La Posada del Valle.

El nuevo gerente de la mina llega a la Posada del Valle. La posadera y su hija harán que su estancia allí sea inolvidable. Nota: Por favor lean la advertencia antes de comenzar a leerlo. Muchas gracias.

Advertencia:

Este es un relato duro, como casi todos los míos. Ruego, si no es mucha molestia, que antes de formarse una opinión precipitada y sesgada al respecto del mismo lo lean en su totalidad. Muchas gracias y un saludo.

Zarrio01


Recuerdo como si fuese ayer mismo mi llegada a aquel valle perdido de la Cordillera Cantábrica. Me recibió un clima inhóspito, sobre todo para una persona del sur como yo. La lluvia no cesó de caer desde que el ferrocarril que me llevaba hasta allí atravesó meseta castellana de forma lenta y anodina.  Así era el transporte ferroviario entonces, nada que ver con las comodidades de ahora. Pese a ello me había quedado traspuesto varias veces durante el trayecto.

La estación, por así llamarla, era poco más que un simple apeadero. En ella me esperaba el chofer asignado al nuevo gerente de la mina; un  servidor de ustedes. No era difícil reconocerse ya que yo fui el único de los viajeros que bajó del tren y él la única persona que allí se encontraba.

Desde el principio noté cierta antipatía hacia mi persona, cosa que no me extrañó en absoluto. Todo el mundo sabía para qué estaba yo allí y a nadie en el valle podría agradarle mi cometido. No obstante, me saludó de manera educada y cargó mis maletas hasta un elegante Mercedes blanco tan obsoleto como incómodo.

Durante el trayecto por carreteras deplorables repasé el plan mentalmente como ya había hecho una y mil veces desde que me asignaron mi nuevo destino.  En un mes la explotación minera echaría el cierre de forma definitiva.

Con la mirada perdida en las gotitas que caían por el cristal de la ventana todavía no podía entender cómo era posible que el anterior gerente hubiera sido incapaz de llevar a cabo tan sencillo cometido.

Yo por aquel entonces era altivo y arrogante, con la impertinencia que da la falta de años y un título universitario en el bolsillo. Pese a mi bisoñez no era aquel mi primer destino ya que, en el poco menos de un año que llevaba en la empresa, ya había clausurado varias explotaciones como aquella y echado a la calle a más de medio millar de trabajadores sin el menor cargo de conciencia. Podría decirse que  por aquel entonces yo era un liquidador con pocos escrúpulos. Pasado el tiempo puedo asegurarles que simplemente era un auténtico hijo de puta.

Cuando el vehículo se detuvo delante de la Posada del Valle expresé mi frustración de forma insolente con una sonora pedorreta. Aquel sitio era una auténtica pocilga.  Mi opinión con respecto a mi predecesor empeoraba por momentos. No entendía cómo era posible que el responsable de la industria más importante a cincuenta kilómetros a la redonda pudiera alojarse en un lugar como aquel. Parecía que allí se hubiese parado el tiempo mil años atrás. La vivienda de dos plantas necesitaba una remodelación urgente. El tejado estaba a punto de derruirse y la pintura de la fachada estaba tan deteriorada que no me atreví a aventurar su color original. El jardín que la rodeaba se veía amplio pero tremendamente descuidado, las zarzas y matorrales crecían a su libre albedrío, nada que ver con el impoluto cortijo de mi familia en mi Andalucía natal.

Recuerdo que estaba realmente cansado así que decidí pasar allí el resto del fin de semana pero estaba claro que el lunes siguiente, una vez tomada la posesión de mi cargo, me largaría de aquella madriguera como alma que lleva al diablo.

  • Pasado mañana lunes vendré a recogerle a las ocho, señor.

  • Mejor a las seis, si no le importa.

  • Ummm... - me contestó aquel pobre señor torciendo el gesto -. Como quiera, pero hasta las nueve no abren las oficinas de la mina.

  • ¿En serio? ¡Y yo que creía que éramos los del sur los que teníamos fama de ser poco trabajadores!

El hombre no entendió o no quiso entender la sorna y, tras soltar las maletas con la delicadeza de un buey, me dejó plantado frente a la puerta de la solitaria posada.  Antes de llamar a la puerta miré hacia el horizonte sin lograr divisar atisbo de presencia humana en la zona.

  • Si me pegan un tiro, no se entera ni Dios - murmuré.

Algo turbado por mi propia ocurrencia pulsé el botón del timbre un par de veces, pero nada pasó.  Repetí la jugada y me acordé de la madre que había parido al conductor ya que me había dejado en aquel lugar apartado de la mano del Señor aparentemente solo y sin cobijo.  Para colmo de males la lluvia arreció todavía más y la tarde se hizo tan oscura que parecía que el ocaso se acercaba ya.

Impaciente y furioso abandoné mi equipaje bajo el porche y me dispuse a inspeccionar el terreno en busca de una solución a mi problema. Cierto es que el edificio en cuestión disponía de una entrada trasera y varias ventanas a ras de calle pero todas estaban cerradas a cal y canto, con las cortinas corridas de tal forma que intentar atisbar algo a través de ellas era tan inútil como disparar a la luna.  Tras rodear completamente la casa y volver al punto de partida solo conseguí dos cosas: aumentar más si cabe mi grado de cabreo y acabar calado hasta los huesos.

  • Me cago en mis muertos  - grité al tiempo que comenzaba a aporrear la puerta con todas mis fuerzas, estaba decidido a tirarla abajo.

Cuál fue mi sorpresa cuando en una de mis arremetidas se me ocurrió girar la maneta de la cerradura y la puerta se abrió como por ensalmo. Recuerdo que hice eso que hacemos cuando actuamos como auténticos gilipollas: mirar a un lado y a otro y rezar para que nadie nos haya visto.  Apreté los puños, cogí mis bártulos y me adentré en aquel oscuro pasillo sin ser consciente de que a partir de entonces mi vida iba a cambiar por completo.

No di  tiempo a que mis pupilas se acostumbrasen a la penumbra y anduve por aquel corredor sin rumbo fijo. Olía a viejo, humedad y falta de higiene. Lo cierto es que olía a la cosa que más detestaba en este mundo por aquel entonces: a pobre.

Me pareció que junto a mí pasaba un ente, una sombra, un espíritu. Detecté su presencia o al menos eso creí por el dulce olor a colonia fresca que de él emanaba. Intenté seguirle pero tropecé con algo y cayó rodando lo que después identifiqué como una escupidera de latón  montando una escandalera tremenda. Rogué al cielo por que fuese simplemente un elemento de adorno con pésimo gusto y no un elemento funcional de la casa.  Mi infortunio al menos tuvo una consecuencia positiva ya que de la planta superior de la casa surgió una luz, señal inequívoca de que no estaba solo en la vivienda.

  • ¿Quién va? Mara, ¿eres tú?

  • Señora - dije después de aclararme la garganta - no se altere. Soy don Fabio... su nuevo huésped.

  • ¿Don Fabio? Ay, por Dios bendito ¿pero qué hora es ya? Me he quedado traspuesta después del almuerzo...

Poco a poco la luz fue ganando terreno a la penumbra conforme tenues bombillas iban iluminándose poco a poco. Recuerdo que pensé que ojalá hubiesen permanecido apagadas ya que el aspecto de aquella vivienda era desolador: los muebles se caían a pedazos, los espejos estaban llenos de polvo y las arañas tejían sus telas allí donde posases la mirada.

Sentí que alguien bajaba las escaleras y, visto lo visto, me preparé para lo peor: una vieja apestosa y mugrienta, llena de verrugas y dientes podridos.  En cambio me sorprendió una señora  de mediana edad de aspecto bastante agradable dadas las circunstancias. Cierto es que sus ropas eran viejas y oscuras y que le hacía falta un buen tinte pero parecía bien aseada y no estaba gorda en absoluto.  Ni era ni soy un gran fisonomista pero recuerdo que me llamó la atención su cuidada dentadura, destacaba tal perfección en aquel entorno decadente y pútrido.

  • Mil perdones, don Fabio. ¿Ha tenido un buen viaje? Deje que le lleve las maletas...

  • No... no hace falta, doña...

  • ... Irene. Me llamo Irene, puede tutearme si gusta.

  • Doña Irene estará bien. ¿Puede indicarme dónde está mi habitación? Estoy calado...

  • ¡Es cierto!, ¡cuánto lo siento! No me había percatado. Por favor, sígame. Es en el piso de arriba.

Y con la misma parsimonia desanduvo el camino hacia la parte superior de la casa. Me dispuse a seguirla y al hacerlo no pude evitar fijar la mirada en sus caderas pero mi libido estaba tan bajo por el cansancio y el viaje que no aprecié la delicadeza de sus tobillos, poco acordes con el resto de su anatomía. En lo último que podía yo pensar era en el sexo y menos en aquel entorno tan poco propicio.

  • La Compañía tiene alquilada la planta superior durante todo el año, exceptuando nuestras habitaciones, por supuesto. Es una suerte que la mina siga abierta. De no ser por eso ya habríamos cerrado hace tiempo - dijo mientras subía peldaño tras peldaño - . No tenemos muchos huéspedes por aquí. Hoy no hay nadie porque cerramos los sábados pero, claro está, con los trabajadores de la Compañía Española de Menas y Carbones hacemos una excepción...

  • Me alegro - contesté sin ánimo alguno de continuar la conversación -. Ahora me gustaría asearme y acostarme temprano, si no le importa.

  • Pero bajará a cenar con nosotras, ¿no?

  • ¿Nosotras?

  • Disculpe, ¡qué tonta soy! Nosotras somos mi hija Mara y yo.

  • No quisiera molestar...

  • No es molestia. No servimos comidas, excepto...

  • ... a los huéspedes de la Compañía... ya sé - dije de forma seca e impertinente -. De momento voy a asearme y ya veré después.

  • Claro, claro. Como guste, don Fabio.

Ya estaba punto de cerrarle la puerta en las narices haciendo gala de mis escasos modales cuando apareció por las escaleras una figura etérea y esbelta que me dejó turbado. Apenas la vi un segundo porque mi torpe mano anduvo presta a ejecutar la orden que mi cerebro le había dado instantes antes, cerrando la puerta de manera descortés con la pobre señora. A punto estuve de volver a abrir la cancela para contemplar tan hermosa criatura de nuevo pero un falso pudor me invadió; me pareció muy descarado por mi parte actuar como un vulgar mirón.

Examiné la estancia asignada. Tenía lo justo, ni más ni menos. Un robusto escritorio, una amplia cama, un armario vetusto, un par de sillas, una mesilla y una cómoda. Ni más, ni menos. Nada de florituras ni ornamentaciones superfluas, ni siquiera unos tristes cuadros que adornasen las paredes.

  • Si esta es la mejor habitación... no quiero pensar cómo serán las otras. Por lo menos está limpia... - dije en voz alta pasando el dedo por encima de la cómoda - ... relativamente.

Atravesé un dintel intuyendo que tras él se encontraría el cuarto de baño y así fue. El mobiliario poseía un ligero tono amarillento nada reconfortante aunque contemplé con agrado la espectacular bañera que allí se hallaba. Perfectamente podría tumbarme completamente en ella.

  • Esperemos que haya agua caliente.- Murmuré al tiempo que giraba el grifo correspondiente.

Tras unos largos segundos de incógnita y concierto de cañerías desvencijadas salió por el grifo el líquido elemento. Como es natural, al principio el agua estaba fría como el hielo pero en unos pocos segundos la frigidez se tornó hervor de tal forma que tuve que compensar el exceso de temperatura con agua fría.

  • Esto marcha. - Me dije una vez ajustado todo a mi gusto.

Minutos más tarde tomaba uno de los baños más agradables que recuerdo. Mis huesos agradecieron el tratamiento de choque ya que la lluvia los había dejado tiritando.

