La Posada de Isabel - VII

Mi Ama decide acabar mi segunda jornada con más azotes en el trasero, y otra vez las pinzas en mis pezones. Y, a la mañana siguiente, me manda de nuevo a la cantera; pero ahora, llevando un aparato que me da descargas eléctricas.

VII

Tras recoger con cuidado todos sus instrumentos, Isabel me ordenó que me levantase de la silla, y me pusiera otra vez mis cadenas; para, una vez lo hube hecho, comprobar los cierres, e indicarme que la siguiera. Lo que hice no sin una sensación extraña, pues el balanceo de la jaula al andar, debido a su propio peso, era algo nuevo para mí; aunque yo sobre todo esperaba -con el pene allí encerrado- que no me resultara excitante. Y, por otro lado, el peso de todo el conjunto tiraba de la sonda hacia el suelo, haciéndola así algo más estrecha, aunque solo fueran unas décimas de milímetro; pero en mi situación cualquier alivio era bienvenido. La seguí hasta la mesa de la terraza, donde me ordenó otra vez que me arrodillase; tras lo que me dijo “Perro, entre quitarte los pelos y meterte la dichosa sonda se nos ha hecho tarde. Así que, por hoy, ya se acabaron los trabajos. Pero aún tienes pendientes dos castigos, y mis esclavos siempre los reciben antes de que acabe el día. Vete al baúl y tráeme la vara” . Aunque esperaba ser castigado, la mención de la vara me produjo un sobresalto, porque recordaba aún cómo dolía; pero me incorporé y fui hasta el baúl. Al abrirlo, pude ver por primera vez su contenido, y lo que había en él no era precisamente tranquilizador: látigos, fustas, varas, palas, … toda clase de instrumentos para golpear, y en cantidad; un verdadero surtido de instrumentos de tortura.

Elegí con un gran cuidado -de no hacer enfadar a mi Ama, claro, no de ahorrarme ningún sufrimiento- una vara cuyo aspecto me pareció lo bastante malévolo: de un material plástico, rígido y translúcido, fina pero muy robusta, pues casi no se dejaba doblar. Y, con ella, regresé donde Isabel me esperaba. Al volverme a arrodillar, y ofrecerle la vara, mi Ama dijo “Ya veo que eres un valiente, las varas de fibra de carbono son muy dolorosas. Tú sabrás. Esta vez serán doce azotes, un poco más que la anterior. Ya ves que soy generosa, y te los anuncio. Pero no te voy a sujetar, quiero que aprendas a estarte quieto. Y, después de cada golpe, me darás las gracias. Súbete a este sillón, y ponte con el culo bien en pompa” . Al instante me incorporé y, colocando mis rodillas en el asiento del sillón contiguo al de mi Ama, separadas lo que los brazos del sillón y mis cadenas permitían, y los codos sobre su respaldo, eché tan hacia atrás como pude mi trasero, y me puse a esperar lo peor. Que no tardó nada en llegar: sin previo aviso, pues no oí silbar la vara hasta el instante anterior al impacto, Isabel descargó sobre mis nalgas el primer golpe.

Tenía razón, el dolor era mucho peor que con la vara de madera. Era la misma sensación, como si alguien desgarrase la piel de mi trasero con un instrumento poco afilado, pero mucho más profunda; como si la vara de fibra, al golpear, llegase más adentro que la madera. Empecé a retorcerme y a chillar, agarrando con mis dos manos el borde del sillón hasta casi romperlo; pero, aunque moviendo mucho el trasero, logré mantener más o menos la posición. Cuando el dolor empezaba a remitir oí que Isabel me decía “No está mal, pero ¿no te olvidas de algo?” , y al momento recordé la nueva obligación que ella me había impuesto; y dije mis primeras palabras desde que llegué a su casa: “Uno; gracias, mi Ama” . Ella continuó golpeándome sin ninguna prisa, espaciando los trallazos para que el sufrimiento provocado por cada uno no ocultara el del anterior, y yo cada vez estaba más histérico de dolor; pues aunque lograba mantenerme sobre el sillón, contorsionándome como un poseso pero volviendo cada vez a la posición ordenada por Isabel, los golpes me nublaban la mente, y ya solo podía pensar en dos cosas: el tremendo daño que me estaba haciendo, y las ganas enormes que tenía de que por fin acabase. Por eso, y cuando ya estábamos cerca del final, cometí un error de cuenta; o eso me dijo ella, porque la verdad es que yo no estaba por otra labor que la de chillar, y retorcerme.

