La pregunta

El Padre Alonso recibe una visita inesperada, una que cambiará su vida para siempre.

Bueno, lo primero es darle gracias por concederme esta entrevista privada. Comprendo que corre un gran peligro mostrándose en público.

Vale.

¿La primera pregunta puede ser que me diga cuál es su nombre?

Alonso Cifuentes. Padre Alonso, si prefiere. No, espere, mejor Padre Alonso, solo eso, sí. Sin apellido.

Padre Alonso, ¿cuántas personas han muerto en sus manos?

Vaya, menuda pregunta diplomática donde las haya… Pienso que no más de siete veces siete, si me permite continuar con la diplomacia.

Siete veces siete. Eso son 49. Según los cálculos que maneja…

No. Siete veces siete significa muchas. Pero, si lo desea, puede indicar que, cuando finalice la entrevista, serán “muchas” más una.

¿Quiere decir que va a matarme?

Estoy casi seguro.

Lo dudo.

Yo no.




Hay un dilema en la vida en la vida de toda persona, ¿sabe? Una pregunta que se instala en la cabeza cuando empezamos a tener consciencia y que no nos abandona hasta que exhalamos el último aliento. Una pregunta para lo que no obtendremos respuesta nunca. Una pregunta que aparece de improviso, cuando menos lo esperas, todos los días de la vida. Una pregunta que nos inquieta porque no sabemos qué responder ni cómo abordarla. Una pregunta que, con frecuencia, gobierna el sentido común de cualquiera y le hace tomar rumbos en la vida que ignoraba o que había despreciado previamente.

Cuando era joven, recién salido del seminario, me asignaron la parroquia de un barrio de Valladolid. Era y es un barrio abarrotado de cucarachas, literalmente hablando. A cualquier hora  del día encuentras varios de esos bichos negros y brillantes corriendo por las esquinas de las calles, las aceras, junto a los portales, entre las ruedas de los coches aparcados, bajo las papeleras de los parques, esperando al final de las rampas de los toboganes. Cucarachas de todos tipos: grandes y planas, pequeñas e hinchadas, de colores negro apagado, azul cobalto o negro obsidiana. Agitan sus antenas como bastones en manos de un ciego. No importaba las veces que se intentase erradicarlas. Pesticidas, hongos, gases, insectos; no importaba el método, volvían a aparecer. Parecían emerger del suelo mismo, alimentarse del aire, reproducirse sin control. Todo estaba infestado. Todas las casas contaban con un grupo numeroso de cucarachas, en la cocina, en el cuarto de baño, en el dormitorio, entre las sábanas, en todas partes. Sus tiqui-tiqui se oían por la noche, en cualquier lugar. A veces había que pisarlas varias veces para matarlas, sobre todo las planas. Pero no importaba cuántas murieran, cuántas dejaran sus restos amarillentos y pútridos alrededor suyo, otras se alimentaban de sus congéneres aplastados y continuaban su expansión.

Nacías, crecías, te casabas, fornicabas, envejecías y morías entre cucarachas. La gente ya nos las mataba. Las ignoraba.

Mi iglesia, un edificio alto y esbelto, construido a finales de los años sesenta, poseía formas peculiares, quizá contaminadas por la abundancia de drogas psicodélicas ingeridas por el arquitecto que la diseñó. Nada en ella era simétrico pues las paredes se erigían con un grado de inclinación distinto del de sus adyacentes. Las vidrieras componían un caleidoscopio de luces al caer la tarde y, en vez de un campanario de formas ortodoxas, se levantaba un monolito de aristas cambiantes, de mármol negro veteado de cuarzo apagado y que terminaba en un vértice afilado, como el de una espada, sobre el que se asentaba, en un imposible equilibrio, una campana apoyada en su borde.

El interior de la iglesia presentaba un aspecto más formal aunque los bancos, debido a la disposición de las paredes, tenían distintas longitudes.

Alojado en una esquina del interior, lejos de las luces multicolores, donde la oscuridad era perpetua, estaba el confesionario. De allí surgían centenares de cucarachas que, quizá, eran las que provocaban aquella negrura pues al pisar la oscuridad se escuchaban sus chillidos al ser aplastadas.

Proveía el sacramento de la confesión cinco veces por semana, de siete a diez. Los pecados que se me encomendaban eran igual de retorcidos que las paredes donde se declaraban.

Pero hubo uno que, hace tiempo, fue el que me impulsó a buscar una respuesta a la pregunta.

Una tarde, cuando estaba a punto de abandonar mi edificio, una joven, vivaracha y desaliñada, me solicitó el sacramento. Era de tez oscura, cabello perfumado, pintado de mechas de tonalidades ocres y vestía ropas provocativas. Poseía una belleza innata, que se manifestaba en las formas ovaladas y agradables de su rostro y en las abundantes curvas de su cuerpo núbil.