  • Un chofer las veinticuatro horas del día, un montón de habitaciones alquiladas sin motivo alguno... - enumeré en voz alta las incongruencias que ya me había encontrado sin ni siquiera entrar en la explotación -. No me extraña que el balance de estas viejas minas sea tan desastroso. Tienen unos gastos suntuarios. Supongo que ahora ya dará lo mismo. Ni encontrando oro permanecería la de aquí abierta...

Era un secreto a voces que la otrora respetable Compañía de Menas y Carbones se había convertido en una mera especuladora de materias primas a la que le resultaba mucho más rentable importar combustibles fósiles de sus minas en África que producirlas en España.

  • Lo que no me explico es cómo al imbécil de Azpeleta le costó tanto cerrar este antro. Le tenía por un tipo competente y estuvo dos años mareando la perdiz para, al final, no hacer nada.

Salí de la bañera pensando en lo mío cuando fui consciente de que en aquella estancia faltaba algo. De forma estéril busqué algo con qué secarme sin encontrar nada apropiado. Ni dentro del baño ni en la habitación había toallas.

  • ¡Pero por Dios, qué desastre! - grité enfadado.

Decidido a dar rienda suelta a mi ira procedí a abrir la puerta tal y como mi madre me trajo al mundo para reclamar lo mío cuando me di de bruces con la hermosura hecha carne. Allí, tras la puerta estaba ella, silenciosa e inmóvil. Gastaría miles de palabras para describirla y aun así me quedaría corto. Simplemente para que se me entienda: era lo más bonito del mundo.

Apareció ante mí una ninfa de tez blanca como la aurora, cabello lacio y negro como mi alma, labios pequeños, boquita rosada y dientes pulidos perfectamente alineados.  Lucía un vestidito blanco de tirantes, ligeramente escotado y escandalosamente corto para aquella época. Los adornos en cabello, cuello y orejas que le daban un aspecto juvenil pese  que evidentemente hacía tiempo que ya había dejado de ser una niña.  En sus manos, varias toallas.  Un auténtico ángel caído del cielo, aunque carente de alma. Sus enormes pupilas azul pálido fijados en el infinito y el hilito de saliva brotando por la comisura de sus labios así lo atestiguaban.

Todavía la veo así cuando cierro los ojos. La inocencia hecha carne.

Evidentemente me alteré mucho. No esperaba encontrarme a nadie allí y mucho menos una belleza como aquella. Percatándome de mi desnudez me atrincheré tras la puerta y balbuceé torpemente:

  • Lo... lo siento. Tú... debes ser Mara... ¿Verdad?

Obtuve la callada por respuesta, como todo el tiempo en el que yo permanecí bajo aquel techo.

  • Su... supongo que esas toallas... serán para mí, ¿no?

Mis palabras no alcanzaron la mente de la muchacha que permaneció allí plantada, quieta como una estatua.

Me sentí incómodo, no sabía qué hacer. Evidentemente no había que ser muy perspicaz para darse cuenda de que aquella chica era especial. Nervioso, contemplé con desasosiego cómo la baba abandonaba el mentón y caía lánguidamente hacia el suelo.  Rápidamente reaccioné quitándole los paños de la manera más delicada que pude, utilizando uno para secarle la cara. Tuve especial cuidado en que la chica no pudiese ver parte indecorosa alguna de mi anatomía pese a que estaba claro que eso a ella le traía sin cuidado.

  • Gra... gracias. Pu... puedes volver... con tu madre.

Dije todavía tembloroso cerrando posteriormente la puerta. Respiré profundamente, secando mi cuerpo sin poderme quitar la visión de la chica de mi cabeza. Acercando la toalla a mi nariz me invadió de nuevo su aroma y eso me turbó todavía más.  Me dije a mi mismo que lo que realmente necesitaba era dormir pero lo que hice en realidad fue vestirme a la velocidad del rayo y bajar las escaleras de dos en dos.

Escuché el ruido de cacharros así que intuí que la estancia del fondo era la cocina, dirigiéndome hacia allí con la esperanza de volver a verla, pero no fue así. Por el contrario me encontré con la madre afanada en preparar la cena.

  • Hola, doña Irene. Si no le importa aceptaré su amable invitación y cenaré con ustedes.

  • ¿De verdad? ¡Cuánto me alegro!  Tendrá que esperar un poco, la cena todavía está lista. Por favor espere en el salón, es la puerta de enfrente. Sírvase una copa de vino y póngase cómodo, se lo ruego.

Dirigiéndome a la estancia indicada penetré en ella con la vaga esperanza de encontrarme de nuevo a solas con mi ángel pero cuál fue mi pesar al verla desierta. Examiné la estancia mientras decantaba el vino y no pude evitar detenerme en un espectacular sillón con orejas de cuero negro que resaltaba frente al mediocre mobiliario que lo rodeaba. Su aspecto era impecable, brillaba como si fuese nuevo,  con un fulgor especial ante el reflejo de la luz taciturna que lo envolvía todo. Mi arrogancia me pudo, aquel sería mi sitio.

Al tomar asiento aquel soberbio mueble no me defraudó. Su tacto era suave y cálido, como corresponde al fino cuero bien curtido. Después de un baño no había nada mejor que tomar una copa de buen vino sentado en él.  Sorbiendo un poco de caldo, una vez más me sorprendí. Era realmente notable. Para más inri la temperatura era de lo más agradable.

  • Por fin algo que realmente vale la pena. - dije en voz alta.

Disfrutaba de un nuevo sorbo cuando a través de la copa volví a ver a Mara entrando por la puerta con los pies descalzos.  Tratando de ser educado y borrar anteriores afrentas intenté incorporarme de mi asiento para saludarla cortésmente pero me fue del todo imposible. La chica, como alma que lleva el diablo, se abalanzó sobre mí con tal fuerza que la copa de vino voló por los años y se hizo añicos contra el suelo.

No me dio tiempo de preocuparme por tal ínfimo detalle ya que la joven se situó a horcajadas sobre mí de forma que una de mis piernas se quedó completamente atrapada  bajo su ingle.  De manera inmediata comenzó a gemir  y a frotarse de forma compulsiva, recorriendo con su vulva desde mi rodilla hasta lo más cerca de mi cadera que le fue posible. Yo notaba el calor que ella desprendía sobre mi pierna y el roce de su rodilla contra mi sexo.

Me pilló totalmente desprevenido, no supe qué hacer. Estuve tentado en detenerla pero mi frágil resistencia cayó cuando la hija de la posadera recorrió con su lengua cada recoveco de mi oreja. Su facilidad a la hora de salivar resultó sin duda una auténtica bendición para mis sentidos  ya que  pocas cosas hay que me exciten más que esa morbosa práctica.

De manera automática posé mis manos en sus muslos y acompasadamente, mientras ella iba y venía los recorrí hasta su origen, comprobando de esta forma que la joven amazona no portaba ropa interior alguna. Claro como el agua, se estaba masturbando directamente sobre la pernera y eso realmente me volvió loco. Amasé sus glúteos con delicadeza, no quería asustarla ni que mi calentura rompiera su magia. Evidentemente estaba excitado, incluso aún diría más, tremendamente empalmado pero por alguna extraña razón preferí que fuese ella la que alcanzase el cielo por sí misma. Yo me limité a acariciarle las nalgas apretándolas ligeramente en cada arremetida y disfrutar de cada uno de los placeres que ella sentía.  De su garganta comenzaron a salir sonidos guturales cada vez más escandalosos, nada similar a algo que yo hubiese escuchado antes en mi vida. Evidentemente estaba a punto de alcanzar el clímax.

Así estábamos los dos, fundidos en aquella extraña danza del vientre, cuando apareció su madre por la puerta de improviso.  Como electrificado, aparté mis manos de aquel tierno culito y la miré aterrado. Para mi sorpresa ella, en lugar de montar una escena, como hubiera sido lo lógico, miró con ternura a su hija y le dijo:

  • Mara, deja tranquilo al señor Fabio. Mara... ya... ya...

Y pacientemente tiró de la joven hasta que ella poco a poco despegó su cuerpo del  mío y se incorporó mirando hacia un rincón como si en aquel lugar hubiese algo más que una baldosa.

  • Don Fabio, perdónela... ella... bueno, ya sabe. Es... diferente.

  • Yo... discúlpeme a mí. Lo... lo siento. Yo no quería. Ella se me abalanzó...

  • Por supuesto. Usted no tiene la culpa. Ni ella tiene la culpa de ser como es. Nadie la tiene, en realidad...

  • Será mejor que me vaya a dormir...

  • ¡No, por favor, no! Enseguida sirvo la cena. No se altere por tan poco, don Fabio. Solamente le pido una cosa.

  • Si... si está en mi mano.

  • Evite utilizar ese sillón, si no es mucha molestia.

  • Por... por supuesto.

E intentando disimular mi erección de manera torpe e infructuosa, procedí a acomodarme en una de las sillas que rodeaban la mesa.  Doña Irene sentó a Mara en el sofá y la chica allí permaneció balanceándose ligeramente. Estuvimos los dos solos cinco o diez minutos pero la escena del sillón no volvió a repetirse. Miré mi pantalón y todavía estaba húmedo por la eyaculación de la joven.

La cena transcurrió tranquila pese a que la señora debía introducir ella misma la comida en la boca de Mara, que siguió contorsionándose y en su mundo el resto de la velada.

**    *    ***

Recuerdo que a la mañana siguiente me desperté tremendamente tarde para lo que es mi costumbre. Me había costado conciliar el sueño ya que la joven no había dejado de gemir hasta bien entrada la madrugada. Bajé a desayunar comprobando con desasosiego que seguía lloviendo  pertinazmente.

De forma mejor o peor disimulada busqué a Mara por la casa pero no la encontr. Me pareció poco apropiado preguntarle a la señora de la casa el paradero de su hija así que repasé unas notas y leí un libro pero sin lograr quitarme de la cabeza a la joven que tanto me había turbado.

A la hora del almuerzo Mara no se presentó. Su madre la excusó:

  • Estará por ahí en cualquier sitio. Le di de comer en la cocina hace un rato. No quisiera que le molestase a usted con su presencia…

  • De ningún modo – me apresuré a apuntar -. Esta es su casa.

Decidí matar la tarde echando una siesta. Me despertaron una serie de golpes contra la  pared de mi habitación,  el chirriar de una cama y juramentos  y bufidos de una voz masculina.

Abandoné la alcoba en busca del origen del escándalo, no tardé mucho en encontrarlo. Bastó con mirar en la estancia adyacente, la que posteriormente identificaría como la habitación de Mara.

Pese a la semioscuridad me fue fácil percatarme de que no estaba sola. A duras penas distinguí su cuerpo postrado boca arriba en su lecho ya que sobre ella se encontraba un gigantón enorme que movía sus caderas acompasadamente con los pantalones a la altura de sus tobillos. Supe que era Mara porque de la cama colgaba su mano lánguidamente, sin tensión alguna.

  • ¡Qué apretado lo tienes, preciosa! – dijo -. Y eso que te montamos día y noche…

Y como espoleado por su propio comentario, incrementó el ritmo y la intensidad de sus arremetidas contra el inerte cuerpo de la muchacha.

Al lado de la cama había otro tipo, un hombre fibroso, bastante más alto que yo, que contemplaba la cópula con una media sonrisa. Fumaba un cigarrillo con una mano mientras acariciaba su contundente falo con la otra.

En cuanto tomé consciencia de lo que sucedía me vi obligado a intervenir. Era raro que yo me preocupase por alguien más que mí mismo pero me pareció que la chica estaba tan indefensa en manos de aquellos dos tipejos que lo poquito que me quedaba de humanidad afloró por mi garganta y grité:

  • ¿Pero qué demonios sucede aquí?

El barrigón cesó de fornicar por un instante y me miró con cara de enfado. Con solamente eso aniquiló cualquier atisbo de rebelión por mi parte.

  • ¿Se puede saber qué demonios te pasa, imbécil? – me espetó.

Y siguió con lo suyo con renovados bríos, haciendo que la cama temblase tanto que parecía que iba a partirse en dos.

