La Posada de Isabel - y IX

Antes de devolverme al aparcamiento donde empezó mi aventura, mi Ama hace que Remedios me marque al fuego en la ingle, con su inicial; y luego anilla mis pezones, y mi pene.

IX

Poco a poco fueron marchándose todas, e incluso alguna se despidió de mí; como la más sádica, que tuvo el detalle de, antes de hacerlo, acercarse un momento a retorcerme un pezón. Y, al final, nos quedamos solos Isabel y yo, lo que mi Ama aprovechó, después de apagar las cámaras, para quitarme por fin la capucha y la mordaza; mirando sorprendida, una vez que hubo quitado esta última, las profundas marcas que mis dientes habían dejado en el consolador de caucho de su interior. Sin embargo no me descolgó aún, pero fue a por un bote de la crema que yo tantas veces había agradecido y comenzó a untármela por todo el cuerpo; poniendo cuidado de rellenar con ella los surcos que el látigo había creado, e incluso algunos que yo ya tenía de antes. Cuando acabó volvió a sentarse en su sillón, y dijo “Con esto se ha acabado tu fin de semana, perro. Sin embargo, puedo ofrecerte aún otra cosa, pero como ya te dije al principio solo si tú la quieres: marcarte con mi inicial. Piénsalo un poco, te doy el tiempo que necesites. Eso sí: te va a doler, y mucho” .

Quizás fui imprudente, pero en mi estado de agotamiento me era imposible pensar con claridad, y además a esas alturas me parecía imposible decirle que no a mi Ama. Así que, haciendo un gran esfuerzo por lo seca que estaba mi boca, logré decir solamente “Haré lo que me ordene, Ama” . Isabel me sonrió, y de inmediato se marchó hacia dentro; será, pensé, para preparar mi marcado. Pero pasó más de media hora y no volvía, lo que cada vez estaba castigando más mis muñecas; y, cuando por fin apareció en la terraza, venía acompañada de Remedios, quien me miró con la expresión más malvada que yo jamás le había visto. Hasta el punto de que, pese al dolor que sentía en todo mi cuerpo, un escalofrío me recorrió la espalda. Mi Ama, con una expresión también malvada, me dijo “He ido a por Remedios porque en esta casa ella es siempre quien marca a los animales, y tiene mucha más traza que yo” ; para a continuación soltar de golpe la cadena de la polea que me mantenía colgado, y dejarme así caer al suelo, como un saco.

Allí me quedé, sin fuerzas para moverme, hasta que Isabel separó la polea; y, aún esposado, entre las dos me ayudaron a ir hasta la habitación del sillón ginecológico, donde me quitaron las esposas, y me colocaron en la obscena postura que cada vez me era más familiar. Pese a mi estado, pude ver que a poca distancia de la silla habían colocado el mismo infiernillo de gas que se usó con la cera, aún apagado; y noté como las dos, cada una por su lado, me sujetaban al sillón con infinidad de correas de cuero, hasta dejarme incapaz de mover un solo músculo de cuello para abajo. Mientras Remedios encendía el gas, Isabel acercó a mi cara el hierro con el que iban a marcarme. La marca era de un diseño muy simple, una letra “I” mayúscula con sus dos barras horizontales, arriba y abajo, y no mediría mucho más de tres centímetros de altura, la mitad cada barra. Mi Ama, mientras me lo mostraba, me comentó “He marcado en muchos sitios, pero mi preferido es el rincón de la ingle que queda justo al lado de tus huevos, junto al que más cuelgue. Una vez puesta, la marca queda tapada por él, y por el pelo cuando vuelve a crecer; pero el esclavo sabe siempre que está ahí, y cualquiera que la busque la encontrará sin mucho esfuerzo. Ahora relájate, y procura no moverte. Sé que es difícil, pero cuanto más quieto te estés, mejor quedará la marca” .