Ave María Purísima.

Sin pecado concebida.

Confieso que he pecado, padre.

Dime, mi niña, ¿en qué has ofendido a nuestro Señor?

Me toco.

Te tocas, dices.

Me masturbo, padre. Me alivio, me froto el coño con suavidad y luego con energía para alcanzar el orgasmo.

Gracias por la aclaración, pero ya te había entendido.

A través de la celosía que separaba nuestros cuerpos, vislumbré como la joven abandonaba su postura de devota arrodillada para sentarse sobre el almohadillado de las rodillas y apoyar su cabeza sobre la celosía. El aroma a jazmín y rosas de su pelo inundó el habitáculo donde me encontraba.

¿Ese es tu único pecado? —pregunté al encontrarme con su silencio solo roto al desabotonarse sus pantalones.

No, claro. He mentido a mis padres, he injuriado a mis amigas, he probado muchas drogas y a veces me asalta el recuerdo, real o imaginado, de haber matado a varias personas que lo merecían. Pero considero que tocarse es mi mayor pecado aunque no me arrepiento.

Y esperas que te administre la absolución tras haber confesado este y tus otros pecados sin mostrar culpa alguna.

Mmm —gimió con sonido largo y gutural—. Suena absurdo. Y más cuando me estoy tocando ahora. Solo me toco en las iglesias, ¿sabe?

¿Por qué te tocas?

¿Ahora u otras veces? Bueno, da igual. Busco a Dios. Quiero comunicarme con él. Creo que rezar está sobrevalorado, padre. Considero que una buena corrida es más efectiva. Cuando siento como mi tripa se revuelve, mi culo se contrae y mis tetas se hinchan al tocarme, siento a Dios a mi lado. Muy cerca de mí, susurrándome lo guarra que soy, lo puta que soy, lo cerda que soy. Dios me ama y ama mis dedos empapados. Lame el sudor de mis sienes y huele el aroma de mi coño encharcado. Dios me ama y yo le amo.

Escuché el sonido de una oquedad húmeda penetrada y un suspiro a continuación.

Reprimí mi ira.

¿Qué me dices del amor de un hombre y una mujer? Dios nos creó diferentes pero complementarios. El sexo tiene como único fin el de agradar a ambos cónyuges para que, en el seno del matrimonio, puedan engendrar un vástago con el que iluminar la gracia de nuestro Señor.

Un salpicar de humedades acompañó mis palabras a la vez que la cabeza de la joven golpeaba la celosía con un repiqueteo creciente.

El hombre no puede amar, padre. Usted lo sabe bien. Quizá no quiera reconocerlo porque tendrá la verga tiesa escuchando mis tocamientos. Y eso le incomoda. Los hombres no aman, padre. Solo quieren follar. Quieren usar mi cuerpo como si fuese un corcho donde clavar sus pollas, una esponja que absorba su semen, un papel donde dibujar una cruz. Sé de lo que hablo, padre, y no me desagrada, antes bien, me encanta. Quizá sea joven pero mi cuerpo ya ha conocido falos de todos los tipos y mi boca degustado todos los sabores que el semen pueda tener.

La joven dejó escapar un gemido largo y preñado de sabor.

Excepto uno —susurró, encadenando sus palabras con el final del gemido—. El suyo.

¿Quieres mantener relaciones sexuales con un sacerdote?

No, padre. No me ha entendido. Solo quiero una cosa de usted. O de su polla, mejor dicho; lo demás no me importa. Quiero follarle, padre. Quiero extraer la simiente de sus huevos, quiero tragar su líquido lechoso y luego escupirlo entre mis tetas y mi vientre, mezclado con mi saliva. Quiero que mi piel absorba el mejunje y luego luzca sucia, esplendorosa, olorosa. Esto nada tiene que ver con el sexo, padre. Yo ya me procuro sola el placer que necesito.

Perviertes esta santa casa con tus palabras y tu impudicia, mujer. Debo pedirte que salgas de ella pues aquí no encontrarás lo que buscas.

La joven detuvo sus tocamientos y giró su cabeza hasta apoyar una mejilla en la celosía.

Temes aquello que no puedes controlar, mi buen padre de verga tiesa —dijo riéndose. Extrajo su lengua y lamió el enrejado hasta colar la punta de su apéndice rosado por un agujero.

Me santigüé y salí del confesionario.

