La Posesión de Ana Gayarre 01: viaje de novios

Posesión demoníaca, dolor, incesto...

Estas cosas, cuando se cuentan, que no es fácil, se cuentan con un cierto temor. Una teme, claro está, que la tomen por loca, que piensen que está enferma de la cabeza. No me ofende. Comprendo que es lo normal. Yo misma, hubiera supuesto eso mismo de quien hubiera venido a contarme algo así.

Hasta que lo vi con mis propios ojos.

Sucedió la primera noche que pasamos en el caserío, a la vuelta del viaje de novios, Ander y yo (yo me llamo Amaia). Habíamos estado quince días de ensueño en Islandia y, al regreso, antes de instalarnos definitivamente en Madrid, pasamos por la casa familiar a despedirnos de amatxu, doña Ana, como la llama todo el mundo.

En el silencio de la noche, roto por el canto de los grillos y el ladrido a lo lejos de los perros de los caseríos cercanos, como cada noche desde la siguiente a la de la boda (la de la boda mejor no les cuento), Ander y yo consumábamos nuestro matrimonio. Mi familia es muy tradicional, y a mí me educaron así, así que había llegado virgen al matrimonio y no habíamos parado de celebrarlo.

Bueno, permítanme omitir los detalles, y no se preocupen, que detalles van a tener ustedes en abundancia a lo largo de mi narración, por que lo que vivimos no se entiende sin comprender lo que vimos, lo que olimos y sentimos, lo que escuchamos… Todavía siento ansiedad al recordarlo.

Bueno. El caso es que yo me encontraba tendida, recibiendo las atenciones de Ander, que me las prodigaba con mucho entusiasmo cuando, por encima del sonido de nuestros propios jadeos, y del de los crujidos de la vieja cama de roble, comenzamos a escuchar lo que parecía un quejido rítmico y prolongado, de volumen creciente.

No resulta fácil definirlo. Se trataba de una serie de gemidos quejumbrosos que hacían intuir la angustia, quizás el miedo.

Yo los escuché primero. Algo en mi interior me puso en alerta. Tuve que empujar a Ander con fuerza, forzarle a sacármela y escuchar. El corazón parecía ir a salírseme del pecho. Ander, cuando consiguió centrarse, también pareció asustado.

  • ¡Es amatxu! ¡Es amatxu, Ander! ¡Corre!

Ni siquiera buscó sus zapatillas. La urgencia con que escuché alejarse sus pasos por el pasillo contribuyó a acrecentar mi miedo. Permanecí en silencio, aterrorizada. Aquellos quejidos no cesaban de crecer hasta ser gritos. No se oía un ruido más. Hecha un ovillo, sentada sobre la cama y abrazada a mis rodillas, el terror me dominaba. De repente, en apenas minutos, nuestro viaje parecía haberse convertido en una pesadilla.

  • ¡Ander!… ¡Amatxu!

Grité con fuerza y, ante la falta de respuesta, armándome de valor, agarré el atizador de la chimenea y encaminé mis pasos en dirección al cuarto de ama. Las piernas me temblaban y sentía una angustia aplastándome el pecho, como una premonición.

Alcancé la puerta asustada por el resplandor anaranjado que me hacían temer un incendio. Ojalá hubiera sido...Pese a que nadie lo había encendido (era primavera), el hogar resplandecía en un fulgor de llamas que rugían como una tempestad iluminando el dormitorio con una claridad cegadora. Frente a la vieja cama con dosel de mis padres, Ander hubiera parecido paralizado de no ser por el temblor de sus piernas. Ni siquiera me miró cuando grité ante lo que veía.

Sobre la cama, amatxu, abierta de piernas, i con los ojos desorbitados por el terror, era sacudida con extrema violencia por lo que parecía una energía invisible, una presencia incorpórea que parecía emanar un halo de maldad casi sólido que me atenazó el pecho haciéndome sentir pavor.

Ustedes pensarán que asistimos a un episodio de sexo onírico. De calentura en sueños, vamos, que decimos la gente normal. No es la primera vez que un psicólogo o un psiquiatra me lo ha sugerido. No. Ustedes no estaban allí. Ustedes no vieron lo que nosotros veíamos.