  • Tranquilo, hombre – dijo el otro -. Eres nuevo, ¿verdad? No pasa nada.

Y me tendió la mano con la que instantes antes se estaba masturbando. Evidentemente la rechacé pero el tipejo aquel no se sintió agraviado por el gesto. Es más, recuerdo que sonrió de oreja a oreja cuando la retiró.

  • Me llamo Arturo. Veo que no conoces las costumbres de la casa. Enseguida te harás a ellas, no te preocupes. Uno pronto se acostumbra a lo bueno…

Su conversación se vio interrumpida por un enorme alarido del gigantón que, tras tres o cuatro sacudidas  después, depositó su simiente en lo más profundo de la joven Mara. No sin dificultad, abandonó el lecho, abrochó su pantalón y al pasar junto a mí me regaló un nada disimulado empujón mientras mascullaba entre dientes:

  • ¡Imbécil!

Y abandonó la estancia no sin antes regalarnos a los presentes una sonora flatulencia.

Inmediatamente mi mirada se posó en Mara, su aspecto era deplorable.  Tenía el cabello totalmente enmarañado y algunos mechones tapaban buena parte de su rostro. Los botones de su vestido se encontraban totalmente desabrochados, dejando a la vista su increíble anatomía: senos redondos, pezón diminuto, vientre plano y pubis ligeramente poblado. Precisamente de este último brotaba una fuente de jugos que habían formado un pequeño charquito sobre la sábana.

La muchacha, con la cabeza girada hacia la pared, estaba allí de cuerpo presente pero su mente vagaba por páramos lejanos.

  • No  te conviene hacer enfadar a ese. Tiene muy malas pulgas. ¿Quieres probar? Por una vez y sin que sirva de precedente, te cedo el turno.

Y tras limpiar el sexo de la muchacha con un pedazo de su propio vestido me hizo el gesto propio para la ocasión.

No supe cómo reaccionar. Yo, don Fabio Díez, licenciado cum laude en economía por la ilustre Universidad de Sevilla, me quedé allí pasmado viendo a aquella delicada criatura totalmente a mi disposición. No supe qué hacer. Mi mente exigía una cosa pero mi cuerpo clamaba por la opuesta. Como no me decidía a actuar el hombre continuó:

  • No te preocupes por ella. Le gusta lo que le hacemos, ¿verdad, Mara?

Y sin el menor pudor acarició el seno de la muchacha, estrujándolo con firmeza obteniendo, como no, la callada por respuesta.

  • Ella… ella no habla… - apunté.

  • No protesta, con eso vale.

  • Pero…

  • No dice que no, y con eso es suficiente. Si a los demás nos basta para ti debería ser suficiente,  ¿entendido?

De su cara había desaparecido la expresión de cordialidad y el tono de su voz se tornó amenazante.

  • ¿Entendido?

  • S.. sí. – balbuceé cobardemente.

  • Bien – dijo con amabilidad forzada -. Puedes mirar, si quieres. Tengo unas ganas tremendas de hacérselo. El fin de semana es demasiado largo sin ella, ¿verdad Marita?

Y tras la pregunta al aire procedió a desnudarse completamente. Su falo ya había crecido de forma exponencial. Como resultado de la erección obtuvo una considerable herramienta de dimensiones desproporcionadas.

  • A mí me gusta hacerlo por detrás, ¿eh, princesa?

No le costó esfuerzo alguno voltear a la muchacha que realmente parecía una muñeca inerte. Su cara quedó vuelta hacia mí pero pese a ello ella no hizo señal alguna de ser consciente de mi presencia.

El tal Arturo abrió las piernas de la chica tanto como le fue posible.

  • Tiene un culito increíble, ya lo verás.

Se llevó los dedos a la boca, humedeciéndolos con saliva para lubricar el ano de la ninfa. Después, sin mayor cortejo o preparativo, agarró su pene firmemente desde la base y apretó su extremo contra el agujerito. Este parecía tan delicado y endeble como su dueña pero lentamente el ariete fue abriéndose paso hasta que la punta del falo cruzó la frontera. A partir de ahí todo se tornó más sencillo.

  • Siempre se la ensarto hasta los huevos, a ella le encanta.

Miré el rostro de la muchacha. Apenas parpadeaba de vez en cuando pese a que una nada desdeñable porción de carne se adentraba de manera inmisericorde en sus entrañas. No expresaba emoción alguna. Ni dolor, ni rabia, ni mucho menos placer. Nada. Yo no lograba entender como aquellos energúmenos podían inferir de tal pasividad conclusión alguna.

El jinete se recreaba en su suerte. En un momento dado, agarró los barrotes del cabecero para darse impulso y hacer que la sodomización fuese lo más profunda posible. El traqueteo consiguiente formó una escandalera tal que era imposible no escucharla desde cualquier rincón de la casa.

En ese instante me acordé de la madre de la muchacha. Recuerdo que pensé que, evidentemente, por algún motivo debía encontrarse ausente de la casa. De no ser así, de estar ella en la Posada, lo más probable es que interviniese en favor de su hija, cortando de raíz aquellas macabras prácticas sexuales de aquellos desalmados huéspedes.

Oí como alguien subía por las escaleras y eso me alertó. Seguramente sería la señora e iba a sorprender a aquel desgraciado en pleno apogeo y, lo peor de todo, seguramente me consideraría a mí su cómplice. Pero las voces que pronto acompañaron a los pasos no eran de mujer precisamente sino de hombre, dos concretamente, que asomaron la cabeza por la puerta.

  • Buenas tardes nos de Dios.

  • Buenas - dijo el otro.

  • ¿Es usted el último? - me preguntó uno de ellos.

Estaba perplejo ante tal ofrecimiento.

  • No... yo no...

  • Se está haciendo el interesante - apuntó Arturo sin dejar de profanar el culo de la chica -. No sabe lo que se está perdiendo.

  • Entiendo. No se preocupe. A casi todos nos da algún apuro al principio, pero después poco a poco se le va encontrando el gusto a la cosa...

  • Piense que lo hace por su bien... – apuntó el otro.

  • ¿Por su bien? - pregunté yo totalmente desconcertado.

  • Señora.

Miré hacia la puerta y vi como uno de mis nuevos interlocutores se hacía a un paso dejando entrar en la alcoba a doña Irena.  Recuerdo que no salía de mi asombro al contemplar cómo entraba en la habitación con varios vestiditos cuidadosamente plegados y los colocaba con infinita ternura en uno de los cajones del armario. Ni se inmutó lo más mínimo al contemplar la cópula entre su hija y aquel animal. Es más, inclusive se detuvo un instante a observar el coito, momento en el que aprovechó Arturo para sacar el cipote del ano, reptar a lo largo de la espalda de la chica y eyacular profusamente sobre la cara de la chica. El esperma resbaló por su mejilla, fundiéndose con las babas que salían constantemente de su boca.

  • Señores, mi hija y yo les agradecemos de todo corazón lo que están haciendo por ella. - Dijo sin más.

  • Todo un placer, señora.

  • A mandar, señora.

Y doña Irene salió de la estancia con la misma parsimonia con la que había entrado.

  • Joder qué ganas tenía. - apuntó aquel mal nacido mientras limpiaba su herramienta con el zaino cabello de la muchacha -. Que pase el siguiente.

  • ¿De verdad que no le apetece? - me preguntó uno de los otros dos.

  • No... no.

  • Toda suya, Padre.

  • Muchas gracias, hijo. No te he visto esta mañana en la iglesia...

  • Bien sabe usted que si esta se viniese abajo difícilmente yo perecería en el suceso.

  • Je, je,je. Lo sé, lo sé...

Tan aturdido estaba que ni siquiera me había percatado de que el siguiente en aquella terrible hilera portaba alzacuello en su camisa.

  • Ven conmigo. Puedo tutearte, ¿verdad? ¿Cómo te llamas?

Tuvo que repetir varias veces la pregunta hasta obtener respuesta:

  • F... Fabio.

  • Perfecto. Bajemos a mi habitación. Tengo un licor de hierbas que hace que la absenta parezca manzanilla a su lado.

Como un corderito acompañé al tal Arturo hasta su cubículo. Por el camino nos encontramos con otros dos inquilinos que prestos se disponían a subir por las escaleras. Bien sabía yo a dónde se dirigían.  Un tercero, apenas atravesó la puerta del establecimiento, dejó abandonadas las maletas, el gabán y el paraguas; poco menos que volaba como las abejas van a la miel en busca de aquel tierno bocado.

  • Toma, bebe - dijo mi anfitrión acercándome un buen vaso de líquido espirituoso.

Como temía su habitación todavía era más cochambrosa que la mía. Sorbí el bebedizo que sabía a mil demonios.

  • Venga, de un trago, como los hombres.

Y bebí.

  • ¿Qué diablos ocurre en este lugar? - pregunté mientras me servía la segunda ronda.

  • ¿Ocurrir? Nada, por Dios.

  • Pero... esa chica... lo que le hacen ustedes... y delante de su madre...

  • No te hagas mala sangre. Le hacemos un bien a esa joven, te lo digo yo.

  • ¿Bien? ¿Qué bien puede hacerle que la traten ustedes de semejante manera?

  • Bien, sí.  Como habrás observado esa chica no está bien...

  • De eso no hay duda...

  • Bueno físicamente sí, es toda una belleza, pero su cabeza no... no rige como es debido.

Asentí ante lo obvio.

  • No sé exactamente qué le pasó pero su cerebro se paró hace algunos años y sigue anclado en el pasado.

  • Bueno - apunté yo -. Eso es más que evidente pero qué tiene que ver eso con  que ustedes le hagan esas cosas tan aberrantes.

  • ¿Aberrantes?  Vas muy desencaminado amigo. Le estamos haciendo un favor, no te quepa la menor duda.

  • ¿Favor? Sí, por supuesto - dije algo molesto con evidente sorna.

  • Mira, escucha lo que te digo y luego piensa lo que quieras.

Tras sorber una nueva dosis de alcohol continuó:

  • La vida de esa chica es una calentura constante. Arde como una tea por cada poro de su piel. Está en un estado de excitación continuo…

  • ¿Excitación?

  • Eso es. Por lo visto cuando su sesera se oscureció lo hizo justo en el momento en el que esa desgraciada alcanzaba el súmmum o algo así.  Su vulva no cesa de supurar jugos noche y día. Créeme si te digo que, aunque pueda parecer lo contrario, es algo terrible.

  • Increíble...

  • Puede ser para el común de los mortales pero te juro por lo más sagrado que es totalmente cierto.

  • Vaya… - dije meneando la cabeza.

  • No hay objeto en la casa con las medidas adecuadas que no haya pasado por la entrepierna o el trasero de esa muchacha. Al principio la señora intentó atarla para que no se masturbase, pero fue inútil. Tiraba con tanta fuerza de sus ligaduras que habitualmente se autolesionaba en muñecas y tobillos hasta llegar a sangrar.  Después intentó esconder cuanto objeto fálico o similar hubiese en la Posada pero, como comprenderás, eso es del todo imposible en un establecimiento como este.

Mi interlocutor apuró de nuevo su copa y prosiguió:

  • Fue mucho peor el remedio que la enfermedad. Esa descerebrada, en su febril calentura, no tuvo otra ocurrencia que el darse placer con el atizador de la chimenea cuando este todavía estaba incandescente.

  • ¡Dios mío!

  • A punto estuvo de encontrarse con el Altísimo esa pobre chica.  No pasó al otro barrio porque sinceramente no era su hora.  Lesionó de tal forma su vientre que quedó incapacitada para procrear de por vida y puede parecer poco cristiano pero mucho mejor que así fuese. Solo faltaría que quedase encinta. Y créeme si te digo que ni aun en ese estado, prácticamente abrasada, dejaba de intentar satisfacerse -  y tendiéndome un nuevo vaso prosiguió - ¿Quieres otro trago?

