La Posada de Isabel - VIII
Mi último día en la Posada comienza con una terrible sesión de latigazos: me azotan mi Ama, su amiga, y una docena de mujeres más.
VIII
Isabel estaba radiante, con un vestido vaporoso de tirantes que dejaba ver su escote, así como sus hermosas piernas hasta medio muslo; y se había puesto otra vez las sandalias que ya le conocía, con un bonito sombrero de alas para el sol. Recuerdo que al verla, además de pensar en lo hermosa que me parecía, me di cuenta de que mi trabajo estaba casi terminado, pues en el centro de la cantera no quedaba ninguna piedra mayor que un guijarro. Pero mi alegría se vio interrumpida otra vez por el dichoso aparato, que eligió aquel preciso momento para soltarme dos descargas casi seguidas; de intensidad muy elevada y de bastante duración, que me volvieron a dejar encogido en el suelo, aullando de dolor mientras me sujetaba el vientre. Mi Ama se acercó a donde yo me retorcía, me miró con sequedad y se limitó a decirme “Vamos” . Yo me levanté como pude, miré la pantalla del aparato -marcaba 9-7 otra vez- y la seguí tambaleante, sin acordarme ya de mi público; a quienes, por cierto, Isabel saludó con un gesto de su mano al partir. Mientras caminaba hacia la casa, solo podía pensar en que ya faltaba menos, que pronto mi Ama me iba a quitar aquel instrumento de tortura de mi interior; pero el camino eran otros treinta minutos, y era absurdo esperar que el aparato se estuviera quieto tanto tiempo.
No lo hizo, claro, y amenizó mi marcha con otras tres descargas más; aunque la mayor fue un 5-2, la única que logró volver a tirarme al suelo. Pero, entre esto y las nuevas heridas en mis pies, al llegar frente a la puerta del patio yo estaba extenuado. Cuando entramos, mi Ama me dijo que la siguiera, y fuimos en dirección a las caballerizas; pero, justo al llegar a la puerta, la máquina decidió hacerme sentir toda su fuerza. Noté de pronto un calambre tremendo, que iba desde mi perineo hasta el estómago, acompañado de una sensación como si alguien tirase de mis intestinos para arrancarlos mientras, con un martillo, aporreaba mi bajo vientre; y no solo caí de inmediato al suelo entre alaridos de dolor, sino que empecé a tener convulsiones en brazos y piernas, sacudiéndome como una hoja al viento. Aquel dolor duró, para mí, muchísimo, y cuando empecé a recuperar las fuerzas pude ver como tanto la puerta de las caballerizas, como la que daba a la habitación donde estaba el sillón ginecológico, estaban abiertas; y, desde esta última, oí la voz imperiosa de Isabel que decía “Ven aquí, quítate las cadenas y siéntate en la silla” .
Cuando logré soltarme, usando la llave que me dio, empezó a manipular sin prisa la jaula de mi pene, y luego fue a buscar la llave a un cajón; lo que me estaba poniendo histérico, pues temía que el aparato cobraría otra vez vida en cualquier momento. Pero por suerte no fue así: Isabel abrió la jaula, y antes de extraerla sacó el electrodo que yo llevaba metido hasta el fondo de mi vientre; para, poco después, quitar también el de mi recto, así como la sonda de la uretra. Y, tras ella, la jaula y su soporte. Yo estaba tan feliz de haberme librado de la máquina que ya no sentía la vergüenza que, el día anterior, me había causado estar en aquella postura; me quedé así, espatarrado pero tranquilo, mientras ella revisaba el aparato. Al acabar, me dijo “Mala suerte, ninguna descarga ha pasado del diez. Otra vez será. Ahora podrás comer, y luego descansar un poco. Que esta tarde, la última, te espera lo peor” . Y, con un gesto, me hizo levantar, ponerme otra vez mis cadenas, y seguirla hasta la cocina; donde calenté un guiso que había encima del fuego y, con él servido en mi cuenco, volví al box. Isabel comprobó que la cadena que me ataba a la pared estuviera bien sujeta y, tras cerrar la puerta, se marchó. Y yo, a lo mejor incluso antes de perderla de vista, me quedé profundamente dormido.