Dicho esto, puso entre mis dientes un pedazo de caucho, y entregó el hierro a Remedios, quien lo puso directamente sobre la viva llama del infiernillo y procedió a sentarse en el taburete, justo frente a mis genitales; y, después de contemplarlos con mucha atención durante unos momentos, dijo “El izquierdo” girándose hacia Isabel. Esta confirmó la elección con un gesto de cabeza y Remedios, tras oírla, apartó mis genitales con su mano izquierda y, con la otra, comenzó a embadurnar la zona elegida para la marca con lo que parecía una crema de afeitar. Luego, le pidió a Isabel que fuese ella quien mantuviese apartado mi escroto, lo que mi Ama hizo; y, ya con las dos manos libres, pasó con cuidado una hoja de afeitar, secó bien la superficie de la piel una vez rasurada, y aplicó sobre ella algo que, por el olor, contenía bastante alcohol. Hecho lo cual se giró hacia el infiernillo, comprobó que la marca ya estaba al rojo vivo y, sin más trámite, la cogió por el mango de madera y la aplicó en mi ingle izquierda, a dos centímetros escasos de la raíz del escroto; dejando que el hierro candente penetrara la piel durante al menos cinco segundos, para después retirarlo con cuidado.

Nadie ignora el dolor brutal que produce una quemadura, pues todos nos hemos quemado alguna vez por accidente. Por ejemplo al tocar alguna parte candente de una máquina, o al sacar con las manos desnudas una fuente del horno; pero, con ser muy dolorosos, son contactos instantáneos, pues a nadie se le ocurre acercar una fuente recién sacada del horno a su ingle, y apoyarla allí durante cinco segundos. A partir de medio segundo, incluso quizás menos, el dolor se hace tan insoportable que la víctima haría cualquier cosa por escapar al contacto con la fuente de su sufrimiento; y si la quemadura se hace más profunda el dolor excede todo lo imaginable, pues no es ya que los nervios se contraigan. Es que, literalmente, se queman también, pues su terminación no está tan lejana de la epidermis. Pero en aquel instante, claro, yo no podía hacerme todas estas reflexiones, pues solo luchaba -sin ningún éxito, por supuesto- por librarme de aquel monstruo que me estaba taladrando la ingle; y lo hacía de la única manera que mi situación me permitía: tensar todos mis nervios, y tratar de romper mis ataduras al precio que fuera, incluso si tenía que romperme algo en el empeño.

Al tiempo, claro, que no podía evitar emitir unos aullidos de dolor casi más animales que humanos; mientras transcurrían, muy lentamente, los cinco segundos más largos de mi vida. Cuando Remedios retiró por fin el hierro, todo mi cuerpo estaba cubierto de sudor, y yo no podía articular ningún sonido mínimamente humano; así que me quedé jadeando, desnudo y espatarrado en el sillón, recuperando el aliento mientras ellas comentaban el aspecto final de la marca. Cuando acabaron, un buen rato después, yo ya era capaz de al menos entender lo que se me decía; y por eso pude oír como Remedios, con toda la maldad de la que era capaz y después de quitarme de la boca el trozo de caucho, me decía antes de salir de la habitación “Ya puedes darle las gracias a la señora; yo te quería marcar en la polla”. Lo que dijo mientras me sujetaba el pene con una mano, descapullándolo, y con un dedo de la otra señalaba mi glande, cruzado por las estrías violáceas de los azotes del día anterior: “Ves, tiene el tamaño justo para marcar ahí la inicial de la señora. Y te aseguro que el dolor es algo bestial; el único cerdo al que he marcado en el capullo se me desmayó, no fue capaz de soportarlo con entereza. Los hombres sois unos mierdas, la verdad; pariendo gemelos me gustaría veros…” .