Así, de pronto oí como me decía “Perro, éste aún no era el décimo, sino el noveno golpe. Te has equivocado, y eso significa que voy a tener que volver a empezar. Pon más atención” . Sus palabras, y creo que no exagero, casi me hicieron más daño que los propios golpes; pues los nueve ya recibidos -según la cuenta de mi Ama- me habían dejado reventado de dolor. Por lo que la idea de recibir otros doce más me parecía simplemente inhumana; y esa, además, era la cantidad mínima que podía esperar, pues en mi estado era muy posible que me volviera a descontar. Pero no tenía otra opción, así que seguí chillando de dolor, retorciéndome en mi agonía y tratando de contar bien los golpes; y al parecer acerté, pues Isabel no me volvió a corregir, y se detuvo cuando yo dije “Doce; gracias, mi Ama” . Sin embargo, aunque los golpes cesaron el dolor seguía agarrado a mis posaderas, como si con cada latido mi corazón enviara un poco de sal a mis heridas; y por eso tardé aún cierto tiempo en recuperar la compostura. Cuando mi Ama vio que mis temblores cesaban, y mis gimoteos se apagaban, puso la vara frente a mi rostro y me dijo “Besa mi mano, y el instrumento que te corrige. Luego devuélvelo a su sitio, y ven aquí” . Besé su mano, y la vara, con lágrimas en los ojos; unas lágrimas que, creo, eran tanto de dolor como de alegría, pues mi tormento había acabado.

Me incorporé del sillón algo vacilante y, cogiendo de su mano la vara, la llevé de vuelta al baúl y volví a su lado, arrodillándome como de costumbre. Pero mi agonía no había aun terminado, porque tan pronto como me hube arrodillado Isabel sacó, de un bolsillo de su chaqueta, las dos pequeñas pinzas que el día anterior tanto me habían atormentado. Viendo la expresión de horror que sin duda se dibujó en mi cara, mi Ama esbozó una pequeña sonrisa, y se limitó a decir “Eran dos castigos, ¿recuerdas? Acércate” ; para, tan pronto como lo hice, volver a sujetar con toda delicadeza las dos pinzas en mis pezones. Cuidando una vez más de que solo mordieran la punta, y no la base, para que así me hiciesen el máximo daño posible. Yo pegué un alarido de dolor tras recibir cada una de ellas, pues aunque algo recuperados mis pezones seguían estando más sensibles de lo normal; y comencé a gemir, desbordado por un dolor intenso que, a diferencia del causado por la vara, no permitía un solo instante de respiro, y se iba haciendo cada vez más profundo. Isabel, sin embargo, pensaba en otras cosas, pues se levantó y me hizo seña de seguirla; lo que hice hasta la cocina, donde me ordenó prepararle la cena.

Yo no sabía qué era lo que se le antojaba, así que me quedé inmóvil, mirándola con los ojos llenos de lágrimas de dolor; y ella fue a la nevera, sacó una pizza y me la entregó. Mientras el horno se calentaba preparé su mesa en el comedor, dejando en su sitio el cuenco con fruta que allí había, y cuando la pizza estuvo a punto le serví su cena, junto con un vaso de vino. Mi Ama cenó en silencio, sin hacer el menor caso a los gemidos que yo, arrodillado a su lado, no podía reprimir; pues me dolía como si mis pezones estuviesen siendo arrancados en vivo. Al acabar me dijo que le hiciese un café, y que se lo llevara a la terraza; yo recogí la mesa y lavé lo poco que se había ensuciado, le preparé el café y se lo llevé. Pero, cuando iba a arrodillarme otra vez a su lado, me detuvo: “No, date la vuelta, que quiero ver cómo está tu culo” . Algo que hice de inmediato, para sentir como sus uñas reseguían, durante un buen rato, las marcas que la vara había dejado en mi trasero.

