La Primera (1)
Conozco al hombre de mi vida. De la vida que todos esperan que tenga. Pero, a espaldas de los demás, todos somos distintos. O tal vez, lo más auténticos que podemos ser.
No somos quienes los demás esperan que seamos. No somos el reflejo de una identidad perfecta, ni la máscara que esculpimos a imagen y semenjanza de nuestras espectativas. Somos quienes, en esencia, somos de verdad.
PARTE 1
Era el segundo mes que estaba con él, y las cosas iban bastante bien. La verdad, no podría haber pedido un mejor novio, de cara al público por lo menos. Era educado y formal, puntual, limpio y ordenado. Sacaba buenas notas en el instituto, y siempre había sido un buen niño. No fumaba, no bebía. Andaba buscando trabajo, ya que seguía viviendo en casa de sus padres a pesar de tener 24 años. Eso, quizás, me echaba un poco para atrás, pero luego se me olvidaba al ver su cuerpo escultural y su tierna sonrisa de niño. Eran muy locas las sensaciones que me rondaban cada vez que le veía, o cuando le miraba sin más. Me gustaba observar cada parte de su piel, como si quisiera memorizarla, como si cada ranura, cada pliegue contara una pequeña parte de su historia, que aún no la conocía del todo. Él siempre decía que era un chico transparente y simple, por lo que yo no tendría problemas en saber todo lo que quisiera saber de él. Tampoco se describía a sí mismo como alguien especialmente profundo o sensible, pero en mi corazón había algo que me hacía querer escarbar más y más. En Jack veía un diamante en bruto que tenía que pulir. También era su primera relación.
Pero su camino había sido siempre muy distinto al mío. Mientras yo bebía, salía, follaba y hacía pellas en la escuela, él estudiaba y apenas tenía relaciones ajenas a las que podía tener con un muñeco de acción de los que decoran las habitaciones de los adolescentes. En definitiva: era virgen. Y yo una perra en celo que iba más salida que el canto de una mesa.
Era como la enésima noche que dormíamos juntos aquel mes. Y yo ya no podía con mi vida. Siempre, antes de dormirnos, nos pasábamos como dos horas besándonos, acariciándonos y diciéndonos cosas preciosas. La verdad, era todo muy bonito. Pero cuando me empezaba a besar en cuello enseguida me humedecía, y entre eso y los roces, me volvía loca. Hasta que un día ocurrió por fin. Poco, pero algo. Su mano se deslizó entre mis piernas, y sus dedos acariciaron mi coño por fuera de las braguitas y pensé que me moría. Llevaba dos meses (uno y medio con él, y otras dos semanas que ya no quería ver a mi antiguo follamigo) sin sexo, y fue como un nuevo despertar, un rayo de luz sobre unos matojos marchitos, como agua fresca. Y sin quererlo, dejé escapar un leve gemido. Y él no se detuvo. Me besó en el cuello, en la parte que se une con los hombros (¿sabéis? me encanta que me besen ahí, de forma suave, casi tan solo con el aliento), y con delicadeza introdujo su mano por debajo de las bragas. Con un dedo, con una suavidad extrema, empezó a acariciarme el clítoris. Yo estaba tan húmeda, y él era tan delicado, que mi cuerpo se retorció del placer. Siguió acariciándome, y yo estaba deseando que me metiera un dedo o dos, mi vagina lo pedía a gritos, pero me daba vergüenza decírselo. Y además, creo que nunca había disfrutado tanto de unas simples caricias. Normalmente los hombres con los que tengo relaciones suelen creerse que el clítoris es como un plato de DJ, y chicos, dejadme deciros que DUELE. Pero Jack en cambio me tocaba como si fuera el pétalo de una flor joven, aún con las gotas de rocío del frío amanecer, una maravillosa combinación de sutileza, inocencia y perfección. Y no pude contenerme. Mis piernas empezaron a temblar en lo que yo me retorcía más y le agarraba el cuello con fuerza mientras gemía en su oído. Y en apenas unos segundos, un orgasmo invadió mis miembros y empecé a gemir con fuerza, pero sus caricias seguían siendo lentas y delicadas. Sentí como una mezcla de desquiziado deseo por ser penetrada, e incontrolable placer. Creo que era la primera vez que veía a una chica correrse. Creo que era la primera vez que tocaba a una chica. Y aún así, fue una maestría lo que hizo.
Pero yo necesitaba más.
Seguimos durmiendo juntos, y él mejoraba día tras día. Pero solo me tocaba. Y yo moría por ser empotrada. Necesitaba un falo. Necesitaba una bestia salvaje que me hiciera sentir la mujer más deseada del mundo. Un hombre descontrolado que solo pensara en penetrarme, a mí, solo a mí. Y él era un príncipe, un caballero andante que solo deseaba recitarme hermosas poesías mientras acariciaba mi cuerpo bajo la luz de la luna.