Me despertaron unos fuertes ruidos que provenían del patio, y enseguida me di cuenta de que no había probado el guiso, que ya estaba frio. Pero como tenía hambre me lo comí igual, apreciando una vez más lo buena cocinera que era mi Ama. Al acabar bebí agua -alguien había llenado otra vez el garrafón- y, después de orinar, hice un chequeo completo de mi estado. Obviamente sin poder revisar mi interior, tan castigado por la electricidad; pero el vientre cada vez me dolía menos, y había orinado sin ningún problema, así que supuse que todo estaba en orden. El orificio de mi uretra tampoco parecía roto, o lesionado de algún otro modo; y yo, la verdad, lo veía de un tamaño normal, aunque no tenía modo de comprobar como respondía, ahora, a la dilatación. Mi miembro, sobre todo el glande, tenía un aspecto peor, amoratado y doloroso al tacto; pero tampoco se veía ningún corte profundo, ni existía infección. Y lo mismo cabía decir de las numerosísimas marcas que todo mi cuerpo presentaba, al menos donde yo las podía ver; aparatosas si, por lo amoratadas y por el surco que los azotes habían trazado en la piel -las de mi trasero, aunque no visibles, se notaban al tacto con mucho relieve, y aun dolían- pero sin rastro de sangre ya, y menos de infección. Decididamente, el ungüento de Isabel era estupendo para eso.
Por último, acerqué la mano izquierda al pezón opuesto, y solo de rozarlo pegué un respingo; estaba claro que, una vez que volviera a ir vestido, tendría que usar camisas muy ligeras, casi vaporosas, durante un tiempo. Y que, ahora me daba cuenta, no podría volver a casa en este estado; tanto me había dejado llevar por mi excitación, al sentirme un esclavo, que la vuelta a la normalidad iba a ser casi más dura que la esclavitud. Estaba pensando en eso, así como en que, desde que llegué a casa de Isabel, no había tenido ocasión alguna de mirarme en un espejo, cuando mi Ama abrió la puerta del box, soltó mi cadena y me dijo solo “Ven” . Yo la seguí, pensando que íbamos a hacer el habitual proceso de limpieza a presión, pero en vez de eso me llevó de vuelta al patio; donde pude ver que, mientras yo dormía, había estado haciendo obras. Aprovechando una sólida barra de hierro anclada en el tejado de las caballerizas -a unos tres o cuatro metros de altura. y por la parte que daba al patio- que avanzaba hacia el centro de éste un buen trecho, había instalado en su extremo una polea, de la que colgaba una cadena parecida a las que yo llevaba.
Hasta allí me llevó, me entregó la llave, y me dijo que me quitara mis cadenas; y, mientras yo lo hacía, se acercó a la mesa de la terraza, donde tenía unas esposas de policía, de esas de doble cierre. Una vez que acabé, me indicó que extendiera las dos manos, me puso las esposas -con cuidado de cerrarlas con doble seguridad, para que no se me pudieran apretar de más accidentalmente- y las unió a la cadena de la polea con un mosquetón; para, a continuación, tirar del otro extremo de la cadena, hasta que yo quedé con mis brazos completamente estirados hacia el cielo, y con sólo las puntas de mis pies en contacto con el suelo del patio. Hecho lo cual me miró con gesto serio, agarró mi pezón izquierdo, que retorció con saña obteniendo de mí un grito de dolor, y se fue hacia el interior de la casa. Así permanecí casi una hora, lo que hizo que cada vez me dolieran más las muñecas; pues el peso de mi cuerpo recaía en ellas en mayor proporción a mis pies, que casi no tenían apoyo. De pronto, se abrió la puerta que daba a la terraza y por allí aparecieron Isabel, su amiga y, me pareció, todas las demás mujeres que habían estado mirándome en la cantera. Charlaban de un modo muy animado, y era como si no me vieran; pues ninguna dijo nada sobre mí, y menos aún se sorprendió de verme allí, colgado y desnudo.