  • No, no… después quizás…

  • Vinieron desde la capital de la provincia para internarla en un manicomio pero ni con media docena de enfermeros lograron sacarla de esta casa.

  • ¡Válgame Dios!

  • Tras esos desgraciados incidentes doña Irene cambió de estrategia. Ha sufrido mucho esa pobre mujer. Se encargó ella misma de aplacar el furor de su hija… pero no dio abasto. Intentó mil y una artimañas, pasaba horas penetrando a Mara con artilugios que ella misma preparaba para que la chica no se lastimase, pero aquello minó su salud de tal forma que cayó enferma. Recuerdo aquellos días, al poco de entrar yo de huésped. Esa descarriada se pasaba horas  profanando sus agujeros en ese dichoso sillón mientras su madre yacía en cama…

  • ¿Sillón?

  • El sillón del salón, ¿no lo has visto?

  • Sí. – Contesté sin dar mayor explicación, no iba a ser yo el que contase algo sobre el incidente acaecido la noche anterior.

  • Ese es el sillón de Mara… bueno, no exactamente, pero eso es otra historia.  Lo cierto es que la señora tuvo a bien pedirnos ayuda a nosotros, los huéspedes de la Posada del Valle.

  • ¿Les pidió que… fornicasen con su propia hija?

  • Bueno… - dijo Arturo riéndose ligeramente - tal y como lo dices parece mucho más impersonal de lo que en realidad es, pero sí, básicamente así es.

Meneé la cabeza varias veces intentando encontrar raciocinio en semejante disparate.

  • Disculpe, pero sigue sin entrarme en la cabeza…

-Pero, ¿por qué?, ¿qué hay de malo? Todo el mundo gana con el acuerdo. La chica calma su fuego, la señora controla a su hija y nosotros…

  • Y ustedes, depravados malnacidos, dan  rienda suelta a sus más bajos instintos con esa pobre chica… - dije con evidente enojo.

  • ¡Exacto! Veo que eres un chico listo.  Pero para serte sincero, no creo que tu mente sea capaz de imaginar algo que no le hayamos hecho ya a la bella Mara. Es la amante perfecta, la compañera ideal para jugar a los juegos que más nos gustan a los hombres. No hay cortapisa ni límite, sin llegar a la violencia, por supuesto.

  • Por supuesto… - repetí como el eco todavía cavilando acerca de lo que había escuchado.

  • Básicamente hay tres reglas en esta casa. La primera, respetar los turnos; la segunda, ”no juzgues y no serás  juzgado” y la tercera, y seguramente la más importante, jamás intentes sacarla del vallado que rodea el edificio.

Interrumpió nuestra cháchara la dulce voz de doña Irene desde el pasillo:

  • Señor Fabio, en cinco minutos estará la cena.

  • Gracias, muy amable.

  • Vaya, así que eres tú el nuevo gerente de la mina.

  • Así es.

  • Un  tipo con suerte. Enhorabuena y disfruta mientras puedas. No sé qué demonios le pasa a ese sitio que los responsables rotan a una velocidad de vértigo.

  • Son… son tiempos difíciles.

  • Roguemos a Dios para que no la clausuren, sería la muerte de este  maravilloso valle.

  • Que… que así sea – contesté en tono poco convincente.

Ya estaba a punto de abandonar la estancia cuando pregunté:

  • ¿Y todos los hombres que aquí están son huéspedes?

  • Excepto el Padre, así es. Ese clérigo pecador va diciendo misa todos los días por las aldeas del valle. La posada le pilla de camino… y hace un alto para aliviarse…

  • Comprendo.

  • Antes éramos más, pero cada vez hay menos movimiento por aquí. Hay veces que no damos abasto con ella, nos las vemos y deseamos para satisfacerla mínimamente…

  • Si me disculpa, tengo que ir a cenar – dije evidenciando que no quería seguir con la conversación.

  • Vete, vete. Nosotros nos solemos acercar al pueblo. Queda a unos diez kilómetros de aquí.

  • Con permiso.

Dejé a aquel hombre y su licor de fuego. Me sentí algo mareado pese a que me considero bastante tolerante con el alcohol. Dirigiéndome hacia la mesa del salón, pasé al lado del sillón de cuero. Su aspecto imponía. No pude evitar imaginar a aquel ángel acariciándose sobre él y recorrió mi bajo vientre un cosquilleo bastante turbador.

Pensando si tomar asiento o no apareció Mara de la mano del pastor. La condujo a través del salón en dirección a la mesa. Observé que, al pasar junto al mencionado sillón, la joven lo acarició levemente con el dorso de la mano emitiendo un casi imperceptible gemido de placer. Quise adivinar un fulgor en sus ojos no descubierto hasta entonces. El cura la colocó en una silla y fue entonces, en la cercanía, cuando observé con detenimiento su desastroso aspecto. Aquellos desgraciados ni siquiera se habían dignado a adecentarla al concluir su aquelarre.  Estaba completamente calada, como si hubiese dado un paseo por el patio, ya que seguía lloviendo de forma impenitente; su cabello y rostro aparecían trufados de una sustancia blanquecina que bien pudiera ser esperma y, lo que sin duda me resultó más repulsivo, su olor, otrora agradable, se había tornado en el inefable hedor de la orina. Tampoco se habían preocupado de colocarle correctamente el vestido; dos de los botones superiores del mismo estaban desabrochados y, al tomar asiento la chica, dejaron a la luz casi la totalidad de su pecho izquierdo. De todos modos aquello no pasaba de la anécdota ya que la fina tela completamente empapada se ajustaba tanto a su anatomía que esta era perfectamente distinguible.

  • Bueno, te dejo con este señor, Mara – dijo el párroco excusándose - . Caballero, que le aproveche y quede usted con Dios.

  • I… igualmente.

Y abandonó la estancia justo en el momento en el que doña Irene entraba en ella.  Sostenía entre sus manos una pequeña palangana llena de humeante líquido elemento y una esponja. De sus antebrazos colgaban respectivamente una toalla y un vestido del mismo corte del que llevaba Mara. Sin mediar palabra, se dirigió a su hija y dificultosamente procedió a desvestirla. Visioné por segunda vez los terroncitos de azúcar que tan buena primera impresión me habían dado. No podía dejar de mirarlos, eran soberbios.

Doña Irene, con todo el amor del mundo, adecentó a su primogénita tanto como pudo, limpiando los restos de batallas pasadas. Después de secarla pulverizó sobre ella aquel fresco perfume que tanto me agradaba. Para finalizar colocó lo mejor que pudo el vestido impoluto, arreglándole posteriormente el cabello con sus manos. Como resultado apareció frente a mí la criatura más hermosa que jamás haya visto en mi vida. Duró poco aquella imagen bucólica, en cuanto un reguero de baba manó de su boca.

  • En seguida traigo las viandas. Perdón por el retraso…

  • No se preocupe.

La cena transcurrió de forma similar a la del día anterior y al resto de las jornadas en las que yo permanecí como huésped en la Posada del Valle. El silencio en el salón era absoluto, a excepción de los casi imperceptibles ruidos de los cubiertos y los gemiditos turbadores de Mara. Todavía no habíamos concluido el postre cuando dos supuestos caballeros pidieron permiso para entrar en el salón.

  • Señora, con su permiso, ¿podemos llevarnos a la señorita Mara, por favor?

  • Sí, sí, por supuesto – contestó la madre limpiando con la servilleta el rostro de su hija -. Muchas gracias caballeros.

  • No hay de qué, señora.

Cerré los puños indignado al contemplar cómo aquellos malnacidos ni siquiera tenían el decoro de salir de la estancia para comenzar a manosearla. Ella se dirigía a su cadalso sin ser consciente de ello.

Cuando me quedé solo con la patrona estuve a punto de expresar mi indignación cuando recordé la segunda de las normas que regían aquel establecimiento: no juzgues y no serás juzgado. Cobardemente, me limité a terminar a duras penas mi cena.

  • ¿Quiere un poquito de licor?

  • No gracias. Voy a acostarme ya. Mañana tengo que madrugar.

  • Como guste, pues.

Al subir nuevamente las escaleras volví a escuchar el tumulto formado en la habitación de la muchacha. Hice el firme propósito de no mirar pero me fue del todo imposible. Allí estaban aquellos dos aprovechándose de ella.

El primero de ellos, una especie de simio con el cuerpo casi totalmente recubierto de pelos, encaramado a la cama, gozaba la boca de Mara con su falo. Sus movimientos eran pausados, casi diría yo temerosos, pero a la vez contundentes. Se ayudaba de una mano para ejecutar su tarea, agarrando a la ninfa por el cabello, consiguiendo así una penetración  extremadamente profunda. Con los ojos en blanco no había que ser adivino para saber que estaba disfrutando plenamente.

Su compañero se dedicaba al mismo tiempo a trabajarse las partes nobles de la muchacha. Sin importarle la presencia de jugos de otros machos  lamía con avidez el sexo de ella mientras le introducía un dedo por el ano. Por el ímpetu que ponía a su tarea parecía degustar el mismísimo néctar de los dioses.

Me quedé mirando un rato indeterminado, no sabría decir cuánto, pero dejé de hacerlo en cuanto noté que mi verga comenzaba a tener vida propia. Me consideraba un ser superior a ellos, no iba a rebajarme yo a su nivel así que opté por retirarme a mi habitación.  Una vez allí intenté evadirme de lo que al otro lado del tabique ocurría, mas me fue imposible.  Los gritos de aquellos tipos montando a la potranca eran de todo menos discretos, imposible concentrarme en mis papeles.

Recuerdo que opté por algo que me relajase y, por qué no reconocerlo, que hiciera que mi erección remitiera; un buen baño.  Me demoré en la bañera tanto como me fue posible, tenía las yemas de los dedos como uvas pasas cuando salí del agua.  En seguida me di cuenta de que aquellos animales habían terminado con la joven; ya no se oía nada.  Respiré aliviado, por fin aquella tortura había acabado.

Ya estaba con mi pijama puesto y a punto de introducirme en el lecho cuando unos golpecitos sonaron en mi puerta. Pregunté intrigado:

  • ¿Quién es?

  • Soy yo, don Fabio.

  • ¿Doña Irene?

  • Abra, se lo ruego.

Me apresuré a abrir la puerta. Apareció la señora tremendamente acongojada.

  • ¿Qué... le sucede?

  • Por favor, sígame.

Estaba tan sorprendido que no acerté a hacer otra cosa más que ir tras ella como un corderito. El viaje fue corto ya que nos detuvimos frente al dintel de la habitación de Mara.

  • Entre, por favor.

Sé que debería haber buscado una excusa amable y declinar la invitación pero cuando sentí la calidez de la mano de la señora en la mía no tuve fuerzas.

En la media luz de aquella alcoba apareció de nuevo Mara postrada en su cama, cubierta hasta sus hombros por una fina sábana.  La miré pasmado, como el que mira un lienzo en un museo.  Su aspecto volvía a ser el de un ángel.  Sin prisa pero sin pausa la madre corrió la tela y volvió a aparecer ante mí la sensualidad hecha carne.

  • Por favor, tómela  - dijo doña Irene abriéndole las piernas cuanto le fue posible.

  • No, no - contesté acompañando mis palabras con mi cabeza.

Pero mi tono de voz ya no sonaba tan convincente, ni siquiera para mí.

  • Apiadase de ella, se lo suplico.

Ya no tuve fuerzas para responder. Aniquiló mi débil resistencia arrodillándose delante de mí y dirigiendo sus manos hacia el pantalón de mi pijama. Rápidamente lo hizo descender hasta el mismo suelo, dejando totalmente a la vista mi falo.

  • Se... señora...

  • Se lo suplico - volvió a repetir justo antes de introducirse mi pene en su boca.

Sus manos acariciaron mis testículos con delicadeza. La combinación de movimientos era sencillamente sublime.