Isabel me dejó descansar un rato, mirándome con expresión desdeñosa; luego salió, regresó al poco con lo que parecía un pequeño botiquín, y se puso a desinfectar la herida; colocando, al acabar, luego un apósito sobre ella de no más de cinco por cinco centímetros. Mientras lo hacía, trabajando de un modo rutinario, se mantuvo en total silencio; pero, cuando consideró que la zona ya estaba desinfectada, y una vez colocado el vendaje, me dijo “Verte así, bien espatarrado, me está dando una idea. Pero tu fin de semana ya ha terminado; así que, en principio, no mereces que te dedique más tiempo, perro” . Yo, todavía con la mente nublada por el terrible dolor de la quemadura, solo dije en un susurro “Por favor, Ama, hágame lo que sea en lo que haya pensado… ¡Se lo suplico, hágamelo!” ; ella, sonriendo de un modo cruel, me dijo que no me arrepentiría, y luego se limitó a gritar “¡Remedios!” dos o tres veces, hasta que la maldita mujer regresó.

Mientras frotaba con alcohol mi pezón izquierdo, y sus alrededores, le dijo “Vamos a anillar a este cerdo. Traiga dos para los pezones, un poco más anchas de las habituales, ya ve que los tiene grandes” . La mujer asintió y se dio la vuelta, para marchar a buscar lo necesario; pero mi Ama, antes de que saliera y mirándome a los ojos, continuó hablando “Para el glande tráigame también un tamaño de más; no es que tenga un pene excesivo, la verdad, pero quiero que se acuerde de mí cada vez que mee” . Supongo que las dos vieron mi cara de horror, pero la única que se rio a carcajadas, con una risa que más parecía una tos que otra cosa, fue Remedios; mientras se iba, pude oír como decía “Esa polla necesita que le hagan más daño, eso seguro…” . Mi Ama, una vez hubo desinfectado ambos pezones, me descapulló y comenzó a pasar el algodón por mi glande, por todas partes. Una vez limpio, me hizo señas para que adelantase la cabeza, y señalándome con las uñas sus dos lados me dijo “Te voy a poner un Ampallang, pero americano: justo cruzando el centro del glande, por encima de la uretra” ; yo no entendía nada, solo estaba asustado y muy dolorido, por lo que me limité a decirle “Soy suyo, Ama” .

Enseguida llegó Remedios, con una bandeja en la que llevaba todo lo que necesitaba; se sentó en el taburete frente a mi sexo, relevando en él a mi Ama, y mientras ésta desinfectaba las anillas -me parecieron enormes, pero sobre todo el hierro que iba a atravesar mi pene- la mujer cogió una de las agujas y la sacó de su funda estéril. Sin más preámbulo, sujetó mi pezón izquierdo con unas pinzas de punta triangular hueca, usando su otra mano; luego colocó la punta de la aguja -era hueca, y de tres o cuatro milímetros de diámetro- en un lateral de mi pezón, empujó, y lo atravesó limpiamente. El dolor fue intenso, pero de poca duración; y un minuto después se repitió en el pezón derecho; una vez ambas agujas colocadas, atravesando mis dos pezones, Remedios las sustituyó, una tras otra, por las anillas. Lo que hizo por el método de meter un extremo de cada una en el hueco de la aguja correspondiente, y luego ir retirando, poco a poco, el aguijón; mientras introducía en su lugar una mitad de la anilla, hasta que la punta de esta apareció en el otro lado del pezón. Tras lo que cerró las dos, con un sonoro “clic” metálico; yo, por más que miré, no alcancé a ver el modo de volver a abrirlas, pues no tenían mecanismo visible alguno.