Cuando se cansó, me ordenó ir otra vez a la cocina a preparar mi propia cena, que no era otra cosa que las sobras de lo que ella y su amiga habían comido a mediodía. Lo puse todo en el cuenco para perros, donde sabía que debía hacerlo, y regresé con él a la terraza; aunque el dolor en mis pezones hacía que no notase el hambre. Si es que la tenía, claro, pues la intensidad de la mordedura de las pinzas era capaz de hacer olvidar cualquier otra cosa; lo que confirmé al caer en la cuenta de que, desde hacía rato, tampoco notaba la sonda que seguía forzando la abertura de mi uretra. Isabel me indicó que podía comer, pero al ver que yo cogía una porción con las manos me dijo “Con las manos no, ¡so guarro!” ; lo que me obligó a comérmelo todo, esta vez sí, como un perro: metiendo mi hocico en el cuenco, con un cuidado infinito para evitar que las pinzas de mis pezones, al inclinarme, pudiesen tocar el suelo. Cuando acabé, mi Ama se levantó, y me hizo ademán de seguirla; fuimos hasta la cocina, donde lavé y guardé mi cuenco, y de allí a mi box de las caballerizas, donde Isabel me encadenó a la pared, cuidando como siempre de comprobar que el candado estuviese bien cerrado.

Para entonces mi desesperación era absoluta, pues la idea de pasar la noche con las pinzas puestas era terrible, inhumana; y lo más posible era que mis pezones no sobrevivieran a ese tratamiento. Pero mi Ama, una vez que me hubo encadenado, comenzó a jugar con las dos pinzas, moviéndolas de un lado a otro; lo que me produjo un dolor terrible, pero me hizo alimentar alguna esperanza. Y así fue, pues minutos después, cansada ya de jugar, me advirtió de que no podía tocármelos bajo ningún concepto, y liberó mis dos pezones a la vez; causándome la tormenta de dolor que ya conocía de la vez anterior, pero a su vez una extraordinaria sensación de alivio, pues el riesgo de tener que llevarlas puestas toda la noche había desparecido. Isabel se quedó allí un poco, supongo que para asegurarse de que yo no aliviaba mi punzante dolor frotándome los pezones; y, cuando vio que mis convulsiones cesaban, cerró la puerta del box y se marchó. Dejándome solo con un dolor que, por fin y con infinito cuidado, pude aliviar con la crema que allí seguía; tanto en mis pezones como en mi trasero. Para, a continuación, beber un larguísimo trago de agua y acurrucarme en la paja, a pasar la noche.

Me desperté de madrugada, muerto de frio; no podrían ser más de las seis y pico o las siete, pues la luz que se filtraba al interior de las caballerizas era aún bastante tenue. Y, al incorporarme, enseguida comprendí porqué hoy tenía mucho más frio que ayer; no era solo por la hora tan temprana, pues el culpable principal era el ventanal que, unos tres metros por encima mío, estaba abierto de par en par, y que yo no tenía modo de cerrar. Como tampoco podía cerrar los otros ventanales, que suponía también abiertos; al menos el del box frente al mío, visible a través de los barrotes de la puerta, lo estaba de par en par. En el acto pensé en Remedios, y se me ocurrió que quizás, en un acto de maldad, los había dejado todos bien abiertos para hacerme sufrir; pero luego pensé que, al ser un domingo, lo más posible era que no trabajase, y por eso dejaba todo así los sábados: para que el olor a estiércol, cuarenta y ocho horas después, no la molestase demasiado. Pero al cabo daba igual, pues para mí lo único que contaba era que hacía frio, y que no tenía nada con que taparme. De pronto, me di cuenta de que la tensión en mi uretra había desaparecido por completo; de que mis pezones, aunque aún muy sensibles, ya no me enviaban constantes señales de dolor al cerebro; y de que mi trasero solo dolía si me tocaba las cicatrices, que al tacto parecían pronunciadas.

