La primera vez

Sergio está pasando un caluroso verano en Madrid. Solo, en casa de su tía, preparando las asignaturas de septiembre, cuando...

LA PRIMERA VEZ

Agosto del 90

Aquel estaba siendo un verano un tanto deprimente para Sergio. Durante el curso se había relajado demasiado y había suspendido tres asignaturas, Física, Química y Matemáticas. Lo que le obligaba a hincar los codos si quería matricularse en Económicas.

Las mañanas pasaban de manera soporífera en su habitación. En su escritorio se amontonaban los apuntes de las materias a aprobar mientras él se tiraba en la cama con un par de folios en la mano. Normalmente tan solo vestido con su pantalón de baloncesto. Apoyaba su espalda en la pared justo debajo de su póster de Michael Jordan machacando convertido en icono deportivo de una generación de aficionados al baloncesto por la marca NIKE. Ésta había sabido explotar aquel famoso salto del 23 de Chicago Bulls, hasta convertir en logo la figura del brazo en alto y las piernas abiertas. El ruido monótono del ventilador para aplacar el calor era un zumbido que se le iba metiendo poco a poco en la cabeza lo que dificultaba aún más poder memorizar cualquier cosa. La ventana abierta de par en par facilitaba que el aroma del tilo subiese hasta su pequeña habitación transportándole mentalmente a los momentos de charlas con sus amigos en los bancos de hierro del parque.

Cuando daba por sabido algún tema hacía una bola de papel con los resúmenes e imitando a algún jugador lanzaba ésta contra la papelera. Si se colaba anunciaba entusiasmado como su equipo ganaba el anillo de la NBA por un punto de ventaja con un memorable tiro suyo. Si por el contrario la bola caía al suelo con el mismo entusiasmo decía que su defensa había provocado el tiro forzado de un rival y que al no entrar ellos ganaban el anillo de la NBA por un punto de ventaja.

Las tardes eran aún peor. Tras el sopor que le producía el almuerzo era incapaz de avanzar en los estudios y terminaba derrumbado en la cama recordando a Irene. Lo que irremediablemente le provocaba unas tremendas erecciones que aplacaba masturbándose a diario. De vez en cuando también hacía uso de algún Playboy que guardaba bajo el colchón de su cama. Al final de la tarde llamaba al pueblo de la sierra donde veraneaba Irene para hablar con ella.

La relación con su tía se limitaba a los encuentros durante las comidas. Ésta, una solterona de cincuenta años trabajaba a jornada completa en una oficina de seguros y dormía la siesta por la tarde. Así transcurría aquel lento, caluroso, soporífero y deprimente verano del año 90 para Sergio.

Un día, hastiado de tanto estudio y tanto calor se le ocurrió un plan para hacer que Irene viniera a Madrid y pudieran verse. Le propuso ir a ver un concierto de Duncan Dhu. Ella en un principio estaba encantada con la idea pero luego madurándola un poco empezó a ver algunos inconvenientes. Su padre, José Antonio, con unas creencias religiosas tan conservadoras no le iba a dejar ir sola a Madrid a ver ningún concierto. Pero Irene urdió un plan que quizás cuajase. Su prima Ana María, iba para monja. Era una chica criada bajo los estrictos principios religiosos familiares.que decía haber oído la llamada de dios y estaba convencida de casarse con él. Siempre vestida con faldas largas y camisas abotonadas hasta el cuello. Tenía unos pequeños ojos negros tras unas gafas grandes y su pelo negro siempre recogido en un moño. No era nada fea pero ella se esforzaba en ocultar cualquier tipo de atractivo y atisbo de feminidad. Durante un par de días Irene estuvo convenciéndola para que le acompañase a Madrid. Finalmente accedió, aunque ella no iría a ese concierto porque lo veía pecaminoso, le haría el favor de acompañarle para que su tío la dejase ir.

Sobre las nueve y media de la tarde Irene tomó un autobús urbano en la parada de Conde Orgaz que la llevó hasta Huertas donde un impaciente Sergio la esperaba. Cuando el vehículo paró, el chico la buscó entre la gente que bajaba, hasta que la localizó. La típica sonrisa de adolescentes enamorados se dibujó en sus rostros hasta que por fin una vez juntos se abrazaron y se besaron apasionadamente en medio de la parada.

