La primera vez de Valerio Celo

La historia de como Valerio Celo pierde la virginidad antes de unirse al ejército de Roma. Relato ambientado en el primer siglo de nuestra era, en Pompeya.

Un escalofrío recorrió la espalda del joven Valerio. Los nudillos del prefecto Duilio Druso acababan de golpear la puerta del lupanar. Ya no había vuelta atrás.

El chico estaba nervioso. La idea de yacer con una mujer le excitaba, por supuesto, pero no podía evitar sentir una extraña sensación de vértigo ahora que estaban en el portal del prostíbulo más grande de Pompeya. Una señora gorda, de mediana edad, abrió la puerta.

—¡Por Júpiter! —exclamó al ver al prefecto y al senador que escoltaban a Valerio— ¡Cuánto tiempo hacía que no veía a mis dos clientes favoritos!

—Buenas noches,

mater

Porcia —saludó el prefecto—. Mucho tiempo, en efecto. Y más en el caso del senador. ¿Hacía cuánto que no venías por aquí, Régulo?

—Dos años —contestó esbozando una sonrisa—. Sin duda demasiado tiempo sin visitar a la mejor lena del imperio.

—¡No te creas que tus halagos van a librarte de una buena reprimenda! —la mujer regañó al senador— ¿Tan ocupado te tiene el césar? A ver qué me cuentas para excusarte por estos dos años de ausencia...

—Me temo que no hay excusa que justifique tanto tiempo —admitió—, pero te traigo una sorpresa—dijo dando una palmada al hombro de Valerio.

—Vaya, vaya —los ojos de Porcia se clavaron en el rostro del joven—. Bueno, si me traes un morenazo tan apuesto creo que lo puedo dejar correr.

—Es mi hijo Valerio —el senador presentó al muchacho—. Le he traído desde Roma para que conozca a mi buen amigo Duilio... y a ti, por supuesto.

—Buenas noches —el chico saludó con timidez.

—¡Bienvenido, Valerio! —la lena le sonrió con picardía— Veo que en la familia Celo os hacéis más guapos con cada generación.

—Gracias.

—Valerio se ha unido al ejército —comentó Régulo, orgulloso—. Acaba de cumplir la edad requerida para ser militar, pero lleva ya muchos años adiestrándose para proteger Roma. Mañana partirá con Duilio hacia Germania, así que hemos pensado que le vendría bien visitarte antes de irse a mantener a raya a quienes osen cruzar la frontera.

—Así que un futuro héroe de Roma —la mujer no dejaba de sonreír al hijo del senador—. Seguro que con la educación que te ha dado tu padre y la tutela del gran Duilio Druso acabarás siendo un prefecto importante. ¡Bueno, basta ya de hablar en la puerta! Pasad a tomar algo y a conocer a las chicas.

Porcia guió a los tres clientes al interior del local. Entraron a un amplio salón, decorado con frescos pornográficos. Debía de haber más de una docena de hombres repartidos por la sala. Todos estaban sentados en algún sofá, bebiendo mientras conversaban con alguna chica o con otros clientes.

Valerio no se sorprendió al reconocer a uno de ellos. Se trataba de Vinicio, un hombre influyente en la ciudad, famoso por sus éxitos comerciales en Egipto, pero también por su afición al vino y a las mujeres. Él y su esposa Cornelia habían recibido al chico y a su padre en su casa hace unos días, pero ahora estaba tan ebrio que tardó en reconocerles. Cuando lo hizo, alzó su copa en dirección a ellos y reanudó la conversación que estaba teniendo con una prostituta.

—Ese hombre no hace más que beber y hablar de sus historias —protestó la lena mientras acomodaba a los tres recién llegados en un sofá—. Lleva toda la noche quejándose de que le han vendido unas jirafas invertidas, que no se aparean. ¡Espero que no le de por traérselas desde África! Lo último que necesitamos en Pompeya es una manada de esos bichos.

—No lo descartes —dijo Régulo entre risas—, ese hombre es capaz de cualquier chifladura.

—Es un despilfarrador sin remedio —agregó Duilio.