No podía quejarme; y con ese pensamiento me dirigí al retrete, pues necesitaba orinar. Lo que pude hacer sin problemas pese a la sonda, pues la orina corría libremente por su interior; pero, no bien hube orinado, me asaltaron unas ganas imperiosas de ir de vientre. Y, qué remedio, eso fue lo que hice, para descubrir de inmediato que mi Ama no me había dejado papel higiénico; con lo que no tuve otra opción que la de limpiarme, como pude, usando la paja, procurando que sus briznas no hicieran demasiado daño a las heridas de mis nalgas. En eso estaba cuando, de pronto, oí la voz de mi Ama, vestida con un  chándal y parada frente a la puerta de mi box: “Veo que ya te has levantado, y que has cagado. Bien. Hoy habrá que limpiarte con más cuidado, perro, desde aquí huelo la mierda” . Mi primera reacción fue ponerme rojo hasta las orejas, pues no sabía cuanto rato llevaba allí parada, y presentía que había estado disfrutando con mis esfuerzos para, usando paja y con las cadenas puestas, limpiarme el trasero. Pero era mejor no pensar en ello; así que cuando Isabel soltó la cadena de la pared la seguí hasta la trampilla de desagüe, y una vez allí fui adoptando las posturas que mi Ama, en su afán por quitarme cualquier resto de suciedad mediante chorros de agua a presión, iba inventando. A cual, obviamente, más obscena; y hasta peligrosa, pues el impacto del chorro en mis testículos era muy doloroso, y no digamos ya cuando, acercando la pistola de agua hasta casi tocar mi ano, se dedicó un buen rato a eliminar cualquier resto de paja, o de otra cosa, de la hendidura entre mis nalgas.

Pero ni eso pareció dejarla satisfecha, porque de pronto detuvo el aparato y me dijo “Habrá que limpiarte también por dentro, guarro. Así no hay bastante” ; para, acto seguido, decirme que pusiera un pie en un poyete que había justo a un lado, de como medio metro de alto, y que flexionase el cuerpo hacia delante. Para, cuando me tuvo así ofrecido, introducir en mi ano el cañón del aparato -un tubo fino, de casi medio metro de longitud- hasta llevarlo donde ya no pudo avanzar más. Me quedé paralizado por el terror, pues pensé que con la presión que aquello tenía iba a reventarme los intestinos; pero Isabel, después una breve pausa para que yo sufriera -parecía que había adivinado mi pensamiento, pero en aquellas circunstancias tampoco era tan difícil- alargó su mano hacia la caja del aparato y reguló una ruedecilla. Y, a continuación, volvió a disparar el chorro; pero esta vez con una potencia sin duda incómoda, pero que no hacía peligrar mis tripas. Y así me tuvo un largo rato, moviendo el tubo en mi recto hacia atrás y hacia delante, hasta que le parecí lo bastante limpio como para llevarme a secar al patio.

Una vez más, mientras me secaba me tiró a los pies una rosquilla como la del día anterior, rellena de cabello de ángel, y me indicó que la comiera. Lo que hice con apetito, mientras ella me explicaba sus planes para la mañana: “Perro, hoy vas a acabar lo que empezaste en la cantera. Y no quiero excusas. Me da igual si, mientras trabajas, pasa por allí un convento de monjas entero: tú, a seguir con lo tuyo” . De inmediato me envió de vuelta a mi box, para que me pusiera otra vez crema; lo que de nuevo hice como pude, sin olvidar beber una buena cantidad de agua por si acaso.

Al acabar, mi Ama me esperaba en el patio, sentada en su sillón, y pude ver que tenía sobre la mesa una caja en la había algo parecido a un teléfono móvil. Lo cogió, se acercó y lo sujetó a mi muslo derecho mediante una correa que la funda del aparato llevaba; para, a continuación, decirme “Separa las piernas e inclínate hacia delante” . Cuando obedecí, introdujo en mi recto un objeto metálico, completamente liso y con los extremos redondeados, de unos diez centímetros de largo por otros cinco de diámetro; con un estrechamiento, que quedó firmemente sujeto por mi ano, en la parte por la que se unía al aparato mediante un cable. Tras decirme que me incorporase, cogió otro cable conectado al aparato, pero este muy fino y con su último centímetro de metal; y, sujetando la jaula en que mi pene aun estaba encerrado, lo introdujo por la abertura de la sonda hasta que ya no pudo llevarlo más adentro, fijándolo con una pequeña abrazadera.