En aquel tiempo yo vivía en un ático con terraza. Una sola habitación que concentraba cocina, sofá-cama, colchón, un proyector y un pequeño baño aparte. Estaba tumbada en mi colchón, revisando unas fotografías que quería enviar a mi jefa, cuando de repente oí un ruido que venía de la terraza. Parecía como si algo hubiera chocado contra ella. Y cuando miré, estaba abierta y no recordaba haberla dejado así. No pasó nada más así que no le di importancia.
Apagué la luz y me metí en la cama. Cerré los ojos y dejé que poco a poco el cansancio y el sueño se apoderaran de mí. Cuando no podía dormir, solía imaginar que estaba en un lugar idílico, en mi caso en un bosque al atardecer, tumbada en el suelo, escuchando la brisa acariciar las copas de los árboles, y pensaba en como poco a poco, las puntas de los dedos de los pies y manos iban adormeciéndose, y poco a poco todo mi cuerpo se dormía también. Y nunca recordaba el final de este ejercicio, porque ya me había quedado dormida. Pero aquella noche sentí un aliento en mi cuello, y cuando me di la vuelta no había nadie. Volví a cerrar los ojos, y aquella vez fue tan real que salté de la cama asustada y encendí la luz. No había nadie. Estaba depie, mirando hacia el colchón cuando unas manos se deslizaron desde mi cintura hasta las ingles, y un 'alguien' corpulento me abrazaba por detrás. Estaba asustada.
- ¿Quien eres? - pregunté, temblorosa.
No recibí respuesta. Pero sentí como me besaba en mi parte favorita del cuello. El vello de mi muslo derecho se erizó de golpe. Aquellas manos invisibles pero tangibles empezaron a acariciar con delicadeza mi vientre y mi coño, dibujando el contorno de las ingles (solía dormir con una camiseta y sin bragas). Siguió besando mi cuello, y con la punta de la lengua dibujó una linea recta directa hacia la oreja. Oh, Dios. La oreja. Aquel lugar tan extraño, no podía soportar que besaran mi oreja, me volvía realmente loca y mi cuerpo dejaba de responder. Su lengua se paseaba por los plieges de mi oído mientras yo me estremecía, y su mano apartó la tela de mi camiseta y empezó a acariciarme los labios del coño superficialmente. Yo temblaba, y no sabía bien bien porque. Si porque no sabía quien o qué me estaba tocando, o porque me estaba volviendo loca de ganas de que me tocara. De repente me empujó contra el colchón y caí de cara. Oí como se agachaba, y empezaba a levantarme la camiseta. Rápida me medio incorporé para quitármela, y me quedé completamente desnuda. Me empujó para que cayera sobre mis manos, y me quedé a cuatro patas. Empezó a besarme el muslo mientras me acariciaba el otro, y sus besos empezaron a subir. Con una mano me estrujó una nalga, y con la otra empezó a acariciarme las ingles. Estaba más húmeda que nunca. Me separó los labios del coño y yo dejé escapar un gemido. Pensé que si no me tocaba YA me moriría. Siguió besando parte de mi nalga izquierda mientras estrujaba la derecha, seguía manteniendo mi coño completamente abierto. Me deshacía de las ganas. Y los besos se fueron acercando más y más, y mis piernas temblaban levemente. Y de repente pasó la lengua por mi clítoris. Chillé de gusto. Su lengua cálida empezó a dibujar círculos por encima del clítoris, y sus manos estrujaban mis nalgas. Empezó a acariciarme el clítoris con dos dedos mientras introducía uno por la vagina. Un gemido. Dos dedos. Otro gemido. Tres dedos. No podía más. Y de repente noté como una polla enorme me penetraba, y grité, grité con todas mis fuerzas. Empezó a penetrarme una y otra vez, y cada vez iba más deprisa. Yo estaba absorta. Me estaba encantando, y eso que nunca me había gustado a cuatro patas. Estaba flipando. Cada pollazo era un regalo divino, una mezcla del placer más carnal con la paz mental más pura y silenciosa. Y sus dedos, una vez más, empezaron a acariciar mi clítoris, de forma suave y delicada, mientras los pollazos seguían siendo brutos y feroces. Y mis piernas temblaban. Me incorporé deprisa y su mano agarró mi pecho, sin dejar de penetrarme y masturbarme. Y de repente grité. Grité fuerte, muy fuerte.
A la mañana siguiente estaba sola, como de costumbre. Pensé que todo eso había sido un sueño casi enfermizo. Pensé que era solo producto de mi mente, de lo necesitada de sexo que estaba. Pero me vi a mí misma desnuda, con la piel pegajosa de sudor, y la entrepierna aún húmeda. Reflexioné sobre lo que había pasado, tratando de visualizar el rostro del intruso. Pero de repente sonó mi teléfono: era Jack.