—Y que lo digáis —Porcia asintió—. Bueno, no os entretengo más, os traeré vino.

La dueña del negocio se alejó, dejando a los tres clientes solos en el sofá. Poco después llegó una chica morena de ojos verdes con tres copas y una jarra de vino en una bandeja. Les sirvió y se quedó haciéndoles compañía.

Era una muchacha atractiva; joven, con un cuerpo proporcionado y una nariz aguileña. Estuvo hablando con los tres, aunque Valerio participó poco en la conversación. El chico estaba más pendiente del sudor frío que cubría las palmas de sus manos y del nudo que sentía en el estómago. Se sentía incómodo. Él era normalmente un chaval abierto y natural, pero el saber que iba a perder la virginidad esa noche le impedía relajarse.

Se fijó en como Junia, que así se llamaba la chica, se sentó en el regazo de Duilio. Ambos mostraban total complicidad y resultaba evidente que el prefecto había contratado sus servicios más íntimos en alguna de sus anteriores visitas al burdel. El pulso de Valerio se aceleró al ver como las robustas manos del prefecto acariciaban el borde externo de los muslos de la chica, bajo la fina seda de la túnica que vestía. Buscó sosiego en el vino. Iba por la tercera copa cuando apareció Porcia.

—Escucha, chico —dijo mirando al joven—. Ya que es tu última noche antes de partir al frente, creo que podemos hacer algo especial. Te puedo presentar a Flora y a Rufina. Son dos de mis mejores chicas; puro fuego. Además, les gusta comer tanto caracoles como ostras, ¿entiendes? Pueden montarte un buen espectáculo entre ellas. Siempre que...

—Alto, Porcia —interrumpió el senador, que parecía estar conteniendo una carcajada—. Verás, para mi hijo no es sólo la primera vez que viene a este lupanar... es la primera vez, a secas.

—¡Oh! —la lena se llevó las manos a la boca al comprender la situación— Lo siento, Valerio —se disculpó forzando una sonrisa, sabedora de que había metido la pata—. ¡Cómo iba a imaginar que las chicas de la capital son tan idiotas que permiten que sus chicos más guapos se escapen al sur sin antes haberlos probado ellas primero!

—... —Valerio no pudo más que intentar sonreír amablemente en su sonrojo.

—Bueno, chico, no te preocupes —Porcia adoptó un tono tranquilo y cariñoso, casi maternal—. Ven conmigo, te presentaré a las chicas que sean más adecuadas para ti, y eliges la que más te guste.

—... —el muchacho miró a su padre, que asintió para transmitirle seguridad— Vale. Gracias, Porcia.

—No hay de que, galán —tendió su mano al hijo del senador para ayudarle a incorporarse. Le guió hasta una pequeña sala vacía —. Espera aquí, ahora vuelvo —la lena desapareció por la misma puerta que habían utilizado para entrar. Un rato después, regresó con cinco hermosas y jóvenes mujeres.

—Creo que cualquiera de estas chicas sería perfecta para ti —las muchachas desplegaron su mejor sonrisa para saludar al cliente—. Mira, esta es Domitila —la lena presentó a una atractiva morena de piel bronceada—. Era toda una salvaje venida de Hispania, pero la hemos domesticado y ahora... —se detuvo al observar que Valerio estaba absorto mirando a una rubia de rostro angelical— Oh, te gusta Flavia. Tiene sólo veinte años pero, a pesar de su juventud, sabe muy bien como tratar a un hombre. Es muy guapa, ¿verdad? ¡Es como si la hubiesen esculpido los dioses!

Valerio no despegaba la vista de la hermosa muchacha. Ni siquiera los nervios lograban que quisiese apartar su mirada de los hipnóticos ojos celestes de Flavia. Pero no eran sólo esos ojos lo que había llamado la atención del debutante. Tenía una cara armoniosa y ovalada, además de un generoso cuerpo cuyos encantos se podían vislumbrar en parte, a través de las transparencias de su túnica de seda. Ella le ofreció una simpática sonrisa y le tendió la mano, indicándole que estaba dispuesta si él también lo estaba. Él sintió como su corazón se aceleraba y hesitó.

