veterana primita se colocó de inmediato boca abajo llorando sin parar de los nervios. Tuve que intentar tranquilizarla:
—No te preocupes, Mati, que no me escandaliza lo que acabo de ver. Yo también me he masturbado muchas veces. Es algo normal en cualquier persona, sea hombre o mujer.
Era la primera vez que yo la llamaba Mati, en lugar de Matilde, y mientras le hablaba observaba su culo redondo y respingoncillo, de nalgas que se me antojaban escasas, pero duras e incluso con algún hoyito de los que tanto me gustan. Mi primita segunda sacó fuerzas de flaqueza y, sabiendo que yo no le quitaba ojo a su trasero, optó por meterse bajo las sábanas y taparse hasta la coronilla. Con la cara escondida ya se atrevió a dirigirme la palabra entre sollozos:
—Berto, te pido por favor que salgas de la habitación para que pueda vestirme.
Excitado como estaba, ni que decir tiene que no le hice ni puto caso y en cambio sí que decidí afrontar la situación con firmeza y de la manera que me parecía más lógica:
— ¿Sabes qué, Mati? No me perdonaría que por mi culpa te quedaras a medias. Voy a tener que ayudarte a solucionar ese problemilla.
Mientras le hablaba me iba quitando la ropa para encamarme en las mismas condiciones que ella.
— ¡Que no, Berto, que no!…. Si yo no pretendía nada… Sólo fue un momento de excitación, un accidente…
Me metí en la cama en pelota picada y con la polla burra. Matilde estaba asombrada y asustada por el giro tan repentino y brusco de los acontecimientos.
— ¿Te has vuelto loco, Berto? ¿Olvidas que soy una mujer seria y religiosa? ¡Sal de la cama, anda, o tendremos un lío gordo!
No le contesté con palabras, sino trabajándole los pezones con mi boca, ora chupeteándolos ora lengüeteándolos.
— ¿Qué haces, hombre? ¿Ya no me respetas? Soy una mujer casada y casi una hermana para tu madre.
Mucho patatín y patatán, pero Matilde no hacía ni la más mínima intención de bajarse de la cama ni tampoco intentaba retirar sus tetas de mi boca. Pareció enfadarse algo más cuando le tiré mano al coño y me di a la tarea de masajeárselo y acariciárselo, pues me agarró con fuerza la mano tratando de detenerme y adoptó un tono de voz severo y pretendidamente autoritario:
—Por ahí sí que no paso, ¿te enteras? Nunca le he sido infiel a mi marido y no lo voy a ser a estas alturas.
Tuve que hacerme fuerte en su entrepierna para impedirle que me retirara la mano y al final la obligué a claudicar y a dejarme hacer, no sin antes lanzarme otra especie de advertencia:
—Te lo digo y te lo repito: no voy a ponerle los cuernos a mi marido por mucho que me toquetees, ¿has oído, Berto?
La oía, sí, pero yo ya le pajeaba el botón sin parar a la vez que le chupaba los pezones y le soltaba algún que otro beso con lengua hasta la campanilla. Notaba perfectamente que ella estaba caliente a tope, pero la cabrona seguía pejiguera:
—Déjame, hombre. Soy de tu misma sangre. Debes respetarme. No sigas que será peor. Estate quieto, por favor.
Ya jadeaba y lanzaba suspiritos. No podía evitarlo porque su calentura era evidente. Decía que no y que no, que la dejara en paz, pero cada vez arqueaba más el cuerpo para restregar su coño en mi mano y sus tetas en mi boca. En un momento dado me incorporé un poco y le di a mamar la polla. La primita materna la miró un tanto sorprendida por su grosor y tamaño, y luego me la chupó con glotonería y sapiencia buscando quizá que me corriera en su boca. Pero no. Hice que se colocara boca abajo, le lengüeteé la espalda y la rajada de las nalgas, mientras que ella, aunque se dejaba hacer, volvía con su matraquilla:
--A mí no me la metas, ¿eh? ¡Que ni se te ocurra! Si quieres te la chupo otro poco hasta que acabes.
Pero sus jadeos y los movimientos de su culo decían otra cosa. La tenía calada. Era como si decir que no quería serle infiel a su marido la excitara más. Con una mano le fijé la cabeza contra la almohada y luego enfilé la polla contra su coño y se la clavé enterita de un par de embestidas. Diecinueve centímetros de carne dura, caliente y rolliza embutida en un coño lubricado, caliente y húmedo. La follé sin darle tregua alguna y a un ritmo duro, fuerte, entrando y saliendo enérgicamente. Me corrí a barbecho bien adentro de su coño y ella se corrió yo creo que lo menos dos o tres veces.
Llegado el momento del reposo, con la madura primita recostada sobre mi pecho, ambos coincidimos en aquello había sido un gran polvo, una delicia, pero quiso dejarme claro que ella era muy seria, decente, y que la había pillado con la guardia baja debido a que llevaba varios meses sin follar porque su marido sufría una especie de «vejez sexual prematura». Pese a reconocer que había disfrutado a tope, también hizo hincapié en que todo aquello había sido «una locura» y en que no podíamos olvidar que éramos «parientes» y que de ninguna manera «se volvería a repetir»…
Nada más acabó de largar esa perorata, me encaramé otra vez sobre ella, le abrí las piernas, y me la volví a follar a destajo. Ambos gozamos a tope y nos corrimos abundantemente. Al día de hoy ya puede decirse que Matilde es mi amante. Follamos con mucha frecuencia porque ahora viene a trabajar por las tardes. Aún no me deja que la sodomice, pero todo se andará. Cuando consiga romperle el culito seguramente acabaré contándolo aquí mismo.