A la luz movediza de las llamas, su coño aparecía violentamente dilatado, como si un falo descomunal la estuviera penetrando. Sus labios emergían, o revertían hacia dentro a un ritmo frenético. Chillaba. Sus gritos tenían algo de gemido, como si padeciera un placer superpuesto al intenso dolor que desfiguraba su rostro. Lo que fuera, la follaba. Su cuerpo generoso se bamboleaba. La zarandeaba como a un pelele. Sobre sus senos enormes, se dibujaba el relieve de unos dedos que parecían magrearla. A veces, chillaba lastimeramente mientras sus pezones amplios, marcadamente endurecidos, se estiraban hasta el extremo de parecer ir a romperse. Su rostro crispado se contraía de dolor y de placer. Chillaba y suplicaba a Dios su protección entre jadeos lastimeros sin dejar en ningún momento de sacudirse de un modo que me hacía temer que muriera descoyuntada.

Y, de repente, se detuvo. Su cuerpo entero se tensó como un arco y se detuvo. De sus labios surgía un chillido convulso. Temblaba como poseída (¡Qué ironía!). Tenía los ojos en blanco y chillaba:

  • ¡Me quema…! ¡Me quemaaaaaaaaaa! ¡Me que…. maaaaaaaaaaaaaaaaa!

Por entre los bordes de lo que parecía ser el monstruoso falo invisible que la perforaba, comenzó a manar un fluido viscoso, anaranjado y brillante. Ya solo balbuceaba un sonido gutural, como si las fuerzas la hubieran abandonado. Temblaba y lloraba. Su pelvis se sacudía todavía violentamente a veces. Parecía ida. Ni siquiera intentaba taparse ante nosotros.

Las llamas se habían apaciguado. No había leña en el hogar que pudiera alimentarlas pero, inexplicablemente, se mantenía una llama anaranjada danzando en el aire. En la penumbra, miré a Ander. Parecía asustado, como yo. Aterrorizado, sería más preciso. Su polla se mantenía rígida, y goteaba. Comprendí que yo misma estaba excitada. Mis pezones aparecían como piedrecillas evidentemente destacadas bajo el camisón, y sentía mi vulva húmeda. Respiraba agitadamente.

Tuve vergüenza, y me sentí culpable. Me sentí abrumada por la culpa, devorada por la culpa, y por el miedo, y por aquella onda de maldad que todavía parecía ensuciar el aire espeso del dormitorio de mi amatxu.

Traté de acercarme a ella. Sentí el impulso de consolarla. Lloraba temblando todavía de una manera convulsa. Fui a arroparla, a ocultar su cuerpo bajo la sábana, y aquella onda perversa se me llevó por delante. Me sentí proyectar contra la pared como por la onda expansiva de una explosión brutal, de una convulsión del aire que pareció arrollarlo todo como una ola de odio y de lujuria, como una explosión del Mal en estado puro, de la total y absoluta Maldad.

Mareada por el golpe, me resultaba imposible incorporarme. Aquel espanto me abrumaba. Su cuerpo, de repente, volvía a ponerse en movimiento. No era ella. Les juro que no era ella. Apenas se movía. Era su cuerpo manejado como si hubiese sido una muñeca, como si la agarraran. La colocó a cuatro patas. Permítanme hablar de Él, o de Ello, aunque no lo pudiera ver. La colocó a cuatro patas mirando hacia la puerta. Lloraba y suplicaba.

  • Por favor… Por favor… Eso… no… ¡¡¡Eso… nooooooooooooooooooo!!!