Decirles  que, en toda mi vida, he estado con no pocas mujeres y visitado los más selectos lupanares de España y les juro sobre la tumba de mi madre muerta que jamás me habían obsequiado con una felación similar a aquella. Recuerdo que miré a aquella mujer realmente sorprendido por sus habilidades orales. Podría achacarse mi calentura a todo lo sucedido hasta entonces o a la impresionante visión de Mara completamente abierta y dispuesta pero lo cierto es que  aquella mamada no se me olvidará mientras viva.  Doña Irene, tan recatada y educada, era todo un fenómeno con la boca. Hacía cosas increíbles con la lengua. Vestida con aquel camisón algo ceñido me pareció incluso atractiva. También me dio la sensación entonces de que aquella señora no era tan mayor como aparentaba pero lo achaqué a la excitación del momento y al arte que tenía en sus labios.

Cuando sintió que mi verga estaba totalmente endurecida abandonó su tarea relamiéndose ligeramente, se levantó del suelo y, tras acariciar el rostro de su hija, tomó asiento en una silla contigua al lecho.

  • Usted le gusta. Lo sé. - me dijo mirándome a los ojos a punto de ponerse a llorar. - Tómela, por favor.

No hizo falta que dijese nada más.  La suerte estaba echada.

Me dirigí a la cama de hierro forjado. Con sumo cuidado me coloqué sobre Mara, no quería lastimarla. Mi pene enhiesto dificultaba la tarea e incluso rocé involuntariamente con su punta el sexo de la joven. El calor de sus fluidos por poco me vuelven loco. En otras circunstancias hubiese sido algo más atento con ella, le habría acariciado el costado o el seno, regalándole algún cumplido pero aquella situación hizo aflorar al animal que llevo en mí y por alguna extraña sinrazón me pareció de lo más morboso contemplar a la madre mientras la penetraba inexorablemente a la hija. Entendí en aquel instante al resto de los clientes de la Posada del Valle. Por mucho que pretendiera engañarme, no era yo muy distinto a ellos.

Fue como introducir un cuchillo en la mantequilla, se la metí hasta los testículos de un golpe y no toqué fondo. El bueno de Arturo se había quedado corto relatando las excelencias de aquella pobre muchacha. Su sexo se asemejaba a las Marismas del Guadalquivir en primavera, tal era su humedad en sus entrañas, y eso que mi verga, sin ser de dimensiones desorbitadas, sí que tenía y tiene un tamaño bastante generoso. Pese a tal contundente tratamiento tan solo logré arrancarle un leve ronroneo de condescendencia lo que mancilló mi ego, espoleándome en las siguientes arremetidas. No obtuve mayor resultado, al menos aparentemente, así que incrementé el ritmo hasta hacerlo casi vertiginoso.

El traqueteo de la cama en comenzó a tornarse escandaloso. El mismo ruido infernal que minutos antes había taladrado mis tímpanos me parecía ahora música celestial.  En un momento indeterminado deslicé mis manos hasta sus glúteos, evocando lo sucedido sobre el sillón de cuero y los amasé con ansia completamente enajenado.  Sentí entonces las contracciones de su vagina, no una, ni dos, ni tres  sino una sucesión de espasmos que a punto estuvieron de provocar mi éxtasis. Haciendo un esfuerzo sobrehumano logré reprimirme, no quería que aquello terminase tan pronto, me sentía en la gloria.

Rompí a sudar sin dejar de profundizar en la fruta prohibida. El sudor recorría mi rostro y un par de gotitas se deslizaron hasta la punta de mi nariz cayendo irremediablemente sobre la cara de Mara. En ese instante me fijé en ella, seguía en su mundo, sin decir nada, pero con los ojos cerrados.  Con un sonoro berrido eyaculé en sus entrañas descargando todo mi arsenal a discreción.

Permanecí un instante aprisionándola entre mi cuerpo y el colchón, intentando recobrar el aliento sin sacar mi verga de tan divino agujero.

  • ¡Bravo! - dijo una voz masculina al tiempo que aplaudía sonoramente.

A duras penas identifiqué a Arturo sonriendo de oreja a oreja desde la puerta.

  • Ahora a por el trasero, muchacho.

Recuerdo que me alteré bastante. Tan a gusto estaba en mi faena que no había notado la presencia de aquel bastardo. Me levanté como un rayo de la cama, totalmente avergonzado y enfadado conmigo mismo.

  • Yo... lo siento - le dije a la señora de la casa -. Esto no ha debido de pasar... jamás. Lo... lo siento.

Repetía como un papagayo estas dos últimas palabras mientras me subía los pantalones y me encaminaba raudo hacia mi habitación.

  • Pero hombre, no la dejes así. Seguro que puedes dar más de ti. Venga Fabio, no me jodas... - me dijo reteniéndome por un brazo.

  • ¡Suelta, cabrón! - le grité zafándome visiblemente alterado.

  • Vale, vale. Tranquilo. Tendré que hacer un esfuerzo - contestó lanzando apagando la colilla en el marco de la puerta

Lo último que escuché  antes de volver a mi cuarto fue el sonido de una hebilla chocando contra el suelo. El concierto de muelles se prolongó por un buen rato al otro lado de la pared. Después me dormí.

Esa noche no se escucharon los gemidos de Mara.


  • ¡Señor, señor! ¡Despierte, el chofer le está esperando!

  • ¿Qué?

De un salto me desperté. Busqué mi reloj y cuando lo encontré maldije a todos los Santos del cielo.

  • ¡Diablos, son las ocho y media!

Aceleré en mis labores de aseo todo lo que me fue posible y no desayuné. Pese a ello no estuve totalmente listo hasta algo más de las nueve.  Recogí mis papeles como pude y, sin dejar de jurar en hebreo, me introduje en Mercedes a toda prisa.

  • ¿Pero no le dije que a las seis?

  • A las seis en punto estaba yo aquí, señor.

  • ¿Y no sabe llamarme?

  • Usted dijo que esperase... y eso hice.

Intenté aplacar mi ira.  La realidad era que aquel muerto de hambre no tenía culpa alguna de mis desgracias así que opté por permanecer callado el resto del viaje, repasando mentalmente los pasos a seguir.  No obstante, no pude quitarme de la cabeza lo ocurrido durante el fin de semana en la Posada del Valle.

  • Buenos días, don Fabio.

  • Buenos días, ¿es usted el subdirector, el señor Montes?

  • No, me temo que el señor Montes está enfermo. Soy Manuel Castro, el ayudante del subdirector.

  • ¿Ayudante del subdirector?

Ya me había percatado de la cantidad de puestos intermedios totalmente inútiles que había en plantilla.  Delegados, subdelegados, jefes de sección, subjefes de sección, etc... hacían que aquella mina fuese la explotación con más empleados de la compañía, no siendo por mucho la que mayor producción tenía de la misma.

  • Bien, lléveme a mi despacho.

  • Por supuesto, señor.

  • Y tráigame la lista de empleados por orden de antigüedad.

  • Sí. Señor.

Una eternidad después me trajo la susodicha ristra de nombres.

  • Por fin. Está bien. Despida a los diez primeros.

El hombrecillo aquel comenzó a temblar.

  • ¿Qué? ¿Yo? Si... si me permite, ¿eso no debería hacerlo el jefe de personal?

  • A ese despídalo también. Le nombro a usted a partir de ahora jefe de personal.

  • Bueno... yo...

  • ¿Qué le pasa? ¿Quiere usted acompañarles?

  • No, no... no señor. Ahora mismo, señor.

-  Muy bien.  Que venga el responsable de administración. Tengo muchas cosas que hablar con él.

  • Sí, señor.

Estaba realmente enojado y una forma de evitar pensar en Mara era despotricar  contra mis recién conocidos empleados. Ni siquiera me presenté como es debido, entré como un elefante en una cacharrería. Era mi yo de entonces en estado puro.

  • ¿Podría indicarme en qué consiste exactamente la partida “alojamientos y alquileres”? Me  parece escandalosamente elevada.

  • To… todos los gastos de esa partida estaban autorizados expresamente  por el señor Montes y rubricadas por el anterior gerente…

  • No me cabe la menor duda, pero yo no le he preguntado eso…

Ya estaba cansado de aquel hombrecillo que no paraba de tartajear intentando justificar lo injustificable. Era media tarde y ni siquiera habíamos parado a almorzar a pesar del opíparo menú de bienvenida que me habían preparado. Intentaba  no pensar en el complaciente cuerpo de la hija de la posadera, concentrándome en el trabajo y aquel torpe contable lo estaba pagando.

  • Son, básicamente, las facturas de arriendos de algunas tierras adyacentes a la explotación pero sobre todo a la cuenta del establecimiento en el que usted se aloja ahora.

  • Entiendo… ¿sería tan amable de enseñarme las últimas facturas de la Posada del Valle, por favor?

  • Cl… claro.

Examiné el legajo de  recibos y fruncí el ceño: la cantidad de dinero gastado en la posada rayaba lo indecente. El precio de las habitaciones era superlativo, inclusive superior algunos de los mejores hoteles de Madrid. Debí haber actuado tal y como había hecho con otros gastos suntuarios y eliminarlo de un plumazo pero no lo hice. Dudé al recordar de nuevo a la hija de la regenta.

  • Bien, eso es todo por hoy. Seguiremos mañana.

  • ¡Sí, por Dios! Es… estoy desfallecido.

Ni siquiera me molesté en contestar tan insolente comentario.  Agarré mis cosas y tras una despedida tan cortés como seca me dispuse a recoger mi abrigo. Cuando abandonaba la oficina el contable descolgó el teléfono.

Al subir al auto el chófer lanzó la primera pregunta de rigor y al ver que no obtenía respuesta no insistió más. Los quince minutos de viaje hasta la posada transcurrieron en silencio solamente quebrado por el rugido del motor alemán y por el ir y venir del limpiaparabrisas.

Al entrar en el establecimiento ya eran casi las siete de la tarde y la penumbra era prácticamente absoluta.  Cuando mis ojos se acostumbraron distinguieron al fondo la única puerta que estaba abierta y por la que salía algo de luz artificial y hacia allí me encaminé.  Antes de llegar ya escuché voces y  el sonido típico de una cocina.

En efecto, tal y como imaginaba, en la estancia se encontraba la señora atareada en sus quehaceres. Iba de aquí para allá preparando la cena y limpiando los cacharros. Pronto me percaté de que no estaba sola.

  • Toma, bonita. Come un poquito más. ¿Te gusta? Le hemos puesto esa salsa que tanto te agrada...

Sentada a la mesa estaba Mara y, junto a ella, uno de los huéspedes, tenedor en ristre, acercándole un pedazo de carne a la boca al tiempo que sonreía maliciosamente.  Pronto entendí el motivo, en cuanto vi lo que hacía su compañero.  El gigantón que tanto me había intimidado el día anterior se masturbaba descaradamente junto a la chica. El muy ladino agarraba una de las delicadas manos de la joven y frotaba de forma compulsiva su pene.  En pocos segundos derramó una porción considerable de esperma sobre el filete de carne que había en el plato, fusionándose con el que ya se encontraba sobre este.

Contemplé asqueado la escena y de nuevo, de forma cobarde, no dije nada.

  • ¡Hola! - dijo Doña Irene  algo sorprendida -. Ya me disculpará pero no le he oído llegar. Si me permite la indiscreción, ¿qué tal el primer día?

No acerté a contestar nada coherente,  estaba consternado debido a la actitud de aquella señora frente al comportamiento de  aquellos hombres hacía su hija.  No caí en la cuenta entonces de que yo no era muy distinto a ellos.

  • Sí, dinos qué tal. - intervino una voz que salió bajo la mesa.

En un instante bajo ella apareció el que atendía al nombre de Arturo.  Se incorporó ágilmente;  pude apreciar la humedad de sus labios y la considerable erección en su miembro. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que se había dado un auténtico festín con la entrepierna de Mara.

  • Bu... buenas tardes - balbuceé torpemente.

  • Es impresionante entrar en ese agujero, ¿verdad?

Ante la ambigüedad de la frase no supe qué responder.