Estuvieron así un rato tan largo que dio tiempo a que se fuese ese autobús y llegase otro. En ese momento decidieron dirigirse al concierto cogidos de la mano y con la perpetua sonrisa.

A lo largo del concierto Irene y Sergio estuvieron comiéndose a besos todo el rato mientras Mikel Erentxu entonaba Una calle de Paris. Después estuvieron tomando unas cervezas por los lugares de siempre y a la hora de irse estaban bastante alegres. Sin llegar a estar borrachos sí habían perdido la vergüenza. Como hacía un mes llegaron en autobús a la parada del parque de Conde Orgaz y desde allí andando hasta el chalet. Paraban cada diez metros para besarse. Y su calentura empezaba a ser insoportable.

Esta vez la situación era muy diferente. Su padre no estaba y su prima Ana María estaría durmiendo de manera que el riesgo de ser descubiertos era mínimo. La chica lo tenía todo bien calculado.

Era la una de la madrugada cuando entraron en el chalet con mucho sigilo. El hecho de hacer algo prohibido les provocaba un hormigueo en sus estómagos y un tembleque nervioso que difícilmente podían disimular. Subieron a la planta de arriba donde se encontraban las habitaciones. Al pasar por delante de la puerta de su dormitorio vieron como Ana María dormía. Tan recatada hasta en el dormir estaba con un camisón blanco en posición fetal y con los pies tapados con la sabana:

-!COÑO¡ tu prima está en la habitación. ¿Y ahora que hacemos? –preguntó Sergio alarmado en un susurro alto.

-Shhh, que te va a oír. Ven. –Tirando de su mano, Irene le llevó hasta el final del pasillo.

Entraron en la habitación de sus padres. La estancia tenía un aspecto casi tenebroso. La cama era muy grande con un enorme cabecero, en el que había tallado imágenes de la anunciación, de madera de caoba. Al igual que la cómoda de cinco cajones con los tiradores dorados y el armario ropero, éste con dos espejos de cuerpo entero en las puertas y coronado por una crestería con unas hojas talladas. El colchón extrañamente alto estaba cubierto con un edredón celeste con pequeñas flores rosa. En la ventana había una cortina con dos patas de raso celeste a los lados recogidas con un grueso cordón dorado terminado en una borla con flecos de hilo de oro y un visillo blanco. Justo arriba de la cama un esperpéntico cuadro policromado de una santa cena en relieve vigilaba la pureza de los actos que se producían en aquel lecho conyugal. En la mesita de noche, también de madera de caoba, sonaba el incansable tic-tac de un reloj despertador de metal dorado con forma de sol que tendría unos cincuenta años. Y toda la habitación tenía un extraño olor a alcanfor. La atmósfera allí dentro era recargada y asfixiante.

Todo esto pasó a un segundo plano en la mente de Sergio cuando Irene se le acercó y comenzó a besarle. En ese momento comenzaron a desnudarse. Antes de hacerlo del todo la chica quitó el edredón de la cama y se tumbaron sobre las sábanas de raso blanco. Él, en una demostración de flexibilidad, levantó las piernas y tirando hacia arriba se quitó el slip. Ella, en cambio, dejó que fuera su amante quién le quitara su ropa interior blanca de algodón.

Sergio con mucho cuidado y casi temblando por la emoción se dispuso a desnudarla dejando a la vista unas hermosas tetas blancas de dureza adolescente y coronadas por un erguido pezón de fresa. Firmes y turgentes. Le parecieron como una fruta prohibida. Todo era tan prohibido que su excitación le era desconocida. Un extraño sudor frío recorría su espalda y le hacía temblar. El virginal pubis de su chica estaba cubierto por una fina capa de vellos rubios, suaves como el terciopelo. Al acariciarlos, con la yema de sus dedos, sintió el calor que desprendía la entrada de aquella vagina rosada. Irene acariciaba lentamente el tronco del miembro erecto de Sergio. La fría mano de la chica contrastaba con el calor del miembro de él. El tacto de la tersa y suave piel del falo provocó, en ella, una excitación que inundó de inmediato su sexo de flujos al tiempo que ambos suspiraban de placer. El chico se incorporó y buscó en el bolsillo de su pantalón, tirado en el suelo, un condón.

