La prenda
¿Y si el hábito hiciera al monje---? Podría follarla de muchas maneras, pero vestidos con estos uniformes tiene que ser de esta forma, no le busques la explicación. Este relato es la respuesta a una petición, digamos un poco particular, que me hicieron.
Como un diapasón que marcara el ritmo al latir de mi corazón, el eco de los tacones de aguja percutiendo el parqué se iba acelerando, haciéndose a cada paso más intenso, más próximo. Finalmente ella entró en la sala y fue exactamente como lo había imaginado. Levanté la vista y recorrí desde los pies su figura, aun más estilizada por la prenda, hasta llegar al gélido azul de sus ojos; después me incorporé del sofá y me acerqué a ella. Una sonrisa brillaba en la negrura de mi máscara.
Me había costado encontrar a quien pudiera entrar en ese mono de brillante látex negro. Debía ser alta, delgada, tener los pechos y el sexo exactamente a la altura que imponían las aberturas del traje; con los ojos y la boca pasaba lo mismo. Y además debía estar dispuesta a ponérselo y a jugar como imponían el disfraz y mi fantasía. No fue fácil, pero al final la encontré: una prostituta, no importa si rusa o ucraniana, si se llamaba Ekaterina o Ruslana, bastaba con saber que había accedido a mi juego y que por fin iba a poder estrenar los trajes que compré por Internet.
El mío, prácticamente idéntico, con aberturas en los distintos puntos de la cara y para mi sexo, me lo había probado varias veces, solo y con compañía; me había masturbado con él puesto, había follado con otras putas que no daban el tipo para vestir la parte femenina del juego de monos y que debieron considerarme un tipo raro. Daba igual ahora que ella estaba allí plantada, frente a mí, y que mi enguantada mano comenzaba a sentir el ceñido tacto de la prenda sobre su cuerpo. Sé que mi fantasía no es recurrente, que puede resultar incluso extravagante y que ella ni siquiera hablaba español con fluidez, pero cuando le entregué su disfraz perfectamente doblado, entendió que debía tratarlo con cuidado, como si fuera un hábito ceremonial. Se había marchado al baño a cambiarse, a bajarse de sus tacones para subirse a unas botas con todavía más centímetros y un estilete más fino, a pasar de sus ropajes de fulana que intenta disimularlo a vestir una túnica cuasi mágica.
Giré a su alrededor con parsimonia, mirándola, mientras ella se esforzaba mínimamente en seguir mi deambular. Me acerqué a su nuca, sintió un escalofrío cuando mis dedos tocaron su piel para terminar de subir una cremallera a la que le quedaban un par de centímetros. Debía ser así, no podía ver más piel que la que imponían las aberturas frontales. Introduje la tira larga que colgaba de la cremallera para facilitar cerrarla, y volví a girar en torno a ella hasta colocarme frente a su cara. Era alta, y con los tacones quedaba a mi misma altura. Abrí la boca y saqué la lengua. Tal vez creyó que iba a lamer su boca, pero en el último segundo mi cara giró y recorrí el costado izquierdo de su rostro, saboreando el regusto plástico del látex. A continuación, ella me imitó. Seguí lamiendo: su frente, su nariz, subiendo por su cabeza, allá donde la prenda escondía la cabellera rubia de ella, y después de cada uno de mis gestos, ella me correspondía en la misma zona. Si alguna vez mi lengua se escapaba y terminaba el viaje acercándose a sus labios convenientemente pintados de un rojo intenso, a ella le resultaba aquello más conocido y ponía especial empeño en jugar con mi lengua.
Cuando mi cara se adentró en su cuello, ella subió la barbilla, echando hacia atrás la cabeza, facilitándome la tarea. Pasé después a su pecho, tratando de obviar la carne y los dos pezones, a los que la desnudez y el frío habían hecho erizarse, y volví a pasear mi lengua por el látex que se ceñía a sus costillas. Salté a continuación a sus brazos, los tomé entre los míos, haciendo que los estirara. Ella permaneció con los brazos en cruz mientras mi boca recorría toda su longitud, desde los hombros y la axila hasta la punta de los dedos, donde me entretuve lamiendo cada uno con fruición. Cuando era su turno se empleaba siempre con delicadeza, tratando de seguir al milímetro sobre mi cuerpo el recorrido que yo había trazado en el suyo. No iba a poder hacerlo cuando yo avisé a sus pechos con la punta de la lengua, pues mi traje no tenía aberturas en esa zona, así que se limitó a recorrerlo y a asistir al juego de mi boca en sus tetas. Eran naturales, de mediano tamaño, algo más pequeñas de lo que podía acoger la prenda, de un color pálido y con unas areolas rosáceas. Me centré en una; la tomé suavemente en mi mano enguantada, acariciándola, acerqué luego mis labios para besarla, para lamerla después y terminar tirando débilmente de su pezón con los dientes. Más tarde pasé a la otra, sin prisas.