En eso estaba cuando mi Ama acercó a mi boca el trozo de caucho; yo la abrí, mordiendo lo que me ofrecía, y ella comentó en tono casual “Es para que no hagas tanto ruido; ahora Remedios te va a hacer daño, aunque no tanto como con la marca. Procura no moverte, porque si se desvía puede perforarte la uretra” . La mujer, mientras tanto, ya había aprisionado mi glande con las pinzas de punta triangular, y lo apretaba con fuerza; me hacía muchísimo daño, pues estrujaba las heridas de los azotes, pero ni la centésima parte del que sentí cuando, tras poner la punta de la aguja en el lado izquierdo de mi glande aprisionado, comenzó a atravesarlo. A diferencia de lo que había hecho en mis pezones, avanzaba despacio; yo notaba perfectamente el progreso de aquella enorme aguja -si no hacía medio centímetro de diámetro, poco le faltaría- a través de mi pene, y tenía todo el cuerpo en tensión: sudaba casi tanto como al ser marcado, mientras mordía aquel trozo de goma con todas mis fuerzas. Y gemía de dolor: cuando, por fin, la aguja apareció en el lado derecho de mi glande, di un suspiro de alivio: esta vez no la sustituyó por una anilla, sino por una barra que tenía una pequeña bola en su extremo, el doble de ancha. Una vez terminó de colocar la barra atravesando mi glande, sujetó otra bola igual en su extremo contrario; y luego la apretó con unos pequeños alicates, hasta que no pudo hacer más fuerza.

Antes de irse, Remedios comentó a mi Ama “Lástima que no tengamos aquí equipo de soldar; puesto así, este cerdo podría quitarse el hierro cuando le diese la gana. Si quiere, voy donde Braulio y se lo pido; el suyo es un poco grande para esto, industrial, pero qué más da; lo peor que puede pasar es que quememos otro poco al cerdo, esta vez en la polla” . Mi Ama rio, y le dijo que no hacía falta, pues estaba segura de que yo llevaría marcas y hierros con orgullo; dicho lo cual se marchó, y regresó a la habitación poco después, llevando mis cadenas. Las cuales tiró al suelo junto a la silla, para acto seguido quitarme el caucho de la boca y soltar las correas que me sujetaban; luego, mirando a las cadenas, me ordenó secamente “Póntelas, y ven” .

Cuando logré ponerme en pie, venciendo el dolor de la marca y el anillado, así como el escozor de mis recientes latigazos -que parecía volver a despertar con rabia- me esforcé por mover la pierna izquierda, que estaba algo agarrotada, y me di cuenta de que no iba a ser capaz de agacharme a por las cadenas; pero ni aun así quiso mi Ama ayudarme, pues solo me dijo “Déjate caer al suelo, te será más fácil ponértelas” . Le hice caso, pero bajando con cuidado mi torturado trasero, sujetándome al sillón con una mano; y, al hacerlo, ví la profunda marca que las esposas habían dejado en mi muñeca. Una vez sentado me coloqué todas las cadenas, y tras asegurarlas me incorporé sujetándome otra vez al sillón; todo ello mientras escuchaba los bufidos de impaciencia de Isabel.

Quien, de inmediato, echó a andar hacia la casa, la cruzó y salió a la entrada, donde seguía aparcado el todoterreno que me había traído hasta allí. Yo la seguía trabajosamente, y para cuando alcancé el vehículo ella ya había abierto el maletero y la jaula, y me indicaba que entrara en ésta; lo que logré hacer, cerrando mi Ama de inmediato ambas puertas para, tras ponerse al volante -lo sé porque olí su perfume dentro del habitáculo- arrancar sin más dilación. Al cabo de quince o veinte minutos el todoterreno se detuvo, e Isabel bajó y abrió el maletero y la jaula, indicándome que saliese. La obedecí, y al instante comprendí que estábamos en el mismo aparcamiento donde el viernes anterior había empezado mi odisea; aunque, esta vez, estaba a punto de anochecer. Alargándome la llave de las cadenas, me hizo gesto de que me las quitase; algo que, me di cuenta, hice sin preocuparme en absoluto de si algún extraño podía verme. Al acabar, las deposité en la jaula, que aún estaba abierta; Isabel la cerró, así como la tapa del maletero, mientras me decía “Perro, ahora ya sabes dónde estoy. Pero la próxima vez seré mucho más severa contigo” . Luego subió a su vehículo y se marchó, dejándome desnudo en medio del aparcamiento; aunque mientras la veía alejarse observé como, a unos cien metros de allí, abría la ventanilla del conductor y tiraba al suelo una bolsa de plástico, de esas de supermercado.