—¡Venga! —Valerio se giró al escuchar la beoda voz de Vinicio. El hombre estaba apoyado en el marco de la puerta con una copa en la mano—. Si te asusta una

lupa

, no sé que vas a hacer cuando tengas una horda de bárbaros delante —dijo antes de estallar en una carcajada.

—¡Fuera de aquí, Vinicio! —ordenó Porcia. La lena se había enfadado y se acercó a la puerta a increpar al borracho, que salió despepitado para librarse de la bronca.

Valerio también estaba enfadado. Vinicio se había mofado de él delante de esas mujeres. Delante del ser más bello que jamás había contemplado. Era intolerable. Él era Valerio Celo; hijo de Régulo Celo, importante senador de Roma. Estaba destinado a ser un gran prefecto. A ser un hombre importante al que todo romano respetaría y admiraría. Había llegado el momento de mostrar decisión. El momento de actuar como el hombre que era. Tomó la mano de Flavia y movió la cabeza para señalizar que quería irse con ella.

Tal vez fuese por oficio, o tal vez lo era por que la muchacha se sentía halagada por haber sido elegida para un momento tan especial en la vida de Valerio, pero a Flavia se le iluminó la cara. La joven guió al chaval escaleras arriba, hasta un pasillo con varias habitaciones. Se detuvieron en la primera puerta del lado derecho. De ella colgaba un cartel de madera con el nombre de la rubia grabado. Ella le dio la vuelta, revelando la palabra “OCUPADA” en el reverso de la tabla. Acto seguido abrió la puerta e invitó al cliente a pasar.

Un agradable olor a incienso envolvió a Valerio cuando entró en la alcoba. Era un cuarto pequeño, iluminado con la tenue luz de unas lámparas de aceite. No había más que un taburete pegado a la pared izquierda y una cama al fondo. La puerta se cerró a sus espaldas.

El chico se estremeció al sentir los brazos de Flavia abrazarle por detrás. La muchacha exploró la toga de Valerio con sus manos, y empujó las firmes prominencias de su busto contra el cuerpo al que se había aferrado.

—Anda, quítate la ropa —le susurró antes de darle un beso en la nuca.

Valerio se separó de Flavia y acató la orden. Primero se descalzó y luego se despojó de su toga y de la túnica que llevaba debajo. Quedó completamente desnudo, de espaldas a la chica.

—Vamos —le volvió a susurrar con sensualidad— date la vuelta. Quiero ver la espada del futuro héroe de Roma.

Valerio vaciló un instante, pero accedió a la petición. Se giró, mostrando una enorme erección rodeada de oscuro vello púbico.

—Vaya, parece que el soldadito está bien armado —comentó, admirando las dimensiones del pene que, sin ser desproporcionadas, eran más que generosas.

Flavia le devoró con la mirada. Una buena polla unida a la complexión atlética propia de un joven legionario. “Así da gusto trabajar”, se dijo a si misma. No obstante, lo que más le gustaba de Valerio era algo que iba más allá del apartado físico. Acostumbrada a tratar con rudos misóginos a los que únicamente les interesaba descargar su insatisfacción marital en ella, estaba disfrutando de la inocencia y ternura de su cliente. Percibió como su propia temperatura iba en aumento, y supo que no iba a ser una de esas noches en las que el mostrar implicación suponía un esfuerzo.

Se acercó a él y empujó su torso desnudo con delicadeza, para indicarle que se tumbase sobre la cama. Él así lo hizo, se recostó en el mullido colchón y observó a la muchacha. Ella se quitó las sandalias y procedió a desvestirse. La túnica de seda, única prenda que la ataviaba, cayó al suelo, revelando su hermoso cuerpo en todo su esplendor.

