La primera, la última
Sólo es sexo, ¿no? Puedes asegurarme que no hay sentimientos.
La persona a quien dedico este texto sabe quién es. Y con eso basta.
A veces es como si tuvieras una pantallita en la cabeza y yo pudiera ver con claridad lo que pasa por tu mente. Crees que desviando la vista hacia el volante encajarás el enésimo no con la misma serena decepción de siempre. Sólo que esta vez digo que sí, que quiero ir. No sé a dónde exactamente, tú nunca me dices a dónde quieres llevarme. Tampoco sé por qué digo que sí, pero lo hago, y es tarde para volverme atrás. Las palabras no retroceden. Parte de su magia consiste en eso, justamente. Sonríes, sin querer mostrar demasiado entusiasmo, y me besas en los labios, sin lengua, sólo el roce de los labios. De alguna manera inconsciente he logrado hacerte entender lo mucho que me molesta que me sujetes por la nuca con tanta fuerza cuando me besas, y esta vez no lo haces. Arrancas el coche y me llevas a algún sitio.
El lugar al que me llevas parece una casa a medias, una casa que nunca dejará de estar en construcción. Es un poco húmeda, pero tiene la infraestructura básica que la hace habitable. Por supuesto, una cama. Nada es habitable sin una cama. La instalación eléctrica es una de las muchas partes incompletas de la casa, así que la luz es tenue, lo será toda la noche. Me siento en el borde de la cama, tratando de templar los nervios que de repente me asaltan. Tú tampoco sabes por dónde abordarme. Bonito cuadro. Cuando te das cuenta de que yo no voy a ser quien comience, te decides. Te sientas a mi lado, me coges la mano y empiezas a besarme con una suavidad infinita. Te esfuerzas por saborear mis labios, metiendo muy poco la lengua, sin asfixiarme. Me gusta, y respondo de la misma manera. Cuando quiero darme cuenta, advierto que me has ido tumbando poco a poco. Te apoyas sobre un costado y sigues besándome. Me has soltado la mano y lo noto, y pienso que la pondrás donde te mueres de ganas de ponerla. Pero no, en lugar de eso la enredas en mi pelo y me lo acaricias. De vez en cuando me tocas la cara. Cuando estás saciado de mis labios, deslizas los tuyos hacia mi cuello, y te entretienes allí un rato, lamiendo, besando, chupando con la fuerza necesaria para no dejar marcas que inciten a preguntas ajenas. Empiezo a abandonarme; aún no jadeo, pero mi respiración no es la de siempre y te gusta oír cómo se va acelerando, aunque sea lentamente. Mientras tanto, y sin que yo me percate apenas, tu mano ha abandonado mi pelo y busca mi pecho. Podrías ser grosero y directo, y cogerme una teta sin mayor miramiento, pero no es ésa tu elección. Desplazas la mano sin prisa por dentro de mi ropa, acaricias el hombro y mi brazo, luego mi pecho y de ahí, considerando que el permiso ha sido concedido, por dentro de mi sujetador. Te apartas un momento de mi cuello para ver qué cara pongo, y te gusta lo que ves. Sólo sonrío plácidamente.
Me quito la camisa y el sujetador, y siento el impulso de cubrirme porque aún no me he hecho a la idea de que vayas a verme desnuda. Pero me doy cuenta de que es ridículo, y no hago ningún esfuerzo por taparme. Las contemplas durante unos segundos, enseguida te lanzas sobre ellas con la misma suavidad con la que te has manejado hasta el momento. Las acaricias con las manos abiertas, como si quisieras abarcarlas enteras. Dejas la mano sobre una de ellas, mientras dedicas tu boca a la otra, a chupar el pezón, a lamer la aureola, a dar pequeños mordisquitos, y de vez en cuando haces el esfuerzo de besarme en los labios. Te cuesta dejar los pechos, pero sigues tu camino hacia el sur. Tus labios recorren mi vientre, y sólo levantas la cabeza para ver cómo empiezo a enrojecerme. Me quitas los pantalones, hasta dejarme únicamente con mis sencillas bragas de algodón. Sabes que deseo que sigas bajando, así que subes, sólo para hacerme sufrir un poco. Das marcha atrás hasta mis pechos y mis labios, y cuando más absorto pareces en esta tarea, tu mano se cuela por debajo de lo que me queda de ropa. Das un pequeño respingo; donde esperabas encontrar una mata de pelo, sólo hallas una piel suave y depilada. Te encanta, recorres mi coño de arriba abajo; mi humedad facilita tu camino, y me exploras con los dedos empapados. Te atreves a entrar incluso, provocando que me arquee porque no me lo espero. Primero un dedo, luego dos. Con el pulgar me masajeas el clítoris, la coordinación entre tus dedos me está volviendo loca. Vuelves a bajar la cabeza hasta mi sexo y la dejas ahí, con tu lengua ocupada en todas las zonas sensibles de esa parte de mi anatomía. El placer me hace perder el control de mis caderas, así que sujetas mis nalgas y mis muslos, aprovechando para besarlos y lamerlos, y darme un respiro de la intensidad que estoy sintiendo. Pero apenas dura, y vuelvo a tenerte donde antes; de repente que un impulso eléctrico me recorre desde la punta del pie hasta la cabeza y sé que me he ido, soy vagamente consciente de que no he perdido el sentido.
Tardo unos minutos en recuperar el aliento, y creo verte desnudarte. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que seguías con la ropa puesta. No tengo fuerzas para incorporarme, sólo tengo fuerzas para abrirme de nuevo y recibirte, y ver en tu cara el inmenso deleite de entrar en mí. Me penetras con la misma dulzura con la que me has tratado hasta el momento. Te vas acelerando poco a poco, tumbado encima de mí porque me encanta sentir tu peso sobre mi cuerpo, como me gusta sentir tu aliento en el cuello, tus jadeos directamente en mis oídos. Dos empujones más profundos me hacen entender que has llegado al final, y te dejas caer rendido sobre mí. Los dos estamos empapados de sudor, exhaustos. Lo único que te hace levantar es tener que quitarte el condón (que ha sido para los dos condición ineludible). Pero enseguida vuelves a mi lado. Y se hace el silencio entre los dos, me abrazas y me acaricias la mano, me besas el pelo y me recuerdas que existe la ternura y el cariño. Y me haces feliz por una noche. Y no me atrevo a pensar en cómo me sentiré por la mañana.