Fue un grito desesperado. Un aullido de dolor intenso como una nunca en su vida imagina ir a escuchar. Su rostro se descompuso en una mueca de dolor exasperante mientras sus nalgas eran empujadas hacia delante por aquella anomalía. Comenzó un nuevo traqueteo, una nueva sucesión de sacudidas violentas. Sus nalgas, cada poco, restallaban. Enrojecían, como sus tetas, que se bamboleaban violentamente hasta que eran estrujadas. Las llamas volvían a iluminar la escena con una luz cegadora. El fuego ardía, rugía violentamente a mi lado haciéndome sudar. El camisón empapado se me pegaba a la piel. Me sentía desnuda, desnuda y… y excitada. Comencé a acariciarme. Más bien, a clavarme los dedos en el coño y a pellizcarme las tetas con fuerza, haciéndome daño. Ander, que se había quedado paralizado a los pies de la cama, permanecía allí, con el espanto reflejándose en su rostro. Ama, empujada con violencia por aquella monstruosidad que la sodomizaba haciéndola gritar, fue proyectada hacia delante. Pareció resistir un instante antes de que la mano invisible se aferrara a su pelo y, solo entonces, se tragó la polla de mi marido, que parecía poseído por la misma mezcla repugnante de terror y deseo que me dominaba a mí misma.

Me corría. Me corría sin parar. Me corría ciega de odio, de rabia, como impulsada por una maligna voluntad que se imponía a la mía. Clavaba mis dedos en el coño y me corría chillando, insultándola:

  • ¡¡¡Puta!!! ¡¡¡Putaaaaaaa!!! ¡¡¡Grandísima ramera!!! ¡¡¡Hija… de… puta…!!!

Mi cuerpo entero se estremecía de una manera violenta, impulsado por una oleada interminable de algo que no sé si podría llamarse placer. Amatxu se ahogaba. Gimoteaba como agotada, como rota. Chillaba a veces, cuando conseguía librarse por un momento de la polla de mi marido, impulsada de nuevo hasta el fondo de su garganta a cada nuevo empujón. Me estremecía en convulsiones de un placer violento, de un desasosiego, de un espanto de placer culpable que me causaba un dolor intensísimo. Mi cuerpo entero temblaba. Me deshacía en aquel placer abrasador, involuntario, doloroso, inmundo.

Cuando, de repente, como la vez anterior, aquello se detuvo, cuando mi ama fue impulsada hacia Ander por última vez y mantenida allí, atravesada hasta la garganta por su polla, con el culo aplastado y los ojos en blanco, el fuego intensificó su vorágine. Creía morir de placer y de dolor. Me quemaba. Un reguero de esperma comenzó a manar por su nariz. De su culo rezumaba de nuevo una tremenda cantidad de aquel fluido anaranjado y brillante que humeaba al alcanzar las sábanas. Temblaba espasmódicamente, con violencia. Lloraba. Comprendí que, como yo, se corría en aquel infierno de maldad y de dolor.

Y, de repente, como vino se fue. El fuego desapareció de la chimenea. Solo quedaba la luz tenue de la lamparilla de su mesilla de noche. Ander, a los pies de la cama, lloraba arrodillado. Amatxu balbuceaba un sonido gutural, incomprensible. Hacía frío, y la tela pegada al cuerpo me desasosegaba. Flotaba un hedor en el aire, como el recuerdo de aquella cosa maligna, un algo sulfuroso, sutil e intensamente desagradable.

A duras penas conseguí incorporarme. Me dominaba la vergüenza, el miedo a la vergüenza, la humillación de saberme vista así, de saber lo que había hecho, el modo infame en que me había sometido aquella fuerza maligna obligándome a gozar el horror al que había sometido a mi madre ante mi impotencia. Me odiaba por aquel placer infame.

Sacando fuerzas no sé de donde, supongo que de aquella misma humillación que me corrompía por dentro, recompuse la cama a mi ama. Lloraba. Ni siquiera se atrevía a mirarme a los ojos. Lloraba y temblaba en un llanto quedo. Se estremecía a veces, y emitía quejidos de dolor cada vez que la tocaba, igual daba cual fuera la parte de su cuerpo, para dejarla acostada.

  • Vamos, Ander, a nuestro cuarto. Debe estar a punto de llegar Edurne. Vamos.

En nuestra cama, llorando, vi desvelarse las últimas sombras al alba. A lo lejos, en las praderas, se escuchaba el tintineo de las esquilas de las ovejas que salían a pastar. Ander dormía temblando, presa de un terror del que no lograba desprenderse. Me dio asco.

Desde lo más profundo de la Tierra creí escuchar una carcajada odiosa. El puto mal hecho risa para herirnos.