No se trataba de una práctica de dominación o sumisión, ni por el uniforme elegido ni por el hecho de que súbitamente me arrodillara a besar sus pies. Las botas eran en realidad una prolongación del traje, dejando sentir en la parte superior la forma del pie, mientras la parte inferior tenían una mínima plantilla en la que se apoyaba el tacón de quince centímetros. Ella levantó ligéramente la pierna y yo pude lamer la suela de su calzado. Con especial lentitud hice deslizar mi lengua por la fina largura de sus tacones. Subí por su pierna, delgada, de tan ceñida los músculos de sus gemelos se marcaban en el látex cuando ella forzaba la postura. Trepé por sus muslos, ignoré por un instante la tentación de su sexo imberbe que, de tan rosita, tanto contrastaba con el negro del uniforme, y salté a la otra pierna, donde el recorrido fue descendente, desde las ingles a las parte trasera de las rodillas, para deslizar mi lengua después por la pantorrilla y, contorsionándome, terminar lamiendo la parte más baja de su tacón. Cuando llegó su turno, agarrándome a sus caderas la invité a reunirse conmigo sobre el suelo, hasta que terminamos reptando, cual negros insectos apareándose.
Sentir su sexo humedeciéndose al pasar de mi lengua no fue más excitante que las caricias que el látex que envolvía el interior de sus muslos me prodigó mientras ella adoptaba la mejor postura. Luego, cuando dejamos de lamernos la piel envuelta para dedicarnos a la parte de anatomía que aquel uniforme dejaba a la vista, quizás todo se volvió más convencional, pero igual de excitante. Mi pene crecía al calor de su boca y en su coño mi lengua aleteaba buscando sus labios o su clítoris. Aproximé mis dedos, primero para abrir su vulva y asomarme a su vagina y después para completar la tarea y follarla con la misma suavidad que ella me comía la polla. Al poco la humedad que escapaba de su coño y se colaba en mi boca caía, en forma de riachuelo, dejando un surco en la tela oscura de nuestros disfraces.
El saber hacer de aquella mujer había hecho crecer tanto mi polla que temía que al siguiente golpe de su cabeza fuese a terminar en su garganta, así que le pedí una tregua. Se incorporó. Su espalda cubierta por la negra tela terminaba en un culo que, sin ser una maravilla, envuelto de aquella forma se veía como el mejor de los regalos. Posé mis manos enguantadas sobre él, mis dedos buscaron deslizarse hacía su raja; no sé si bajo la tela ella sintió algo, pero yo experimenté una nueva pulsión que me hizo recobrar las fuerzas. Mis manos fueron subiendo por su espalda, acariciándola mientras movía a aquella chica acercándola a la mesa. Al llegar a sus hombros, doblé su tronco y ella apoyó las manos en una de las sillas que rodeaban la mesa. Acerqué mi polla crecida y la complementareidad de los trajes hizo el resto: mi sexo entraba en el suyo. Mi traje se fundía en el suyo cuando mi rabo se adentraba en su vagina. Sentía el sudor correr por mi pecho cubierto y la humedad que las exhalaciones provocaban en la fina tira de látex que cubría la parte superior de mi boca. La follaba y mis dedos recorrían su cuerpo, sintiendo el tacto caliente de su prenda. Finalmente, como cinco huéspedes negros, mi mano se agarró a sus pechos. Ella gime y yo respiro pesadamente. Poco a poco volvía a descontrolarme, a acelerarme llevado por la excitación del momento y ver mi fantasía cumplida.
El ritmo subía sin vuelta atrás. El látex se arrugaba allá donde mi cuerpo chocaba una y otra vez con el suyo. Mi pene endurecido al máximo surcaba sin cesar su vagina y ella, como buena profesional, tenía que controlar las ganas de dejarse ir. Decido no aguantar más, muevo las caderas todo lo rápido que puedo, hago que los viajes de mi polla en su coño sean constantes. Me corro. Apenas tengo tiempo de reaccionar, el primer chorro de semen queda en su coño, los siguientes se estrellan violentamente contra la negrura del traje a la altura de las nalgas, de la parte superior de sus muslos. Agitado y masturbándome para extraer hasta la última gota, me retiro un segundo para contemplar cómo mi leche comienza a deslizarse pesadamente por sus piernas, dejando un surco blanquecino en la negritud de la prenda; luego vuelvo a acercarme, a manchar mi traje con la espesa corrida que cae por sus piernas, a aproximar mi cara a su espalda, a sacar la lengua de mi boca jadeante y recorrer con ella el camino inverso al que realiza el chorretón de semen, subiendo por su cuello hasta su oculta nuca, y girándole la cara, rematar el viaje lamiendo una vez más su mejilla.