La chica estaba recostada, con los brazos alzados y recogidos, sus dedos amarrados a la celosía. Su camiseta estaba subida y mostraba sus pechos desnudos y sus pezones erizados. Sus pantalones estaban bajados y en su pubis negro el vello estaba apelmazado, creando sus humedades mechones acaracolados y brillantes.

Déjeme follarle, padre —ronroneó mirándome con ojos grandes y vidriosos, su lengua depositando saliva sobre su labio inferior, su mentón húmedo y su frente perlada. —Su polla me desea, logro imaginar su rabo hinchado bajo la sotana, sus huevos repletos de semen caliente. Huela mi coño, mire dentro de mis agujeros abiertos, exprima mis tetas perfectas.

Fuera de aquí.

Negó con la cabeza, sonriendo juguetona, contoneando su vientre gateando hacia mí. Varias cucarachas habían trepado por sus pies y su sexo y ahora recorrían sus nalgas y muslos desnudos y se enganchaban en el vello de su sexo, dejando luego un rastro líquido sobre su vientre y el suelo.

Fóllame, padre. Jódeme con tu polla gruesa. Lo deseas. Seguro que te masturbas antes de dormirte, imaginando en tu mente las cerdadas que oyes a diario para luego sentir como la leche tibia y pegajosa pringa tu barriga y las sábanas aparecen por la mañana manchadas de ocre. Úsame, padre. Usa mi coño y mi boca, mi culo y mis tetas, padre. Solo quiero a cambio tu santa leche.

¡Basta! —chillé tapándome los oídos y cerrando los ojos— ¡Fuera, fuera!

Di un salto al sentir sus dedos sobre mi vientre. Retrocedí a oscuras pero sus uñas estaban clavadas en mi piel, en mi ropa.

¡La quiero! Es mía —la oí chillar— ¡Dámela, hijo de puta, dame tu leche, cabrón remilgado!

Sus dedos se aferraron a mi miembro. Me provocó un dolor lacerante, un dolor inhumano, un dolor horrendo. Palpé lo que tenía más a mano, lo empuñé y golpeé.

Me costó desclavar el arma y el dolor no cesaba. Golpeé de nuevo, con más energía, y escuché como algo se derramaba y salpicaba. Noté gotas calientes aterrizar sobre mis manos y cara. Seguí golpeando a oscuras. Solo quería que aquel dolor cesase y hasta que no sentí sus garras soltar mis partes seguí aplicando golpes en la oscuridad. Algunos barrían el aire y otros machacaban. Igual que pisar una cucaracha, los sonidos eran los mismos.

Solo cuando me sentí libre, dejé caer el objeto y un sonido metálico y húmedo golpeó repetidamente contra el suelo de la iglesia.

No pude abrir los ojos sin antes limpiármelos. Miles de cucarachas se amontonaban y cubrían el cuerpo desnudo, dándose un festín con el cadáver. Donde antes había una bella cabeza, un pelo recogido y perfumado, un rostro juvenil y ovalado ahora solo había una pulpa informe de colores rosas, blancos, amarillos. La mandíbula inferior estaba enganchada en el borde de mi sotana, cuyo color negro no disimulaba del todo los pedazos de hueso y músculo, de sangre espesa y materia cerebral.

Di un paso atrás, sintiendo como el contenido de mi estómago bullía imparable hacia mi boca, y tropecé con el objeto. Era un candelabro. Un ojo desinflado, con el iris rajado, parecía empotrado en su superficie.

Vomité sobre los restos.

Me froté la cara y las manos con la sotana, luego me la quité y salí de la iglesia. La parte inferior de las perneras estaban salpicadas de sangre pero la sotana había impedido que se manchara el resto. Los zapatos estaban empapados por dentro y por fuera. Detrás de mí, las huellas sanguinolentas eran rápidamente cubiertas por cucarachas sedientas.

La noche estaba casi instalada y en la calle había pocos transeúntes, más pendientes de sus vidas que de la mía. Anduve sin descanso hasta la otra punta de la ciudad, sentándome en un banco cuando la sangre de los calcetines creó costras que dolían al pisar.

Me eché las manos a la cabeza y me encontré con que la sangre seca había creado en mi pelo mechones apelmazados y, entre los dedos, lascas finas y de color rojo ennegrecido caían al suelo, recordándome, al igual que las perneras de mis pantalones, que había profanado el quinto mandamiento.

En una fuente cercana me lavé la cara y, sentado en el banco, esperé al día siguiente. No sabía qué hacer de modo que solo tenía una opción posible. Busqué la primera iglesia abierta al alba que encontré y solicité al párroco que me administrase confesión.

No le conocía. Era joven como yo, de figura encorvada y rasgos huesudos.

Ave María Purísima.

Sin pecado concebida. Dime, hermano, ¿de qué te arrepientes?