A estas alturas yo empezaba a imaginar qué era aquello, pero Isabel despejó mis dudas: “Perro, vas a probar mi juguete favorito. Este aparato da descargas eléctricas, unas suaves y otras muy bestias. Y lo hace, además, cuando le apetece. No intentes pararlo o quitártelo, ni sacar las sondas; registra cualquier interrupción, y me enteraré después si haces con él algo que no debes” . Una vez que lo encendió, apretando un pequeño botón de la caja, se dedicó a repartir por mi cuerpo, con todo cuidado, la crema que yo me había puesto; no por bondad, como enseguida comprendí, sino porque esperaba hasta poder comprobar que el aparato funcionase. Yo estaba muy nervioso, pues mi única experiencia con la electricidad había sido usando una sonda uretral con la que, de una escala hasta el quince, nunca había pasado del cinco. Esperaba lo que sabía que iba a pasar, aunque ya me había dicho Isabel que no podía prever cuándo; pero aun así la primera descarga me pilló por sorpresa, y me provocó un gemido de dolor. Supongo que no era de las más fuertes, pero el lugar donde estaban los dos electrodos -uno en mi recto, y el otro casi en mi vejiga- obligaba a la corriente, incluso a la menos intensa, a atravesar órganos muy delicados, y desde luego muy poco acostumbrados a ser estrujados; pues esa era la sensación, algo así como si entre ambos electrodos todo mi vientre se contrajese. Mi Ama quedó, al parecer, satisfecha, pues me llevó hasta la puerta del muro, la abrió, y me dijo “Luego vengo a ver como ha quedado. Recuerda que no te puedes quitar eso en ningún caso, por más que te duela”; cerrándola una vez que salí. Y yo, como no podía ser de otro modo, emprendí por tercera vez el camino de la cantera.

En la media hora que como de costumbre tardé, el principal problema fueron otra vez las irregularidades del suelo, y eso que ya era mi tercer día andando descalzo. Pero no lograba acostumbrarme al dolor que las piedras o las ramas sueltas me provocaban al pisarlas, y de vez en cuando alguna de especialmente puntiaguda o cruel me obligaba a detenerme un poco, y esperar a que el dolor remitiese. Sin embargo el aparato no parecía, de momento, muy activo, pues en ese tiempo me sacudió no más de media docena de descargas, como de la intensidad de la primera. Eso sí, cuando le apetecía; pues a veces estaba diez minutos sin atacar y, en otras, me daba dos o tres descargas casi seguidas. Una de las veces que me atacó coincidió con un momento en el que estaba descansando mis pies, y pude observar que la pequeña pantalla que tenía mostraba un número, en aquel momento un dos y otro dos separados por un guion; y, cuando un rato después volvió a soltar una descarga, vi que había cambiado al dos y el uno. Me di cuenta de que ambas descargas habían tenido la misma intensidad -sin duda muy molesta, pero no paralizante- pero que la segunda había sido más breve, por lo que deduje que el primer número marcaba la potencia de la descarga, y el otro su duración; y que, hasta que se producía una nueva descarga, el valor de la última recibida permanecía fijo en la pantalla. Pero en ella no había ninguna otra indicación; por lo que de nada me servía para predecir lo que me esperaba, o cuándo. Y tampoco sabía cual era el límite de la escala que el aparato usaba; pues solo que llegara a diez, por ejemplo, la descarga máxima sería sin duda terrible. Y no quería ni pensar qué podría suceder si el límite, como en mi máquina casera, estaba en quince.

Estos eran los pensamientos que me ocupaban mientras caminaba, bajo un sol que ya se adivinaba tremendo, los últimos metros que me separaban de la cantera; y, de hecho, empecé a pensar la estrategia a seguir para retirar las piedras, que pasaba por quitar primero las más grandes como había hecho la primera vez. Solo que las que no se podían levantar ya las había quitado antes, y de las que quedaban ninguna pasaría de los veinte o treinta kilos. Así que me dirigí hacia una de las mayores, con intención de ver si podría con ella; pero unos metros antes de llegar donde me esperaba un terrible puñetazo en el bajo vientre me tiró a tierra, donde estuve unos segundos sin ni poder respirar, del dolor tan atroz que sentía en la zona interna contigua a mi sexo. Tras recuperar el aliento, me senté en el suelo y miré a la pantalla; marcaba 7-5, lo que supuse que significaba cinco segundos a intensidad siete. Asustado, me incorporé y, sin dejar de pensar en lo diabólico de aquel instrumento, comencé a mover las piedras, y a sudar de lo lindo con ello.