Valerio contempló la maravilla que tenía ante él. La luz de los candiles iluminaba la voluptuosa forma de la joven. Tenía dos grandes y turgentes pechos, adornados con sendos pezones rosados. Sus caderas eran amplias y flanqueaban un pubis tapizado con rizos dorados y un hermoso sexo. Alzó su mirada y volvió a fijarse en la belleza de su rostro. Esa piel clara, esa melena áurea, esos hechizantes ojos azules... él pensó que ella debía ser uno de esos ángeles de los que hablan los judíos.

Ella se acostó a su lado, provocando un amplio contacto entre los dos cuerpos desnudos. El ritmo cardíaco de Valerio se aceleró al sentir la cálida piel de Flavia contra la suya. Tenía sentimientos contrastados. Por un lado gozo y excitación, pero por otro lado miedo. Miedo de no estar a la altura de lo que una mujer de ese calibre merece. Miedo de que ella se fuese a reír de su inexperiencia, o de que fuese a decepcionarla de alguna manera. Por un momento deseó estar ya en Germania combatiendo a quienes intentasen saquear los asentamientos fronterizos. Hubiese preferido morir en combate antes que hacer el ridículo en ese lecho.

—¿Estás nervioso? —preguntó con dulzura.

—Sí —admitió—. Bueno, un poco —intentó matizar, para proteger su orgullo.

—Pues no tienes porqué estarlo —dijo mientras le acariciaba la mejilla—. Estamos aquí para pasarlo bien, ¿no?

—Sí —asintió.

—Muy bien —su tono era reconfortante—. Dime, ¿te gusto?

—¡Sí! —profirió con contundencia. Parecía alarmado ante la posibilidad de que ella pensase lo contrario— Eres la chica más guapa que he vito nunca —agregó con la más absoluta sinceridad.

—Vaya, qué cosas más bonitas dices —comentó casi conmovida por el halago—. Tú también eres un chico muy guapo, ¿sabes? —acarició el palpitante pecho del hijo del senador— Para mí es todo un honor que alguien tan atractivo y bien posicionado, que podría tener a cualquier otra mujer, se haya fijado en mí.

—¡Es que ninguna es como tú! Tú eres...

—Shhh —Flavia le interrumpió y llevó sus dedo índice hasta los labios de él para pedirle silencio. Acercó su boca a la de Valerio y le dio un dulce y breve beso.

Él quedó petrificado por unos instantes, asimilando lo que acababa de pasar. Aquella diosa le había besado. Miró sus ojos, alegres y tranquilizadores, y se armó de valor. Esta vez fue él quien acercó su boca a la de ella y buscó el sabor de sus labios.

Su intención era la de darle un beso de duración similar al que había recibido pero, cuando se fue a retirar, ella le sujetó la cabeza  y abrió la boca para invitarle a prolongarlo. Las lenguas de ambos se fundieron y comenzaron a darse un beso largo y apasionado.

Hasta esa fecha, Valerio sólo se había besado con Lucrecia, hija de un pudiente patricio de la capital y firme candidata a convertirse en su futura esposa. Sin embargo, esa experiencia no podía compararse a la que estaba viviendo con Flavia. La meretriz no sólo era la mujer más bella que él había visto, sino que también besaba de maravilla. Ella no tuvo ninguna dificultad en acoplarse al ritmo del beso. Sus lenguas danzaban con mayor soltura, a medida que él se iba olvidando sus preocupaciones.

Resulta imposible saber cuanto tiempo estuvieron así hasta que Flavia despegó sus labios de los del chico. Ella pasó entonces a besar el musculado torso del soldado. Se recreó en él, disfrutando de la solidez de esa carne varonil, y propinó varios lengüetazos al abdomen, haciendo que Valerio se excitara cada vez más.

Finalmente, descendió hasta el sexo del joven. El líquido preseminal ya rezumaba de aquella verga. Ella probó su sabor salado con la punta de la lengua, sobrecogiendo al chaval, que levantó la cabeza y la miró incrédulo por lo que acababa de hacer. La pícara mirada de la rubia lo decía todo: iba a comerse esa polla.