  • Al pozo número uno, digo…

  • Pues... no sé qué decirle. No he bajado a las galerías...

  • ¿Que no las has visto? ¿Cómo puedes dirigir una mina sin conocerla como la palma de tu mano?

Apenas reflexioné en aquel instante acerca de lo que Arturo me estaba apuntando. Estaba cansado y tampoco era cuestión de explicarles que realmente mi misión en aquella mina se limitaba a clausurarla lo antes posible.

  • Ven, vayamos a mi habitación a tomar algo...

  • Lo siento - dije intentando escabullirme -. Estoy algo cansado, sólo quiero tomar un poco de leche caliente con miel y echarme a dormir...

  • ¿Dormir? Dormir es morir, mi buen amigo. Además, antes de acostarte tendrás que cumplir tus obligaciones con Mara, ¿no?

  • No... de verdad que no...

  • ¿Has escuchado, Mara? Nuestro nuevo compañero de juegos nos ha salido un poco tímido. - Dijo girando la cabeza hacia la chica.

El comentario, una vez más, cayó en saco roto, no hubo respuesta alguna. Cierto es que ni aunque la pobre chica hubiese estado en sus cabales habría podido emitir palabra alguna ya que el pene del gigantón transitaba libremente entre sus labios. Por lo visto no había tenido lo suficiente con la paja.

  • Vamos. Dejemos que estos dos señores terminen primero. Recuerda la primera norma de la casa...

  • Hay que respetar los turnos - contesté automáticamente sin poder dejar de contemplar tan turbadora escena.

El hombretón se estaba dando un auténtico festín con la boca de Mara. Introducía el pene mucho más profundamente de lo que habría cabido esperar dado la disparidad de tamaños entre el falo y la vaina que lo alojaba. De la comisura de los labios de ella brotaba una cantidad ingente de babas, maridadas con esperma macilento y grumoso que se desparramaba por su cara hasta precipitarse hasta el plato de su propia comida utilizando su mentón como trampolín.  Era él el que llevaba el ritmo a su antojo, agarrando la cabeza de la muchacha con una mano mientras dirigía su palo con la otra.

  • Sígueme, hombre.

Acompañé nuevamente a Arturo a su cuarto. Recuerdo la conversación con él como un verdadero interrogatorio. No dejaba de intentar sonsacarme información acerca de mis intenciones para con  la mina. Enseguida fui consciente de ello así que derivé la conversación por otros derroteros pero él seguía erre que erre.  Como último recurso se me ocurrió inquirir más acerca de Mara:

  • Y ella… ¿es siempre tan pasiva?

  • ¿Pasiva?

  • Bueno, me dicen ustedes que ella disfruta pero no lo tengo yo tan claro…

  • ¿Pero a qué viene eso ahora? ¿Acaso no sentiste ayer noche el calor de su sexo? ¿Dirías que no gozó mientras la montabas?

  • Bueno… quizás sí.

  • Ven. Acompáñame.

  • ¿A dónde?

  • Al salón, quiero que veas algo.

Tras un breve paseo me volví a encontrar en el salón.

  • Siéntate ahí.

  • ¿En el sillón?

  • Sí. Es el sillón de Mara, ¿sabes por qué se llama así?

  • Supongo…

No me había percatado de que se trataba de una pregunta retórica así que Arturo continuó:

  • Es donde Mara pasaba las noches masturbándose antes de que nosotros nos ocupásemos de ella. Y me consta que aún lo hace, cuando no le damos todo lo que ella necesita.

  • No… no comprendo.

  • Se dice que a esa desdichada se le hizo de noche mientras copulaba con su propio padre sobre este sillón.

Me quedé helado ante tal revelación.

  • ¿Su... padre?

  • En efecto. Y no solo eso sino que para más inri también se cuenta que el hombre murió en el acto... nunca mejor dicho.  - continuó Arturo no sin cierta sorna -. No se sabe a ciencia cierta si fue antes el huevo o la gallina, es decir, si el hombre falleció y tal funesto acontecimiento hizo estragos en la mente de Mara o bien si ella se trastornó y en su ceguera cabalgó con tal ímpetu al padre que lo llevó a la tumba de un infarto. Lo cierto es que, de una forma u otra, el resultado es el mismo: doña Irene viuda y a cargo de una hermosa hija que vive por y para el sexo.

  • Sin duda son habladurías - apunté con cierto escepticismo.

  • ¿Habladurías? - me contestó con arrogancia - Puede ser. Espera y verás.

No negaré que tomé asiento con cierta mezcla de curiosidad y nerviosismo. Al acariciar el suave cuero se me vino a la mente lo ocurrido en él la jornada anterior: el vaivén de la chica, sus juegos con la lengua, el calor de su sexo…

Pasados unos instantes apareció mi cicerone con la muchacha de la mano. Estaba completamente desnuda y con restos de fluidos masculinos desparramados por toda su anatomía, aunque esto último lo corroboré más adelante ya que no me dio tiempo de advertirlo en un primer momento; en cuanto me vio su expresión ausente se transformó en felina y se abalanzó literalmente sobre mí.

De nuevo me volvió a pillar totalmente desprevenido, tal y como había sucedido la noche anterior.  No estaba preparado a que aquella hermosa doncella se arrodillase frente a mí y lanzase sus manos directamente hacia mi bragueta en busca de mi falo como si se tratase de Santo Cáliz. Intenté incorporarme inmediatamente pero me fue totalmente imposible dado el ímpetu que imprimía en sus movimientos.

-       No, Mara, no… - dije intentando zafarme.

-       Déjala hacer, hazme caso…

-       No…

Intentaba resistirme pero me fue del todo imposible, la indescriptible sensación del roce de su cara sobre el pantalón, sus sonidos guturales y su rapidez de manos a la hora de liberar mi herramienta resultaron demoledores para mi endeble resistencia.  En menos que canta un gallo me vi con los pantalones y la  ropa interior a la altura de los tobillos y con mi falo apuntando al techo de la estancia.  No duró mucho libre de atenciones, Mara se la jaló de un solo golpe hasta los mismísimos testículos regalándome una felación sublime, completa y sin tapujos, solo comparable con la que su progenitora me había obsequiado horas antes.  Mis perjuicios por aprovecharme de ella se esfumaron al ritmo de su cabeza, que subía y bajaba, con mi falo como eje, a la velocidad del rayo. Solamente pude suspirar profundamente, agarrarme con fuerza a los brazos del sillón de orejas y, por mucho que mi conciencia no lo aprobase, disfrutar.

-       Ya no te parece tan pasiva, ¿verdad? – dijo Arturo con su sorna habitual.

Evidentemente no pude contestar. Mi calentura no me lo permitía. Notaba como mi estoque crecía y crecía y ni aun así lograba alcanzar el final del pozo sin fondo que Mara tenía en su boca. Lo que más me maravillaba era el ansia con la que la chica se tragaba mi pedazo de carne, sin el menor recato ni nausea. En  un momento dado, cuando a ella se le antojó, dejó de succionar. Como una gata en celo trepó sobre mí y agarrando mi verga la dirigió a su sexo, llenándolo sin la menor delicadeza. Recuerdo que a punto estuve de eyacular en ese instante, pero hice un esfuerzo sobrehumano y me contuve. No quería que aquello terminase nunca.

  • ¡Dios! - grité al cielo.

Violado. Me sentí violado, literalmente. No encuentro una expresión que describa con mayor exactitud lo que Mara hizo conmigo sobre aquel asiento de cuero oscuro. Fue violenta, brusca y lujuriosa hasta unos extremos jamás sospechados. Mi corazón latía desbocado, lo sentía palpitar en mi pecho, y tengo que reconocer que se me pasó por la cabeza que tal vez la historia de Arturo fuese cierta, ya que el ritmo que imprimió en la monta, aun después de haber explosionado en su vientre, era vertiginoso.  Y no solo eso, tampoco con su boca se estuvo quieta; exploró con su lengua cada recoveco de la mía con tal ímpetu que me costaba encontrar un momento para respirar.

Aullé de placer y también de dolor cuando en un momento de aparente tregua clavó sus labios en mi cuello y procedió a succionar de él de forma igualmente desmedida. Me marcó como si de una res se tratase.

  • Mara, por favor, es suficiente... - dijo una voz femenina que inmediatamente identifiqué como  la de doña Irene.

  • Déjela hacer, señora. El gerente es un semental de primera...

  • No. Por favor ayúdeme a detenerla. No quisiera que ocurriese de nuevo algo irreparable...

  • Como guste...

Les costó Dios y ayuda desacoplar a la amazona. Gritaba y aullaba como una posesa. Sin duda el encuentro sexual le había sabido a poco.  Yo, por el contrario, estaba literalmente encastado en el asiento, intentando recobrar el aliento. No daba crédito a lo sucedido, jamás había sido montado de forma semejante.

  • Enseguida... enseguida estará la cena. - dijo doña Irene sin darle la menor importancia a lo ocurrido al tiempo que se llevaba a Mara lejos de mi vista.

Arturo no dejaba de reírse de mí.

  • ¿Qué opinas ahora? ¿Sigues pensando lo mismo? ¿Pasiva?

  • Esa... esa chica es... un demonio - contesté con dificultad.

  • Un demonio, un ángel... en cualquier caso una criatura extraordinaria la joven Mara. Es capaz de sacar lo mejor y lo peor de uno mismo.

Y tras decir esto me ofreció el cigarrillo de su boca  y se marchó. Yo, tan ofuscado estaba que me lo fumé totalmente, pese a que, por aquel entonces, todavía no había adquirido ese hábito. Al levantarme contemplé una enorme mancha en el asiento color ébano.

Compuse mis vestiduras como pude y apenas probé bocado de la cena que la señora de la casa me ofreció gentilmente. Mi cabeza no dejaba de dar vueltas con pensamientos encontrados. Me disculpé de forma cortés y de forma totalmente automática busqué la habitación de la que partían los ruidos que formaban la banda sonora de la posada, esperé mi turno, volteé a Mara boca abajo y tomé cumplida venganza sodomizándola con toda la virulencia con la que fui capaz.

  • Eso es - me jaleaba Arturo a escasos centímetros de mi oreja -. Dale más fuerte...

Y obedecí.


Las jornadas sucesivas fueron transcurriendo de forma similar, pero llevando cada vez mi lujuria un poquito más allá. Descubrí posturas y prácticas sexuales totalmente desconocidas  hasta entonces, aleccionado siempre por Arturo. Dobles e incluso triples penetraciones, eyaculaciones colectivas, dilataciones anales y todo un sin fin de aberraciones . Inclusive llegué a eyacular en su comida y bebida. Aquella práctica, que tan repulsiva me había parecido la primera vez que la contemplé, se me antojaba poco a poco de lo más morbosa  y calenturienta.

Cada vez adelantaba más mi retorno desde la explotación minera hasta el punto que la abandonaba poco después del mediodía para ir a encamarme con Mara.  Me aprovechaba de mi posición privilegiada con respecto al resto de los huéspedes ya que ellos solían volver a la posada más tarde y disfrutaba de los favores de la chica antes que nadie.  Comencé a obsesionarme de ella hasta tal punto que me empezaba a resultar incómodo que otros gozasen de su cuerpo.  Era el preludio de los celos que pronto me consumirían.

Saciaba mi afán de protagonismo los sábados, día en el que podía dedicarme en cuerpo y alma a mi gentil amante en exclusiva. Quería creer que yo era distinto de aquellos animales, así que uno de los escasos días en que la lluvia nos dio una tregua intenté sacarla de  paseo fuera de la finca pero me fue del todo imposible. En cuanto intenté atravesar la cancela del jardín ella se puso a jadear y gritar, llegando inclusive a revolcarse por el suelo como si de un animal salvaje se tratase.

  • ¡No... no haga eso! - gritó doña Irene acudiendo a socorrer a su hija -. No soporta que la saquen de aquí...

  • Lo... lo siento...