Isabel fue a la cocina, y volvió con cervezas y refrescos para todas; y una vez los repartió, las mujeres se fueron sentando por todos lados: en los sillones, en el escalón que separaba la terraza del patio, e incluso alguna en la mesa. Pero todas ellas, y conté más o menos una docena, de cara hacia donde estaba yo, como si se situasen para un espectáculo. Una vez acomodadas, Isabel les dijo “Os he llamado porque se me ha ocurrido una idea, y quiero que me deis vuestra opinión. Ya sé que habéis visto azotar a muchos esclavos, y que no es nada muy especial; pero anteayer me dijo Su una cosa que me ha hecho pensar. Efectivamente, si se les azota con el látigo cuando están sujetos a los postes, muchos de los golpes se enredan en ellos, y es una pena. Así que he pensado que colgando el animal así, con todo su cuerpo expuesto al látigo, el resultado será mucho más efectivo. Pero basta ya de hablar, y vamos a probarlo” . Al oír a mi Ama, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, pues lo que estaba diciendo implicaba que una docena de mujeres me iban a azotar con el látigo. Con lo que, si cada una lo probaba al menos media docena de veces, el daño que me iban a hacer podía ser mayor que todo lo que hasta entonces había sufrido; pues, aunque no conté los que el primer día me dio Isabel, en total no podían ser más de dos docenas. Y no quería ni pensar si a alguna se le ocurría probar con el látigo largo, en vez de usar el de monta.
Mientras estaba entretenido con estos pensamientos, Su -ahora ya sabía su nombre, seguramente Susana- no había perdido el tiempo, y había ido a buscar dos cámaras de vídeo con sus respectivos trípodes; las cuales instaló una a cinco metros de mí, justo de frente, y la otra a mi espalda, seguramente a una distancia similar. Lo que hizo mientras Isabel andaba rebuscando en el baúl; del que, finalmente extrajo un látigo de cuero negro, con un aspecto muy sólido, y que parecía medir más de tres metros. Cuando lo vi, se me cayó el alma a los pies, y a punto estuve de empezar a gritar antes de recibir ningún latigazo; pero me frenó la seguridad de que, si hacía eso, Isabel era muy capaz de ordenar que doblasen el número de golpes. Así que apreté los dientes, y seguí con una mirada asustada a mi Ama; hasta que, para poder así azotarme mejor, desapareció de mi vista, hacia mi espalda. Pero el primer trallazo no me llegó aún, pues faltaba algo: con su habitual sonrisa malvada, Su se acercó con una capucha negra en la mano, que tenía dos pequeños agujeros para los ojos y otro algo mayor para la boca; y, antes de ponérmela, me dijo “Verás como nos vamos a divertir, a todas nos encantan las novedades. Y dale las gracias a tu Ama por la capucha; si fuera por mí no te la pondría, pues lo mejor de todo sería ver tus caras de dolor mientras te pegamos duro. Pero quiere tener una grabación de la prueba del nuevo sistema de colgar a los esclavos; para luego poder estudiarla con calma, y ver si ha de cambiar algo” .
El primer impacto me lanzó hacia delante, como si quisiera tirarme sobre las espectadoras en una plancha invertida. Sentí que el látigo se enroscaba en mis caderas, dando lo que me pareció más de una vuelta y produciéndome la misma sensación que dos días atrás: primero un golpe muy fuerte que rodea por completo, y después un escozor terrible, como la sensación de que el látigo te está arrancando la piel. Algo que, por desgracia, a veces es muy cierto, pues tanto al enroscarse, como después al tirar de él, no es raro que el instrumento se lleve consigo algún jirón. De inmediato empecé a chillar y, al no tener amarrados mis pies, a patalear como un loco, arrancando las risas de mis torturadoras. Y, por supuesto, a pedir clemencia, y a suplicar que no continuasen azotándome. Isabel se detuvo, sí, pero pronto supe por qué: tras buscar en el baúl, regresó con una mordaza enorme, de esas que llevan en su interior una especie de consolador corto y grueso; y, llegando con ella hasta mi lado, me dijo indignada “Me estás haciendo quedar mal. ¡Abre la boca!” . Yo la obedecí, claro, y a partir de entonces mi capacidad de súplica, o de protesta, quedó reducida a un murmullo. Emitido, eso sí, con toda la intensidad por mi parte, y con todos los nervios del cuerpo en tensión; pero, para ellas, nada más que un murmullo.