Sin dilación alguna, abrió sus fauces e introdujo el palpitante glande en su boca. Lo mantuvo adentro, sin imprimir ningún movimiento. Dedicó unos instantes a cerrar los ojos y concentrarse en lo que sentía. Casi podía saborear la mezcla de virilidad e inocencia que desprendía ese cipote. Estuvo tentada de quedarse así un buen rato, pero sabía que eso hubiese sido una tortura para su cliente, así que inició los movimientos propios de una mamada.

Valerio abdujo los brazos hacia los lados y aferró sus manos a las sábanas de la cama. El sexo oral no había tenido cabida en su mente hasta ese momento. Él había descubierto los placeres de la masturbación hacía ya unos años, pero ni en sus mejores fantasías había podido imaginar que existiese algo tan placentero como lo que le estaba haciendo Flavia. Los suaves labios de la muchacha subían y bajaban por toda la extensión de su rabo, succionando con glotonería.

Era demasiado. El calor, la humedad y el roce de aquella boca contra su sable, hacían imposible que alguien inexperto como Valerio pudiese aguantar mucho en esa situación. El orgasmo se acercaba a marchas forzadas. Le sorprendió que la chica no se apartase. No había duda de que ella sabía lo que estaba a punto de pasar, pues había acelerado el ritmo apenas unas instantes después de que él sintiese que se acercaba al punto sin retorno.

Arriba y abajo, la dorada cabeza de Flavia se movía a gran velocidad cuando por fin el hijo del senador estalló en un potente clímax, inundando la boca de la meretriz. Ella no se separó de su sexo en ningún momento, asegurándose de que se tragaba hasta la última gota. No era algo que hiciese con todos los clientes, pero el chaval le caía bien... y para que engañarse, le excitaba saber que era la primera mujer que probaba su semen.

Una vez saciada, reptó por la cama hasta situarse a la altura de la cara de Valerio. Estaba anonadado.

—¿Te ha gustado? —preguntó traviesa.

—Ha... ¡ha sido increíble!— contestó mientras recuperaba el aliento.

—Vaya —sonrío con el orgullo propio de su gremio—, ¿entonces lo estamos pasando bien?

—¡Sí! —estaba eufórico.

—Así me gusta —se mordió el labio inferior—. Oye... ¿te apetece hacérmelo tú a mí?

—¿Cómo? —no entendía a que se refería.

—Pues, te pregunto que si quieres lamerme ahí abajo, como yo te he lamido a ti.

Valerio se quedó helado. Nunca se había planteado el pasar su lengua por las intimidades de una mujer. ¡Si es que hasta esa noche siempre había creído que el sexo se limitaba al coito! En cualquier caso, le apetecía hacerlo, pero temía no estar a la altura.

—Sí quiero, pero es que yo nunca...

—Ya lo sé que tú nunca lo has hecho —le interrumpió—, pero eso da igual. Lo vas a hacer muy bien.

—Pero...

—Mira —Flavia cogió la mano del chico y la llevó hasta su vagina. Estaba húmeda—. ¿Notas que estoy mojada?, ¿sabes lo que eso significa?

—... —el chico guardó silencio. Sí, sabía lo que significaba, pero no podía creerlo— ¿Te gusto?

—¡Claro que me gustas! Eres guapo, educado ¡y tienes un buen pollón! Ya podrían ser todos mis clientes como tú —dijo entre risas—. Tú tranquilo, verás lo fácil que es. Si quieres, yo te guío.

Valerio asintió. Se sentía seguro sabiendo que ella le iba a dirigir. Deseaba dar placer a ese ángel y no quería por nada en el mundo que ella se sintiese decepcionada con él. Una vez se hubo acomodado, Flavia guió la cabeza del joven hasta su entrepierna.

—Bésame los muslos —le pidió.

Valerio siguió la indicación y comenzó a cubrir de besos la zona. La mano de Flavia se deslizó entre los oscuros cabellos del chico, con el fin de aproximar la cabeza a su sexo. El muchacho podía sentir en su cara como el calor emanaba de la vagina.

—Ahora por los lados de mi coño.

Titubeante, Valerio comenzó a besar los labios externos de su ardiente intimidad. El aroma a mujer era intenso y excitante.