Mientras lo hacía, el aparato me soltó algunas descargas más, pero siempre de intensidad dos o tres y por no más de dos segundos; aunque cada vez que las notaba el susto era tremendo, pues pensaba de inmediato que venía una de las severas. Pero, claro, una hora u otra eso tenía que suceder, y pasó justo cuando estaba haciendo un breve descanso, en la sombra del mismo árbol donde se había sentado la amiga de mi Ama. De pronto, noté otra vez el puñetazo en el bajo vientre, pero mucho más fuerte e intenso que el anterior, y comencé a retorcerme por el suelo del dolor, aullando como un perro. Así estuve al menos tanto tiempo como con mi primer siete, y cuando la corriente se detuvo, necesité casi un minuto para tener la suficiente entereza como para mirar la pantalla. Pero, en el mismo momento en que me inclinaba hacia mi costado, otra descarga atroz me hizo volver a encogerme, y dar un alarido de dolor capaz de llegar hasta mi Ama. El terrible calambre duró, a mi parecer, incluso más que el previo, y para cuando fui capaz de sentarme otra vez en el suelo, vi que había sido un 9-7; aunque, claro, ya no podía saber hasta donde alcanzó el inmediatamente anterior.

Me puse de pie como pude, y continué con mi labor, que gracias a mis esfuerzos ya estaba bastante avanzada. Y, unos minutos después, oí una voz conocida que venía de lo alto del desnivel, que reconocí como la de la amiga de mi Ama. Al alzar la vista la vi allí, a unos veinte metros, observándome; pero lo peor era que no estaba sola, sino que -literalmente, yo creo- se había traído a todas sus amigas. Me gritó algo así como “Así me gusta, que trabajes” ; pero yo, tragándome mi vergüenza, hice como que no las veía y seguí moviendo piedras hacia la base del desnivel. Aunque, claro, eso sirvió de poco, porque el grupo bajó por los dos lados, hasta llegar todas a donde yo me esforzaba; y, mientras, el aparato aprovechó para darme otra descarga más, aunque de nivel 3-1, que empezaba a ser el más frecuente. Una vez que estuvieron a mi alrededor, riendo con alegría y comentando entre ellas lo feo y sucio que yo les parecía, la amiga de mi Ama me dijo “Hemos venido porque mis amigas se han enterado de que Isabel tiene un esclavo nuevo, y todas querían conocerte. No son simpáticas? Pero veo que llevas el juguete favorito de Isabel. ¿Qué suerte, no? ¿Te gusta?” .

No pude contestarle, porque el aparato decidió hacerlo por mí; y me obsequió con una descarga literalmente salvaje, que me tiró otra vez al suelo entre gritos de dolor y que duró, creo, casi diez segundos, durante los que perdí el mundo de vista. Al volver en mí, mi sorpresa fue que mis visitantes estaban aplaudiendo, y sonreían mientras comentaban entre ellas lo exagerado de mis convulsiones; al parecer, eran tanto o más sádicas que su guía, pues oí a una que decía “¡Vaya mierda de hombre! Cuánto teatro; total, por un pequeño calambre… Vamos, no creo que esa cajita pueda electrocutarle, precisamente; habría que conectarle una batería de coche al rabo, y entonces sí que chillaría con razón” . Había sido, por cierto, un 8-9, como pude comprobar en la pantalla. Eso sí, lo que ninguna de mis espectadoras hizo fue tocarme, supongo que por temor a recibir ellas también una descarga; se fueron todas a sentar bajo el árbol, observando como yo trabajaba y, de vez en cuando, como me retorcía de dolor. Y allí seguían cuando llegó mi Ama.