  • Piensa que van a volver a encerrarla - dijo la mujer abrazando a Mara con ternura -. Tranquila cielo, tranquila.

Ciertamente me quedé impactado con esa escena.

  • No sé qué sería de ella si la posada cerrase. Creo que moriría si nos obligaran a marcharnos. Tranquila, mi vida, eso no va a pasar, ¿verdad señor Fabio?. Usted mantendrá abierta la mina y así siempre habrá clientes que quieran pasar la noche en la Posada del Valle... - dijo la patrona con mirada suplicante.

  • Se lo juro. - dije completamente convencido.

  • ¿Lo ves, Mara? Mientras don Fabio esté aquí no tienes nada que temer.


  • Señor  Díez. ¿Se puede saber qué demonios está haciendo? Lleva ahí ya cinco meses y todavía no ha cumplido la encomienda.

  • Si me permite explicarle, señor Delavega...

  • No quiero oír más sandeces, lo que necesito es que esa mina cierre de una vez sus malditas puertas.  Ya debería estar clausurada hace tiempo, y usted lo sabe.

  • Pero señor...

  • Ni señor ni nada. Un mes, un mes tiene usted de tiempo cumplir con su obligación y ni un día más. Es lo que nos prometió al consejo de Administración, ¿recuerda?

  • Sí señor, pero...

  • ¡Pero nada!

  • Pero señor, la mina es viable...

  • ¿Viable? ¿Pero en qué mundo vive usted, señor Díez? ¡Viable! ¿Y a quién narices le importa eso?  ¡Menuda estupidez!

Y el señor Delavega, presidente del Consejo de Administración de la Compañía Española de Menas y Carbones colgó el teléfono darme tiempo a exponer mi punto de vista. Observé el montón de papeles que tan exhaustivamente había preparado intentando justificar mi teoría y los lancé al suelo furioso.

Pensé que no era justo. Realmente la mina estaba remontando el vuelo, racionalizando los turnos y logrando que  gran parte de los gastos superfluos fuesen desaparecido. Pero a aquellos prebostes de Madrid les tenía sin cuidado todo aquello. Eran viejos anquilosados con ideas fijas.

Respiré hondo, consciente de que mi universo se desmoronaba.

  • ¡Señor  Castro!

  • Dígame, don Fabio - dijo el hombrecillo entrando como una exhalación en mi despacho.

  • ¿Se sabe algo del Señor Montes?

  • Solo que sigue enfermo, señor.

  • No comprendo cómo puede estar tanto tiempo indispuesto, ni siquiera le conozco todavía.

  • Ya lo conocerá, señor.

Dadas las últimas noticias que provenían de Madrid dudaba de que aquel encuentro se produjese.

  • Bien. Sé de buena tinta que en la Posada hay dos habitaciones libres. Proceda como de costumbre, por favor.

  • Hablaré con doña Irene y las alquilaré, no se preocupe.

  • ¿Qué hora es?

  • Casi las doce del mediodía, señor.

Miré el reloj de mi bolsillo para corroborar la información. Estaba totalmente agotado y hundido y solamente había una persona en este mundo que podía consolarme en ese momento.

  • Me marcho.

  • Muy bien, don Fabio.

  • Hasta mañana.

Y abandoné la explotación minera. Al salir una vez más observé al ayudante del Subdirectordescolgando el auricular del teléfono, como cada vez que yo salía.

Al llegar a la posada observé aparcado en la puerta el automóvil del párroco. Sabía que visitaba el establecimiento por las mañanas y no para realizar la labor pastoral propia de su condición sino para dar rienda suelta a sus malsanas costumbres con Mara.

Recuerdo que aquello me entristeció enormemente, en aquel momento realmente necesitaba abrazar a mi amada, acurrucarme junta a ella y oler su delicado aroma sin que nadie se interpusiese en nuestro amor.  Lo que menos me apetecía entonces es practicar sexo y mucho menos contemplar como otros hombres fornicaban con mi amada, y eso que había reducido la presencia de otros machos al mínimo exponente ya que, utilizando los recursos de la empresa, poco a poco había ido deshaciéndome de la competencia. En la Posada del Valle por aquel entonces solamente pernoctaban tres inquilinos, el gigantón, el antes mencionado Arturo y yo. Pero pese a ello tenía el cartel de "completo" colgado en la puerta. Yo era un hombre de palabra.

Derrotado, pensé que, definitivamente, era el peor día de mi vida.  No había que ser un genio para darse cuenta de que Mara se encontraba en la habitación de Arturo. Solamente había que guiarse por la algarabía que de allí surgía.

  • ¡Muy bien, campeón!

  • ¡Dale fuerte! Eso es... buen chico...

Los pensamientos bullían en mi mente de forma inconexa y desordenada, estaba realmente bloqueado por todo lo acontecido en la mina, simplemente me dirigí hacia donde provenían los gritos con el único objetivo de volver a ver a la mujer que me había robado el corazón. No pude entrar en la habitación, ni siquiera contemplar lo que en ella sucedía. Me lo impidió la mole de carne y huesos de dos metros malcarada que salió a mi encuentro.

  • Esto no es para ti. Largo...

  • Pero...

  • Que te largues. ¿Estás sordo?

Ya iba a protestar cuando de la habitación salió el párroco, con una sonrisa de oreja a oreja.

  • Buenos días, don Fabio. Qué sorpresa al verle aquí tan pronto. Pronto será su turno, Solaz y yo ya hemos terminado...

Y pasó a mi lado seguido de un imponente can blanco al que dirigía con una sólida cadena de acero. El chucho meneaba el rabo, se le notaba feliz y satisfecho.

No había que ser un erudito para imaginar lo que, sin duda, había sucedido instantes antes. Aquello fue la gota que colmó el vaso, la liberación del  polvorín que era yo en aquel instante.  Mi frustración se tornó ira, una ira irracional y animal.  Sin pensar, me abalancé contra el clérigo cegado por la furia:

  • ¡Hijo de Satanás! ¿Qué le ha hecho a Mara?

Y alcé mi mano contra el siervo de Dios, pero esta no alcanzó el objetivo. El gigantón la paró en seco interponiéndose entre nosotros. No recuerdo muy bien lo que sucedió después, tan solo un intenso dolor en la ceja, una flojera de piernas tremenda... y nada más.


  • ¡Don Fabio! ¡Don Fabio! ¿Se encuentra bien?

Escuchaba la voz de doña Irene, allá en la lejanía.

  • Creo que ya vuelve en sí. - dijo una voz que identifiqué como la de Arturo.

Las sales de amonio me hicieron toser. Tenía un tremendo dolor de cabeza.

  • Parece que despierta.

  • Menudo susto.

Poco a poco comencé a abrir un ojo, el otro me fue imposible ya que lo tenía completamente hinchado.

  • Pero mi buen amigo. ¿Se puede saber en qué pensabas? Te dije que no te metieses con ese animal.  Le has dado la excusa perfecta para darte una buena...

  • Le he echado de la Posada. No volverá a molestarle, don Fabio...

  • Mu... muchas gracias, doña Irene.

  • No hay de qué...

  • ¿Podría dejarme a solas con don Arturo, por favor?

  • Por supuesto, pero no se levante todavía. Lleva usted un buen golpe.

Y dicho esto, la señora recogió el frasquito con las sales y se marchó de mi cuarto.

A punto estaba Arturo de seguir con la regañina cuando le comuniqué la noticia.

  • Van a cerrar la mina. No hay vuelta atrás... es definitivo. No hay nada que pueda hacerse ya...

A mi interlocutor le cambió el semblante, al menos eso me pareció dada mi escasa agudeza visual en aquel momento. Le conté todo: el verdadero motivo de mi presencia allí, mis denodados esfuerzos por revertir la situación, mi implicación en la mejora del rendimiento en la explotación, la inutilidad de los logros conseguidos con tanto esfuerzo y , cómo no, mi total e incondicional enamoramiento de aquel bendito ángel que atendía al nombre de Mara. Me sinceré ante él, abriéndole mi corazón, contándole mi situación, mis anhelos y mis frustraciones.

  • ¿Y no hay nada que puedas hacer, mi buen amigo?

  • Nada. Tan solo me queda una baza que jugar, una última bala.

  • ¿Que es...?

  • Ir a Madrid. Presentarme delante del Consejo de Administración y presentarles el último estado de cuentas,  el balance, mis previsiones de negocio. Convencerles de que no solo no tienen que cerrar la mina sino que tienen que invertir en ella, modernizarla para sacarle todo el partido.

  • Pues, ¿a qué esperas?

  • ¿Ahora?

  • ¿Por qué no? Me cuentas que lo tienes todo perfectamente estudiado y documentado, ¿no es así?

  • Sí.

  • Pues eso. A las nueve de la noche sale el tren para la capital. Puedes estar en las oficinas centrales mañana mismo a la hora de la apertura.

  • ¿Tú crees?

  • ¡Seguro, hombre! ¡No puede fallar! Además, ¿qué puedes perder?

Tras reflexionar sobre tan disparatada propuesta acerté a apuntar:

  • Lo pierdo todo. Si cierran la mina... lo pierdo todo.

  • Pues eso.  Tienes mucho a ganar.

  • ¡Sí! - dije totalmente convencido de mis posibilidades.

El Presidente del Consejo de Administración no me había escuchado, pero el consejo sí lo haría. Estaba realmente convencido de ello.

A partir de ese momento me olvidé de mi maltrecha anatomía, volví a la mina, recogí los papeles y regresé a la Posada. Ni siquiera almorcé, enfrascado como estaba en repasar los cálculos una y otra vez. Estaba convencido de que aquellos tecnócratas se entusiasmarían como yo al escuchar mis argumentos.  Estaba realmente eufórico.

A las cinco de la tarde llamaron a la puerta. Al abrirla contemplé a doña Irene y tras ella... Mara vestida con un camisón de gasa vaporoso y transparente.

  • Don Arturo me ha contado lo que sucede. Venimos a desearle toda la suerte del mundo. Nuestro futuro está en sus manos, don Fabio.

  • Gr.. gracias - balbuceé abrumado.

  • Mara quiere despedirse de usted.

Y tras girarse hacia su hija, la despojó de la única prenda que cubría su piel.  Resplandecía entre la mediocridad que le rodeaba. Estaba divina, pletórica y sensual. Doña Irene le cogió de la mano y me la entregó. No hizo falta decir más.

Le hice el amor. Aventuro asegurar que fue aquella la primera vez que, en lugar de copular como una bestia enfervorecida, la traté con el respeto debido a su condición de dama.  Consumamos el acto, ciertamente, pero lo hicimos, al menos por mi parte, como si de una pareja de recién casados se tratase. Nada de lujuria y desenfreno. Tan solo amor y cariño, besos y caricias. Me hubiese gustado pensar que el sentimiento fue mutuo pero Mara, fiel a su condición de ser ausente, no expresó emoción alguna.  Sin duda fue el mejor encuentro sexual de mi vida.

A la hora prevista tomé el tren de las nueve. Después de permanecer en él toda la noche llegué a Madrid de madrugada.  No la recordaba tan ruidosa y sucia. Sin duda la vida en el campo me habían afectado.

Me presenté en las oficinas centrales de la Compañía Española de Menas y Carbones en plena Gran Vía de Madrid confiado y seguro de mí mismo. Hasta ese momento mi plan se cumplía paso por paso. Y así siguió hasta que anunciaron mi presencia al consejo que, como todos los viernes, estaba reunido.

Entré decidido a comerme el mundo, a darle una lección magistral a aquellos anquilosados vejestorios. Comencé a exponer mi alegato cuando, en la segunda frase me vi interrumpido:

  • ¿Cuándo es el cierre? - dijo el más anciano de todos ellos.

  • ¿Cierre? No, señores, no. Cometerán un terrible error si lo hacen, es una explotación tremendamente rentable y con una potencialidad...

  • ¡Otro con el mismo cuento!

  • ¿Pero qué narices les pasa a todos los que pisan aquel lugar dejado de la mano de Dios?