—Usa la lengua

Obediente, procedió a lamer los flancos de la vulva. Poco después, a Flavia se le escapó un gemido. Valerio se detuvo. ¿Había oído bien?

—¡No pares! —ordenó, claramente excitada.

Él reanudó su labor. “¡Le está gustando!”, se felicitaba. Flavia volvió a gemir, inflando el ego de Valerio. Envalentonado, pasó su lengua entre los dos labios vaginales de la prostituta, provocando que ésta se estremeciese. Dada la receptividad de la chica, el hijo del senador se fue animando y pasó a enterrar su lengua en las profundidades del coño. Se había esperado un sabor aceitoso, pues había oído que, además de hierbas anticonceptivas, las prostitutas embadurnaban el interior de su sexo con óleo para evitar embarazos. Sin embargo, no percibió tal dejo; el néctar de Flavia era embriagador.

La chica ya no le guiaba. Ahora era él quien mostraba iniciativa. Estaba explorando esa cueva con su lengua, lamiendo cada rincón y provocando que olas de placer sacudieran el cuerpo de Flavia. Puede que él careciese de experiencia, pero aprendía rápido y sus movimientos eran cada vez más decididos y menos torpes. Ella se llevó los dedos al clítoris y comenzó a frotárselo.

—Lame aquí —le dijo señalando su punto más sensible.

Él acató la orden y centró su atención en el clítoris. Lo lamió y lo succionó, para deleite de Flavia. Sus jadeos y gemidos se sucedían cada vez con mayor frecuencia a medida que él ganaba confianza y le comía el coño cada vez con mayor convicción. Estuvieron así un buen rato hasta que finalmente ella enroscó sus piernas entorno a su cabeza y comenzó a tener espasmos de puro gusto. Con la llegada del orgasmo, sus jugos fluyeron del interior, rociando la boca de Valerio.

Si quedaba algo de indecisión y temor en el muchacho, el elixir que acababa de probar lo eliminó. Estaba encendido. Su verga se había recuperado y se mostraba tan firme en su tamaño como en su deseo por clavarse en el interior de aquella hembra. Valerio apartó su cabeza de entre las piernas de Flavia y buscó sus labios para compartir un nuevo beso, a la vez que alineaba su pubis con el de ella. Su falta de experiencia evitaba que la punta de su glande atinase a penetrarla. Fue ella quien tomó su miembro y lo guió hasta la entrada.

Difícil es saber quien sintió más calor con el contacto, pues ambos sexos ardían con lujuria. Disfrutando de cada instante, la estaca de Valerio fue penetrando a Flavia poco a poco. Él sintió como las puertas del Elíseo se abrían para él a medida que empujaba. Al llegar al final se detuvo. Todo su ser estaba pendiente de las nuevas sensaciones que estaba experimentado. Fue como si toda su vida hubiese estado esperando ese momento.

Ella se tensó al sentir como las paredes de su cálido y chorreante coño se amoldaban a la poderosa herramienta. La sentía vibrar en su interior. Era tan dura. Si no hubiese visto que era de carne, habría pensado que estaba hecha a partir del material más sólido que existiese.

—¡Por Cástor y Pólux! Tienes una espada de acero, Valerio —no pudo evitar comentar la firmeza de aquella palpitante erección.

No había hecho el comentario con mayor intención que la de constatar la dureza del instrumento, pero oír la palabra “espada” provocó en el chaval unas ganas tremendas de darle una estocada. Sin sacarla ni un ápice, empujó su lanza con fuerza para clavársela más si cabía. Ella gimió, lo cual volvió a ser interpretado por Valerio como una invitación a intentar profundizar la penetración. Dio una nueva estocada y escuchó un nuevo gemido. Y el ciclo se repitió una, dos y varias veces más, hasta que él se percató que debía sacar parte de su mástil para ganar momento de fuerza.

El chico, sin experiencia a la que recurrir, se guiaba por sus instintos. Su polla entraba y salía del interior de una jadeante Flavia. Ella se derretía con la sensación de llenado que seguía a cada movimiento de penetración. No sabía si era porque estaba cachonda perdida, pero lo cierto es que en ese momento no recordaba la última vez que había disfrutado tanto con un cliente.

