La primera vez

Nunca pensé que mi recto pudiera darme placer.

LA PRIMERA VEZ

Fue cuando tenía veinte años. Yo volvía a casa con los libros bajo el brazo. Al atravesar el parque, con la puesta de sol, me senté en un banco de piedra a echarme un cigarro. Miraba las nubes rojizas cuando un señor bajito, con bigote, se me sentó al lado.

Me molestó su osadía, pero me tuve que aguantar. Los bancos son de todos. Me miraba insistentemente y tuve que mirarlo yo para que dejara de hacerlo. Pero, en vez de bajar su mirada, o marcharse, me preguntó:

--¿Estás solo? ¡Vaya una pregunta! ¿No era evidente? Pero yo no soy un maleducado. Le contesté que sí, y él seguía mirándome. Entonces abrió las piernas y su muslo rozó mi muslo. Yo me sobresalté, pero el calor de aquella pierna disparó en mí un resorte que no conocía. Sentí un cosquilleo en la entrepierna. Entonces fui yo quien lo miró y, con osadía, apreté mi pierna contra la suya. Él me sonrió.

Envalentonándose, me puso la mano en la rodilla. Recuerdo que su mano era pequeña, con dedos gruesos y peludos. Yo le devolví la sonrisa, llevado por aquel calor, nuevo para mí. Sin mediar palabra, subió la mano por el muslo y llegó al bulto de mi paquete que, como si actuara por su cuenta, comenzó a crecer. Él se dio cuenta y comenzó a gemir, poniéndose colorado. Me dijo:

---¿Quieres que vayamos a un sitio más tranquilo? Asentí y me monté en su coche. Me llevó al estadio de fútbol que, por entonces, estaba en obras y desierto. Lo seguí, sintiendo mi corazón palpitándome en el pecho, los libros sudados bajo el brazo. Contra la pared del estadio, al resguardo de miradas indiscretas, nos abrazamos fuertemente y nos acariciamos las nalgas con voluptuosidad.

Los libros cayeron al suelo. Repentinamente, me desabrochó los pantalones, me los bajó hasta los tobillos y comenzó a succionarme. Una sensación nueva me recorrió la espina dorsal. Cerré los ojos y me dejé llevar por aquel calor nuevo que su boca me regalaba. El intentó entonces que yo le hiciera lo mismo, pero me negué, espantado. En compensación, le bajé los pantalones y le acaricié los testículos. Él empezó a suspirar.

Tenía un miembro fino como un lápiz, pero caliente, como enfebrecido. ---Quiero follarte, le dije. ---No, dijo él. ---Déjame follarte yo. ---No lo he hecho nunca, protesté. Pero me dejé dar la vuelta y en seguida me puso el glande apretándome el esfínter. ---No, por favor, le rogué.

No me hizo caso. Escupió sobre su palma y me embadurnó el orificio. Yo sentí un calor inusitado y nuevo. Noté cómo su pene me penetraba con suavidad, lentamente y, a medida que profundizaba, un cosquilleo furioso me subió por la pelvis y se apoderó de mí. Me corrí instantáneamente. ---Me he corrido, sácamela. ---¿Ya? Dijo él. Y me tocó para comprobarlo.

Al ver lo cierto de mis palabras me la sacó y, masturbándose con fuerza, me bañó las nalgas con su semen ardiente. En seguida se vistió y quiso besarme en la boca, pero sólo le ofrecí la mejilla. Quiso darme dinero. La idea me asqueó. Pero no tenía para el autobús. Fue mi primera vez.