  • Debe ser el aire de las montañas, que les nubla el cerebro.

  • Pero...

  • Muchacho, creo que hablo en nombre de todos cuando le digo que ya ha sobrepasado  con creces el límite nuestra  paciencia.  Teníamos inmejorables referencias y yo especialmente aposté por usted para este trabajo - aseveró el señor Delavega con voz grave -. Me ha decepcionado.

  • Pero...

  • No hay pero que valga. Desde ahora mismo queda usted destituido de su cargo y despedido ipso facto de la empresa. Suerte tendrá usted de que no le demandemos por su incompetencia...

  • Pero...

  • Retírese, por favor.

  • ¡No! - protesté desesperado.

  • ¡Ujieres, acompañen a este desgraciado a la calle! ¡Quítenlo de mi vista inmediatamente!

En menos que canta un gallo me vi fuera de la que había sido mi empresa durante algo más de un año.  Sin indemnización ni subsidio ni nada por el estilo, en la época que sucedió esto todas aquellos conceptos ni siquiera existían, pero eso me traía sin cuidado. Mi principal pensamiento se centraba en las moradoras de la Posada del Valle y el negro futuro que sobre ellas se cernía. Lloré amargamente mientras los documentos repletos de números inútiles revoloteaban a mi alrededor ante la total indiferencia de los viandantes.  Les había fallado.

Anduve por las calles de la capital durante horas llegando a la conclusión de que debía volver al valle. La ciudad no era para mí, no había nada en ella que realmente me interesase. Tomé un tren para recorrer el camino inverso pero esta vez la euforia y seguridad se habían transformado en desesperación y tristeza. Esta vez en la estación no me esperaba nadie. Era sábado y ni siquiera podía llamar a la mina para pedir que alguien viniera a recogerme. Es más, conociendo el funcionamiento de la empresa, dudo mucho de que alguien hubiese osado en echarme una mano.

Decidí ir andando, necesitaba que el aire de la montaña me limpiasen los pulmones, ennegrecidos por la contaminación de Madrid. Así, a mitad de mañana estuve de nuevo frente a la posada. No daba crédito a lo que allí sucedía. Decenas de personas entraban y salían de la casa trasegando muebles y diversos enseres.

  • ¡Venga, muchachos, vengaaa. No tenemos mucho tiempo...!

Gritaba un bigotudo que hacía las veces de capataz, organizando aquel caos.

Del interior de la casa sacaron el sillón de cuero y, sin el menor cuidado, lo lanzaron dentro de un enorme camión de mudanzas. Se unió a otros idénticos que en su interior  se encontraban, la mayoría trufados de innumerables manchas.

  • Pero... ¿qué demonios está pasando aquí? - grité en voz alta.

  • Tú - me dijo el encargado -. Venga, muévete. Hay que sacarlo todo y  colocar los otros decorados. El lunes llega el nuevo gerente y tiene que estar todo dispuesto. Mañana hay ensayo general...

No entendí nada de lo que aquel hombre me estaba diciendo. ¿Decorados? ¿Nuevo Gerente? ¿Ensayo general?

No entendía nada.  Totalmente anonadado me dispuse a entrar en la Posada justo en el instante en el que una jovencita  rubia de generoso busto salía por la puerta. Me regaló una pícara sonrisa diciéndome:

  • Tú debes ser uno de los del reparto, no pareces uno de la mudanza. ¿No es cierto? Encantada de conocerte. Eres muy apuesto. ¡Uff, qué nerviosa estoy! Espero que se nos dé tan bien como a los de la anterior compañía. Engatusaron a un tipo durante casi seis meses. Hasta dicen por ahí que  el muy bobo se enamoró de la chica y todo. Menudo cretino.

  • No... no comprendo. ¿Qui... quién eres tú?

  • ¿Yo? Pues Mara, ¿quién voy a ser?

  • No es posible. ¡Tú no eres Mara! - grité furioso y desorientado.

  • Qué sí, hombre, sí. Yo soy la nueva Mara  - continuó jugueteando con su cabello -. ¿Y tú qué papel tienes? ¿El cura? ¿Un inquilino? Dime... no seas tímido, pronto nos conoceremos muy pero que muy bien. Me muero de ganas...

  • ¡Tú no eres Mara...!

  • ¡Que sí, llevo meses ensayando!  Mira...

Y de manera inmediata su semblante cambió. Aterrado contemplé la mutación de la  pizpireta muchacha en un ser inerte, falto de alma, boca entreabierta, ... exactamente igual que mi Mara. No daba crédito a lo que mis ojos me mostraban.

  • ¿Qué te ha parecido? Muy logrado, ¿verdad? - dijo después con la energía que le daba su lozanía -. ¡Oye...! ¿Me escuchas?

Sentí una congoja tremenda. No podía creer lo que la chica me estaba diciendo. Embriagado por el desconcierto entré en la posada y busqué  como un loco en todas y cada una de las habitaciones sin hallar lo que más deseaba. En la cocina encontré a una señora que leía una especie de libreto. Físicamente no se parecía en nada a la patrona de la casa aunque su vestimenta era similar.

  • ¿Doña... Irene? - dije a media voz.

  • ¿Sí? - contestó mecánicamente aquella señora.

Mi mundo, o lo poco que de él quedaba se derrumbó ante mí. Yo, que me creía tan listo y tan propenso a mirar por encima del hombro al resto del mundo había sido víctima de un descarnado y cruel engaño. Me sentí, y todavía me siento,  el hombre más estúpido del universo.

De repente una fuerza descomunal me alzó como si de un saco de paja se tratase, descubriendo al único rostro conocido de aquel maremágnum de gente que entraba y salía.

  • ¡Tú! ¿Qué haces aquí? - dijo el gigantón amenazando golpearme en mi único ojo sano.

  • ¡Suéltale! - intervino otra voz familiar.

  • ¡Arturo! Por fin. ¿Puedes decirme qué demonios está sucediendo aquí?

  • Tranquilo muchacho, tranquilo. Suéltale, por favor.

  • Lo que usted diga... señor Montes.

  • ¿Señor Montes? ¿Tú?

  • En efecto. Permíteme presentarme como es debido, Arturo Montes, subdirector de la Mina Santa Elena del Valle...

  • Pero...

  • Vamos a mi cuarto y allí te lo explicaré todo.

  • ¡No!  - respondí furioso - ¿Y Mara? ¿Qué has hecho con ella?

-Vayamos a mi cuarto, aquí hay mucho ruido y mucha gente...

El montón de músculos me apretó el hombro con tal fuerza que no pude resistirme. Instantes después me encontré de nuevo en la habitación de aquel siniestro personaje.

  • Fabio, mi querido Fabio. Creo que eres un chico lo suficientemente listo como para ser consciente de lo sucedido...

  • ¡Me habéis engañado...!

  • Por supuesto.  Sin lugar a dudas, has mordido el anzuelo como un pardillo, pero consuélate sabiendo que no has sido ni el primero... ni el último, espero.

  • ¿Pero por qué?

  • No te lo tomes como algo personal. Ha sido por el bien común.  Hace unos años que sabemos de buena tinta que la otrora respetable Compañía Española de Menas y Carbones no es más que un  nido de víboras de la peor calaña. Los integrantes del consejo de administración hace tiempo que han dejado de ser personas conocedoras del negocio, son meros especuladores a los que no les importa el futuro de las personas que, durante años, nos hemos estado dejando la vida en las entrañas de la tierra para hacerles ricos. Solo les importa el dinero, su sucio dinero. Por mucho que tus cuentas digan lo contrario les es mucho más rentable cerrar las minas en España y traer el carbón de África o Sudamérica. Allí los sueldos son irrisorios, las medidas de seguridad irrisorias y las indemnizaciones por las muertes, que las hay y muchas, inexistentes. Es imposible que nosotros podamos competir con eso. Ellos no ven las familias que se quedan sin recursos, las casas vacías, los pueblos desiertos... ellos solo ven su jodida y pútrida cuenta de resultados.

Y sirviendo una copa de su etílico licor continuó:

  • Sabes que tengo razón. ¿Acaso no venías tú con la orden expresa de cerrar la mina?

Agaché la cabeza abrumado. Ya no había rastro de mi arrogancia por ningún sitio.

  • ¿Cuánto tiempo te dieron cuando llegaste aquí? ¿Dos, tres meses?

  • Uno...

  • ¿Lo ves? ¡Uno...!

  • Pero no lo entiendo, ¿por qué tanta parafernalia? ¿por qué simplemente no me lo explicaste?

  • ¿Explicar? ¡Para qué! ¿Te enumero la cantidad de minas que han cerrado hasta ahora? ¿Qué crees, que los trabajadores de esos pozos no intentaron hacer entender a esos muchachitos arrogantes que les enviaban  desde Madrid las bondades de seguir adelante con el negocio? ¿Y dónde están ahora esa gente? ¡Trabajando día y noche para poder comer y pudriéndose en esas ciudades dormitorio del extrarradio de la capital! ¿Y cómo están esos valles? ¡Muertos, joder, muertos!.

Su voz denotaba una gran furia y tenía los ojos inyectados en sangre cuando prosiguió:

  • Ahora no lo ves, no quieres verlo. Solo gimoteas lamiéndote las heridas como un perro pero tú no eres más que uno de esos malnacidos sin escrúpulos que vienen a arrebatárnoslo todo. Sé sincero por una vez en tu vida, ¿me habrías hecho el menor caso sí, el día que llegaste tan pinturero y altivo, hubiera entrado en tu despacho a suplicarte que no cerrases la mina? ¿eh? ¡Contesta, malnacido!

El rostro de Arturo estaba totalmente descompuesto. Me miraba con un odio que jamás había visto jamás. No pude aguantarle la mirada, pero tampoco contestarle. No hizo falta.

  • ¡Lo ves! ¡No me vengas ahora con lloriqueos ni cuentos! ¡Has tenido lo que te mereces, ni más ni menos! ¡Valiente hijo de la gran puta...!

Y tras apurar la copa continuó con una tétrica sonrisa:

  • Nada excepto lo que hayas visto por tus propios ojos o sentido en tus carnes a ocurrido en verdad. Tú, tan inteligente  y superior, has sido engañado por unos pueblerinos catetos. ¿Qué te parece?

Cuando pude asimilar sus palabras le dije:

  • Entonces... ¿nada  de lo que me contaste sobre Mara era cierto?

  • Nada en absoluto.

  • Ni la historia de su padre...

  • Nada...

  • Ni lo del atizador en su vientre...

  • ¡Por Dios!, ¿de verdad lo creíste?

  • Ni lo del perro...

Arturo sonrió.

  • A punto estuviste de echarlo todo a perder. Ella ni siquiera estaba aquí esa mañana. Tuvimos que improvisar algo para que no entrases en su habitación ...  y funcionó. Brindo por eso...

Furioso, me levanté con la seria intención de agredirle pero evitó con facilidad el golpe.  Por el contrario, me inmovilizó contra la pared al tiempo que me decía al oído:

  • La Mara que tú conociste no existe. Olvídate de ella, muchacho. Olvídate de ella, de doña Irene y de esta dichosa posada. Olvídate de la mina, del valle, de mí y de cuanto ha sucedido estos meses.

Y me lanzón contra el suelo.

  • ¡Bebe!

Dijo alcanzándome la copa que blandía en su mano.

  • ¡Bebe y olvídalo todo!

No sé por qué pero lo hice. Noté un ligero dulzor algo distinto a las otras veces en las que había probado aquel brebaje. En pocos segundos supe que algo no iba del todo bien, me sentía pesado y escuchaba la voz de Arturo cada vez más lejos:

  • Olvídalo todo. No vuelvas jamás por aquí.  Si lo haces te aseguro que descubrirás lo profundo y oscuro que puede ser el pozo número uno...

El sol de la mañana y el traqueteo del vagón me despertaron de improviso. El tren estaba a punto de llegar a su destino.