De matar, padre, de matar a un semejante.

¿Matar, dices?

Lo noté incómodo, revolviéndose en su asiento. Yo tampoco querría estar en su lugar, yo tampoco querría cargar con aquel compromiso.

¿Cómo ha sucedido?

Soy también sacerdote, padre, aunque ahora me arrodille como pecador. Me llamo Alonso Cifuentes y mi iglesia se levanta en el barrio de Los Vientos, allí donde las cucarachas han tomado la vida de todos los que allí moran. Ayer, por la noche, el diablo me visitó con forma de joven lujuriosa y sedienta de sexo. Sus palabras sucias me turbaron y realizó actos obscenos dentro de la iglesia. Resistí hasta que usó la fuerza y el dolor, momento en el que dejé que mis sentimientos más animales emergieran y, sin saber aún porqué, la maté a golpes con un candelabro.

Dios Santo. ¿Estás seguro de que la mataste y no está solo herida?

Está muerta, padre. Que su cadáver y su sangre están en el suelo de mi iglesia es algo tan cierto como que ahora lo confieso.

¿Por qué lo hiciste, Padre Alonso?

No lo sé, padre, ya se lo he dicho. Aún no lo sé. Podría haber escapado de allí y haber llamado a la policía. O ceder a la tentación. Pero, en su lugar, acabé con una vida.

¿Buscaba mantener relaciones sexuales contigo?

Sí, padre, perseguía ese deseo malsano.

¿La mataste antes o después de… eso?

No hubo… eso, padre. Resistí la tentación.

Puede que lo hicieses, Alonso. Pero, ¿y ahora?

Levanté la mirada, estupefacto.

Tras la celosía, la joven me miraba sonriente, lamiendo el enrejado, depositando saliva espesa que traspasaba los agujeros.

Dios mío.

Dame tu semen, Alonso, déjame ordeñar tu polla, mmm.

Abrí los ojos, sintiendo como la ira me nublaba la vista. Sin pensarlo, agarré una barra de hierro maciza que servía de sostén para un cirio y arremetí con furia sobre la celosía. Cirio y metal atravesaron la celosía y empalaron la cabeza de la joven. La barra vibró durante varios segundos en el aire.

Al mirar el interior del confesionario, la joven yacía sentada, con la cabeza atravesada y empotrada sobre la pared posterior. Tras la pared de madera, el extremo puntiagudo de la barra sobresalía entre astillas y pelo.

Abandoné la iglesia antes de que cualquier feligrés me viera.

Cuando el diablo vestido de joven se me presentó días más tarde en el interior de las ruinas de una fábrica del polígono industrial de San Cristóbal, no tuve duda de que El Señor me había elegido y me estaba poniendo a prueba. Prueba tras prueba. Detrás de mí dejaba una sucesión de cadáveres que no eran sino el rastro tangible de mi fe inquebrantable.




¿Inquebrantable?

Mi fe es firme pero mi alma flaquea. No encuentro sentido a lo que me ocurre y la duda ha comenzado a debilitar mi espíritu. No sé cuántas veces me has tentado y yo he resistido. Siete veces siete, muchas.

De modo que, si ahora dejase la grabadora y el cuaderno sobre la mesa y te pidiese por enésima vez ese semen que tanto ansío, ¿me lo darías gustoso?

Es posible.

Déjame comprobarlo, Alonso. Pero antes, dime, ¿sabes la respuesta a la pregunta que las personas buscáis? Esa que tenéis tras disponer de consciencia.

No, aún no. Venga, hazlo. No me resistiré. Incluso esconderé mis manos en los bolsillos.

La tienes dura, Alonso. Eso es innegable. La siento tan dura entre mis dedos, tan salvaje, tan vibrante. Al fin has demostrado tener sentido común, Alonso, al fin has descubierto que a mí nadie puede… Espera, esto no es…

¡BANG!

Sonrío y contemplo el cuerpo desplomarse. La pistola oculta en mi entrepierna aún vibra. La cabeza perforada golpea contra el suelo y los miembros, desprovistos de gobierno, se agitan entre espasmos.

Le he cogido el gusto, ¿sabes? Ya no me atormenta la culpa. Resistiré, ¿entiendes? ¿Entiendes? Porque sí sé cuál es la respuesta a la pregunta que todos buscamos.

Los ojos de la joven se giran y me miran vidriosos. Una sonrisa comenzó a  dibujarse en sus labios.

No dejo que continúe. Un nuevo disparo deshace su cara.

Mientras salgo de la habitación del hotel buscando el anonimato, medito acerca de la pregunta. O, mejor dicho, de mi respuesta.

Claro que sé la respuesta, cucaracha. Claro que la sé.