La gruesa verga de Valerio ponía a prueba la elasticidad de su tracto vaginal. No podía parar de gemir y jadear con el bombeo. Aquel chaval le estaba llevando al delirio.

—¡Qué caliente estás! —exclamó Valerio, excitado.

—¡Es por ti!, ¡Sigue así, lo estás haciendo muy bien!

Animado por la total entrega de la meretriz, aceleró el ritmo de la follada. Sus pelotas la golpeaban con cada embestida, y podía sentir como los erectos pezones de Flavia rozaban la piel de su tórax. Instintivamente, ella enroscó sus piernas entorno a él.

—¡Sí, fóllame así! —le imploraba.

La velocidad del coito siguió aumentando. Hubiese sido insostenible para la inmensa mayoría de clientes de Flavia, pero Valerio gozaba del fondo físico de un soldado. Su vigor no sólo no flaqueaba, sino que parecía crecer con cada jadeo, gemido, grito u obscenidad que prorrumpía la

lupa

.

Finalmente, ambos sintieron la llegada del inevitable orgasmo. En un arreón final, Valerio taladró con todas sus fuerzas el sexo de Flavia. Ella se volvió a correr nada más sentir como el simiente del chico bañaba sus entrañas, provocando que los dos se fundiesen en un intenso clímax.

Los besos, las caricias, los susurros y las risas traviesas que vinieron a continuación destilaban una absoluta y sincera complicidad. Ninguno de los dos parecía recordar quienes eran y porqué estaban ahí; cualquiera que les hubiese visto habría pensado que eran auténticos amantes.

Una vez desacoplados, Valerio se dedicó a explorar el cuerpo de Flavia. Quizás era porque los nervios habían impedido que pudiese apreciar la belleza de la chica con total nitidez, pero lo cierto que es que a él le pareció que ella era incluso más hermosa que antes. Se preguntó a si mismo si aquella mujer, de tez blanca y cabellos tan dorados como los rayos de sol, no sería en realidad la diosa Venus.

La recorrió entera. Con sus manos, con sus labios. Fue un lento y largo paseo por toda la geografía de aquel ángel. La devoción que sentía hacia ella se hacía patente en el contacto, tan delicado, tan íntimo.

Descendió hasta sus pies. Eran bellos, blancos y suaves, como lo eran todas las partes de su anatomía. Habían sido perfumados con el fin de deleitar a los clientes que tenían un especial interés en esa zona. Valerio no tenía tales inclinaciones, pero se vio embriagado por la fragancia y no pudo sino cubrir de besos los empeines, las plantas y cada uno de los dedos antes de retomar el camino de vuelta a los labios de Flavia.

Una larga sucesión de juegos de lenguas acabó de preparar a ambos para un nuevo ejercicio de pasión. Él se acomodó entre sus piernas, listo para volver a penetrarla.

—¡Espera! —ella le detuvo— Déjame a mí arriba.

Fiel a la deferencia que llevaba mostrando toda la noche, Valerio concedió la petición. Flavia estaba tan lubricada que sólo tuvo que dejarse caer sobre el cetro de carne para que éste entrase hasta el fondo.

Aquella gruesa verga le llenaba completamente. Podía sentir como palpitaba en su interior, a la espera de que ella imprimiese algún movimiento. Emitió un ronroneo de gusto e inició la cabalgada.

Un lustro de experiencia en el lupanar la habían convertido en una jineta experta.  Se movía con total soltura, alternando movimientos de cadera. Jugando con el ritmo, ella botaba sobre el chico, se mecía hacia adelante y hacia atrás, y realizaba círculos con su pelvis.

Valerio también disfrutaba de la nueva posición, pues no sólo le proporcionaba placer físico, sino que también le otorgaba un ángulo de visión privilegiado. Flavia irradiaba auténtica sensualidad. La coreografía que estaba realizando sobre él iba acompañada de miradas lascivas y sonrisas juguetonas que llevaban el morbo de la situación a otro nivel.