Aparentando una experiencia de la que carecía, lo desenrolló sobre su pene antes de colocarse sobre ella:

-Soy virgen, Sergio –anunció ella con cierto temor mirándole a los ojos y abriendo las piernas para acogerlo.

-Lo hacemos con cuidado –trató de tranquilizarla el chico.

Él, tan nervioso como ella intentó colocar la cabeza de su verga en la entrada del coño y empujar pero su torpeza y la virginidad de ella lo impedían. Tras unos segundos de intento logró introducir un poco su glande:

-Duele, duele, para –se quejaba ella.

Sergio volvió a intentar la penetración pero lo único que consiguió fueron más quejas de dolor por parte de Irene. Por un momento temió que no fuera posible hacerlo esa noche. En busca de una solución le propuso que quizás sería mejor que ella se colocase a cuatro patas:

-Me da un poco de vergüenza –contestó la chica ruborizada imaginándose totalmente expuesta.

Sergio logró convencerla. Ella se colocó en el filo lateral de la cama, mirando hacia la puerta de la habitación. Él, de pie en el suelo tras ella, acarició con su mano todo el coño e introduciendo torpemente un dedo dentro comprobó que estaba preparada. Estaba caliente y muy húmeda.

Era la primera vez que un dedo extraño hurgaba en su sexo dándole placer. La chica suspiraba, estaba muy excitada ante la segura perdida de su virginidad. Cosa de gran valor según los principios morales de su familia.

El chico volvió a colocar la cabeza de su pene en la entrada y poco a poco fue empujando, oía como ella se quejaba de dolor y le mandaba parar agarrada a las sabanas.

Pero él ahora que había encontrado la postura no lo iba hacer. Se detuvo un instante para que la vagina se adaptase al intruso y prosiguió penetrando despacio hasta notar como su polla quedaba atrapada en un ardiente y estrecho espacio. La chica respiraba muy fuerte mientras los músculos de su vagina se abrazaban al ariete invasor notando como latía.

La tenía prácticamente dentro cuando, sin previo aviso, le dio un último empujón muy fuerte lo que definitivamente rompió el himen de ella para siempre. Irene gritó fuerte y acto seguido se tapó la boca apoyando la cara en el colchón.

Ese regalo divino que su familia tanto valoraba, esa flor que se debía guardar para la noche de bodas y entregar al amor verdadero lo acababa de entregar a sus dieciséis años a un chico de su instituto.

Sergio comenzó a bombear contra ella tomándola por las caderas para evitar que se alejase. La visión de aquellas maravillosas nalgas blancas al final de una preciosa espalda coronada por una melena rubia que se movía al son de sus embestidas. Las suaves manos de Irene aferradas a las sábanas mientras era fuertemente penetrada en su primera relación sexual y los gritos de placer ahogados contra el colchón comenzaron a rebotar en su cerebro de manera morbosa. Empezó a sentir un cosquilleo alrededor de su capullo que le impedía parar y por el contrario tenía que acelerar. Seguir percutiendo con fuerza aquel sexo adolescente que acababa de desvirgar.

A estas alturas, el dolor inicial que sentía Irene empezaba a transformarse en un placer excitante que hacía que de su sexo manase flujo vaginal. Pero no duró mucho ya que su amante con un bufido anunciaba que se estaba corriendo antes de que ella pudiese llegar al orgasmo.

De repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe y los pequeños ojos de Ana María con sus grandes gafas observaban toda la escena. Su cara de espanto fue el preludio de un grito:

-!Te está pegando prima¡ -sin saber que era lo que estaba viendo.

-No, Anamari. No pasa nada –dijo Irene incorporándose y tratando de explicarse.

A la prima le costó entender que aquello no era una agresión. Junto a su prima un chico al que no había visto nunca también desnudo y con una especie de precinto en su pene totalmente empinado. Ana María se tapó los ojos y salió de la habitación al grito de:

-!Pecadores, pecadores¡

-La hemos hecho buena Sergio. –Dijo Irene con una cara de verdadera preocupación.

-¿Qué hacemos ahora? –preguntó Sergio desconcertado mientras recogía su ropa esparcida por el suelo de la habitación.

-Tú vete de aquí ya. Y yo me la voy a cargar. Ésta ya está llamando a mi casa para decírselo a mi padre. –Resumió la pobre Irene al tiempo que se vestía temiéndose un castigo ejemplar.