Mi Ama, satisfecha del resultado, regresó a mi espalda y continuó con su labor, tratando de repartir los latigazos por todo mi cuerpo; y vaya si pudo, incluso una vez logró golpear con la punta del látigo mi pene, haciéndome ver las estrellas. Y otro de sus brutales trallazos consiguió acertar, a la vez, en mis dos pezones; lo que, de tan intenso que fue el dolor, cerca estuvo de hacerme arrancar el consolador de mi bozal de un mordisco. Al cabo de unos seis u ocho latigazos -había intentado contarlos, pero a partir del que castigó mi pene perdí la cuenta- mi Ama se detuvo por fin, fue hacia donde estaba Su sentada y, entregándole el látigo, le dijo “Me parece que tenías razón. Compruébalo tú misma” . Con una gran sonrisa de satisfacción Su se levantó, cogió el látigo y vino hacia mí, parándose justo enfrente; y, mientras se dedicaba a reseguir con una uña la nueva marca que el látigo había dejado en mi pene, haciendo que me encogiera de dolor, me dijo “Te creía más duro, pero con unos cuantos latigazos ya lloriqueas. Si te crees que así te podrás ahorrar alguno, vas listo; te voy a dar hasta que me canse” . Y de inmediato se puso a ello, azotándome con tal intensidad que muchos de sus golpes me hacían girar como una peonza, cuando tiraba del látigo para recuperarlo; lo que, además de la agonía de mi cuerpo -pues me dio latigazos desde los pezones a los muslos, sin olvidar ninguno de mis rincones- me producía un intenso dolor en las muñecas, al clavarse en ellas las esposas.
No sé cuántas veces me pegó Su, pero seguro que muchas más que mi Ama; y, desde luego, parecía tener una predilección especial por castigar mis genitales, pues muchos de sus latigazos alcanzaron mis testículos, o mi pene. Cuando terminó yo lloraba de dolor, y pataleaba furiosamente; aunque pronto comprendí que hacer eso convertía a mi sexo, y al interior de mis muslos, en blancos mucho más fáciles para mi torturadora. Pero, con los pies y las piernas libres, me resultaba imposible evitarlo, y sin duda Su se aprovechó de eso. Detrás de ella fueron pasando, una tras otra, todas sus amigas. Todas ellas crueles, claro, pero algunas más hábiles con el látigo que otras. Así, hubo una por ejemplo que decidió pegarme desde delante, pensando quizás que los latigazos dolían más en la parte delantera del cuerpo; pero, desde su posición, el grueso del impacto del látigo iba justo a dar en mi espalda, o en mis nalgas. Lugares donde, por supuesto, cada golpe me hacía ver las estrellas, y patalear en todas direcciones; pero donde no dolían tantísimo como los que alcanzaban los tres puntos más delicados de mi anatomía: el interior de los muslos, el sexo y los pezones. Otra de mis torturadoras, por el contrario, sabía perfectamente lo que hacía, pues muchas veces daba los latigazos un poco de abajo arriba, buscando que la punta del flagelo se introdujese por entre mis piernas, que no paraban quietas; y, desde luego, lo logró bastantes veces.
La cosa siguió hasta que, yo creo, se aburrieron de pegarme, pues a las que iban dejando de azotarme cada vez les costaba más encontrar una que ocupase su lugar. Y, finalmente, la lluvia de latigazos cesó, dejándome todo el cuerpo marcado por los golpes, y en particular donde más me dolía: interior de los muslos, sexo y pezones, que concentraron al menos un tercio de los más de cien azotes que me dieron entre todas. Mientras yo gemía de dolor, las mujeres se volvieron a sentar en sus sitios y pasaron otro rato hablando de sus cosas, sin fijarse en mi agonía; la única que pensó en mí fue la más sádica, la que me golpeaba buscando mi sexo. Pero fue para, sin la menor compasión, decirle a Isabel que porqué no me levantaban un poco más, para que mis pies no llegaran al suelo. Al oírlo me asusté muchísimo, porque estaba seguro de que mis doloridas muñecas no iban a resistirlo; pero afortunadamente mi Ama fue más juiciosa, y le dijo que con aquellas esposas no podía ser, porque podrían romperme las muñecas.