A medida que ella fue acelerando, sus tetas comenzaron a bambolearse, ofreciendo todo un espectáculo a Valerio. Él estaba hipnotizado por el vaivén de aquellos fabulosos pechos. Alzó sus manos y se aferró a ellos, copando todo su generoso volumen. Pudo apreciar como los firmes pezones de la prostituta se erizaban aun más bajo sus palmas.

La intensidad seguía creciendo. Ella iba cada vez más rápido y él había empezado a acompañar sus movimientos. Flavia se mordía los labios para reprimir sus jadeos. Estaba gozando tanto que, si no lo hacía, podría acabar montando un alboroto. Estaba tan cerca. Las manos de él se habían posado sus caderas para tener un mayor control del ritmo. Y ella ya no pudo más. Abrió su boca para soltar un alarido y cayó rendida sobre él, en éxtasis.

Él se incorporó, quedando sentado y con ella todavía empalada por su hombría. Sin dejar de bombear el encharcado coño, le comió la boca con pasión. Tras una nueva sarta de besos, él bajó sus labios hasta el busto de la rubia. Besó sus prominentes pechos y comenzó a lamer y succionar sus rosados pezones. Ella se arqueó hacia atrás para facilitarle el acceso. No podía creerse lo mucho que estaba disfrutando con un cliente. Soltó una irónica carcajada para si misma, como si se se estuviese diciendo “hoy es de esos días en los que siento que esto es vocacional”.

—¡Qué tetas tienes! —exclamó un excitado Valerio mientras le lamía las aureolas.

—Pues son tuyas —replico Flavia, con la voz se entrecortaba por los gemidos—. Disfruta de ellas como yo disfruto de tu pollón —prorrumpió un bramido de placer— ¡Joder, que bien me estás follando!

La penetración, unida a la manera que el muchacho le comía las tetas, la estaba llevando hacia un nuevo orgasmo. Los dedos de sus pies la delataban. Valerio la empujó con todo su cuerpo, de forma que ella quedó tumbada con su espalda contra el colchón y él acomodándose de nuevo en la posición del misionero.

Su ariete la embestía con vigor. Él también iba a correrse pronto. Su polla se había desbocado; entraba y salía con gran celeridad. El compás siguió en aumento, como también lo hacían los jadeos de ambos. Ya no había vuelta atrás. El máximo placer sacudió a los dos simultáneamente, y estallaron en un húmedo y potente éxtasis que a buen seguro se escuchó el las habitaciones contiguas.

Pasaron un largo rato retozando entre risas y besos. Hubo tiempo para más. De hecho, si la lena lo hubiese permitido, quizás hubiesen estado toda la noche fornicando, pues la virilidad del joven parecía inagotable.

Valerio estaba en una nube cuando bajó al salón y se reencontró con el senador y el prefecto. Los tres estallaron en una cómplice carcajada. Vio orgullo reflejado en el rostro de su padre, y sintió como su propio orgullo se inflaba. Ahora era todo un hombre.

No sabía cuantos sestercios habrían pagado por los servicios de Flavia, pero sin duda era poco para lo que la chica valía. Bendijo a su padre por haberle traído al burdel. También le maldijo, por no haberle traído antes. “Cuando yo sea padre, llevaré a mi hijo al lupanar todas las semanas”, se decía a si mismo, convencido de que así sería.

Caminando de vuelta a la casa de Duilio, Valerio pensó en su futuro. Al día siguiente partiría con el prefecto para unirse al ejército. Era el inicio de su carrera militar. Iba a darlo todo por la patria y por el apellido Celo. Se convertiría en un reputado prefecto, como el amigo de su padre. En unos años podría volver a Pompeya. Volvería a ver a Flavia. Compartiría muchas noches con ella. Tal vez podría sacarla de ahí y llevársela a Roma.

Esos últimos pensamientos acapararon sus sueños esa noche. Sueños inocentes que no podrían hacerse realidad. Sueños inocentes que la ira del Vesuvio convertiría en cenizas.